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Abogados y escritores

Abogados y escritores En la casa de mi infancia había un cartelito colgado por mi madre que decía: “Dios mío, ojalá que en esta casa no entren ni médicos ni abogados”.

Sin embargo, un abogado entraba y salía todos los días de la casa. Era mi padre. Además, mamá tenía dos hermanos y un cuñado, médicos y dos hermanos abogados, Y por fin, muchos años después, yo recibiría el título que me recomienda defender “las mejores causas” y también lo haría en su momento mi hija Anabelí. Todo lo cual por un lado revela el excelente sentido del humor de mi madre y por el otro ofrece la evidencia de que existen ciertas enfermedades de familia.

Como es normal entre los abogados latinoamericanos, escribí poemas durante toda la adolescencia, y acudía con interés vehemente a las audiencias penales y a las clases de derecho de familia, pero tan sólo para inspirarme en ellas y escribir los que serían mis primeros relatos. Tiempo después colgaría en mi estudio el doctorado en literatura junto a mi poco usado título profesional de abogado, pero nunca olvidaría ciertas nociones jurídicas que han sido y son fundamentales en mi tarea de escritor y en mi pretensión de ser un hombre decente.

Ello se debe a un consejo que me dio mi padre cuando advirtió que, pese a mi afición por el derecho romano y por los teóricos alemanes, mis pasos avanzaban por el descarriado sendero de la literatura.“Es evidente que vas a ser escritor”- me dijo y añadió: “Por lo tanto, es preciso que leas con amor y atención el Código Civil. Fíjate bien cómo está escrito: no hay un solo adjetivo en sus páginas. No hay una sola palabra que sobre… y no hay ninguna que falte. Solamente cuando escribas así, serás de verdad un escritor”.

Y eso es justamente lo que he estado tratando de hacer toda la vida y lo que me ayuda a saber si mi prosa es limpia y si mi texto convence, deleita o inspira. Tal es también la madera de la que están contruidos los recursos del litigante cuando tratan de ser eficaces y los mandatos del juez cuando son completos, en ambos casos cuando los textos se escriben por apetito de justicia y no por gula de palabras.

En el Perú han estudiado Derecho, entre otros escritores, César Vallejo, Enrique López Albújar, Ciro Alegría, Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro, y eso se puede notar en sus obras. De la misma forma, excelentes abogados me han confesado que siempre quisieron ser escritores. Ocurre que, en países como los nuestros, quien nace escritor tiene que escoger una vocación para vivir junto a la desastrosa vocación para soñar, y generalmente aquella termina devorándose sus sueños.

Hay algo que mi padre añadió entonces: “Si de todas maneras también quieres ser abogado, estudia y aprende bien la noción del acto jurídico, y lo serás. De paso, eso te servirá para saber si eres un hombre correcto”. Para los profanos, al decir “acto jurídico”, mi padre se refería a las relaciones consensuales en mérito de las cuales dos o más partes se ponen de acuerdo para establecer un contrato, armar una empresa, casarse, arrendar una casa, comprar un bien u ofrecer un servicio, vale decir para que los hombres hagan el milagro cotidiano de edificar una sociedad y de vivir en armonía.

Cuatro son sus elementos: sujeto legal, objeto posible, fin lícito y observancia de la forma prescrita por la ley, y aunque este correo no pretende ser un artículo jurídico, creo que todos ellos se sintetizan en el respeto a la voluntad de las partes que es la expresión del primer bien existente en el universo, la libertad; y ella, la libertad, es la que nos junta incansablemente y la nos hace más humanos y mejores integrantes de un mundo en el que nuestra misión es obrar con amor y crear una sociedad realmente justa.

Poco tiempo he ejercido la profesión de abogado, pero todo el tiempo vuelvo a los principios jurídicos que me hacen saber si mis acciones son correctas, y siempre trato de escribir como lo aprendí en Código Civil, y por todo eso, esta tarde, vuelve a mi recuerdo la imagen de mi padre levantándose de la mesa del almuerzo para atender a un cliente. “Discúlpame- le dice a mi madre- pero debes entender que un abogado es como un sacerdote, y debe llevar la paz a quienes la necesitan”.

Eduardo González Viaña

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