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Leer en voz alta

Leer en voz alta Muchas noches, antes de dormir, nos leíamos en voz alta la una a la otra. Me lo propuso ella. Decía que era una forma más de compartir. Yo siempre había concebido la lectura como un acto íntimo, pero ambas amábamos los libros y yo la amaba a ella, y no encontré ninguna razón para negarme.
A mí no me gusta leer en voz alta. El sonido de mi voz y el esfuerzo de leer despacio, pronunciando bien y entonando las frases, me distraen, y termino pensando en otra cosa mientras leo. Tampoco me gusta que me lean en voz alta. Si quien lee no consigue engancharme con un ritmo constante y una buena voz, se me va el santo al cielo enseguida.

Aun así, desde entonces, muchas noches, antes de dormir, nos leíamos en voz alta la una a la otra.

El primer libro lo eligió ella. No recuerdo el título, pero sí que el texto estaba lleno de términos franceses que yo no sabía pronunciar. No lo acabamos nunca porque nos aburrimos mucho antes.

Abandonamos aquel libro y escogimos una novela italiana que sólo nos duró una noche porque nos gustó tanto que leímos sin parar, turnándonos. Bueno, en realidad a quien le gustó mucho fue a mí, y era yo la que no podía dejar de leer. Así que leí y leí sin parar.

Seguramente aquella noche leí muy mal. Hacía horas que ya no estaba en ese apartamento caluroso y minúsculo de Madrid, sino en otra ciudad inventada. Y había dejado de preocuparme por la vocalización, la entonación o el ritmo: sólo quería conocer la suerte de los personajes. Sobre todo la de aquella mujer que abandonaba su vida entera para que se cumpliese su destino desconocido.

Así, leyendo sin parar, llegué al penúltimo capítulo. Y leí. Y lloré. Y lloré. Y leí. Y cuando llegué a la página siguiente, al final del capítulo, me detuve.

Ella se había quedado dormida.

Berna Wang

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