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Notas sobre teatro romántico en hispanoamérica

Para hablar del teatro romántico en Hispanoamérica, es necesario comenzar con sus orígenes en España. E. Allison Peers dice que en el teatro, el romanticismo empezó mucho antes de 1800. Para entonces había varios tipos de obras teatrales agrupadas bajo el epígrafe de no literarias. Algunos tipos de esas obras no literarias fueron: la comedia, la magia, la lacrimosa tragedia urbana y la comedia heroica.

 

La muestra de este tipo de teatros era como lo quería el público; es decir, tenía que ser de diálogo natural, con esas escenas y expresiones que sólo escriben los ingenios creadores capaces de crear novedad en el enredo, así como chisme en la expresión, y gracia cómica en la fábula, con caracteres y costumbres bien ridiculizados. La gente, naturalmente, tenía que acudir a esas comedias, y de manera muy especial a las que llamaban de capa y espada.

 

En el teatro había que vencer más oposiciones que en el verso no dramático o en la novela; esto por la existencia de cuadros de moral pesados que fastidiaban. Así pues, el melodrama de fines del siglo XVIII iba preparando poco a poco al público para el drama romántico del XIX.

 

Felipe A. Pedraza Jiménez expresa que, en España, el teatro de la época romántica sufrió un estancamiento durante el reinado de Fernando VII, pero inició un rápido desarrollo a partir de su muerte, y experimentó un crecimiento que primero fue sólo de aficionados y que en 1835, en su prosperidad pasó a ser profesional.

 

Ya en los años posteriores a 1840, según Allison Peers, se da en España la lenta aparición de la Rebelión. Ahora el teatro empieza a presentar muchos síntomas de renovación, no ya en la gran variedad de tipos, sino también en la gradual aparición de lo que en años subsiguientes se consideraron los elementos del romanticismo. Donde mejor se realizó la rebelión fue en el drama, teniendo un descontento cada vez mayor con respecto a los metros tradicionales. Los autores escribieron drama en verso de métrica diversa con mezcolanza de tragedia y comedia y, se dio también el empleo de clichés.

 

Para J. B. Pedraza el género romántico por excelencia es el drama histórico, que es simultáneamente una recuperación del teatro barroco y una rebelión contra las normas impuestas por el neoclasicismo de la literatura francesa; además de que el drama histórico sí es la creación más característica del período, porque este tipo de drama es la fórmula que rompe con los planteamientos precedentes. Esta ruptura con las unidades es, así mismo, la coincidencia más clara y llamativa, donde los espacios pueden ser múltiples y en ellos el tiempo se alarga o se acorta al gusto del dramaturgo.

 

Guillermo Díaz Plaja afirma que en el mundo incierto de los dramas románticos, es muy frecuente ver que el lenguaje de diversos personajes esté formado por palabras que se pierden en el vacío. Ya que desde sus inicios el teatro romántico presenta situaciones de esta clase, podemos encontrar que todos sus personajes tropiezan con una insuperable dificultad para dialogar entre sí.

 

En cuanto a la escenografía de un teatro romántico, tenemos las opiniones de Roberto G. Sánchez y Richard A. Cardwel, quienes anotan, a manera de ejemplo, que en un cuadro de figuras el marco es el proscenio, su espacio el escenario y sus figuras los actores. En otras palabras, el pintor se torna escenógrafo, y es ahí donde la luz crea ambiente y sorprende; y hasta se puede decir que es una sensibilidad esencialmente teatral la que imagina el efecto que produce un escenario en penumbra. Ese detallismo visual es pintoresquismo, e incluye artículos accesorios que son elementos del decorado. Como parte misma de la escenografía, el vestuario cobra gran importancia al agregar su colorido al efecto plástico total, pero se sugiere en los cambios de trajes el desarrollo anímico de los personajes, los cuales están concebidos en forma plástica, como esculturas que asumen poses y se mueven con ritmo mesurado o vivo. Mesoneros Romanos encuentra que las decoraciones eran siempre las obligadas: salones de baile, bosques, capillas, subterráneos, alcobas y cementerios. Guillermo Díaz Plaja coincide en que los dramas románticos abundan en símbolos que sugieren la idea de sombría soledad. Así se pueden presentar la ermita, la celda de un convento, una cárcel o una cámara ardiente. Daniel Poyán observa que la acción escénica va descendiendo, ya que inicia desde el castillo y palacio románticos, pasa a través del salón de la alta comedia y la casa burguesa hasta parar, finalmente, en la calle. Ya no importa el lugar de la acción, ni el choque de las pasiones; la verdadera lucha romántica sucede ahora entre los conceptos: son conflictos de ideas y no de pasiones.

 

Hablando ya, del romanticismo en América, Emilio Carilla, al tratar de la independencia política y romanticismo, escribe que las regiones donde el romanticismo triunfó con más vigor y donde se impusieron preferentemente modelos europeos, no españoles -salvo Espronceda y Larra- fueron aquellas que habían tenido una pobre literatura colonial.

 

En cambio países de rica producción literaria durante la época colonial, como México, Perú y Colombia, son más conservadores y por lo tanto el romanticismo es allí menos ruidoso y los modelos españoles son mucho más numerosos; lo cual afirma que la independencia política de la América Hispánica no significa, ni menos presupone, una independencia cultural.

 

El siglo XIX hispanoamericano fue el más influenciado, sobre todo literariamente hablando, por el prototipo preferido de los franceses, ya que la base de ambas partes coincidía en costumbres, modas y educación. No obstante, los franceses no fueron los únicos que influyeron desde el punto de vista literario en los autores románticos hispanoamericanos; también lo hicieron escritores ingleses, alemanes, italianos y norteamericanos. Muchas veces la influencia de una literatura, de un autor o autores extranjeros sobre los románticos hispanoamericanos no es sino la consecuencia de débiles bases propias que procuran de esa manera animarse o reanimarse; y otras es, simplemente, la moda, la señal de los tiempos que impone los nombres y las obras.

 

También María Edmeé advierte que con la llegada del romanticismo al teatro de Hispanoamérica, la división social se manifestó en la literatura de un modo evidente. Eran entonces los de la clase media, quienes habían sido beneficiados con la Independencia, los que presentaban a sus literatos y poetas poseedores de mayor espontaneidad y sinceridad; es decir, francamente románticos, y que salieron desenfrenados, incorrectos; desbaratando reglas, rompiendo disciplinas en un libertinaje retórico y prosódico, que tanto desagradaba al lado aristocrático de los clásicos.

 

En muchos de estos románticos que escribieron alrededor de 1880, está presente el ansia de renovación, los deseos de reanimar viejas tierras gastadas, de ajustar la expresión, y de cuidar la lengua. Son románticos por su concepción del mundo y de la vida, por el espíritu de la obra, por el enfoque de los temas y, sin embargo, en ellos se nota la búsqueda pertinaz de una expresión menos transmitida. Trataban de ser más originales.

 

Finalmente diremos que, la diferencia entre este último romanticismo, con respecto al inicial, en cuanto a géneros y temas, no es muy acentuada; sin embargo, sí señaló el debilitamiento de las obras teatrales, o mejor dicho, de escritores de obras de teatro, peligrando toda la gran generación. Pero esto, no supone una variante fundamental dentro del ya para entonces pobre teatro romántico.

 

Marina Ruano Gutiérrez

 

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