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Poesía de soledad y poesía de comunión

¿Qué clase de testimonio es el de la palabra poética, extraño testimonio de la unidad del hombre y el mundo, de su original y perdida identidad? Ante todo, el de la inocencia innata del hombre, como el de la religión es el de su perdida inocencia. Si una afirma el pecado, la otra lo niega. El poeta revela la inocencia del hombre. Pero su testimonio sólo vale si llega a transformar su experiencia en expresión, esto es, en palabras. Y no en cualquier clase de palabras, ni en cualquier orden, sino en un orden que no es el del pensamiento, ni el de la conversación, ni el de la oración. Un orden que crea sus propias leyes y su propia realidad: el poema. Por eso ha podido decir un crítico francés que "en tanto que el poeta tiende a la palabra, el místico tiende al silencio". Esa diversidad de direcciones distingue, al fin, la experiencia mística de la expresión poética. La mística es una inmersión en lo absoluto; la poesía es una expresión de lo absoluto o de la desgarrada tentativa para llegar a él. ¿Qué pretende le poeta cuando expresa su experiencia? La poesía, ha dicho Rimbaud, quiere cambiar la vida. No intenta embellecerla, como piensan los estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia, procura hacer sagrado el mundo; con la palabra consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia. No pretende hermosear, santificar o idealizar lo que ve, sino volverlo sagrado. Por eso no es moral o inmoral; justa o injusta; falsa o verdadera; hermosa o fea. Es, simplemente, poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía, que es un testimonio del éxtasis, del amor dichoso, también lo es de la desesperación. Y tanto como un ruego pude ser una blasfemia.

La sociedad moderna no puede perdonar a la poesía su naturaleza: le parece sacrílega. Y aunque ésta se disfrace, acepte comulgar en el mismo altar común y luego justifique con toda clase de razones su embriaguez, la conciencia social le reprobará siempre un extravío y una locura peligrosa. El poeta tiende a participar en lo absoluto, como el místico; y tiende a expresarlo, como la liturgia y la fiesta religiosa. Esta pretensión lo convierte en un ser peligroso, pues su actividad no beneficia a la sociedad; verdadero parásito, en lugar de atraer para ella las fuerzas desconocidas que la religión organiza y reparte, las dispersa en una empresa estéril y antisocial. En la comunión el poeta descubre la fuerza secreta del mundo, esa fuerza que la religión intenta canalizar y utilizar, a través de la burocracia eclesiástica. Y el poeta no sólo la descubre y se hunde en ella: lo muestra en toda su aterradora y violenta desnudez al resto de los hombres, latiendo en su palabra, viva en ese extraño mecanismo de encantamiento que es el poema.

Octavio Paz

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