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¿Por qué nos dejamos manejar?

¿Por qué nos dejamos manejar? No hay movimiento. Somos corderitos controlados por un Gran Pastor. No nos rebelamos. Seguimos las reglas que nos dictan. Nada nos conmueve. La opulencia ha asesinado a la rebeldía. Solo nos quejamos de la mierda que nos rodea pero no actuamos contra ella sino que percutimos nuestras frustraciones contra el lado débil de nuestras vidas: algún amigo pusilánime, una mujer dependiente, un hijo aterido, un inocente aficionado que pasea los colores del equipo contrario. Para esto si valemos pero para insistir en la lucha contra la opresión disimulada (cada día menos) parece que no: nos falta constancia y unión. Nos importa muy poco lo que le pase al vecino mientras nosotros no nos veamos afectados. Lo grave del asunto es que este virus he infectado también a los privilegiados que poseen la capacidad para voltear la situación, esto es, a los que tienen las ideas válidas. Éstos, acomodados, tan solo disparan balas de fogueo con sus críticas en periódicos de tirada más o menos elevada, en reuniones elitistas de eruditos o en algún libro donde denuncian la situación sin darle nombres y apellidos: nada de mojarse. Solo palabras.

Y las palabras ya no bastan para hacer reaccionar al pueblo. Hay que desenchufarlo del televisor: se ha convertido en un electrodoméstico más, solo que no consume luz sino toda la batería de productos superfluos que la propia caja tonta tiene a bien ofrecerle. El pueblo, por su parte, piensa, equívocamente, que la culpa la tienen los mandamases actuales (en todas las épocas pasa lo mismo), a los que hay que sustituir por otros de valía superior (sic). Pero la verdadera revolución parte de lo personal y se consolida externamente y no al revés, como quieren hacernos creer los interesados en el cambio del collar al perro del Poder. Nos han convencido de que existe tan solo la posibilidad de estar a un lado de la balanza ideológica, o en el lado contrario. Exponen, convencidos, que no existe alternativa a la carne o al pescado que ellos ofrecen. Y los que ostentan el poder se encargan de recordárnoslo con implacable insistencia por si acaso se nos pasa por la cabeza la idea de olvidarlo.

“Eres un ‘sociata’ de mierda”
“Menudo ‘facha’ cabrón estás hecho”

Si permutamos ‘sociata’ por ‘culé’ y ‘facha’ por ‘merengón’ (o al contrario) las frases no pierden nada de su sentido bipolar.

La ironía del mensaje bipartidista radica en que te lo venden como una ‘opción libre’. ¿Cómo puede decirse que es libre una opción política cuando no se le puede criticar sus ‘flecos’, sus ideas equívocas, que las tiene, como cualquier ente controlado por humanos? Es como querer vendernos un disco porque alguien dice que es genial. “Bueno, señor, permítame valorar todas y cada una de las canciones a ver si es tan genial como usted dice”. No, no nos permiten la crítica a ninguna canción, nos endilgan todo el disco al completo y con esas lentejas hemos de tragar. Y ay Iluso si tienes la indecencia de contradecirles.

Hablamos tanto y tan ligeramente de Libertad que la hemos logrado encerrar en una suntuosa urna, en un recinto cerrado donde no la dejamos respirar, vivir y crecer por sus propios medios, donde le damos la forma que nos interesa sin contemplar la posibilidad de errar en nuestra concepción de la misma. Y allí, confinada, va deteriorando su esencia hasta pudrirse, hasta resultar insoportable su hedor. Queremos ponerle puertas al campo sin advertir que es una quimera.

Muchos aseguran, con la boca henchida de orgullo, que eligen su destino... y se quedan tan anchos: se creen su propia mentira. Están convencidos de ser muy diferentes al resto de los mortales por discrepar de la media, por no andar por el sendero trazado para la mayoría. Pero no analizan con detenimiento lo que significa vivir en sociedad: ceder parcelas de nuestra libertad individual en aras de la convivencia. La queremos toda, sin parar a pensar que los demás también pueden tener la misma aspiración.

Nadie puede asegurar que cuando realiza una acción ésta no esté condicionada por algo o alguien a su vez. Actos tan cotidianos como fumar, comer, leer, ver una película o comprarse ropa son imposibles de realizar (aun eligiendo sin presiones externas) con independencia absoluta; fumamos los cigarrillos que existen en el mercado, no plantamos y recolectamos el producto con nuestro esfuerzo; comemos lo que alguien nos prepara (o nos vende, o nos entrega), no prendemos de la Madre Naturaleza los alimentos que consumimos; leemos lo que se publica, lo que alguien quiere que leamos; vamos a ver las películas que hay en cartelera (incluso las independientes), o las que alguna persona nos enseña, porque hay un tipo que nos la prepara y sirve a su gusto; compramos la chaqueta que mejor nos sienta de entre el muestrario que una serie de diseñadores ha creado, no la creamos con nuestras propias manos y, aunque así sea, es con los tejidos que existen en el mercado. Siempre hay alguien detrás de cada acto optativo.

En toda elección subyacen componentes coercitivos, incluso si lo que se escoge es una pareja, que se podría pensar realizada con absoluta libertad. Seleccionamos de entre las personas que pertenecen a nuestro círculo vital (trabajo, ocio, amigos, familia), no perseguimos por todo el universo el prototipo de persona ideal que cada uno lleva impreso en su interior. La casualidad nos lleva por sus propios derroteros a la hora de coincidir con esa persona a la que consideramos tan especial. Y casualidad no es voluntad, por mucho que la vistamos con esos ropajes mediante frases del tenor de “es mi media naranja”.

Solo los pensamientos son libres (o deberían serlo) y por esa razón se cotiza tanto intentar manipularlos, adecuarlos a lo que a unos pocos interesa. Y contra esa domesticación de las ideas a la que nos quieren someter hay que luchar, cada cual con sus capacidades: nos va el futuro (y el orgullo) en ello. Y el futuro, nuestro o de quien de verdad nos importa, llega, y deseamos que sea el mejor. Pero para que ello sea posible hemos de sembrar una semilla: la planta del bienestar no crece sola. No podemos pretender que el edificio de la bonanza se construya solo, hemos de colocar ladrillo a ladrillo con tesón, sin desfallecer ante las adversidades, para que algún día luzca esplendoroso y no se derrumbe ante la mínima contrariedad.

Jose Luis Sánchez Piñero

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