Blogia
pro-scrito

Para una reflexión sobre nuestra poesía

Para una reflexión sobre nuestra poesía Un pasatiempo intelectual, que debo suponer apasionante aunque inútil, puesto de moda hacia la conmemoración del Quinto Centenario, consistía en imaginar cómo seríamos si hubiésemos sido diferentes, ya conquistados por otra cultura –lo que parece históricamente inevitable-, ya por haber seguido un desarrollo solitario, aislado, vueltos hacia nosotros mismos, lo que parece imposible.

Más, en cualquier caso, no habríamos tenido la lengua que tenemos. En cualquier otra, que no fuera exclusivamente oral –lo que excluye a las europeas- , habríamos llegado también, tarde o temprano, a las grandes religiones, filosofías, civilizaciones, poesía escrita: la historia de la cultura, a la que de golpe entramos, como un diario en el que la humanidad hubiera consignado, más que sus certidumbres, sus consoladoras vacilaciones. Cualquier otro idioma habría servido también –y yo me alegro de que fuera el castellano- para que nos comunicáramos entre nosotros mismos; porque siendo la historia como ha sido, no han aparecido aún los intérpretes y traductores de una lengua indígena a otra. Y, dondequiera que nos encontremos en nuestra América, en castellano conocimos el Popol Vuh, el Libro de los Libros de Chilam Balam, los cantos de Huexotzingo, Los Anales de los Cakchiqueles, la mitología cogí, la filosofía náhuatl, la poesía quechua... disminuidos, evidentemente, en el camino de la traducción, su fuerza imaginativa y el hechizo sonoro de las lenguas aborígenes.

"Se llevaron el oro y nos dejaron las palabras", decía Neruda hablando de los Conquistadores. Quiero entender que nos dejaron las lenguas que no pudieron llevarse, y a trueque de otras riquezas, su lengua batida por los pueblos ibéricos, purificada por los poetas –Garcilaso, San Juan de la Cruz, Cervantes, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón... - y, no por azar, precisamente en los primeros años de esa conquista que hizo posible, al otro lado del mar, el Siglo de Oro. De ahí que esa lengua nos pertenezca, porque nos fue dada a cambio de lo que nos quitaron. De ahí, también, que los más altos creadores de la lengua española en España sean, en cierto modo, nuestros.

Más, por una jugada de la dialéctica, el habla dominadora –de la ilustración, la justicia, la educación- fue martillada y moldeada aquí, en las siembras y en la almohada, entre dos latigazos y dos rezos. A diferencia de lo que ocurre con el proceso, a veces empobrecedor, de la aculturación, y con el otro, no siempre terminado, del sincretismo. América le devolvió a España un habla diferente, mestizada, enriquecida con todos los aportes que fueron a parar en su cauce. Y tuvo orgullo de esa lengua suya, porque por ella pudo ser original, único, el canto de los más altos: Daría, Vallejo, Huidobro, Neruda, Pellicer, Borges, Girondo, Gelman... Y no es casual el hecho de que cuatro de los cinco premios Nóbel de Literatura que Latinoamérica le ha dado al mundo en menos de cincuenta años, sean poetas.

No sé si el joven Octavio Paz recibió con sobresalto o alegría -¿tratábase de un reproche o de un elogio?- la opinión de Gabriela Mistral en el sentido de que su poesía "no era telúrica". Porque la de la propia Gabriela lo era: exaltación constante y acrítica de lo americano, testimoniaba un deslumbramiento por la conciencia de ser, según la geografía, un mundo nuevo y, según Bolívar, "un pequeño género humano aparte". Y porque toda la poesía de nuestro continente era telúrica, en su doble vertiente de tierra y poblador: sello imborrable, marca ineludible, seña de identidad sin la cual, al parecer, el poeta no encontraba justificación para su canto o no era latinoamericano.

Los acentos modernistas de Rubén Darío cambiaron la visión cosmopolita del modernismo que se proponía "servir de testimonio hispánico del simbolismo", trastocando la poesía hispánica; López Velarde emprendió una interpretación de México, injertando en la tradición poética castiza el habla provinciana; Gonzalo Escudero veía desde el Ecuador la geografía indómita de América, cabalgada por montañas de fuego, mientras que en los poemas de Jorge Carrera Andrade el trópico se reflejaba como en los grandes ríos apacibles de las elva; en la etapa superior de su poesía, Leopoldo Lugones dio cuenta de una visión regionalista del terruño, con un tono nacional tan fuerte que suscitó en Jorge Luis Borges, admirador suyo, un "nacionalismo literario" que le llevaría a proclamar la "independencia idiomática" de Argentina en textos que, aunque tempranos, anunciaban poemas de sus últimos libros: escenas costumbristas del campo, tangos y milongas de gauchos y compadritos del suburbio, incorporados a una mitología dispar en la que, entreverados con los "héroes homéricos, los teólogos mediavales y los piratas del mar de China" son las únicas figuras reales en medio de las otras, hechas de palabras. ¿Se asombraría Paz, ya maduro, cuando Alain Bosquet encontró en su poesía un "surrealismo telúrico"? Y todo esto sin hablar de Neruda, exacerbación poética de lo americano, para la cual elaboró su estética de una poesía impura, en medio de "las furias y las penas" causadas por la guerra de España.

Así, la creación poética latinoamericana correspondía a un continente en el segundo día dela creación y, escrita por poetas modelados con el barro de la geografía, expresaba, sin siquiera proponérselo, su originalidad: ni indio ni blanco, a duras penas mestizo, provinciano frente al cosmos que se le escapaba de las manos porque más cercano y doloroso era el mundo; en un intermedio de su poesía desolada y hermética, César Dávila Andrade cantó, primero, la Catedral Salvaje de América y, luego, a sus antepasados aborígenes cuatrocientos años después de su muerte, y difícilmente se encontrará memorial más completo de la historia lacerada de nuestro continente que en el Cántico cósmico de Ernesto Cardenal. Y habría de venir, juego y juguete al fin y al cabo y negación de la epopeya, la reconstrucción irónica de la hazaña con cierta sonrisa que desnuda a los héroes.

La aldea, el país, el continente. También la lengua, lugar de origen de la poesía, pero agrandada, rehecha, trajinada en la calle. De su Santiago de Chuco natal a su París mortal, Vallejo, el más alto y por más alto el más solo, encabezaría la rebelión poética de América, en un sacudimiento del lenguaje en el que iban a asentarse el léxico poético y la sintaxis del "cholo" de la América Latina; León de Greiff concibió la poesía como un género fagocitario, apropiándose de arcaísmos y neologismos, americanismos y voces de otras lenguas, términos de la mitología, la historia, la literatura y la música; Nicolás Guillén le dio al castellano más puro no sólo voces negras sino incluso el ritmo de sus sones; Nicanor Parra proclamaba orgulloso, más de su actitud que de sus logros, una antipoesía que sólo podpia concebirse en el continente díscolo; Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra hicieron de la canción el modo lógico de expresarse la más alta poesía; Carlos Germán Belli puso el lenguaje del hombre contemporáneo en metros y formas del Siglo de Oro español; Juan Gelman hizo, en habla de Buenos Aires, el inventario de todas las preguntas que el hombre de este continente puede plantearle a su destino. Así recrearon el discurso poético aprendido de memoria, elevaron audazmente a poesía la lengua cotidiana para cantar el hecho cotidiano o incorporar la historia, trizada o heroica, en el poema y hasta en la profecía. Y todos –ejemplo de lo que de esponja cultural tiene la América Latina- con el oído atento al rumor del mundo.

¿Quién en la poesía latinoamericana, no gritó "España, aparta de mí este cáliz"? ¿En qué continente la poesía llevó, más que en el nuestro, a "España en el corazón"? ¿Quién no sintió con ella "cuatro angustias y una esperanza"? Fue, tal vez, la experiencia más dolorosa de la poesía contemporánea... Y aunque la había atraído, desde antes, como un anuncio luminoso, gran parte de la poesía de América predijo el socialismo como sistema del futuro, una vez que –paradoja mayor de la historia- salvara al mundo capitalista en los últimos estertores del fascismo. Luego de la victoria, volvió la mirada a su propio entorno, a su realidad minúscula, a sus dolores terribles. Y nos dedicamos a vender de puerta en puerta la profecía: el futuro iba a ser mejor, la justicia iba a ser social, los pueblos iban a ser soberanos, los países iban a ser independientes. Por la esperanza apostaron Vallejo, Neruda, Huidobro, Guillén, Alberto Hidalgo, Benedetti, Cardenal, José Emilio Pacheco, Cisneros, Fernández Retamar, Gelman... Y perdieron en la apuesta, la vida, sin perder la esperanza, Roque Dalton, Francisco Urondo, Otto René Castillo, Javier Heraud, Víctor Jara...

Hace algún tiempo, en un encuentro de escritores celebrado en México para conmemorar los quinientos años del último Congreso de Poetas precolombinos (ignoraban que iba a ser el último y que siempre fueron precolombinos), decía yo que, para fines del siglo, tal vez habremos dejado de soñar. Y, hablando, sin que me lo encomendaran, en nombre de los vivos y de los muertos, recordaba que en la década de los años 60 todo parecía fácil y cercano: la profecía estaba a la vuelta de la esquina y era para mañana; al fin y al cabo, el decenio comenzó con la Revolución Cubana y terminaba con los últimos ramalazos de ese temblor poético de la realidad que, desde mayo de 1968, se produjeron, con diferentes fortunas, en París y México. Y fue en busca de la reunificación del país del lenguaje que la poesía se puso entonces a hablar, más que nunca, como el pueblo.

Pero, en el decenio siguiente, las dictaduras antropomorfas le dieron tantos puntapiés al pobrecito sudamericano y alejaron tanto la posibilidad de la utopía que, al combatirlas debido a una inaplazable exigencia de la dignidad humana, por pura nostalgia confundimos el país perdido bajo la sangre de las torturas con el país aborrecible, como si los regímenes militares hubieran brotado por generación sin germen o venido de otra estrella y no fueran excremento de ese mismo sistema.

En los años 80 se produjo la vuelta institucional al país que, visto desde la distancia, era, de golpe, casi el paraíso recobrado. Y por habernos olvidado de cómo era la patria anochecida, antes la noche de América, toda una generación que al momento de nacer ya está endeudada, que formada en un Estado autoritario no sabe adónde volver los ojos para encontrar trabajo y a la que ya nadie le habla de la esperanza, desconfía de los principios, convierte el lenguaje popular de la poesía en erudición de la palabrota como manifiesto de su desconcierto, y pregunta, leyendo los textos de la melancolía: "¿Es éste el país que ustedes nos dejaron, peor aún, el que ustedes echaban de menos?" Debido a ese viraje que reclamó la prioridad en el continental combate, la salida del último dictador parecía constituir el último programa de una izquierda a la que mutaciones históricas distantes, en las que no tuvo participación alguna, habían dejado sin programa. Porque, ¿qué íbamos a hacernos sin los dictadores que habían llegado a ser casi una justificación? O sea, que en treinta años, pasamos de una visión clarísima del futuro a una nostalgia del pretérito perdido y, de allí, a la actual aceptación de "lo posible": aspiración módica, cómoda, pragmática, que no requiere ni imaginación poética ni valor militante. Y, como en compensación consoladora, la incorporación del arte a la realidad, el descubrimiento de la poesía como tema de la poesía: centenares de versos sobre Van Goch, Cavafis, Kafka o la Maga de Cortazar...

Es verdad que muchos poetas se habían sentado al borde de la acera "a ver pasar el cadáver del imperialismo", mientras otros, mártires a su manera, quisieron ser quienes le daban el tiro de gracia y acompañarlo, gozosos, a su entierro. Ahora, cuando parece gozar de mejor salud que nunca –lo han demostrado sus lentas ocupaciones de territorios, el manejo a su antojo de nuestras economías, su actitud imperial en nuestras repúblicas y en otras, con bombardeos que coinciden con sus campañas electorales o sus escándalos de alcoba o de oficina-, lo único que hemos enterrado es el término que designaba ese fenómeno que durante casi un siglo movió la historia.

El fantasma que recorría Europa, y que inició una gira por América, ya no asusta a nadie gracias a ello, el capitalismo –que era lo que habíamos combatido y que parecía ser ahora, bajo otro nombre, la meta máxima a que debe llegar, obligatoriamente, la humanidad- habrá superado a fines del nuestro siglo XX. Y, como si nada, resulta que nos encarcelaron y desterraron, nos torturaron y nos mataron a muchos de los mejores. Y un día de golpe, nos dijeron que no había sido por ahí la cosa, que el socialismo reconoció haberse equivocado y se había suicidado. Que ni siquiera dejó, dirigida a quienes salían de la cárcel o de la tumba adonde entraron por su espejismo, la consabida carta en la que habría podido decirles que, cuando la leyera, ya no sería de este mundo y que no les reprochaba su error. Pero, a sabiendas de que tardaremos mucho en reponernos de esa jugada de la historia, hay quienes nos negamos a renegar de nuestro pasado, porque con ello nos quitaron la poesía y el futuro: la mejor comprobación de ello es la triste mirada hacía atrás de quienes creyeron haber llegado al fin de la historia.

Pese a ello, asistimos a una escritura de obras que obtienen grandes tiradas por el favor de un público local manipulado por la publicidad del sistema, o porque le dan al lector europeo la falsa imagen de la América latina que él mismo se ha forjado en la distancia y la ignorancia. Sus autores y algunos críticos nuevos hablan contra los "escritores nostálgicos" o que "tienen los ojos en la nuca". Y quienes han confundido el lenguaje popular con menosprecio del lenguaje y de los hechos de cada día con asunto trivial, consideran a quienes emplean "temáticas de años atrás", sin saber bien cual es la temática de hoy, si existe una diferente. Quisieran que los escritores dejaran de hablar del pasado –"sin memoria no hay literatura", había dicho Hemingway-, que no recuerden las dictaduras, puesto que podrían volver a ser necesarias para apuntalar el sistema que las engendra. Y con una clara conciencia de cierta mediocridad generalizada, gracias a la fácil teoría y práctica de la balanza, en lugar de aumentar el peso en el propio platillo, tratan de restarlo del ajeno: así, para ellos, nuestros más grandes poetas vivos tienen un "discurso trasnochado que ya no convoca", pese a ser los autores que mayor público atraen, igual que nuestros novelistas mayores son acusados de "tendencias sociologizantes". Pero, como dijo el argentino Fito Páez, ídolo de los adolescentes amantes del rock: "la música popular de la América Latina o es historia y memoria i simplemente no es" Igual sucede, digo yo, con la poesía.

Porque así como, durante los años 70, los novelistas y poetas, exiliados en el extranjero o en su propio país, fueron quienes escribieron la historia de América que los dictadores pretendían mutilar, hoy tienen que hacerlo otra vez, precisamente, porque no ha llegado aún el fin de la historia. La historia terminará cuando todos estemos obligados a pensar de la misma manera. O sea, cuando haya terminado la poesía, por innecesaria. Y aún antes de que se hubieran resuelto los antiguos problemas viscerales –Chiapas puede ser el ejemplo más elocuente- a la América Latina le han nacido otros, entre ellos el cuestionamiento de ese ser formado, malformado o deformado por el sistema, que sufre las consecuencias de decisiones ajenas para cuya adopción nadie le ha consultado, sumido por la metrópolis en lo que alguien ha llamado "la putrefacción de la historia", y cuya indagación por medio de la poesía es tan honesta y necesaria como la indagación de la historia, e indispensable cuando ya ni siquiera esperamos la llegada del hombre nuevo.

Al neoliberalismo le fastidia una literatura insolente que insiste en el descrédito de la realidad y en su denuncia de la crisis moral y económica, política y estética del sistema, o en la posibilidad de un futuro que no sea la continuación del pasado. De ahí que, en pocos años, concientes o no de la trampa en que caían, los jóvenes, y otros que no lo son tanto, han ido alineándose en las filas de quienes, consecuentes con el "nuevo orden", propugnan, como desembocadura de la modernidad, una literatura light, la llaman así, en la lengua de donde proviene la ideología, para no decirlo, por vergüenza, en castellano: ligera, liviana, leve, fácil, frívola, superficial. Si, antes de ahora, hubiéramos calificado como tal a un autor o una obra, habría sido insultarlos. Hoy, porque es moda ideológica, parece constituir razón de vanagloria. Como si esa fuera la manera de ser contemporáneos de nosotros mismos. Como si, de golpe, nos hubiéramos vuelto superficiales, frívolos. Como si la poesía pudiera serlo jamás.

De ahí que sea dable pensar que acaso les haya ido y les vaya mejor a los poetas que, no habiéndose metido a profetas ni a redentores, se conformaron con una "instantánea de la realidad" (puesto que en nuestros países no cambia ni se mueve), sin pretender explicarla ni transformarla; o que, frente a un sistema corrompido, tratan de restaurar hoy en día la estatua del héroe rota al tropezar con un patriotismo de escuela primaria. O a los que persisten en una búsqueda de Dios con el que tienen, a veces, relaciones de vecinos, sin que en sus rencillas intervengan los hechos de la historia. En cambio, ninguno de los poetas que apostaron a la esperanza está "de regreso" ni, resentido, contra ella: o la habitan como Lezama, Guillén y Retamar; Eliseo Diego y Cintio Vitier; o la avivan, candelita sin la cual no pueden vivir, como Cardenal, Gelman, Benedetti...

Pienso entonces en la función salvadora de la poesía, esencia del conocimiento y el lenguaje humanos. Si para el siglo XXI los poetas –y entre ellos incluyo a los indígenas que, tras haberles tapado la boca durante quinientos años, parecen decididos, en algunos países, a alzar la voz de su reclamo y de su canto- no son capaces de crear una poesía que sea a la vez ideología y utopía diferentes, paradójicamente factible, su papel en la sociedad será más marginal que nunca. Hasta hace algún tiempo, por lo menos para los jóvenes, la poesía era guía de caminantes, libro de horas, manual de amantes o del guerrillero; hoy ni siquiera se plantean dudas sobre el hombre ni sobre la poesía y quizás tenga razón de preferir ocupaciones lúdicas a los quehaceres lúcidos ante el espectáculo desolado del mundo que les dimos.

Porque el destino, más que la historia, nos ha puesto frente a una realidad en la que el lenguaje político va perdiendo significado y la concepción misma del país, degradada en nuestros países, los lleva de tumbo en tumbo a su disgregación, sea por la vejez de sus instituciones o por la fuerza de su corrupción. Entonces volvemos nuevamente los ojos a la poesía tal como fue al comienzo: forma de conocimiento para la indagación del individuo y la transformación de la realidad que conduce al poeta –ya no lírico desencantado sino ciudadano disidente-, de la mano de los lectores que aún le quedan, a desempeñar en la sociedad una función cívica: la de portador de una utopía, que no sea, como quería Lamartine, un sueño irrealizable sino una verdad prematura, que ha de bastarnos para sobrevivir, puesto que ya no anuncia la felicidad.

Y si, como ha dicho Luis Cardozo y Aragón, la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, la América Latina está probando, pues necesita probárselo a si misma, que existe pese a todo cuanto le han hecho, pese a todo cuanto se lastima a si misma. Testimonio de una tentativa humilde de contribuir a ello a lo largo de una vida son estas páginas, llenas de dudas y fracasos. Llenas de certeza en el ser humano y en el porvenir de la poesía también.

Jorge Enrique Adoum

0 comentarios