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Un cuento de Navidad

Un cuento de Navidad

Es un hombre que está solo pero no espera. Se nota que no espera. Tiene una mueca en los labios que intenta o pretende ser una sonrisa, pero no lo es. Con las manos entrelazadas sobre la mesa, mira cantar a la chica de vestido largo azul. Todo el restaurante la mira, y también lo mira a él. Pero no parece que por una secreta historia de amor.

En el "Jardín Iguazú" la fauna de esa noche, 24 de diciembre, es por lo menos llamativa. Los chinos están en la larga mesa del fondo, contra las verjas, y desde allí  llega un suave murmullo como de palomas. Su extraña lengua entremezcla vocablos del guaraní y del castellano, particularmente en los más chicos, que llaman la atención por su comportamiento serio, casi adulto.

El patio es grande, como para cincuenta mesas o algo más. Casi todas están ocupadas por una legión de rostros peculiares que parlotean como pájaros de hablar diverso: las chicas que parecen alemanas, o austríacas, comen tan discretas como rubias; los dos franceses de camiseta y shorts que parecen gemelos, o pareja gay, tragan como si ésa fuese la última cena antes de subir al patíbulo; una barra de cordobeses grita cerca de los chinos y suelta procacidades cada tanto, pidiéndole a la chica del vestido largo azul que cante temas cuarteteros onda Mona Jiménez.

El hombre que está solo ha terminado de comer. Antes de las once de la noche ya se ha pasado dos veces una blanca servilleta de papel por los labios y ha bebido un par de copas de sidra helada con que la casa invita a los comensales. Chun Li, el patrón que vigila que nada escape a su control, ha dispuesto que la sidra se incluya en el precio del tenedor libre chino-argentino: veinte pesos, o dólares, por persona y con toda otra bebida aparte. Mientras María Paula, la mesera que nos toca, nos sirve la sidra e informa sobre la mesa de comidas, calculo que hay más de cien personas en el local: un negocio redondo sobre todo porque hay gente como esos cuatro europeos de nacionalidad indefinible que ya van por la octava botella del mejor tinto nacional, o ese grupo de estudiantes norteamericanos con camisetas de NYU y otras universidades que desde las ocho de la noche están bebiendo cerveza con un apasionamiento como el de la Quinta Flota cada vez que ataca un país árabe.

La chica canta ahora boleros de Luis Miguel y es difícil decidir si es mejor mirarle las piernas bellísimas que asoman por el tajo del vestido largo azul, o seguir la conducta tan extraña de Solari, como hemos bautizado al hombre de la mueca en la boca que parece sonrisa pero no es sonrisa. Su comportamiento es por completo educado, o quizás habría que decir medido. Como una representación de lo discreto, no es tristeza lo que define su estado. Es más bien un transcurrir a contramano de todos, el cual, finalmente, resulta patético.

Es un hombre apuesto, ciertamente: andar  por los cuarenta largos, quizás cincuenta muy bien llevados, con algunas canas sobre las orejas, lomo trabajado en gimnasio, manos de campesino o de obrero: bastas, fuertes, grandes. Viste con sencillez, como casi todos esa noche abrasadora de Navidad y en ese punto caliente de la frontera: jean y camisa de mangas cortas en tono pálido, nada para destacar. Lo que destaca es que está solo y su soledad es absoluta, insólita para esa noche y ese sitio, una solitariedad, se diría, tan llamativa como la joroba del de Notre Dame, indiscreta como un comentario del inolvidable Max Ferrarotti de Soriano.

Imposible no mirarlo. Es casi agresiva su desolación. Preside una mesa vacía con restos de pavo y un trozo de pan dulce a medio comer. Ha pedido ahora una botella de vino blanco que beberá solo, quizás como lo ha hecho toda su vida, y lo bebe parsimonioso y lento como haciéndolo durar hasta las doce, cuando la chica del vestido largo azul anuncia que es la hora del gran brindis y los besos y los buenos deseos, y estallan las mesas de los argentinos, los cordobeses y unos rionegrinos de más allá, y también un grupo de brasileños que se lanzan a bailar como siempre hacen los brasileños para que todo el mundo los quiera, y de modo más contenido los europeos, y con asiática frialdad los chinos: todos se besan, se abrazan, se saludan, nos besamos, brindamos de mesa a mesa, alzamos copas, algunos le hacen guiños a la chica del vestido largo azul que canta algo de Caetano. Chun-Li vigila la caja y que todo esté en orden, y luego de cinco minutos yo advierto, y creo que todos advertimos, que el hombre solo sigue solo, impertérrito, alzando su copa apenas hasta la altura de sus labios y como para brindar con nadie. De una mesa vecina un matrimonio mayor se le acerca para brindar con él, acaso conmovidos por su desamparo; cambian saludos y otra mujer, de unos cuarenta años y a la que imagino solterona, va y le zampa un beso y un abrazo como diciéndole oiga, che, no joda, venga a divertirse un rato que aquí estoy yo y la noche es propicia. Pero el hombre, tras devolver, gentil y educado, los saludos, retorna a su mesa, a su soberbia, a su patética soledad sin esperanzas.

Hacia la una de la madrugada y después de tangos, cumbias y hasta chacareras a pedido, la chica del vestido largo azul se toma un respiro con sus músicos, algunos turistas se retiran a descansar, y con Daniel, que ha mantenido sus cámaras colgadas del cuello como un médico de terapia intensiva su estetoscopio, decidimos que es hora de ir a dormir pues mañana será un día de trabajo. Pagamos a María Paula y saludamos a Chun-Li y los suyos. Yo le doy un beso fraternal a María Paula, que no ha dejado de bailar cumbias desde que terminó la cena, y antes de salir miro por última vez al hombre solo y le pregunto a María Paula qué onda con el que sigue allí, sentado, con su mueca que pretende ser sonrisa pero no lo es y que intenta ser agradable sin lograrlo.

-¿Ése? -dice con desprecio María Paula-. Es un gendarme retirado que torturó y mató a un montón de gente. Hace años era el hombre más temido de la frontera; ahora es sólo eso que ves: menos que un pobre infeliz, una mierdita.

Y me da un beso y otro a Daniel, y sigue bailando. Nos vamos al hotel, pensando en el día siguiente. Y sin mirar atrás.

Mempo Giardinelli

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