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El arte de escribir

Lecciones de abismo

Lecciones de abismo En el libro de Verne, "Viaje al centro de la tierra", el científico de la expedición le recomienda a su sobrino: "Observa y observa muy bien. ¡Hay que tomar lecciones de abismo!". La frase para mí nunca ha encerrado una expresión literal, sino más bien lírica y un tanto trágica. En tal sentido la frase me ha permitido considerar que la lectura de poetas como Ramos Sucre, Vallejo, Fernando Pessoa, Baudelaire, Rimbaud y Lautremont es una manera segura de tomar lecciones de abismo. La poesía es una manera de bordear los acantilados del alma, de contemplar ese vacío donde el viento es una luz que lo calcina todo, donde la soledad es un sol negro que lentamente carcome en las entrañas.

Algunos amigos poetas en Valencia me consideran sordo para la sutil música de la poesía. Ponen en solfa mi dureza a la hora de emitir juicios en torno al poema y su ejecutante. Trato de explicarles que mi sordera es producto de un trauma de juventud. Por supuesto que miento, pero para el caso es una buena estrategia y así campear el temporal.

En mi adolescencia granujienta y volátil como muchos jóvenes que se inician en la escritura lo hice como poeta. Bajo la influencia de los poetas malditos y el surrealismo escribí un centenar de poemas salvajes, llenos de quincallería erótica y mucha lúgubre visión del mundo. Como era un aprendiz azaroso, inculto y que metía pie con eso de la ortografía, en un dechado de audacia, bastante inusual en mi, consentí darle el legajo de papeles a mi profesora de castellano Josefina Castillo. Mujer no muy bella, pero gran lectora, con un cuerpo serena formas y una voz aterciopelada que de alguna manera me cautivaba. La profesora corrigió, con bienintencionada saña, mi alma, que es lo que a fin de cuenta era ese puñado de papeles escritos con el corazón iluminado de insomnes lecturas. Tachó con diligencia mis gazapos, colocó acentos e hizo anotaciones al margen sobre la gramática. En la conversación me dijo que los poemas no eran del todo malos, pero que eran algo incómodos. Me recomendó mucha lectura y que tratara de abrir las ventanas del amor para que entrara algo de su luz en mi escritura. Pero yo quería ser un maldito y no un ñoño que aglutina lugares comunes en columna. Algo dolido tomé mis poemas, y con otros camaradas de bohemia literaria, me dispuse al sacrificio. En una plaza amontoné la faja de papeles y le prendí fuego. Cuando los papeles volaron en la brisa nocturna como pájaros negros me sentí liberado, como si saliese a la superficie. Desde entonces mi visión de la poesía y de los poetas cambió de manera radical.

El poeta W. H Auden escribió: "La poesía no es magia. La trascendencia de la poesía, como la de cualquier otro arte, se encuentra en su capacidad para decir la verdad, para desencantar y desintoxicar". Desde este punto de vista la poesía es más un reto que una calistenia hormonal de juventud. La falta de fe puede llevarte muchas veces a Dios, pero la falta de poesía te conduce a la desolación más insondable, a la aridez espiritual más acabada. Uno no deja escribir poesía. El mundo es un poema escrito que también nos escribe. Este árbol, aquel atardecer que se pierde en nuestra memoria, esa flor que se abre hacia dentro de nuestra mirada.Hay un poema de la etnia indígena Piaroa que puede proporcionar alguna clave:"El agua del río corre hacia el raudal /¿Corre?/Las nubes huyen /sobre el gran cerro,/como tapires cansados/ frente al hombre con arco./¿Sí?/Las hojas caminan/ con el viento, /y se mueve toda la selva./También tu canoa/ se mece sobre el río./ Solamente tú estás inmóvil/ bajo la gran Piedra Negra. /¡Y yo creía que por ti / vivían todas las cosas!"

El poeta trata de anotar el nexo del hombre con todo aquello que lo rodea, intenta, a través de la poesía, mostrar, desde la belleza del lenguaje, el trágico esplendor de aquello que vibra en la cuerda tensa, y frágil, de la vida. Octavio Paz postulaba: "La poesía no pretende revelar, como las religiones y las filosofías, lo que es y lo que no es sino mostrarnos, en los intersticios y resquebraduras, aquello que escapa a las generalidades, las clasificaciones y las abstracciones: lo único, lo singular, lo personal. Los reinos en perpetua rotación de las sensaciones y las pasiones, el mundo y trasmundo de los sentidos y sus combinaciones".

Para escribir poesía se necesita una buena dosis de abismo. El poeta ha ejercitado mucho sus lecciones de abismo para encontrar el camino de esa palabra exacta, de esa palabra en situación especial y liberada de su rol meramente informativo pues trata de revelar esa música interna donde el poema es un acto lingüístico que tiende un puente hasta nuestro espíritu y nuestra conciencia.

George Steiner escribió: "Donde reinan las mentiras o la censura, la poesía puede convertirse en fuente de noticias". De allí que eso de escribir poesía no sea un mero juego del intelecto y mucho menos un pasatiempo para eludir el bostezo. Por ese motivo para escribir poesía se necesitan muchas lecciones de abismo. Las lecciones nunca serán fáciles para el poeta que lo es de verdad y no un simple remedo, un mendaz muñeco de ventrílocuo que repite metáforas sabidas hace rato. Poetas entrecomillas hay en cantidad y a veces sus poemas no son más que cantos disonantes de sus desmesurados egos. La divisa de Michel Houellebecq me ha curado de escribir deslucidos poemas: "La inteligencia no ayuda en absoluto a escribir buenos poemas; sin embargo, puede impedir que uno escriba poemas malos".

Carlos Yusti

Lo que no sucede y sucede

Lo que no sucede y sucede Quizá no sea lo más sensato por parte de un escritor que sobre todo hace novelas confesar que cada vez le parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el de leerlas. Nos hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos trescientos noventa años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de abrir un libro y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano Cioran, muerto recientemente, explicaba que no leía novelas por eso mismo; habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografías, los diarios, la correspondencia y los libros de historia.

Si lo pensamos dos veces, tal vez a Cioran no le faltara razón y tal vez sea inexplicable que personas adultas y más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota bibliográfica en la solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo eso es aún de ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con ella se levantara el telón de un tesoro, fingimos olvidar toda esa información y nos disponemos a atender a otra voz -sea en primera o tercera persona- que sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada. ¿Qué nos da esa capacidad de fingimiento? ¿Por qué seguimos leyendo novelas y apreciándolas y tomándolas en serio y hasta premiándolas, en un mundo cada vez menos ingenuo?

Parece cierto que el hombre -quizá aún más la mujer- tiene necesidad de algunas dosis de ficción, esto es, necesita lo imaginario además de lo acaecido y real. No me atrevería a emplear expresiones que encuentro trilladas o cursis, como lo sería asegurar que el ser humano necesita "soñar" o "evadirse" (un verbo muy mal visto este último en los años setenta, dicho sea de paso). Prefiero decir más bien que necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue. Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en un diccionario o en una enciclopedia o en una crónica o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y no olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso; cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse -todas menos una a la postre-, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.

Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y explicarnos a nosotros mismos y nuestra vida. Y todavía es hoy la novela la forma más elaborada de ficción, o así lo creo.

En cierto sentido el libro que el jurado del Premio Internacional Rómulo Gallegos acaba de premiar tan aventurada y discutiblemente trata de eso. En el texto que tienen en la mano ustedes se dice que Mañana en la batalla piensa en mi habla, entre otras cosas, del engaño en el sentido más amplio de la palabra, y se cita una frase de la novela que dice "Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, y por eso no debería dolernos tanto". Se recuerda que todos vivimos parcial, pero permanentemente engañados, o bien engañando, contando sólo parte, ocultando otra parte y nunca las mismas partes a las diferentes personas que nos rodean. Y sin embargo a eso no acabamos de acostumbrarnos, según parece. Y cuando descubrimos que algo no era como lo vivimos - un amor o una amistad, una situación política o una expectativa común y aún nacional- se nos aparece en la vida real ese dilema que tanto puede atormentarnos y que en gran medida es territorio de la ficción: ya no sabemos cómo fue verdaderamente lo que parecía seguro, ya no sabemos como vivimos lo que vivimos, si fue lo que creíamos mientras estábamos engañados o si debemos echar eso al saco sin fondo de lo imaginario y tratar de reconstruir nuestros pasos a la luz de la revelación actual y del desengaño. La más completa biografía no está hecha sino de fragmentos irregulares y descoloridos retazos, hasta la propia. Creemos poder contar nuestras vidas de manera más o menos razonada y cabal, y en cuanto empezamos nos damos cuenta de que están pobladas de zonas de sombra, de episodios inexplicados y quizá inexplicables, de opciones no tomadas, de oportunidades desaprovechadas, de elementos que ignoramos porque atañen a los otros, de los que aún es más arduo saberlo todo o saber un poco. El engaño y su descubrimiento nos hacen ver que también el pasado es inestable y movedizo, que ni siquiera lo que parece ya firme y a salvo en él es de una vez ni es para siempre, que lo que fue está también integrado por lo que no fue, y que lo que no fue aún puede ser.

El género de la novela da eso o lo subraya o lo trae a nuestra memoria y a nuestra conciencia, de ahí tal vez su perduración y que no haya muerto, en contra de lo que tantas veces se ha anunciado. De ahí que acaso no sea justo lo que he dicho al principio, a saber, que la novela relata lo que no ha sucedido. Quizá ocurra más bien que las novelas suceden por el hecho de existir y ser leídas, y, bien mirado, al cabo del tiempo tiene mas realidad Don Quijote que ninguno de sus contemporáneos históricos de la España del siglo XVII; Sherlock Holmes ha sucedido en mayor medida a la Reina Victoria, porque además sigue sucediendo una vez y otra, como si fuera un rito; la Francia de principios de siglo más verdadera y perdurable, más "visitable", es sin duda la que aparece en En busca del tiempo perdido; e imagino que para ustedes la imagen más auténtica de su país estará mezclada con las páginas inventadas de don Rómulo Gallegos. Una novela no sólo cuenta, sino que nos permite asistir a una historia o a unos acontecimientos o a un pensamiento, y al asistir comprendemos.

Saber todo eso -querer creerlo es más exacto- no resulta a veces bastante para el escritor, mientras está escribiendo. Hay momentos en los que yo levanto la vista de la máquina de escribir y me extraño del mundo del que estoy emergiendo, y me pregunto cómo, siendo adulto, puedo dedicar tantas horas y tanto esfuerzo a algo sin lo que muy bien podría pasarse el mundo, incluyéndome a mi mismo, como puedo ocuparme de relatar unas historia que yo mismo voy averiguando a mediada que la construyo, cómo puedo pasar parte de mi vida instalado en la ficción, haciendo suceder cosas que no suceden, con la extravagante y presuntuosa idea de que eso puede interesar algún día a alguien. Cómo según definió la actividad literaria el novelista y ensayista y poeta Robert Louis Stevenson, "puedo estar jugando en casa, como un niño, con papel". Todo escritor es aún mas lector y lo será siempre hemos leído mas obras de las que nunca podremos escribir, y sabemos que ese interés, ese apasionamiento, es posible porque lo hemos experimentado centenares de veces; y que en ocasiones comprendemos mejor el mundo o a nosotros mismos a través de esas figuras fantasmales que recorren las novelas o de esas reflexiones hechas por una voz que parece no pertenecer de todo al autor ni al narrador, es decir, no del todo a nadie. Averiguamos también que quizá escribimos porque algunas cosas sólo podemos pensarlas mientras lo hacemos, aunque cuado me preguntan eso tan reiterado, por qué escribo, prefiero contestar que para no tener jefe y para no madrugar. Además creo que es verdad, mucho más que lo que les acabo de decir aquí.

Lo cierto es que recibir un premio como el Rómulo Gallegos supone, además de un honor y una gran alegría, una especie de recordatorio benévolo para el futuro. Cuando escriba mi próxima novela, y de vez en cuando haga un alto y levante la vista y me extrañe de lo imaginario que me habrá absorbido durante largo rato, podré pensar que, en contra de mis previsiones y mis aprensiones, una vez, muy lejos de mi país, hubo unos lectores generosos y atentos que no sólo comparten la lengua en la que me expreso sino que lograron interesarse por lo que yo inventé e incorporé al cúmulo interminable de lo que a la vez no sucede y sucede, o lo que es lo mismo, de lo que pudo y puede ser.

Discurso de Javier Marías durante la ceremonia de entrega del premio Rómulo Gallegos (1995)

Por qué escribo (para periódicos)

Por qué escribo (para periódicos) Mi más nítido recuerdo de la Guerra del Golfo es el de unos pocos instantes en un autobús en los que el mundo se desintegró frente a mí.

En ese entonces estaba en la universidad terminando un doctorado y trabajaba en la mesa de redacción de un periódico durante las tardes. De día, iba a manifestaciones en contra de la guerra y discutía ese tema con la gente; de noche procesaba las noticias con tinte propagandístico que llenaban los periódicos.

Me sentía desgarrado entre una ira increíble y una profunda tristeza a causa de lo que mi gobierno estaba haciendo y lo poco que yo podía influir en la cobertura del tema desde mi escritorio en el periódico.

Una tarde que volvía a casa en autobús desde la escuela, todas esas emociones estallaron. Iba sentado mirando por la ventanilla y no podía dejar de pensar en lo que le estaba pasando a la gente en Iraq, las bombas y la sangre; no podía sacarme la muerte de la cabeza.

Comencé a llorar. No sé si la gente a mi alrededor lo encontró extraño, no tenía noción de estar rodeado de gente. Me sentía solo y sentía una pena tan inmensa como el horror que la había provocado. Fue un momento de un dolor lacerante contra el que no tenía defensas.

Casi diez años después, mientras escribo esto, recuerdo haber mirado por la ventanilla del autobús y haber sentido esa desesperación y me doy cuenta de que nunca me he recuperado por completo de ese momento. En el mundo no han faltado sufrimiento y maldad para conmover a la gente y la Guerra del Golfo fue de alguna manera nada fuera de lo común para un país con una historia tan brutal como la de los Estados Unidos.

Sin embargo, para mí marcó un punto de inflexión, un momento después del cual no hubo posibilidad alguna de volver a creer que mi país sea una querida tierra de libertad [N. Del T. El autor evoca la primera estrofa de uno de los himnos más patrióticos de los Estados Unidos: My country ´tis of thee/sweet land of liberty/of thee I sing]. No fue un momento de evaluación puramente racional; fue un momento en el que me di cuenta de las cosas que sabía pero que hasta entonces no había asimilado por completo, un momento en el que me permití sentir lo que hasta entonces había mantenido bajo control.

Tarde esa noche, intenté explicarle lo que estaba sintiendo a un compañero de trabajo del periódico, un hombre diez años mayor que yo, quien pensé podría comprender. "Entiendo lo que quieres decir," dijo encogiéndose de hombros. "Es lo mismo que nos pasó a muchos de nosotros durante Vietnam. No hay vuelta atrás. Ya nunca más es lo mismo".

Ese sentimiento vuelve a mí con frecuencia. Regresó un día de mayo de 2000, el semestre de primavera estaba llegando a su fin y yo me acomodé en mi oficina una mañana pensando terminar con las tareas de fin de semestre. Me demoré un poco con el periódico matutino, disfrutando el ritmo más pausado que sobreviene cuando los estudiantes comienzan a partir por el receso.

A medida que leía un artículo sobre la controversia desatada por la nota del reportero Seymour Hersh sobre acusaciones por crímenes de guerra contra un general de la guerra del Golfo que violó las normas de combate y, de hecho, asesinó iraquíes después del alto al fuego, comencé a sentir bronca por la guerra - bronca por la muerte innecesaria, indignación por los abusos de poder que funcionarios de mi gobierno consideran como derecho de nacimiento y fastidio por la tranquilidad con que mis compatriotas aceptan todo esto como si fuera el orden natural de las cosas.

Sin embargo, la indignación pronto se convirtió en tristeza y me sentí resbalar hacia 1991. Dejé el periódico y comencé a sollozar. Me sentía abrumado por todas las emociones que había sentido durante la guerra, magnificadas luego de 10 años por el conocimiento acerca de cómo los demoledores efectos del embargo económico contra Iraq han transformado la creciente muerte y miseria en algo habitual.

Entonces escribí.

Escribí por muchas y distintas razones esa mañana- personales y políticas, de largo y de corto plazo, estratégicas y de principios. Escribí por que sabía que las revelaciones de Hersh serían un buen anzuelo para una columna de opinión y por que sabía que si agarraba el tema a tiempo podría lograr hacer entrar un artículo abiertamente crítico en uno de los periódicos de mayor circulación.

Escribí porque se supone que debo escribir dado mi trabajo como profesor de periodismo. Escribí porque me gusta ver mis pensamientos impresos. Escribí porque en aquel momento en algún rincón de Iraq un padre como yo miraba a un niño como el mío morir a causa de la política de los Estados Unidos.

Escribí porque creo que los ciudadanos deben conocer la verdad acerca de los crímenes que su gobierno comete. Escribí porque obligar a la gente a reconsiderar la Guerra del Golfo puede ayudar a terminar con las sanciones contra Iraq. Escribí porque la escritura es un arte en el que siempre he encontrado placer.

Pero ese día, escribí principalmente porque no sabía qué más hacer con mi bronca y dolor. Escribí porque cuando terminé de hacerlo sentí que tanta bronca y dolor tenían un propósito. Escribí porque, de no haberlo hecho, me hubiera sentido peor de lo que me sentí. Escribí para resistir y desahogarme. Y escribí para ser parte de un movimiento más amplio en pos de un cambio progresista. Escribí para mí mismo y escribí para los demás. Pensé en mí mismo y pensé en la última súplica del arzobispo salvadoreño Oscar Romero: que los privilegiados usen su privilegio para "ser una voz para los que no tienen voz".

Sin embargo, uno puede preguntarse con sobrada razón: ¿es que acaso una columna de opinión en un periódico significa verdaderamente algo?

A pesar de que resulta tonto pensar que el acto de escribir en sí y por sí mismo pueda producir un cambio, no es tonto creer en el poder de la palabra escrita. La mayoría de las personas pueden recordar un texto - ya sea una columna de opinión de un periódico, una novela excelente o un libro político brillante - que las haya cambiado de alguna manera.

A veces recibo cartas de personas que me cuentan que una columna de opinión o un artículo escrito por mí ha marcado una diferencia en sus vidas. Sólo basta una de esas cartas ocasionales para que siga escribiendo. Prácticamente todos los días leo palabras que alguien ha escrito y que marcan una diferencia en mi vida; eso también hace que siga escribiendo.

Quizá soy ingenuo. Otros, (incluyendo a varios de mis colegas profesores) pueden tener razón - no se le puede ganar al sistema, entonces lo mejor es sacarle el mayor provecho, encontrar un trabajo gratificante en el plano personal y vivir tranquilo. "Admiro lo que haces", me dijo un colega, "pero yo tengo que vivir en el mundo real".

La última vez que me detuve a pensarlo, me di cuenta de que sí vivo en el mundo real. Un mundo lleno de injusticia y dolor y sufrimiento pero también de alegría, amor y solidaridad. También un mundo en el que debemos vivir con incertidumbre tanto moral como práctica. Nunca puedo saber con certeza absoluta si aquello en lo que creo terminará siendo lo correcto o si las elecciones que hago para obrar de acuerdo a esas ideas serán las más efectivas.

Hasta que no esté muerto y alguien pueda quizás analizar los efectos políticos, puede resultar que todas las palabras que escribí no tengan un efecto tangible sobre el mundo, que me estuve engañando a mí mismo pensando que esas palabras marcarían una diferencia. Quizá estoy perdiendo el tiempo. Sin embargo, aún si supiera que todo esto es cierto, lo mismo escribiría.

Escribo porque sufro y por que veo a otras personas sufrir.
Escribo no por lo que soy sino por lo que quiero ser.
Escribo porque algunas veces no sé qué otra cosa hacer.
Escribo no porque no entienda de qué se trata el mundo "real", sino porque quiero creer que podemos hacer real otro mundo.
Escribo para evitar que el mundo se desintegre frente a mí.

Robert Jensen

Un castillo confortable

Un castillo confortable Ojalá me equivoque, pero no creo que ningún domador de fieras, pongamos por caso, se pregunte el porqué profundo de su oficio; ni siquiera tal vez un abogado lo haga, no sé yo: las labores sin porqué (¿cuántas lo tienen? No suelen admitir interrogantes, se sienten injustamente cautivas entre los signos de interrogación, re rebelan al análisis y a la exégesis, quizá porque las mueve un instinto selvático de supervivencia que se satisface en la acción misma, no en la razón de sus acciones.

A poco fatalistas que seamos, creo que podemos estar de acuerdo en que en toda profesión y en toda afición está implicado en medida variable el destino, siempre y cuando admitamos que el destino consiste en una imprecisa entelequia imprecisable que sólo adquiere precisión cuando ya no tiene remedio. La vida es demasiado larga, al menos para ser tan corta, y cada cual entretiene la fuga de su tiempo con tareas que van desde las meditaciones ontológicas abisales hasta el bricolaje dominical. Cuanto hacemos nos define, pero no parece necesario intentar definir cuanto hacemos. Sin embargo, me temo que llega un momento en que todo escritor acaba haciéndose una pregunta tan rara como inútil: “¿Por qué escribo?”

Supongo que para poder responder esa pregunta con un mínimo de autoridad habría que convocar a Sigmund Freud mediante la ouija, relatarle los episodios más turbios de nuestra infancia, nuestras pesadillas alegóricas y nuestras utopías sexuales y solicitarle un diagnóstico sincero sobre los motivos crípticos de nuestra afición a la escritura; un diagnóstico que resultaría sin duda intransferible a cualquier colega, porque la gente acostumbra a llegar por caminos diferentes a un idéntico lugar.

“¿Por qué escribo?”, en fin. En mi caso, la única respuesta de emergencia que se me ocurre consiste en otra pregunta, que es quizá la categoría inferior de respuesta, por debajo incluso del monosílabo dubitativo y de la interjección asombrada: “¿Y por qué no?” A fin de cuentas, estos remilgos metafísicos (¿por qué se escribe?, ¿cuál es la finalidad de la escritura?, y similares) tal vez convenga despacharlos con un encogimiento de hombros y confiarlos al fluir de esa suma de acontecimientos inextricables que acaba componiendo el dibujo abstracto de cualquier existencia, insatisfecha y melancólica por lo general, como si verdaderamente nos hubiesen expulsado alguna vez de un paraíso.

Hace ya tiempo, en fin, que dejé de hacerme preguntas de gran alcance sobre la escritura, en parte porque sospecho que la escritura consiste en una respuesta. Una respuesta no sé si aclaratoria, pero sí al menos práctica, a todas las preguntas posibles sobre la escritura. (Lo que no quita, claro está, que algunos periodistas sean partidarios de reconducir de vez en cuando las cosas al territorio etéreo de las lucubraciones complicadas: “¿Por qué escribe usted?”, ya que, a diferencia de otras actividades, como por ejemplo la política o el deporte, la práctica de la escritura parece exigir algún tipo de justificación o, al menos, de explicación: no es fácil admitir su sin porqué.) En definitiva, y con la venia de Perogrullo, me temo que escribo porque escribo, y me temo también que me importa más el hecho de resolver adecuadamente una metáfora o un relato que la circunstancia de disponer o no de una teoría sobre la metáfora o sobre el relato, aunque nunca esté de más disponer de teorías generales, que apenas tienen aplicación concreta en el proceso de escritura, de acuerdo, pero que sirven para salir del paso en las mesas redondas, esos reductos remunerados de la divagación.

Y, ya que hablamos de divagaciones, les confesaré que desconfío de las teorías abstractas sobre aspectos literarios concretos y que desconfío aún más de las teorías abstractas sobre aspectos literarios abstractos. “¿En qué confía entonces este individuo?”, se preguntarán sin duda ustedes. Pues tal vez en dos cosas: en el instinto estilístico y en la ideología estética, que son dos fenómenos de naturaleza complementaria y difícilmente definibles, propensos a ser formulados mediante una faramalla grandilocuente y vagarosa, aunque tal vez indispensables para que un escritor lo pase lo menos mal posible como tal escritor. No sé... El instinto estilístico indica, sugiere, rechaza, selecciona opciones; es rápido y arbitrario, elige un adjetivo frente a otro, asume el riesgo de un símil enrevesado o bien la diafanidad de una frase cotidiana, se arroja al abismo de la elipsis o cae en la tentación de una secuencia de palabras esdrújulas... A la carta, y según cada caso y cada cual. La ideología literaria, por su parte, vendría a ser el marco general en que se manifiesta ese instinto: los parámetros particulares de un modo de entender y de interpretar la literatura, la ajena y la propia. (Y no sé si me explico.)

Del mismo modo que no me cuesta admitir que jamás me pregunto ya por qué escribo, también me cuesta negar que a veces me pregunto algo no menos ocioso y—por fortuna—más concreto, aunque no por ello menos misterioso, al menos en mi escala privada de misterios: ¿cuándo empecé a escribir? Resulta difícil precisar el instante en que uno cogió papel y bolígrafo y enlazó unas frases con un inexperto aunque decidido afán estético, y, sin embargo, ese instante fue, sin uno sospecharlo, el de la detonación de un destino, si me permiten ustedes la imagen pirotécnica, sin duda inadecuada, porque debió de tratarse de un fenómeno más sereno y apagado, más imperceptible y modesto, aunque su consecuencia resultase a la larga un poco desproporcionada y desde luego incalculable: la firma de un compromiso literario a perpetuidad con uno mismo, con las palabras heredadas, con las minuciosas fantasmagorías de la realidad y con los arabescos escurridizos del pensamiento, ese pensamiento nuestro que, en el país carnavalesco de la literatura, a veces se disfraza de reflexión, a veces de emoción y a veces de invención, porque suele ser hondo el baúl en que guarda el pensamiento sus disfraces: ese incesante repensar lo que pensamos, ese eterno pensar lo que sentimos, ese imparable pensar en lo quimérico, siempre de un espejismo a otro espejismo...

Una mañana, una tarde, una noche indistinta, un muchacho pone un papel sobre la mesa, deja la mirada perdida por un instante, remueve unos recuerdos recentísimos, revive sentimientos confusos de dicha o de pesar, escribe unas palabras con un propósito tal vez inexacto, con tono desvaído quizá, quizás enérgico, y, de repente, justo cuando percibe la inadecuación de un adjetivo o de un adverbio, cuando advierte la imprecisión de una frase o la tosquedad de una expresión y hace su primera tachadura, justo en ese momento, según decía, se le ha despertado, de forma para él inadvertida, un instinto, ese instinto aún indómito que algún día conseguirá tal vez domar: el instinto estilístico el que antes me referí, cuya finalidad no consiste en adecuar la literatura a uno mismo, porque eso sería como querer adornarse con todas las joyas que había en la cueva que descubrió el arriesgado Alí Baba, sino simplemente en tantear un modo de concepción y de expresión literarias acorde con un temperamento estético y con un pensamiento estético particulares, como quien se prueba un anillo tras otro en la cueva de los cuarenta ladrones, hasta que encuentra el que se ajusta a su dedo de modo natural, sin violentarlo, porque no hay cosa más incómoda que un anillo que nos viene ancho o estrecho –excepción hecha quizá de aquel anillo embrujado en el que el irlandés Wilde cifró supersticiosamente el motivo de su desventura; pero eso sería otra historia.

¿Viajamos un poco en el tiempo, rumbo directo a los primeros años de la década de los 70, para no ser menos que los personajes de H.G. Wells? Bien, en 1973 yo era alumno interno del Colegio San Luis Gonzaga, de jesuitas, en el Puerto de Santa María. (No lo interpreten, por favor, como inmodestia, sino como dato histórico: también fueron alumnos de ese colegio Fernando Villalón, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti.) (...Lo cual no quiere decir nada a favor de su posible condición de cantera lírica, por supuesto, porque también es antiguo alumno de allí Manuel Humberto Williams, alias Gallina Blanca, que se dedica actualmente a perseguir el fraude fiscal con diligencia.) Los pedagogos de aquella época no parecían tenerles miedo a las programaciones exhaustivas, de modo que los alumnos estábamos obligados a manejar diariamente, como libro de consulta, una Historia Universal de la Literatura editada por Santillana: 576 páginas en formato holandesa.

Tras unas nociones preliminares (“¿Qué es la literatura?”, “No todos los libros son literatura”, “¿Sirve para algo la literatura”?), ofrecía aquel libro, de entrada, una antología de textos de autores chinos, indios, hebreos, árabes, griegos y romanos, para que los niños fuésemos iniciando del modo más traumático posible nuestra conversión en eruditos. (Y luego los poetas líricos barrocos, y los épicos, y los dramaturgos, hasta llegar, exhaustos, a Corneille, Racine y don Ramón de la Cruz, para que no faltase nadie.)

Leíamos allí fragmentos de Lao-Tse, de Kalidasa (El anillo de Sakuntala, con su reverberación suntuosa de exotismo de película de sábado por la tarde en los cines faraónicos con butacas de gutapercha carmesí), de Valmiki, del Mahabharata, del Pantchatantra... Nos enterábamos por aquel libro didáctico y caótico de la desgracia final del gigante Polifemo, de la burla que hizo Aristófanes de los sofistas, de las aspiraciones beatíficas de Horacio, de las maquinaciones vengativas de Medea... Leíamos en él la “Oda a la cigarra” de Anacreonte, el poeta etílico, y la fábula del oso y los dos amigos, de Esopo. Leíamos allí fragmentos amañados del Poema del Mío Cid y el romance del infante vengador, el de Fontefrida, el de la mañanica de san Juan, el de Abenamar... Leíamos el cuento anónimo de los dos ánades y el galápago y el de los mures que comían hierro. Leíamos “La balada de las lenguas envidiosas” de Billón y la “Llama de amor viva” de san Juan, oíamos los lamentos italianizantes de Garcilaso de la Vega y los resoplidos de furia de Orlando. Éramos testigos de la lucha de Amadís con un gigante, del rapto de unos indígenas relatado por Fray Bartolomé de las Casas, de la mala aventura que padeció con una leona el hijo del caballero Zifar, de nombre Garfín; de la flotación espectral de la suicida Ofelia... Y así sucesivamente.

En las largas horas de estudio a que estábamos obligados los internos, aquel libro fue para mi algo parecido al espejo embrujado que se cruza y te lleva a la región de los encantamientos sin fin. Lo hice mi cómplice, mi chistera de ilusionista, mi caverna de espectros. A ningún otro libro creo que le deba yo más que a aquel modesto libro de consulta para adolescentes con ganas de hacer cualquier cosa menos consultar libros. (Por deberle, hasta le debo un poco de dinero, si me apuran.)

Los primeros poemas que escribí no eran propiamente poemas, y no sólo porque no merecieran tan alto nombre, que desde luego no se lo merecían, sino porque fueron concebidos como letras de canciones para el grupo de rock duro en que yo atizaba por entonces una guitarra eléctrica fabricada en Japón, allá en el Asia. Aún conservo los manuscritos de algunas de aquellas letras, supongo que para poder reírme de tarde en tarde de mí mismo sin impostura posible en la risa, y en ellas queda clara la influencia de los letristas descabellados de los grupos estadounidenses y británicos de los 70, con aquella especie de cosmología lisérgica que se traían entre manos: la suntuosidad enigmática del universo, la hermandad con el Sol y con cualquier otra cosa que colgase de la cúpula celeste, etcétera. (Bueno, y también los gurús, el tripi, con sus volutas líquidas de colorido pop-art; las alegres muchachas del flower-power, ninfas en los fangales de Woodstock y de Monterrey, rodeadas de astutos tritones marihuanos.) Todo aquello en mezcla adecuada con las enseñanzas que yo había recibido de gente como Lao-Tse y Confucio, constituía mi universo literario de bolsillo, y aún hoy me pregunto cómo no acabé en una secta.Pero ahora viene lo peor de todo: aquellas letras de canciones las escribía yo en inglés, idioma nativo de William Shakespeare y de David Gilmour, guitarrista de Pink Floyd, por sólo citar a dos angloparlantes. Como es fácil suponer, se trataba de un inglés rudimentario y un tanto independiente del inglés propiamente dicho, muy comanche en realidad, pero hay que tener en cuenta que por aquella época ningún grupo serio y visionario cantaba en español, así fuese español, y nosotros pretendíamos ser un grupo serio y visionario, a pesar de que el percusionista tocaba unos bombos que en una vida inmediatamente anterior habían sido envases de detergente.Cada época, en fin, tiene sus cosas.

Hacia 1974, después de mi experiencia como letrista cosmovisionario y orientalizante, me dediqué con ímpetu a la escritura de una novela realista, supongo que como antídoto contra tanta evanescencia espiritual.Mi padre acababa de heredar una casa de un pariente nuestro que se parecía mucho a Baroja y que se dedicaba al prestamismo y al arrendamiento de fincas, de las que tenía un centenar, aunque todas pequeñas: una especia de latifundista disgregado. En vista de que yo había iniciado no sólo mi indecisa carrera literaria, sino también mi brillante carrera como fumador furtivo, aquella casa reunía las características canónicas de un paraíso individual: un lugar en que poder escribir mientras fumaba y donde poder fumar mientras escribía, a elegir. Así que le pedí a mi padre las llaves –que eran del tamaño de un ancla—y tomé posesión del despacho, con sus muebles pesados y oscuros y con su olor a nicotina milenaria, adherida a las paredes igual que un fantasma amarillo. Me llevé allí un fajo de cuartillas de tela, algunos libros, un paquete de cigarrillos “Record”, un diccionario ilustrado y una olivetti jubilada y comencé a escribir, en fin, mi primera novela, del tipo realista, ya digo, sin injerencias de Confucio ni de doctrina pop alguna, pues me temo que me había convertido en un apóstata.El arranque de aquella novela resultaba muy cosmopolita: gente que subía a un autobús. Enseguida se me revelaron los primeros problemas: ¿adónde podía llevar a aquellos personajes desdibujados y, sobre todo, que harían cuando llegasen a ese lugar aún indefinido? Yo entonces no sabía que los problemas narrativos pueden solucionarse de cualquier forma, salvo de una en concreto: intentando demorar el enfrentamiento con esos problemas mediante la técnica de la digresión. De modo que en esa demora anduve durante veinte o treinta cuartillas que corregía sin parar, día tras día, estancado en la descripción de los viajeros y del vehículo, ensayando metáforas y sinestesias, con la sensación general de haberme tragado una bola de pegamento.

Mi abandono de aquel proyecto desmesurado no vino sugerido por el sentido común, porque ningún muchacho de catorce años puede aspirar al disfrute contradictorio de ese sentido, sino impuesto por causas parapsicológicas. “¿Parapsicológicas?” Sí. El caso es que en el pasillo de aquella casa tictaqueaba desde hacía más de siglo y medio un reloj de pared de esfera de cristal negro con exornos dorados de ringorrango rococó, por decirlo de un modo igualmente rococó. A pesar de la finura de sus ornamentaciones, tenía el reloj aquel una maquinaria bronca, y su tictac se sobreponía incluso al tacatá de la olivetti. Aquel ruido, pienso hoy, unido al aire espectral de la casa, toda ella en tinieblas y con el mobiliario bajo lienzo, otorgaba a mi nueva profesión un ambiente propio de gabinete de autor escocés de novelas góticas, aunque yo sólo escribiera sobre autobuses.

Creo, no estoy seguro, que los ambientes no son casuales: si una casa tiene aspecto de albergar fantasmas, es muy raro que no albergue fantasmas, al menos en grado de mera sugestión, lo que viene a ser lo mismo para el caso: tanto vale un fantasma nítido como un fantasma presentido. El hecho es que, una tarde de tantas en que andaba yo demorando el enfrentamiento estructural con el destino de mis personajes errabundos, oí, proveniente del pasillo, un estruendo de catástrofe. Pegué un bote y pensé lo que cualquiera hubiese pensado en una situación parecida: “Ya están aquí los muertos vivientes”, porque confieso que teníaa yo la mosca detrás de la oreja en aquella casa en lo que se refiere a asuntos de paranormalidad: todo tenía en ella el aura inquietante y húmeda de lo maldito y trasmundano. Me quedé paralizado durante unos segundos, convencido de que por la puerta iba a aparecer un batallón de espectros con harapos neblinosos, con sonrisa de calavera, con enormes guadañas oxidadas. Convencido de eso. (Lo que se dice convencido.) De todas formas, de convencido a defraudado hay apenas un paso, afortunadamente en ocasiones, de modo que, ante la falta de acontecimientos sobrenaturales, me asomé al pasillo y vi que en el suelo estaba caído el reloj, con la esfera malbaratada. Y, en fin, todo explicado: un reloj que se cae. La lógica devuelta a su podio de campeona de la realidad, como si dijésemos.

Recogí el reloj y me puse a analizar las causas de su derrumbe, por si mi padre me pedía explicaciones. Y aquí viene lo curioso: la alcayata estaba en la pared y el cáncamo estaba en el reloj, ambos intactos.

Esa misma tarde, recogí mis útiles de escritor de novelas realistas y nunca más volví a pisar en solitario aquella casa peligrosa, por su ambiente de yuyu y de ectoplasmas, porque nunca me ha gustado lo inexplicable. De camino, aprovechando la coyuntura de la mudanza, abandoné no sólo mi insensata novela sobre el viaje en autobús, sino también la literatura en general, incluida la redacción de letras de canciones acogidas al registro de la subfilosfía lisérgica y asiática. Seguí tocando mi guitarra japonesa, pero ya en situación de músico ágrafo, desentendido por completo de las lyrics.

De lo cual se deduce, creo yo, que no hay vocación literaria que pueda sobrevivir heroicamente en medio de adversidades de signo parapsicológico. Por otra parte, como bien dijo mi antiguo maestro Lao-Tse: “Si no hay una confianza total, se obtiene la desconfianza”.

Esa confianza taoista la recuperé poco después, gracias a la insensatez inherente a la adolescencia, de modo que me puse a escribir poemas surrealistas o similares, caligramas incluidos.Y, bueno, desde entonces hasta el día presente poco hay que contar. He ido escribiendo libros; algunos habrán quedado mejor que otros, según suele ser natural en la profesión, aunque me consuela la suposición optimista de que los errores son una parte intrínseca de la trama.En todo este tiempo, he aprendido algunos trucos, pero me temo que también he aprendido que los trucos tienen muy poca utilidad. Creo que la obligación de un poeta consiste en intentar escribir poemas perfectos, porque la dimensión mágica de los renglones cortos es un factor casual e imprevisible: una milagrosa conjunción de azares estilísticos y de reverberaciones emocionales. En cuanto a la novela, estoy casi convencido de que su misión primaria es entretener a través de espejismos, y esos espejismos pueden ser atroces o amables, desternillantes o conmovedores, pueden mover a la carcajada o al espanto, pero han de ser fascinantemente entretenidos o entretenidamente fascinantes en su esencia: un teatrillo de títeres que dé la impresión de tener la misma dimensión que el universo.

¿Me arrepiento de haberme dedicado a la escritura? No. ¿Me gusta escribir? Sí. El Edén viene a ser la metáfora de un mundo idóneo. El concepto de Purgatorio, en cambio, no es metáfora de nada, sino un equivalente exacto de nuestro mundo, de modo que la mayoría de las ánimas de este Purgatorio terrenal se dedica cotidianamente a lo que puede o a lo que le mandan: es decir, a subsistir disimuladamente o a obedecer para poder subsistir disimuladamente. Quienes nos dedicamos a la escritura somos sospechosos de dedicarnos a lo que queremos, pues suele identificarse la actividad literaria con un acto libérrimo de la voluntad, y puede que sea así, al menos en parte, porque estaría por ver hasta qué punto esa libre voluntad no se corresponde con una ínfima y secretísima esclavitud: la necesidad de edificar un castillo confortable en el que poder hospedar a ese fantasma que es uno mismo ante sí mismo cuando se queda a solas con sus fantasmagorías.Y en eso estamos.

Felipe Benítez Reyes

Sobre el arte de un escritor

Sobre el arte de un escritor El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse.

Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia.

Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.

Siempre me decía: "Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio". Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente?

Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.

Inflación palabraria. El problema de la inflación monetaria en América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 ó 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía.

¿Función social?

La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia casa, pongo "Cartas de amor a mí mismo" y me emociono al recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el viejo chiste).

Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora, reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima.

Eduardo Galeano

Escribir es dejar de ser escritor

Escribir es dejar de ser escritor Muchas veces me he visto obligado a contestar a la pregunta de por qué escribo Al principio, cuando era muy joven y tímido, utilizaba la breve respuesta que daba André Gide a esa pregunta y contestaba: "Escribo para que me lean".

Si bien es cierto que escribo para que me lean, con el tiempo he aprendido a completar con otras verdades mi sincera respuesta a la pregunta de por qué escribo. Ahora, cuando me hacen la inefable pregunta, explico que me hice escritor porque 1) quería ser libre, no deseaba ir a una oficina cada mañana, 2) porque vi a Mastroianni en La noche de Antonioni; en esa película -que se estrenó en Barcelona cuando tenía yo dieciséis años- Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener.

Casarse con una Jeanne Moreau no es fácil, tampoco lo es ser realmente un escritor. Por aquellos días, yo tenía una vaga idea de que no era sencillo ni una cosa ni la otra, pero no sabia hasta qué punto eran dos cosas muy complicadas, sobre todo la de ser escritor.

Yo vi La noche y empecé a adorar la imagen pública de esos seres a los que llamaban escritores. Me gustaron, en un primer momento, Boris Vian, Albert Camus, Scott Fitzgerald y André Malraux. Los cuatro por su fotogenia, no por lo que hubieran escrito. Cuando mi padre me preguntó qué carrera pensaba estudiar -é1 tenía la callada ilusión de que yo quisiera ser abogado-, le dije que pensaba ser como Malraux. Recuerdo la cara de estupor de mi padre, y también recuerdo lo que entonces me dijo: "Ser Malraux no es una carrera, eso no se estudia en la universidad".

Hoy sé muy bien por qué deseaba ser como Malraux. Porque ese escritor, además de tener una expresión de hombre curtido, se había construido una leyenda de aventurero y de hombre no reñido con la vida, esa vida que yo tenía por delante y a la que no quería renunciar Lo que en esos días yo no sabía era que para ser escritor había que escribir, y además escribir como mínimo muy bien, algo para lo que hay que armarse de valor y, sobre todo, de una paciencia infinita, esa paciencia que supo describir muy bien Oscar Wilde: "Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla".

Todo esto lo explicó muy bien Truman Capote en su célebre prólogo a Música para camaleones cuando dijo que un día comenzó a escribir sin saber que se había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo: "Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil pero brutal".

Así pues, yo en esos días no sabía que para ser escritor había que escribir, y además había que escribir como mínimo muy bien. Pero es que, por no saber, ni sabía que era preciso renunciar a una notable porción de vida si se quería realmente escribir Por no saber, ni sabía que escribir, en la mayoría de los casos, significa entrar a formar parte de una familia de topos que viven en unas galerías interiores trabajando día y noche. Por no saber, ni sabía que iba a acabar siendo escritor, pero un tipo de escritor alejado de la figura de Malraux, pues me esperaban aventuras, pero más del lado de la literatura que de la vida.

Pero escribir vale la pena, no conozco nada más atractivo que la actividad de escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese placer. Porque es un placer y es -como decía Danilo Kis- elevación: "La literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo".

Hoy en día, con el auge de la nueva narrativa española, se dan entre nosotros dos tipos de escritores jóvenes, de escritores principiantes: por una parte, están los que no ignoran que se trata de un oficio duro y paciente, un oficio en el que se avanza en tinieblas y le obliga a uno a jugarse la vida, a arriesgar (como decía Michel Leiris) la vida como lo hace un torero; por otra parte, están los que ven en la literatura una carrera y buscan el dinero y la fama como primer objetivo de su trabajo.

No tengo alma de predicador y, además, no quiero desanimar ni a unos ni a otros, de modo que citaré de nuevo a Oscar Wilde, citaré ese consejo que le dio a un joven al que le habían dicho que debía comenzar desde abajo: "No, empieza desde la cumbre y siéntate arriba". Gabriel Ferrater lo dijo de otra forma: "Un escritor es como un artillero. Está condenado, lo sabemos todos, a caer un poco más abajo de su meta. Por ejemplo, si yo pretendo ser Musil y caigo un poco más abajo, pues ya es bastante más arriba. Pero si pretendo ser como un autor de cuarta fila..."

Un escritor debe tener la máxima ambición y saber que lo importante no es la fama o el ser escritor sino escribir, encadenarse de por vida a un noble pero implacable amo, un amo que no hace concesiones y que a los verdaderos escritores los lleva por el camino de la amargura, como muy bien se aprecia en frases como esta de Marguerite Duras: "Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos".

Plantearse escribir es adentrarse en un espacio peligroso, porque se entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la satisfacción plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce la más grande de las desazones. Antes se aprende a morir que a escribir. Y es que (como dice Justo Navarro) ser escritor, cuando ya se sabe escribir, es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es hacerse pasar por otro, escribir es dejar de ser escritor o de querer parecerte a Mastroianni para simplemente escribir, escribir lo que escribirías si escribieras. Es algo terrible pero que recomiendo a todo el mundo, porque escribir es corregir la vida -aunque sólo corrijamos una sola coma al día-, es lo único que nos protege de las heridas insensatas y golpes absurdos que nos da la horrenda vida auténtica (debido a su carácter de horrenda, el tributo que debemos pagar para escribir y renunciar a parte de la vida auténtica no es pues tan duro como podría pensarse) o bien, como decía Italo Svevo, es lo mejor que podemos hacer en esta vida y, precisamente por ser lo mejor, deberíamos desear que lo hiciera todo el mundo: "Cuando todos comprendan con la claridad con que yo lo hago, todos escribirán. La vida será literaturizada. La mitad de la humanidad se dedicará a leer y a estudiar lo que la otra mitad de la humanidad habrá escrito. Y el recogimiento ocupará la mayor parte del tiempo que será así arrebatado a la horrible vida verdadera. Y si una parte de la humanidad se rebelase y se negase a leer las lucubraciones de los demás, mucho mejor. Cada uno se leería a sí mismo".

Leyendo a los otros o a nosotros mismos, poco margen veo yo para estallidos bélicos y mucho en cambio para la capacidad de un hombre para respetar los derechos de otro hombre, y viceversa. Nada menos agresivo que un hombre que baja la vista para leer un libro que tiene en sus manos. Habría que partir a la búsqueda de ese recogimiento universal. Se me dirá que se trata de una utopía, pero sólo en el futuro todo es posible.

Enrique Vila-Matas

La pasión por la literatura: el doble oficio de escritor-lector

La pasión por la literatura: el doble oficio de escritor-lector ¿Alguna vez les interesó saber por qué escriben los escritores, cuáles son los acontecimientos que desatan el proceso de creación, qué tipo de fantasmas ronda a los autores, cuán delgado o confuso es el límite entre la locura y la literatura? Estas y muchas preguntas más, típicas de ávidos lectores, las encontrarán en dos libros que por esas "casualidades causales" llegaron a mis manos el mismo día: "La loca de la casa", de Rosa Montero, y "El mal de Montano" de Enrique Vila-Matas.

Las coincidencias no dejan de ser sorprendentes. Ambos son autores españoles, cincuentones exitosos, y abordan la pasión por la literatura a través de cautivadores textos, de unas 300 páginas, que combinan el estilo autobiográfico, el ensayo y la novela.

Esta mezcla, característica de una época que también se asemeja a un extraño rompecabezas, alcanza su mayor expresión en Vila-Matas, quien utiliza cada capítulo para presentar una novela breve, un diccionario sobre los diarios de los escritores, una delirante "exposición" referida al diario como forma narrativa y supuestos fragmentos de su propio diario. Pero los distintos estilos encubren una metáfora fabulada sobre un personaje que está "enfermo de literatura".

El texto de Montero cabalga en cambio entre el estilo ligero de las columnas periodísticas, la reflexión personal sobre la literatura y ciertos pasajes autobiográficos que, en realidad, son novelados como aclara la autora, a manera de post scriptum, "ya que toda autobiografía es ficcional y toda ficción autobiográfica", citando a Roland Barthes.

Las dos obras se apoyan en una prolija investigación previa, recopilación de citas y narraciones de otros autores célebres sobre el acto de escribir. Al abordar el tema, tanto Montero como Vila-Matas se revelan como dos apasionados lectores que fueron exorcizando sus propios fantasmas frente a la hoja en blanco -el ágrafo trágico- escudriñando las vidas y los textos de sus colegas.

El personaje central de Vila-Matas -que utiliza el matrónimo de Rosario Girondo- es un narrador que deseaba ser crítico literario. Comenzó intercalando pequeñas frases suyas en poemas de Cernuda. Y continuó apoyándose en citas de otros -escritor parásito de escritores- hasta encontrar su estilo propio. Su misión es salvar a la literatura de la probable extinción en manos de agentes, editoriales, autores mediocres, la "incultura deliberada". Al oficio de narrar, antecede el de leer.

Montero se formula el problema desde otra perspectiva. Basándose en la inquietante pregunta de Nuria Amat -si tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamás ¿qué escogerías?- admite que lo primero "puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea". Es esta doble condición de practicar el "vicio desaforado de la lectura" e intentar explicar el compulsivo oficio de escribir lo que establece una inteligente y cálida complicidad con los lectores.

Montero y Vila-Matas salen a su encuentro como dos antihéroes. Ella confiesa el miedo a todo lo que deja sin escribir una vez que pasa a la acción. "Miedo a concretar la idea, a encarcelarla, a deteriorarla, a mutilarla". Uno de los personajes de El mal de Montano admite que quedó bloqueado después de publicar una novela sobre el caso de los escritores que renuncian a escribir. (Implícita alusión a "Bartleby y compañía" del mismo autor).

No son las únicas dificultades. La lista de Montero es extensa: escribir "textos inferiores a tu propia capacidad", "vender el alma al poder por tantas cosas. Y lo que es peor: por tan poco precio", la "avidez profunda que nunca se sacia" de lectores, la vanidad del escritor como un "vertiginoso agujero de inseguridad", las "críticas negativas incultas, malévolas y llenas de prejuicios".

Para los personajes de Vila-Matas la literatura es una obsesión. Al resistirse a pensar en ella, "los días se me volvieron vacíos e incomprensibles y acabé pensando en la muerte, que es precisamente de lo que más habla la literatura". Pero también genera temores, al igual que a Montero, porque "cada libro debería contener en sí la posibilidad del fracaso".

Más allá de las zonas grises y de las sombras de la creación, ambos autores apuestan por la literatura. "Con todo -dice Montero- sigo pensando que escribir te salva la vida". "Precisamente porque la literatura nos permite comprender la vida, nos deja fuera de ella.Es duro, pero a veces es lo mejor que puede pasarnos", reflexiona el Rosario Girondo de Vila-Matas.

El tema del hacedor de historias que deviene en demiurgo recorre los dos textos. Montero lo transforma en un homenaje a la imaginación -"la loca de la casa" que da el título a su obra- y remite al problema de la disociación. Los escritores, afirma, "sabemos que dentro de nosotros somos muchos". Reivindica ser novelista "porque te permite no sólo vivir otras vidas, sino además inventártelas".

Y -oh, sorpresa- cita nada menos que a Vila-Matas:"A veces tengo la impresión de que surjo de lo que he escrito como una serpiente surge de su piel" para concluir que "la novela es la autorización de la esquizofrenia".

Las coincidencias no terminan allí. Para referirse a la disociación, que en el caso de Vila-Matas se emparenta con la teoría del doble, los dos citan a Faulkner -"Una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre"- y a Justo Navarro: "Escribir es un acto de suplantamiento de personalidad. Escribir es hacerse pasar por otro".

Más "casualidades causales". Por distintas razones, los dos analizan la vida del escritor suizo Robert Walser. Según Montero es el típico ejemplo de un escritor fracasado -"mientras estuvo vivo (nació en 1878, murió en 1956) nadie le hizo el menor caso"- que vivió una "tragedia horrorosa y ridícula a la vez". Encerrado en un psiquiátrico, la tarde del 25 de diciembre de 1956 salió a caminar pero no volvió. Dos niños lo encontraron muerto sobre la nieve.

Vila-Matas se identifica, en cambio, con Walser. Con su "andar errante en la niebla, por una carretera perdida". Girondo, el personaje de "El Mal de Montano", también emprende un largo viaje. En el café literario de Krúdy, en Budapest, se apodera del alma de Walser e imagina un diálogo con Robert Musil. Se traslada a Kierling y visita el edificio donde vivió Kakfa. Regresa a su casa en Barcelona, pero celebra el "arte de desaparecer" del escritor suizo.

Una última coincidencia, aunque hay muchas más, vincula la literatura con la búsqueda del paraíso perdido. "Escribimos para intentar recuperarlo -dice Rosa Montero- para restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las cosas".

Imagina el estado primigenio de Adán y Eva y lo sitúa en la locura, concebida como la "libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa, la plasticidad". Al ser expulsados de ese paraíso, los seres humanos perdimos "la capacidad de contemplar esa enormidad sin destruirnos". El castigo divino fue "caer en el encierro de nuestro propio yo, en la racionalidad manejable pero empobrecida y efímera".

El edén de Vila-Matas es el "hilo lógico de un tejido verbal que le daba a la vida sentido. Eran tiempos mejores". Pero alguien "desquició en ese paraíso al inventor del lenguaje y el tejido se fue ajando y nuestras vidas se volvieron absurdas, sin el antiguo orden y el antiguo sentido". Desde entonces vemos "casualidades extrañas que tienen seguramente una explicación que no acertamos a encontrar".

Homenaje a la literatura, autobiografía de escritores que reconstruye vidas de otros autores, ensayo novelado, "La loca de la casa" y "El mal de Montano" son la mejor respuesta a las exigencias de Walter Benjamín cuando afirmaba que "en nuestros tiempos la única obra realmente dotada de sentido debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras". Un escritor que lee, interpreta y descifra las palabras a un lector que lee para soñar ser un escritor. He aquí un placentero equívoco.

Susana Pezzano

Periodismo y literatura

Periodismo y literatura El periodismo abarca muchas especialidades: puedes ser periodista de dirección, de mesa, de televisión... Yo me voy a referir tan sólo a los periodistas de prensa escrita, a aquellos que se dedican a hacer piezas concretas de texto, artículos, reportajes, entrevistas, crónicas. Ese tipo de periodismo es un género literario, un género equiparable a cualquier otro, a la poesía, el drama, la ficción, el ensayo. Puede alcanzar cotas de excelencia literaria tan altas como cualquier otra obra, como lo demuestra, por ejemplo, "A sangre fría", el maravilloso libro de Truman Capote, que no es ni más ni menos que un reportaje. Es muy raro el escritor que cultiva un solo género; lo habitual es que se sea poeta y ensayista, narrador y dramaturgo... Yo me considero una escritora que escribe ficción, ensayo y periodismo. No sé por qué a la gente le parece sorprender que compagines periodismo y narrativa, cuando es algo que se ha hecho hasta la saciedad. Si miramos la lista de los mejores escritores de los dos últimos siglos, por lo menos la mitad, si no más, han sido periodistas. Y no me refiero ya a Hemingway y García Márquez, que son los nombres que siempre se citan, sino a George Eliot, Mark Twain, Oscar Wilde, Graham Greene, Balzac, Rudyard Kipling y cien mil más. Es algo muy común.

Dentro de los tres géneros que cultivo, el periodismo es para mí el oficio, el empleo, algo exterior. Me gusta mucho, pero puedo concebir mi vida perfectamente sin trabajar como periodista. La narrativa, en cambio, es algo estructural en mi existencia. Es mi manera de vivir, y me da terror sólo pensar en que un día se pudiera acabar la pasión por escribir ficción.

Hay que tener muy claro, sin embargo, que cada género tiene sus normas, sus reglas; y hay que atenerse a ellas para hacerlo bien. No puedes escribir una obra de teatro como si hicieras un ensayo, porque sería un plomo y aburridísima; no puedes escribir un ensayo como si fuera poesía, porque probablemente le faltaría rigor. Del mismo modo, no puedes escribir una novela como si fuera periodismo, o harás una mala novela, y no puedes escribir periodismo como si fuera ficción, porque harás mal periodismo. El periodismo y la narrativa son géneros muy distintos, incluso muchas veces antitéticos. Por ejemplo, en periodismo la claridad es un valor; cuanto más clara, más precisa y menos alejada del equívoco sea una pieza periodística, mejor será. Y en novela, en cambio, lo que es un valor es la ambigüedad. Digamos que en periodismo hablas de lo que sabes, y en novela de lo que no sabes que sabes. Conociendo bien los límites de uno y otro género, puedes pasar de uno a otro sin problemas, como aquellas personas que conocen dos idiomas y pasan de uno a otro sin más conflictos.

Rosa Montero

El corazón en la era digital

El corazón en la era digital 10 de diciembre de 1950. Estocolmo (Suecia). Temperatura invernal y mucha nieve. El escritor norteamericano William Faulkner va a pronunciar su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura.

Empieza su discurso con una llamada de atención, en un tono aparentemente negativo: “Pienso que hoy ya no parecen quedar asuntos propios del espíritu humano. Quizá por eso, los jóvenes artistas escritores han olvidado que los asuntos del corazón humano, en conflicto consigo mismo, son los únicos capaces de generar buena escritura, porque constituyen lo único sobre lo que merece la pena, la agonía y la dulzura de escribir”. Y es que, cada vez que los poetas se atreven a mojar la pluma en sus propias venas, nace un nuevo orden en el mundo del arte. Entonces, todas las limitaciones saltan, hechas pedazos. En cambio, las máquinas que pretenden hacer computable la creatividad, siempre necesitan tinta. Porque, aunque parezcan inteligentes y sean muy digitales, en cualquier caso no tienen corazón ni sangran. Ni son capaces de soñar ni de imaginar mundos futuros, como Julio Verne o Asimov, o acontecimientos pasados.

Faulkner sigue diciendo, imperturbable: “Los jóvenes tienen que volver a aprender de nuevo esto mismo". Si no, en vez de escribir sobre el amor, escribirán acerca de la lujuria. En vez de escribir con el corazón, escribirán con sus glándulas”. Si queremos seguir hablando de hacer arte, lo tendremos que seguir haciendo nosotros, con la mochila de nuestras ilusiones al hombro, muchas veces cansados. Porque aunque no seamos tan inteligentes como algunas máquinas simulan ser, estamos vivos y sangramos. Viven y palpitan cada una de nuestras cien mil millones de neuronas.

El Premio Nobel de Literatura de 1950 sigue leyendo su discurso de aceptación del galardón y cambia de tono: “Creo que el ser humano es inmortal, no sólo porque entre las demás criaturas tiene una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de fortaleza. La tarea del poeta es precisamente escribir de estas cosas”. También de explorar y exprimir el inagotable corazón humano, que no sólo no es un disco duro, sino que ni siquiera es una glándula. Ni nunca lo ha sido ni nunca lo será. Es un hálito espiritual, capaz de todas las grandezas que uno pueda pensar. Y de las que ni siquiera concebimos. Gracias a Dios.

El escritor norteamericano agregó que es un “privilegio” del poeta “la capacidad de poner a punto su corazón, recordando el coraje y el honor; y la esperanza y el orgullo; y la compasión y la piedad y el sacrificio, que han sido la gloria de su pasado”. Los hombres de a pie necesitamos que nos aguijoneen, para sacar de nuestro interior lo mejor de nosotros mismos. Para que no rebajemos lo bueno, lo verdadero y lo bello sólo a aquello que cuesta mucho dinero.

Lo ha dicho Susanna Tamaro ‘Donde el corazón te lleve’ y ha conectado con más de ocho millones de lectores, contra el viento y la marea de la crítica: quizá hablaba de exigentes virtudes bíblicas, a la altura de quienes somos y podemos atrevernos a ser. Si contemplamos despacio un paisaje o una flor comprenderemos que no caben en la maraña de puntos que genera un scanner, por muy sofisticado que sea. Tampoco la foto de bodas de mis padres que, si padece de humedades, es porque tiene vocación de río, como el amor. Porque no hay en el mundo CDs suficientes para contener las nanas de una madre: aunque sean breves y las cante en voz baja.

Por eso, cuando la tinta negra se escurre del pelo de marta y penetra en el cuerpo níveo del papel, las impresoras se ponen de rodillas. La trampa digital trata de reducir la realidad a la cárcel cuadriculada de Descartes. Pero las caricias y los besos escapan, furtivos, al zarpazo de tanta simplificación. También las lágrimas. Para que los poetas no se queden sin trabajo en la era digital.

Luis Olivera

El arte de escribir; técnica, estilo y misión del escritor

El arte de escribir; técnica, estilo y misión del escritor Para muchos escribir es un dolor de cabeza, un trámite; para otros es vivir, gozar; es reinventarse, parir, encontrarse o renovarse.

¿Qué es el escritor?, se pregunta José Luis Sampedro, sino un albañil de sueños, un constructor de castillos en el aire con millares de palabras. Los materiales pueden hallarse en cualquier parte. Los proporciona la gente, las lecturas, los cuadros, los espectáculos y por supuesto el propio mundo interior.

Para Fernando Savater, cada palabra es sentido y sonido. A través de las caprichosas semejanzas del sonido, los sentidos se hacen guiños entre sí y superponen nuevas capas sonrientes de significado al entramado ya conocido. Es como si la lengua se sacase de la lengua a sí misma, pero para entenderse mejor.

En cambio Francisco Umbral sostiene que se puede escribir con whisky o sin whisky. A máquina o a mano (los malos autores lo hacen con computadora). Se puede escribir siempre, si se es escritor, como el pianista puede tocar siempre. Nietzsche, Wittgestein, los estructuralistas, etc. han dejado claro que sólo existe la palabra, incluso para la filosofía. El lenguaje habla por nosotros, todo lo hace la palabra escrita.

Y es verdad, cada persona tiene un estilo, hábitos y circunstancias que lo orillan a escribir. Sin embargo, a quienes les gusta escribir saben que existen ciertas condiciones para ello: una motivación o propósito, unas circunstancias, unos procedimientos y una técnica. José Luis Martínez, en su libro Problemas literarios, señala cuatro características que deben estar presentes en un escrito: Naturalidad, técnica, estilo y visión del mundo.

Qué es el lenguaje, sino una desierta creación intelectual, señala José Luis Martínez. La fuerza que lo crea, lo mantiene y lo renueva es una humedad espiritual que hincha y transmuta los secos moldes de las palabras para comunicarles aquella vida que el escritor pueda destinarles. Así como el jardín solicita abonos y humedad, tierra, aire, cultivo, el espíritu también los requiere. Y la técnica es la natural disposición de la tierra o de la lengua para que pueda recibir su legado: la rosa en el jardín, el poema, la novela o el cuento en la literatura.

Los más elementales movimientos y ritmos humanos se reflejan en las estructuras mentales, que vienen a ser como otros cuerpos gemelos viviendo una vida semejante a la que reproducen. Esto significa que todo escritor debe aprender que las esencias de toda comunicación literaria repite la mecánica de la vida: nacimiento, ascensión, la caída y el descenso cumplido. En suma, dice José Luis Martínez, aprendemos las esencias del arte en cuanto sus estructuras repiten los movimientos y los ritmos con que se mueve la vida misma del hombre y de todas las criaturas de la tierra.

Este respeto por los movimientos y ritmos de la vida es lo que proporciona una de las virtudes más grandes del escritor: la naturalidad. Naturalidad es la expresión conformada de acuerdo con lo natural y lo poseído en común, pero muchas personas que han decidido a tomar la pluma, sentencia Martínez, han perdido esa aptitud original. Una represión extraña les impide escribir como hablan. Por ello los escritores no tienen porque contradecir la naturaleza, sino reproducirla de acuerdo a su armonía y su mesura.

En este sentido, los escritores no deben menospreciar la técnica, cuya misión, además de devolverlos a la proporción y a la armonía, les reenseña la original arquitectura de las formas naturales que han olvidado. Técnica es la reducción a la lógica y a la naturaleza, la estructura acordada a las formas mentales y el aprovechamiento artificioso de los recursos del lenguaje y de las reacciones de la sensibilidad.

No confundir naturalidad con estilo, pues este último es el espíritu de esos escritos –y no su esqueleto lógico-, es la humedad espiritual que el autor les ha comunicado. Estilo, de acuerdo a Torres Bodet, es la cualidad inviolable y la proyección de la personalidad humana. El estilo nada tiene en común con la gramática ni en la aplicación de unas reglas ni en la reducción de un producto literario a cierto mecanismo acordado por los gramáticos, en complicidad con los modelos lingüísticos; es en cambio cuanto vence y burla esos preceptos. No obstante, estima José Luis Martínez, estilo y técnica, a pesar de las diferencias que las separan, precisa un acuerdo que las una, tal el que reina entre los huesos y el alma de un cuerpo.

En cuanto a la visión del mundo, toda obra lleva implícita una visión peculiar e intransferible del mundo, una especial atención para ciertos aspectos y unos modos especiales de enfoque y de traducción conceptual, de esos aspectos seleccionados. Y cada una de estas visiones, manifiesta José Luis Martínez, lleva implícita su propia fisiología respiratoria y su propia organización interna. Es decir, cada visión del mundo exige una técnica propia y, cuando el escritor logra expresarla, su creación se nos presenta como una obra maestra.

En Marcel Proust, por ejemplo, su preocupación por la captura y la eternización del tiempo puro, se traduce con invisible maestría en sus frases movidas por esa ansia que se alarga, traza cálidos golfos, sigue largas sinuosidades. Aldoux Huxley posee una visión del mundo como la de un laberinto en que las soledades de los hombres y su entera impotencia para con el mundo y sus nociones se develan ignoradas entre sombras, pero trazando con su ceguera un concierto en el que cumplen sin saberlo sus destinadas partituras.

José Luis Sampedro, en su Vieja Sirena, juega con el lenguaje de acuerdo a los entramados emocionales, de tal forma que no encontramos ninguna puntuación en tres páginas, sin que ello afecte los ritmos, la gramática o la respiración.

En la visión del mundo está, obviamente implícita la misión del escritor y de las letras.
Para José Luis Martínez, las letras nos revelan el secreto de nuestro corazón y el de la naturaleza y nos enseñan a conocer mejor los caminos y los litorales de nuestros pensamientos y nuestros sueños; su tela es sustancia de nuestra alma.

El escritor, depositario y agente de estas grandes misiones de las letras, es no solo la gala de su tiempo, sino su conciencia activa. Él es la antena invisible que recoge el eco del pasado, el pulso del presente y avizora aún, las prefiguraciones del porvenir. Todos los grandes movimientos espirituales de la humanidad, todas las grandes conmociones y crisis, indica José Luis Martínez, han nacido de esa conciencia activa, creadora de pasiones y sentimientos, espejo y molde de nuestras almas.

Stephan Spender refiere que los poetas comienzan a ver claramente la tarea que les espera: expresar lo que sienten en su alma los millares y millares de hombres que viven con ellos en estos tiempos apocalípticos. Por ello, la más grande tarea que queda por hacer, después de la poesía de la desesperación, habrá que escribir la poesía de la esperanza. Denis Rougemont, por su parte, habla de otra misión del escritor: La de conservar la pureza del lenguaje. El verbo es el vehículo de las ideas y las creencias, el órgano de comunicación con nuestros semejantes y nuestro rastro en la eternidad.

Resumiendo, la misión del escritor, es entonces, dar a cada uno de los conceptos que nos mueven, tan acusado y nítido dibujo, tan cristalina transparencia, que denuncien con lealtad la sustancia que transportan. El destino del escritor, prescribe José Luis Martínez, es el de ser un integrador y enriquecedor de la personalidad del hombre, conciencia activa de la época, testimonio extremadamente sensible de las peripecias del espíritu y orientador incansable de sus pasos.

Prócoro Hernández Oropeza

Caligrafías

Caligrafías Dice Feynman en el emocionante libro de Leonard Mlodinow: “Un escritor o un artista puede imaginar algo y por supuesto puede quedar insatisfecho artísticamente, o estéticamente, con ello, pero ése no es el mismo grado de perspicacia o precisión con que trabaja el científico. Para el científico existe este dios del experimento que puede decir: ‘Eso es muy bonito, amigo mío, pero no es real’. Ésa es una gran diferencia”.

Una observación banal. Cualquier artista verdadero trabaja con lo real y debe pasar su prueba. En teoría habla Feynman, informalmente, a través de las conversaciones grabadas con Mldinow. El método provoca incertidumbre. Y, además, es que Feynman añade inmediatamente:

“Supongamos que hubiera algún gran dios de la estética. Y entonces, cuando pintas un cuadro, no importa cuánto te guste, no importa cuánto te satisfaga, no importa qué, incluso si algo no te satisface, en cualquier caso deberías someterlo al gran dios de la estética y el dios diría: ‘Esto es bueno’, o ‘esto es malo’. Con el tiempo se te plantea el problema de desarrollar un sentido estético que encaje con esto, no sólo con tus sentimientos personales. Esto es más parecido al tipo de creatividad que tenemos en ciencia”.

Todo gran arte elige lo real cuando pugnan lo real y los sentimientos personales. Esta es una de las razones de que no haya diferencia alguna entre la creatividad artística y la científica. Nick Baeza, el otro día. Dando cuenta del hallazgo en un estante polvoriento del maravilloso panfleto de Donner:

“¿La literatura es una ciencia? Oh, dioses del cielo, no, ¡es un arte! ¿Y qué diferencia hay entre el arte y la ciencia? Si queréis ahogar a alguien de rabia y estupor hacedle esta pregunta”.

Cuando lo tengáis estrujado leedle esto despacio:

“¿Acaso no existe progreso en literatura, equivalente a los hermosos avances de la medicina? Las palabras nuevas y dispuestas de nuevo, ¿acaso no se parecen a nuevos instrumentos de investigación clínica? Todo lo nunca dicho, lo oscuro, que fuera objeto de tanto secreto sufrimiento, repentinamente revelado por la literatura, ¿no equivalen esas verdades a enfermedades que por fin se han podido aislar?”

Y luego al carajo con él:

“Evidentemente no existe ninguna diferencia entre la literatura y la ciencia, y no es porque la pintura y la música hayan sido religiosas, no es porque la literatura haya sido biblíca por lo que todas esas artes, como gusanos después de comerse la fruta, se encuentran tan desnudos como la ciencia frente al hombre, y forzados a asumir el mismo deber: saber”.

La elección entre lo real y los sentimientos personales. El claro ejemplo del mejor lector vivo. Infinitamente menos gelatinoso que Steiner; mucho más severo que Bloom, aún más libre que Eco. Más trabajador que Calasso o Vargas Llosa. Y más inteligente que Amis. Vizinczey descifrando la gran mentira de Lolita, el guirlache de Nabokov:

“No cabe la menor duda de que él [Nabokov] estaba fascinado por las niñas como modelos del misterio sexual (ellas brotan en sus libros con tanta frecuencia como las violetas azucaradas) y me parece que no poseía del todo la habilidad de un gran escritor para mantener una mirada clara y objetiva sobre las cosas que le fascinaban profundamente”.

Feynman lo escucha y medita. Hay un arco iris donde se encuentra esta gente. Sigue Vizinczey, y ya no importa de dónde tira:

“Yo no creo que Nabokov hubiera usado sus inmensos talentos para fines tan innobles si no hubiera sido un fanático del Arte por el Arte, si no hubiera creído con pasión que la literatura era solamente una construcción mental, un tipo de juego que no tiene nada que ver con la vida real. No obstante, como él mismo demostró, las novelas tratan siempre de la vida; si no la reflejan con verdad, mienten acerca de ella”.

Todo lo que me ocurre es por leer a necios. Así pues, comillas, Vizinczey:

“Hay dos clases básicas de literatura. Una te ayuda a comprender, la otra te ayuda a olvidar. La primera te ayuda a ser una persona libre y un ciudadano libre, la segunda ayuda a la gente a manipularte. Una es como la astronomía, la otra es como la astrología. Lo malo de esta analogía es que la diferencia entre la astronomía y la astrología, entre la ciencia y el abracadabra, es clara como el cristal para la mayoría de la gente, mientras que la diferencia entre verdadera literatura y falsa literatura no lo es. La adulación, las mentiras piadosas, los fingimientos, las falsas ilusiones, los autoengaños, se toman constantemente por la gran literatura, mientras las más de las veces la gran literatura es atacada, despreciada y suprimida”.

Buenos días.

Arcadi Espada

Taller de corte & corrección

Taller de corte & corrección ELOGIO DE LA CORRECCIÓN

Hace más de quince años que trabajo con gente de diversa formación y extracción social y económica: profesionales, estudiantes, escritores primerizos y avanzados. Y todos los días me parece maravilloso comprobar cómo mejoran su estilo al eliminar el ripio. Sin el lastre de las imperfecciones, sus textos no tardan en volverse dinámicos, relevantes, sensacionales.
Durante una conversación con Daniel Freidemberg, publicada en Clarín en 1992, Abelardo Castillo hablaba de su gran obsesión: alcanzar la forma expresiva perfecta.
"Creo que todo puede ser corregido –decía–. Reescribir es hacer otra cosa con un texto, y corregir es tratar de modificar ese texto dentro de las pautas que te plantea."
No dudo de que más de un lector de la entrevista –familiarizado o no con la literatura– se habrá sorprendido al enterarse de que "no se puede enseñar a escribir, pero sí a corregir"; de que Borges corregía sus textos sin parar; de que Valéry sólo publicaba cuando llegaba al hartazgo de la corrección; de que Castillo mismo eliminaría todas las ediciones anteriores de sus libros para meter mano en ellos a voluntad. Con vehemencia, el escritor sostenía que para él la corrección era, ante todo, una actitud ética respecto del significado profundo de la escritura: "En la literatura y en la vida en general, hacer menos de lo que se puede hacer me parece que es un rasgo de mala conducta".
La entrevista, indirectamente, me hizo pensar en una confusión bastante frecuente: para muchos escritores, limpiar el texto, modificarlo, ajustarlo, retocarlo, son trabajos impensables; peor todavía: innecesarios. Creo que esta actitud tiene muchísimo que ver con eso de la "fidelidad a uno mismo", con una lectura equivocada del término "inspiración", con cierto culto a la "espontaneidad", a la "intuición" y a la "pureza". Sin embargo, estoy seguro de que dichos autores sospechan íntimamente que en sus escritos –al igual que en los de todos los escritores, expertos o no– discurren dragones terribles, capaces de matar una idea de por sí brillante, de desmoronar una invención novedosa, de ahuyentar al lector más paciente. Pero, para la mayoría, la tentación de dejar las cosas como están es muy poderosa, inconscientemente poderosa. Hay quienes optan por leerse a sí mismos una y otra vez, llegando a enamorarse del tono, de cierta cadencia del texto. Al desconocer sus defectos, también terminan enamorándose de ellos. Se autoengañan. Y toda esta música grata a su oído hace imposible cualquier cambio. Tal vez sea por eso que muchos coordinadores de talleres literarios ponen el acento en la "producción original", en el "sacar afuera", en "vencer el temor a la página en blanco". Todo eso es muy bueno, pero no alcanza. En absoluto. Resultaría realmente efectivo si estuviera complementado por algo fundamental en el arte de escribir: la corrección. O, lo que es lo mismo, la búsqueda de un estilo expresivo, brillante de transparencia y nitidez.
Pero no perdamos tiempo. Los invito a que nos pongamos a trabajar.

HABLA SIR LAWRENCE

Terminaba Olivier de interpretar una obra de Shakespeare. Después de la función, un periodista alabó su estilo de actuación.
"¡Qué maravilla, sir Lawrence! –dijo–. ¡Cuánta espontaneidad en el personaje!"
"Es verdad –contestó Olivier–, salió espontáneo: lo estuve ensayando durante seis meses".
Ser claro. Ser sencillo. Ser cuidadoso. Esforzarse para resultar natural y "espontáneo".
Corrección mediante.

UNA DE ARENA

Por ahora, todo está muy lindo. Pero llegó el momento de decirles algo. No hubiera querido hacerlo; sin embargo, aterrizando en este punto del libro... en fin, tengo que darles un par de pésimas noticias. Espero no desilusionar a nadie (y, pensándolo bien, quizás alguno de ustedes hasta me dará las gracias).
• Noticia pésima "A": La utilidad de este libro es nula si ustedes lo adoptan como un programa infalible. En el arte, lo dije antes, no existen los dogmas ni los recetarios. Sólo disponemos de ciertos procedimientos, de guías de ruta. No más. En literatura hay acuerdos generales sobre muy pocas cosas. Conozco a poetas y a cuentistas excelentes que trabajan de maneras distintas de las de otros poetas y cuentistas no menos excelentes. Pero, ya sea que usen frases cortas o frases largas, siempre un común denominador unirá a todos los buenos escritores: sus textos son claros, su estilo fluye, sus ideas viven.
• Noticia pésima "B": Los esquemas de correción son solamente eso: esquemas. Sería una locura suponer que los textos pueden transformarse en ejemplos de maestría literaria sólo mediante la mera aplicación de métodos calculados al milímetro. Si sospechan que el trabajo se reduce a poner fríamente en práctica algunas técnicas más o menos ingeniosas, están listos. Si creen en aquello de "los engranajes, los mecanismos del texto", mejor dedíquense a la relojería, no pierdan tiempo con la literatura. Acá hay que dejar el alma, como en todo lo que vale la pena.
Escuchemos la voz de Friedrich Nietzsche:
De todo lo que se escribe, sólo me interesa lo que se escribe con la propia sangre. Escribe con la sangre y así aprenderás que la sangre es espíritu.
En resumen, la cosa quedará estancada si no le hacemos un lugar a la magia en el centro de nuestra literatura.
Las prácticas de corte y corrección que he sugerido y sugeriré tienden a que cada uno se forme su propio estilo. Por algo se empieza. Después, con el trabajo, vendrán la originalidad, el gusto por el detalle o por la amplificación, el desborde imaginativo, la sobria arquitectura, el festín del espíritu, la sangre.

ESO EXISTE

Imagínense en la mañana de un sábado cualquiera, solos en casa. Llueve, y parece que el tiempo seguirá así por un buen rato. Han desayunado sin apuro, no hay ningún compromiso en todo el día. Por la ventana les llega el rumor de algún auto y del agua que cae sin parar. Miran la gris claridad de la calle y el brillo de la lluvia en los charcos. Alguien cruza corriendo, dobla la esquina y se pierde de vista. Aparte de ese intrépido, nadie más se ha atrevido a salir. Y ustedes tampoco piensan hacerlo. Todavía queda aroma a pan tostado y café, y no quieren irse de la cocina. Les gusta que el momento siga durando. No pueden explicarse tanta felicidad. Simplemente, sucede.
Pero notan que también hay algo más.
Algo que despunta adentro de uno. Al principio es una sensación incierta, casi imperceptible.
Lentamente, empiezan a comprender. Tal vez éste no sea un sábado como cualquier otro.
Eso está despertando. Lo sienten. Lo han sentido más de una vez, y aprendieron a reconocerlo.
Eso.
Es lo mismo que hoy les pasa a García Márquez, a Bioy, a la vecina de acá a la vuelta, que escribe versos.
Eso.
Lo mismo que vivieron Safo, Goodis, Dante, Unamuno, Perlongher, cada vez que los torbellinos de sus almas no querían dejarlos en paz.
• Vuelen al escritorio. Larguen todo inmediatamente, ya tendrán tiempo de prepararse otra taza de café.
• Liberen Eso. Escriban lo que sea, lo que se les ocurra en este momento de gracia.
No se detengan a pensar en qué escribir. Si no se les ocurre nada, escriban sobre ese tipo que hace un minuto vieron cruzar la calle corriendo.
¿Por qué corre?
Creo que la lluvia no tiene nada que ver. Creo que corre por otra cosa.
Escapa.
Debe ser un asesino a quien la culpa persigue desde hace cinco años, desde el día en que...
¡Basta! Ustedes saben mejor que nadie qué escribirán sobre ese personaje extraño.
O, por lo menos, lo sospechan. Eso busca romper la jaula, pronto será un aullido imparable.
Estén ahí, para cuando Eso pase.

Marcelo Di Marco

Escritura y creación

Escritura y creación "El primer párrafo es el último disfrazado". Richard Peck

"La primera línea de un poema es un halcón que no deja escapar a su presa". Gabriel Preil

"La escritura no es producto de la magia, sino de la perseverancia". Richard North Patterson

"El creador y el editor -las dos mitades de todo escritor- deben dormir en piezas separadas". Judith Guest

"Las palabras constituyen la droga más potente que haya inventado la humanidad". Rudyard Kipling

"Para mí, el mayor placer de la escritura no es el tema que se trate, sino la música que hacen las palabras". Truman Capote

"Un escritor profesional es un amateur que no se rinde". Richard Bach

"Escribir con sencillez es tan difícil como escribir bien". W. Somerset Maugham

"Me llevó quince años descubrir que no tengo talento para escribir. Pero no pude dejar de hacerlo, pues para ese entonces yo ya era demasiado famoso". Robert Benchley

"No es obligatorio sufrir para ser un poeta. La adolescencia ya es bastante dolorosa para cualquiera". John Ciardi

"¿Para qué sirve un libro sin imágenes ni diálogos?" Lewis Carroll

"Cuando estoy lista para comenzar a escribir un libro, empiezo por el final". Marcia Davenport

"Ciertamente, es agradable ver estampado el propio nombre; un libro es siempre un libro, aunque no contenga nada". Lord Byron

"La vida es muy traicionera, y cada uno se las ingenia como puede para mantener a raya el horror, la tristeza y la soledad. Yo lo hago con mis libros". Arturo Pérez Reverte

"Un libro es un suicidio aplazado". Emile M. Cioran

"Acción es elocuencia". William Shakespeare

"Una historia funciona cuando contiene bombas de tiempo dispuestas a estallar en la próxima página". Gordon R. Dickson

"Las correcciones hechas durante el proceso de creación son, por lo general, excusas para no seguir adelante". John Steinbeck

"Las palabras son todo lo que tenemos". Samuel Beckett

"Mi objetivo como escritor es desaparecer dentro de la voz de mi historia, convertirme en esa voz". Michael Dorris

El bloqueo en la escritura

El bloqueo en la escritura El bloqueo en la escritura es la imposibilidad ya sea ocasional o crónica de escribir palabras sobre un tema; la mayor parte de las veces, éste es experimentado como una limitación exasperante, acompañada de sentimientos frustrantes y negativos ocasionados por el hecho de no poder expresarse con palabras acerca de algún asunto. Además, el bloqueo es mucho más lastimoso cuando ocurre frente a temas en los que nos consideramos expertos. Este lapso en blanco puede presentarse al principio del proceso de escritura, cuando estamos iniciando nuestro texto, o en el transcurso de la redacción cuando, dentro del desarrollo de nuestras ideas, llega un momento en el que ya no podemos continuar y dejamos el escrito incompleto.

El bloqueo da origen a un fuerte sentimiento de frustración. Esta frustración se origina en la incomodidad que produce el reconocer que, a faltos de ideas propias, deberemos destinar nuestro potencial intelectual a tareas más bien receptivas; es decir, tendremos que conformarnos con el papel "menor" de copiar o repetir las ideas de alguien más (el gurú de nuestra disciplina, el líder intelectual en el asunto, la opinión de los demás) y deberemos consumir nuestros mejores esfuerzos en entender sus pensamiento. Pero, más que esto, el bloqueo es fuente de malestar por la fuerte incertidumbre que nos plantea, es decir, por la duda que cultiva en torno a si esta falta de ideas originales es algo pasajero o si verdaderamente revela una característica inherente a nuestra persona. Llega uno a pensar que, en efecto, a lo largo de nuestra existencia no hemos dado muestras de creatividad alguna y que somos unos seres vacíos, sin imaginación, sin contenido, sin nada que aportar al mundo a través de la escritura. En este sentido, el bloqueo puede ser terriblemente aniquilante porque consolida nuestra convicción de que somos entidades por completo carentes de originalidad y que, en contraposición, la creatividad, la fantasía, la fuerza y frescura de las ideas nuevas es una experiencia que sólo les ocurre a los literatos, a los genios o a los inspirados, que viven en otros mundos o que, en definitiva, comparten una naturaleza distinta a la de los seres normales, comunes y corrientes de la vida cotidiana.

Frente a lo anterior, es necesario que reconsideremos la naturaleza del bloqueo en la escritura: lejos de ser un elemento externo o ajeno al proceso creativo, forma parte de él. El bloqueo es como la piel de los esfuerzos creativos y de la intuición de las ideas; en este sentido, en lugar de rodearlo de connotaciones negativas, tenemos que aprender a verlo en su forma positiva, en la función que cumple y cubre. El bloqueo es, en efecto, una forma de protección. El muro que éste representa es una defensa y esa defensa no es contra nadie más sino contra nosotros mismos. El bloqueo en la escritura es una salvaguarda contra nuestras ideas vagas e inexactas acerca de lo que significa escribir y contra las exigencias a que sometemos este acto. Normalmente, la escritura es considerada como una ocupación que se realiza en un breve, sino brevísimo, período y que consiste en la anotación o transcripción de las ideas que nos lleguen a la cabeza sobre el asunto de la composición; en general, se considera que escribir es algo que debe realizarse rápido y bien desde un principio. Entendida así, la escritura es sometida a una serie de exigencias muy dañinas.
Una de ellas es el perfeccionismo; éste consiste en querer escribir desde el primer momento la frase exacta que revele nuestros pensamientos; dado que la escritura es considerada como un acto único, no una serie de acercamientos hacia nuestras ideas, resulta que tenemos un solo intento para dar en el blanco y para expresar adecuadamente nuestro razonamiento. Como esto raramente ocurre, el bloqueo es la respuesta a esta expectativa derivada de un agobiante ideal de perfección. Otra exigencia dañina es el criticismo en exceso. Este consiste en la actitud constante de corregir desde el principio del proceso todo lo que escribimos. Dado que, según la noción que describí más arriba, la escritura se resuelve en un solo acto, se pretende realizar al mismo tiempo las actividades de producción y edición de las ideas, la escritura y corrección de las frases. Así, por ejemplo, al mismo tiempo que se elabora la redacción, el excesivo criticismo nos conduce a revisar la puntuación, la tipografía, el empleo de los adjetivos, la acentuación, la ortografía, la posición de los elementos de la oración, etc. El resultado lógico de este proceder es la constante interrupción del flujo de la escritura y el bloqueo es el antídoto a este criticismo extenuante e injustificado. Finalmente, el bloqueo es una defensa contra la excesiva ambición a que sometemos el acto de escribir; esta ambición desmedida puede tomar la forma de querer abarcarlo todo acerca del asunto de la composición, es decir, desde sus ramificaciones prehistóricas hasta la diversidad de sus manifestaciones actuales. Otra forma en que se presenta la ambición sin límites es la que querer exponer ideas de una trascendencia tal, de una importancia tal, que las consideramos capaces de cambiar drásticamente la forma de entender el asunto o la disciplina sobre la que escribimos; entonces la escritura se presenta como el escenario de una futura transformación, se depositan en ella tantas esperanzas, tantos hechos futuros que, simple y llanamente, dan lugar a un colapso.

La imposibilidad de escribir, en suma, es una reacción contra una idea equivocada de la escritura (escritura como acto único) y contra estrategias inadecuadas para su realización (perfeccionismo a ultranza, excesivo criticismo, ambición ilimitada); en este sentido, el bloqueo confirma una idea frecuente entre los teóricos de la enseñanza de las habilidades escritas en el sentido de que las dificultades más importantes que se presentan en el proceso de composición provienen del escritor mismo. Una forma adicional de corroborar esta circunstancia es examinando una estrategia muy común para resolver la actividad de la escritura: la inspiración. La inspiración como método para escribir consiste en esperar la repentina aparición de un torrente de ideas sobre el asunto de la redacción. Este procedimiento consiste en que nos preparemos en el ambiente más adecuado a nuestros gustos (un jardín, un escritorio y con una taza de café, un ambiente con música tranquila) y nos sentamos a esperar... El punto es que la inspiración no resulta una forma muy adecuada para resolver la escritura porque dependemos no de habilidades cultivadas racionalmente por nosotros sino de la súbita aparición de la musa. Como la inspiración nos conduce a un estado de pasividad (no hacemos nada sino esperarla), finalmente durante esta espera no actuamos de manera positiva o constructiva. En este sentido, en lugar de ver la escritura como una actividad en la que podemos realizar diferentes actividades (generar ideas, organización de los pensamientos, esquematizar, crear planeas, proponer tesis o ideas principales, ensayar párrafos, etc.), la inspiración, como método de trabajo para escribir, conduce directamente al bloqueo.

Es importante que entendamos que la creatividad no está prohibida a nadie; en cada uno de nosotros sobrevive un reino de la fantasía, donde nacen y se desarrollan imágenes propias, plenas de sentido y de significado; este imperio de las ideas originales hierve en entidades, valores, esquemas que conducen nuestras intuiciones; tiene un pasado, una historia y un futuro; y así como nos enorgullecemos de nuestras realizaciones conscientes, del mismo modo este dominio de la imaginación ha cultivado logros y realizaciones. Este reino ha sido llamado muchas veces el "inconsciente", el "niño interior" o capacidad de asombro, y se le ha relacionado con el lado derecho del cerebro. Justamente el bloqueo lo que hace es proteger este dominio creativo contra nuestra ansiedad perfeccionista, contra el criticismo incisivo, contra el exceso de ambición. Contra todo aquello que es destructivo y necio de nuestra parte. Por este motivo, el bloqueo cumple una función muy importante: impide que esta faceta rígidamente perfeccionista, destructoramente crítico, ambicioso hasta la enfermedad ingrese al dominio de la creatividad y lo dañe. En cambio, para entrar a ese reino hay que utilizar otras estrategias y en lugar de querer derribar por la fuerza las murallas del bloqueo, hay que entablar relaciones de vecindad, relaciones de amistad, relaciones fructíferas. Entonces tendremos no un asedio, no un sitio sino una relación de colaboración entre nuestras nociones conscientes y nuestras habilidades creativas.

Finalmente, tenemos que reconocer que algo que nos aporta el bloqueo es justamente la hoja en blanco. En la hoja en blanco no siempre es un obstáculo, en ella podemos intentar varias cosas. La hoja en blanco es como un anchuroso mar, podemos ir de viaje y divertirnos, podemos forjarnos identidades falsas, contrarias, diferentes a las de nosotros mismos, podemos intentar cosas que racionalmente no haríamos, podemos decir cosas que nos avergonzarían, podemos imaginar mundos imposibles. El bloqueo, es este sentido, cede ante un simple conjuro, se derrumba ante una simple invitación: sé amable, paciente y tolerante contigo mismo.

Martín Fontecilla

Del oficio de la escritura

Del oficio de la escritura El mío es un oficio de paciencia, silencioso y solitario. Mis nietos, que me ven ante el ordenador durante horas interminables, creen que paso castigada. ¿Por qué lo hago? No lo sé… Es una función orgánica, como el sueño o la maternidad. Contar y contar… es lo único que quiero hacer. Debo inventar muy poco, porque la realidad es siempre más espléndida que cualquier engendro de mi imaginación. En el mejor de los casos la escritura intenta dar voz a quienes no la tienen o a quienes han sido silenciados, pero cuando lo hago no me impongo la tarea de representar a nadie, trascender, dar un mensaje o explicar los misterios del universo, simplemente trato de contar en el tono de las conversaciones privadas, procurando que no se me olviden el humor y la compasión, dos ingredientes necesarios para dar vida a los personajes.

Soy afortunada, provengo de una familia extravagante. Un montón de locos deliciosos conforma nuestra pintoresca estirpe. Ellos han inspirado casi todas mis novelas. Con parientes como los míos no se necesita imaginación, ellos proveen todos los componentes del realismo mágico.

Mis libros nacen de una emoción profunda que me ha acompañado por largo tiempo. Nostalgia por Chile, mi patria a los pies del mundo, motivó "La casa de los espíritus". En esa novela quise reconstruir, desde el exilio, el país perdido después del Golpe Militar de 1973, resucitar a los muertos, reunir a los dispersos. Vivía yo en Caracas como miles de otros inmigrantes, refugiados y exilados, cuando el 8 de enero de 1981 recibí una triste noticia desde Santiago: mi abuelo, un viejo formidable que iba a cumplir los cien años, agonizaba.

(...) Esa noche instalé en la cocina mi máquina de escribir y comencé una carta para aquel abuelo legendario. Era una carta espiritual que él jamás leería, La primera frase fue escrita en trance, mis dedos volaron sobre el teclado y antes que alcanzara a darme cuenta había escrito: Barrabás llegó a la familia por vía marítima. ¿Quién era Barrabás y por qué llegó por vía marítima? ¿Qué tenía que ver Barrabás en una carta de despedida de mi abuelo? Aún no lo sabía, pero con la confianza del ignorante seguí escribiendo sin pausa ni respiro, cada noche, sin mayor esfuerzo, como si voces secretas susurraran la historia al oído. Al cabo de un año tenía quinientas páginas sobre la mesa de la cocina. Había nacido "La casa de los espíritus". Ese Barrabás que llegó por vía marítima habría de cambiar mi destino; nada volvió a ser igual para mí después de esa frase. "La casa de los espíritus" me inició en el mundo sin retorno de la literatura.

Mis novelas no se gestan en la mente, crecen en el vientre. No escojo el tema, el tema me escoje a mí. Mi trabajo consiste en dedicar suficiente tiempo, silencio y disciplina a la escritura para que los personajes aparezcan de cuerpo entero y hablen por sí mismos. No los invento, son criaturas que existen en otra dimensión, esperando que alguien las traiga al mundo. Soy sólo un instrumento, algo así como una radio; si logro sintonizar la frecuencia precisa, tal vez los personajes se manifiesten y me cuenten sus vidas.

Cada 8 de enero, cuando comienzo otro libro, oficio una ceremonia secreta para llamar a los espíritus del trabajo y la inspiración, luego pongo los dedos en las teclas y dejo que la primera frase se escriba sola, como en un trance, tal como se escribió Barrabás llegó por vía marítima en "La casa de los espíritus". Carezco de un plan, no sé lo que ocurrirá. Esa frase inicial entreabre una puerta por donde me asomo tímidamente a otro mundo. En los meses siguientes explorará ese territorio palabra a palabra. Los personajes, que al principio son muy borrosos, irán revelándose con sus contornos precisos, cada uno con su propia voz, su biografía, su carácter, sus mañas y grandezas, tan reales e independientes que sería inútil de mi parte tratar de controlarlos. La historia se desdoblará lentamente, un pliegue a la vez, hasta llegar a los estratos más profundos.

Isabel Allende (fragmento)

Escribir

Escribir "13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas". Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.

Naturalmente, lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible.

Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.

Juan José Millás

El escritor y su escritura

El escritor y su escritura Se trata de un verdadero enigma, una insondable expectativa sobre el arte de decir lo indecible. No todos escriben por las mismas causas ni por idénticas razones; algunos escritores arguyen que escriben por razones inexplicables, no saben a qué extraña razón atribuirle tan raro oficio. Quienes escriben "no saben" a ciencia cierta por qué lo hacen. Múltiples y variadas razones concurren en el acto de confeccionar cuartillas en torno a temas tópicos y trascendentes. Porque de hecho las grandes obras clásicas de la literatura universal se nutrieron de la esencia última de la cotidianidad. Lo más trascendental que ha ocupado la atención de la humanidad, en su accidentado devenir histórico, ha partido de la vida diaria de las naciones, pueblos y civilizaciones. A la pregunta de ¿por qué escribe usted? ; resultan tan complejas como inéditas respuestas. Tal pareciera que algunos escritores asumen la escritura como terapia psicológica, como praxis exorcística. En algunos escritores escribir resulta un saludable ejercicio de desfascinación; escriben para resguardarse de los falsos brillos de la realidad. Quién sabe si hasta lo hacen para contrarrestar el poder encantatorio que ejerce la realidad sobre el escritor mismo. Para otros escribir representa una vía de escape ante tanta asfixia y tanto exceso de realidad. Como dijo el doctor de la desesperación, Emile Cioran: "ponedme las cadenas de la ilusión porque tanto exceso de realidad me da náusea". Se trata de combatir fieramente los encantos seductores de la realidad real produciendo otra realidad más noble y más vivible que la que nos impone la poderosa fuerza del hábito y la costumbre. Se trata, en el fondo, de salir del estado de animalidad salvaje en que hemos estado sumergido desde épocas inmemoriales: Se trata exactamente de ello, de allanar un camino tortuoso y difícil –el de la escritura- que nos puede obviamente llevar a la locura o a la muerte, pero que también, - ex aequo- nos puede conducir a la redención o emancipación de nuestras pulsiones vitalistas existencialmente más elevadas y sublimes. Se trata, entre otras innumerables razones, de salir de la inferior condición de homo faber y acceder al estadio superior del hombre genérico sapiencial. El egregio nihilista alemán Federico Nietszche definió esa condición humana como el superhombre. Decía el eximio maestro de la literatura universal Jorge Luis Borges que lo más real del mundo de la vida procede del universo de la imaginación. De tal manera que entre ficción y realidad existe una inextricable relación de dialogicidad y reciprocidad; una requiere de la otra para poder legitimarse, porque; cómo puede el sueño reclamar sus atractivos si no se realiza a expensas de su antítesis complementaria, es decir, la realidad. La dialectización entre mundo de la vida y universo ficcional es constitutiva de ambas esferas de lo real.

La inmensa escritora Virginia Woolf quería "un cuarto propio" desde donde pudiera reconstruirse su propio e intransferible "modus vivendi". Por lo que se infiere el intransferible carácter individual del acto de escribir; no hay nada tan privado, salvo el coito, como el arte de escribir. No está de más acotar que el paroxismo orgásmico también es una de las bellas artes y pide su práctica como tal. A como dé lugar el escritor busca crearse su íntimo universo. A guisa de ejemplo bien ilustrativo, Alfredo Bryce Echenique, esa gloria viviente de las letras peruanas, edificó "Un mundo para Julius" dando prueba del anterior aserto. La capacidad de inventar mundos paralelos en el escritor es lo más parecido a los poderes ilimitados de "los reyes taumaturgos". ¿Qué mundo más abigarrado y pródigo que "A la búsqueda del tiempo perdido" del inigualable Marcel Proust? Creo que difícilmente se pueda concebir una prodigalidad ostentatoria más prolífica en matices y detalles que la extensa y dilatada obra proustiana. Prueba del afán tesonero que implica querer fundar otro mundo, otro cosmos, otra realidad, en fin.

Escribir es comenzar a zapar subterráneamente la lógica que sustenta el tejido discursivo del mundo. Se escribe para mostrar un desacuerdo fundamental con lo instituido. Escribimos para poner en evidencia una contradicción que precede al ser; incluso a todo lo que respira. La escritura como disidencia, como contradiscurso heterodoxo; pensar la escritura como doxografía que enmienda el texto del mundo y descoloca la palabra oficial recusando sus aristas más encandilantes, no iluminadoras. Sí, porque toda palabra oficial "encandila pero no ilumina", lo cual quiere decir que la palabra cuando se instituye y se hace gubernativa pierde su eficacia redentora y conviértese, ipso facto, en bambalina huera y desteñida, inflada de eufemismos y retóricas vacuas.

Rafael Rattia

La poesía si es que existe

La poesía si es que existe El poeta que no escribe escuchando su voz es un hombre acabado. El hombre que habla con las palabras de otros es un calco de su derrota. El poeta que piensa sólo en poesía cuando habla es un simulador que no sabe cómo colocar sus manos, el hombre que cierra los ojos es la imagen del sueño descubriendo su propia derrota. El poeta que quiere ser a todas horas poeta es un hombre mezquino tras un sendero de falsos prestigios. El hombre que sólo a veces se siente poeta es igual de mezquino, pero se sabe a salvo cuando descubre el pensamiento en fragmentos que retratan su vida con descaro. ¿Por qué quieres escribir de la soledad cuando no amas? ¿Por qué hablas de la vida si hace tiempo que estás muerto? El poeta que mira a otro lado es un libro abierto con la cobardía de su tiempo. El poeta que mira con los ojos abiertos encuentra al hombre midiendo el tiempo y la vida que se vislumbra a cada paso. El poeta que persigue su voz con el error de su sentimiento verá la luz aunque le llegue el silencio. El hombre que se retrata en silencio conocerá su afonía y su lamento, un grito que la poesía llenará de eco en cualquier momento. ¿Por qué entonces se huye del hombre como se huye de la poesía? ¿Por que la poesía finalmente muestra la felicidad que no acontece? El que no escucha al poeta es un cuerpo a la deriva. El que no encuentra la vida, un poeta sin futuro con el semblante de un hombre perdido.

Kepa Murua

¿Por qué escribo?

¿Por qué escribo? En otra época, joven e inexperimentado, hubiese tendido a responder con las fórmulas consabidas de que escribo para combatir a la muerte o para darle sentido a la vida, posturas éstas que son de poca ayuda frente a un asunto no tan sencillo.

Escribo porque, de todas las actividades que puedo realizar en forma más o menos correcta, es la única que me ayuda a encontrarme conmigo mismo, a explorar y utilizar una voz que, ambiciosa y humanamente, quisiera que sea mía, propia.

Escribo también porque a veces tengo la enorme ilusión, digo bien la ilusión, de que tengo algo que decir sobre la vida, la gente y las cosas, así como la grandísima pretensión de que, además de las ganas, tengo los medios para hacerlo.

Cuando era joven pensaba que solitarios son los actos del poeta, como ha dicho un poeta, pero con el tiempo he visto que no es así, que necesitamos de los demás. No puedo pretender sin embargo que escribo para los otros, pensando en los otros. No puedo atribuir a los demás mis combates con mis fantasmas y demonios, ni responsabilizar a nadie por los buenos o malos resultados.

Esto no quiere decir que no me guste que los otros aprecien lo que hago y que me den su amistad o me quieran o respeten por ello. Esto es humano también y cuando ello se da no sólo me pone sumamente contento sino que me alienta en mi trabajo.

Escribo, por último, para no seguir enredándome cada día con las mil historias que yo mismo me he prometido a través de los años y que no he culminado porque no he tenido el tiempo o la maña para hacerlo. La mayor parte de ellas duermen en cajones reales o en los de la memoria. Mi vida es un combate por poner en orden viejos apuntes que aspiran a ser historias, viejas historias que esperan ser cuentos o novelas, viejas novelas que quisieran verse cerradas de una vez por todas y tener un punto final.

Alfredo Pita

Así escribo

Así escribo Cada vez me gusta menos responder a cuestionarios, tal vez porque me recuerdan demasiado a ciertos interrogatorios (no precisamente literarios) que he debido soportar a lo largo de los años. Por eso prefiero responder en bloque, aunque algunas preguntas no alcancen a tener una respuesta concreta, cosa que no me parece una gran pérdida.

Me acuerdo de un tintero, de una lapicera con pluma "cucharita", del invierno en Bánfield: fuego de salamandra, sabañones. Es el atardecer y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para celebrar el cumpleaños de un pariente. La prosa me cuesta más en ese tiempo y en todos los tiempos, pero lo mismo escribo un cuento sobre un perro que se llama Leal y que muere por salvar a una niña caída en manos de malvados raptores. Escribir no me parece nada insólito, más bien una manera de pasar el tiempo hasta llegar a los 15 años y poder entrar en la marina, que considero mi vocación verdadera. Ya no hoy, por cierto, y en todo caso el sueño dura poco: de golpe quiero ser músico, pero no tengo aptitudes para el solfeo (mi tía, dixit), y en cambio los sonetos me salen redondos. El director de la primaria le dice a mi madre que leo demasiado y que me racione los libros; ese día empiezo a saber que el mundo está lleno de idiotas. A los 12 años proyecto un poema que modestamente abarcará la entera historia de la humanidad, y escribo las 20 páginas correspondientes a la edad de las cavernas; creo que una pleuresía interrumpe esta empresa genial que tiene a la familia en suspenso. De golpe pantalones largos, y entro en la escuela normal donde descubro que si en mi casa respetan y favorecen lo más posible mis gustos literarios, los planes de enseñanza hacen esfuerzos heroicos para desarraigarlos y convertirme en un hombre, con lo que esta palabra significa casi siempre en América Latina. Autodefensa inmediata: alianza con dos o tres condiscípulos que también siguen soñando despiertos, siete interminables años de magisterio y profesorado en letras; la verdadera educación se hará puertas afuera, lecturas salvajes, cine, maratones de diálogos en cafés y calles, conciertos, autoaprendizaje del inglés y el francés, sigo escribiendo cuentos y poemas, los muestro a pocos amigos. A lo largo de ese absurdo profesorado, de acaso 60 profesores, sólo dos me orientan en la reflexión y especialmente en la crítica (la autocrítica): Arturo Marasso y Vicente Fatone.

De todo eso quedan dos cosas: la decisión de no cerrarme a nada en un momento en que veo a tantos amigos optar por A o por B, y la decisión complementaria de llevar esa apertura y esa porosidad a una consecuencia literaria, salga pato o gallareta. Para empezar: horror a todo profesionalismo, incluso hoy sigo viéndome como un aficionado, alguien que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir. De ahí los defectos posibles: falta de planes, de esquemas, pero siempre preferiré esos defectos al aburrimiento del método. No por nada la temprana lección del jazz: lo improvisado es lo que queda, aunque nadie llega así nomás a la improvisación, y todo está en ese "aunque".

La noción misma de la escritura: rechazo de la "originalidad" para lograr la naturalidad, que en última instancia es lo que abre paso a lo original. Mientras escribo leo más que nunca, ningún miedo a las "influencias"; en cambio, me niego a hablar de lo que estoy haciendo y sólo muestro lo terminado y corregido, creo que por superstición más que por principio. (Esa gente que te cuenta su novela antes de haberla empezado... en fin, a lo mejor peco por soberbia.) En cuanto a la revisión y la corrección de lo escrito, creo que con los años la cosa va cambiando; de joven escribía de un tirón y después "trabajaba" el texto ya enfriado, pero ahora tardo más en escribir, dejo que las cosas se preparen y organicen en esa región entre sueño y vigilia donde laten los pulsos más hondos, y por eso corrijo menos en la relectura. Algún crítico me reprocha una sequedad que antes no tenía; puede ser que los lectores sigan prefiriendo algo más jugoso, pero al final de mi camino me gusta más un haiku que un soneto, y un soneto más que una oda; tal vez porque tanta rutina y entusiasmo sobre el barroco latinoamericano ha terminado por afirmarme en ese horror a las volutas que ya denunciaba en Rayuela (donde las volutas no faltan, digámoslo antes de que usted lo piense).

Julio Cortázar