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Versos clásicos

Elegía por nosotros

Erguida en tu silencio y en tu orgullo,

no sé con qué señor que te enamora,

comentas a manera de murmullo:

¡Mirad ese es el hombre que me adora!

Yo paso como siempre, absorto,... mudo,

y tú nerviosamente te sonríes,

sabiendo que detrás de mi saludo,

te ahondas y después te me deslíes.

Yo sé que ni te busco, ni te sigo,

que nada te mendigo, ni reclamo,

comento, nada más con un amigo:

"Esa es la mujer que yo más amo".

Yo sé que mi cariño recriminas,

es claro tú no entiendes de esas cosas,

qué sabe del perfume y las espinas,

quien nunca estuvo al lado de las rosas.

Tú sabes que jamás suplico nada,

y me sabes cautivo de tus huellas,

que vivo en la región de tu mirada,

y comparto contigo las estrellas.

Un día nos veremos nuevamente,

y es lógico que bajes la cabeza,

tendrás muchas arrugas en la frente,

y el rostro entristecido y sin belleza.

Serás menos sensual en la cadera,

tus ojos no tendrán aquel hechizo,

y aún murmuraré- ¡Si me quisiera!

tú sólo pensarás: ¡Cuánto me quiso!

José Ángel Buesa

Solitario invencible

Solitario invencible Resbalando
Como canasta de amarguras
Con mucho silencio y mucha luz
Dormido de hielos
Te vas y vuelves a ti mismo
Te ríes de tu propio sueño
Pero suspiras poemas temblorosos
Y te convences de alguna esperanza

La ausencia el hambre de callar
De no emitir más tantas hipótesis
De cerrar las heridas habladoras
Te da una ansia especial
Como de nieve y fuego
Quieres volver los ojos a la vida
Tragarte el universo entero
Esos campos de estrellas
Se te van de la mano después de la catástrofe
Cuando el perfume de los claveles
Gira en torno de su eje.

Vicente Huidobro

Nocturno a Rosario

I

¡Pues bien! yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.

II

Yo quiero que tú sepas
que ya hace muchos días
estoy enfermo y pálido
de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas
las esperanzas mías,
que están mis noches negras,
tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde
se alzaba el porvenir.

III

De noche, cuando pongo
mis sienes en la almohada
y hacia otro mundo quiero
mi espíritu volver,
camino mucho, mucho,
y al fin de la jornada
las formas de mi madre
se pierden en la nada
y tú de nuevo vuelves
en mi alma a aparecer.

IV

Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás,
y te amo y en mis locos
y ardientes desvaríos
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.

V

A veces pienso en darte
mi eterna despedida,
borrarte en mis recuerdos
y hundirte en mi pasión
mas si es en vano todo
y el alma no te olvida,
¿Qué quieres tú que yo haga,
pedazo de mi vida?
¿Qué quieres tú que yo haga
con este corazón?

VI

Y luego que ya estaba
concluido tu santuario,
tu lámpara encendida,
tu velo en el altar;
el sol de la mañana
detrás del campanario,
chispeando las antorchas,
humeando el incensario,
y abierta allá a lo lejos
la puerta del hogar...

VII

¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre
y amándonos los dos;
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre como un Dios!

VIII

¡Figúrate qué hermosas
las horas de esa vida!
¡Qué dulce y bello el viaje
por una tierra así!
Y yo soñaba en eso,
mi santa prometida;
y al delirar en ello
con alma estremecida,
pensaba yo en ser bueno
por ti, no más por ti.

IX

¡Bien sabe Dios que ése era
mi más hermoso sueño,
mi afán y mi esperanza,
mi dicha y mi placer!
¡Bien sabe Dios que en nada
cifraba yo mi empeño,
sino en amarte mucho
bajo el hogar risueño
que me envolvió en sus besos
cuando me vio nacer!

X

Esa era mi esperanza...
mas ya que a sus fulgores
se opone el hondo abismo
que existe entre los dos,
¡Adiós por la vez última,
amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas,
la esencia de mis flores;
mi lira de poeta,
mi juventud, adiós!

Manuel Acuña

Entre perro y lobo

Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada
lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes
manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños
muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera
que vaya,
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del enemigo.
Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al
corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia
en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los
hombres un aterciopelado veneno de piedad que raspa
en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la
sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde
mis propios dientes?

Olga Orozco

Absoluto amor

Como una limpia mañana de besos morenos
cuando las plumas de la aurora comenzaron
a marcar iniciales en el cielo. Como recta
caída y amanecer perfecto.

Amada inmensa
como una violeta de cobalto puro
y la palabra clara del deseo.

Gota de anís en el crepúsculo
te amo con aquella esperanza del suicida poeta
que se meció en el mar
con la más grande de las perezas románticas.

Te miro así
como mirarían las violetas una mañana
ahogada en un rocío de recuerdos.

Es la primera vez que un absoluto amor de oro
hace rumbo en mis venas.

Así lo creo te amo
y un orgullo de plata me corre por el cuerpo.

Efraín Huerta