El bar de Miguelillo
Después de muerto, mi abuelo Pablo siguió frecuentando el bar de Miguelillo, por lo que tuve la oportunidad de encontrarlo varias veces en mis escapadas nocturnas de alcohol y olvido.
Al principio, ambos simulamos no vernos. A él parecía darle vergüenza no ser capaz de soportar la soledad de la mortaja ni la sosería de los otros muertos, muchos de ellos abstemios, y a mí, claro está, no me apetecía dar explicaciones a mis acompañantes, algunos impresentables hasta para sus propias familias, sobre el abuelo crápula que seguía a lo suyo, esto es, de putero borracho incluso después de muerto. Pero nos mirábamos de reojo, desde los ángulos del bar, controlados por la cómplice mirada de Miguelillo, el dueño del local, que conocía la retorcida historia de nuestra familia desde los tiempos de la venta ambulante de sal y que sabía más que cualquiera, no sólo por ser camarero y por tanto confidente de la mayor parte de las miserias de nuestro triste pueblo, sino porque él también estaba ya en las últimas. Mi abuelo, que lo sabía, le animaba y preparaba con animosa camaradería. Poco a poco, sospeché que lo que quería mi abuelo, además del alcohol y de las fulanas del lugar, era hablar conmigo, lo que me hacía sentirme, por cierto, bastante mal. Pagaba mis consumiciones y las de mis acompañantes, me saludaba con un antiguo gesto familiar cuando llegaba al lugar y cuando me iba, me guiñaba un ojo si creía que estaba de plan esa noche, e incluso se permitía darme, de vez en cuando, una palmadita en la espalda, todo ello sin hablarme. Aquello me fastidiaba mucho, es verdad, sobre todo por puro egoísmo. Después de trabajar todo el día en la sedería, cuando más me apetecía divertirme y olvidarme del mundo, llegaba aquel calvo con boina, fumador incansable, los dientes negros, y me obligaba a un doble ejercicio: atender con fingido interés a mis acompañantes y controlar sus movimientos, no fuera a inmiscuirse en mi círculo y lo arruinase. No es preciso decir que no me divertía ir al bar de Miguelillo, pero tampoco era posible suprimirlo de nuestra ronda nocturna, porque los bares en mi pueblo no son muchos y dejar de frecuentar alguno levanta muchas murmuraciones. Fue en una noche de primavera, el bar bajo la cortina espesa de lluvia que cristalizaba en los ventanales, cuando Miguelillo me trajo el primer mensaje directo de mi abuelo: tenía que hablar conmigo, a ser posible en ese mismo momento, y lo sentía mucho, porque aquella no era noche ni para confidencias ni sufrimientos, pero la muerte era muy difícil y no podía esperar más. Me las arreglé para separarme de mis amigos con un pretexto cualquiera. Me senté con mi abuelo, muertos los dos, en el ventanal que nos permitía ver la antigua casa familiar, donde aún viven, en la mediocridad, mis nietos y mis biznietos. Le miré a los ojos y levanté los hombros, para expresar resignación y prisa. No tardó en hablar. - La lluvia me ha entristecido. Me ha recordado el día en que morí: aquella humedad viscosa invadiendo el aire, las gotas golpeando contra el ataúd en su descenso hacia la fosa, y las lágrimas, cayendo, el mundo resuelto en agua, agua para lavar las culpas y las heridas causadas, para lavar los amores cicatrizados en la piel, para descongestionar los pulmones enmarañados por el asma. Con la lluvia se filtró casi toda mi vida hasta el subsuelo, pero algunos deseos y cuentas pendientes quedaron en la superficie y me detuvieron, como a ti mismo, en esta tierra de nadie. Sólo me resta una pregunta para poder marchar definitivamente, cuya respuesta sólo tú conoces y sólo tú puedes dar: ¿Por qué no me has querido nunca? Vi la lluvia gris reflejada en sus ojos y no me atreví a levantar los hombros para expresar ignorancia. - A mí me mataron a los treinta años, poco después de tu muerte. Me acuchilló un desconocido. No sé cuáles fueron sus motivos, ni cuáles los míos para dejarme matar pasivamente. Mi muerte fue como mi vida: un caos, una suma de acciones estúpidas e ilógicas. ¿Qué sé yo de tus sentimientos? ¿Qué puedes tú saber de los míos? Recuerdo nuestros paseos en mi infancia: ¿acaso no me decías siempre que no me fiara de nadie, que siempre estaría solo, que no hay motivo alguno para querer a nadie? Tenías razón. Paró de llover. Apuré mi vaso de vino, me levanté y me fui, sin despedirme ni volver la cabeza para verlo por última vez. Aún sigo frecuentando el bar de Miguelillo, por el que pasan amigos, parientes, conocidos y desconocidos, cada cual con su muerte y el poco de vida que les resta, todos haciendo preguntas. Algunos como mi abuelo tienen suerte y se van pronto. A otros nos quedan más cuentas pendientes y las vamos saldando de poco a poco.
Jesús Jiménez Reinaldo
Al principio, ambos simulamos no vernos. A él parecía darle vergüenza no ser capaz de soportar la soledad de la mortaja ni la sosería de los otros muertos, muchos de ellos abstemios, y a mí, claro está, no me apetecía dar explicaciones a mis acompañantes, algunos impresentables hasta para sus propias familias, sobre el abuelo crápula que seguía a lo suyo, esto es, de putero borracho incluso después de muerto. Pero nos mirábamos de reojo, desde los ángulos del bar, controlados por la cómplice mirada de Miguelillo, el dueño del local, que conocía la retorcida historia de nuestra familia desde los tiempos de la venta ambulante de sal y que sabía más que cualquiera, no sólo por ser camarero y por tanto confidente de la mayor parte de las miserias de nuestro triste pueblo, sino porque él también estaba ya en las últimas. Mi abuelo, que lo sabía, le animaba y preparaba con animosa camaradería. Poco a poco, sospeché que lo que quería mi abuelo, además del alcohol y de las fulanas del lugar, era hablar conmigo, lo que me hacía sentirme, por cierto, bastante mal. Pagaba mis consumiciones y las de mis acompañantes, me saludaba con un antiguo gesto familiar cuando llegaba al lugar y cuando me iba, me guiñaba un ojo si creía que estaba de plan esa noche, e incluso se permitía darme, de vez en cuando, una palmadita en la espalda, todo ello sin hablarme. Aquello me fastidiaba mucho, es verdad, sobre todo por puro egoísmo. Después de trabajar todo el día en la sedería, cuando más me apetecía divertirme y olvidarme del mundo, llegaba aquel calvo con boina, fumador incansable, los dientes negros, y me obligaba a un doble ejercicio: atender con fingido interés a mis acompañantes y controlar sus movimientos, no fuera a inmiscuirse en mi círculo y lo arruinase. No es preciso decir que no me divertía ir al bar de Miguelillo, pero tampoco era posible suprimirlo de nuestra ronda nocturna, porque los bares en mi pueblo no son muchos y dejar de frecuentar alguno levanta muchas murmuraciones. Fue en una noche de primavera, el bar bajo la cortina espesa de lluvia que cristalizaba en los ventanales, cuando Miguelillo me trajo el primer mensaje directo de mi abuelo: tenía que hablar conmigo, a ser posible en ese mismo momento, y lo sentía mucho, porque aquella no era noche ni para confidencias ni sufrimientos, pero la muerte era muy difícil y no podía esperar más. Me las arreglé para separarme de mis amigos con un pretexto cualquiera. Me senté con mi abuelo, muertos los dos, en el ventanal que nos permitía ver la antigua casa familiar, donde aún viven, en la mediocridad, mis nietos y mis biznietos. Le miré a los ojos y levanté los hombros, para expresar resignación y prisa. No tardó en hablar. - La lluvia me ha entristecido. Me ha recordado el día en que morí: aquella humedad viscosa invadiendo el aire, las gotas golpeando contra el ataúd en su descenso hacia la fosa, y las lágrimas, cayendo, el mundo resuelto en agua, agua para lavar las culpas y las heridas causadas, para lavar los amores cicatrizados en la piel, para descongestionar los pulmones enmarañados por el asma. Con la lluvia se filtró casi toda mi vida hasta el subsuelo, pero algunos deseos y cuentas pendientes quedaron en la superficie y me detuvieron, como a ti mismo, en esta tierra de nadie. Sólo me resta una pregunta para poder marchar definitivamente, cuya respuesta sólo tú conoces y sólo tú puedes dar: ¿Por qué no me has querido nunca? Vi la lluvia gris reflejada en sus ojos y no me atreví a levantar los hombros para expresar ignorancia. - A mí me mataron a los treinta años, poco después de tu muerte. Me acuchilló un desconocido. No sé cuáles fueron sus motivos, ni cuáles los míos para dejarme matar pasivamente. Mi muerte fue como mi vida: un caos, una suma de acciones estúpidas e ilógicas. ¿Qué sé yo de tus sentimientos? ¿Qué puedes tú saber de los míos? Recuerdo nuestros paseos en mi infancia: ¿acaso no me decías siempre que no me fiara de nadie, que siempre estaría solo, que no hay motivo alguno para querer a nadie? Tenías razón. Paró de llover. Apuré mi vaso de vino, me levanté y me fui, sin despedirme ni volver la cabeza para verlo por última vez. Aún sigo frecuentando el bar de Miguelillo, por el que pasan amigos, parientes, conocidos y desconocidos, cada cual con su muerte y el poco de vida que les resta, todos haciendo preguntas. Algunos como mi abuelo tienen suerte y se van pronto. A otros nos quedan más cuentas pendientes y las vamos saldando de poco a poco.
Jesús Jiménez Reinaldo
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