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De Coyoacán a Río Elba

Afuera se ve a un niño de la mano de su padre, intentando subirse a un carrito electrónico que le hará pensar en escapar por un momento de este concreto, en un vaivén de sirenas y música que va parpadeando mientras sube y baja las colinas del viento y la imaginación, y su padre le va haciendo la mano de "adiós adiós" y el niño sonríe saludando de la misma forma, la mano derecha en el volante sin soltarse, y le pide a su padre que le ayude a evitar esas colinas, que le cuide, las sirenas sonando, y el niño ríe, pocos dientes, la chamarra gruesa y los cariñitos sobre su cabello revuelto, bajo la mirada alegre del hombre que se representa como el futuro, ¿o es que el niño es el futuro como dicen todos los eslogans? Ahí continuaba mirando hacia fuera del café, sentado con el libro de Naipaul abierto sobre la mesa, detenida la lectura en las últimas hojas de la novela y aún no sabía el final abrumador que el escritor me daría para seguir disfrutando la vida ajena de mi, dentro de otras imágenes que ahora se cumplen en la mente. Creo que algo decía Ileana sobre el libro de Kundera (que a su vez, ocupaba la parte de la mesa que le correspondía), pero no me interesaba escucharla, no hacía falta en ese momento, con el clima lluvioso (carajo, ¿siempre tiene que haber lluvia para sentirse pleno?) me iba dando sus olores, y la plaza se llenaba de charcos, abrigos y paraguas a las puertas del templo cristiano donde algún cristo se quejaba por el frío y todos corrían a llevarle el humo del incienso. Ileana me llamó de nuevo para cerciorarse de que yo le había oído:

- ¿Te pasa algo?

- Me pasas tú y todo lo que me rodea. Hice bien en venir a verte. Creo que podría vivir ahora siempre en este sitio, si todo se trata de mirarte las manos, tomar café con chocolate y escuchar el ruido de todos los que llenan la plazoleta y no dejan de hacerme sentir iluminado en este momento. Y es que desde que te vi en el aeropuerto venir a mi con tu ropa hindú amarilla con blanco, el pelo mojado, los labios rojos y esa flor que llevabas en las manos, imaginé que no podría vivir nunca mas sin tu presencia.

- Tienes razón con Kundera, va a lograr que yo te odie.

La noche fue de cabalgarnos con mucho ruido y hacer que la litera de nuevo caminara, como siempre han caminado las camas en donde nos hacemos el amor. Tú sobre mi, yo dentro de ti, y en ese vaivén donde te oprimo los senos y no puedo dejar de mirarte los ojos en blanco y como metes los dedos entre tu cabellera y te muerdes el labio inferior.

- Te guardé el recorte del suplemento, donde te publicaron el texto que escribiste sobre tu maestro de narrativa.

- Sabes que llevo días sin poder escribir una frase. Que todo se ha vuelto escribirte versos, que quizá no sean publicables, porque nadie podrá comprender eso de pantera blanca que me encanta decir de ti, de tus muslos.

- Ya no quiero que te vayas, quisiera que pudieras quedarte amarrado a mis tobillos.

El niño ahora llora porque el carrito se ha detenido y su padre le va acariciando la mejilla mientras se busca en el pantalón alguna moneda que haga de nuevo que el juego mecánico vuelva a moverse. Ya pasan de las tres de la tarde y la lluvia no quiere ceder. Hace rato que la mesera no sube para preguntarnos si queremos algo más. A un lado de nosotros unas personas hablan sobre algún documental o anuncio que quieren comenzar a filmar, y si necesitarán alguna cámara más para filmar el lento caminar de una tortuga terrestre. Y te recuerdo en la playa subida en la cuatrimoto, mientras yo me quedaba con los chicos del voluntariado dejando que la tortuga de carey deposite sus huevos, y tú te ibas alejando por la arena; la noche, los puntos blancos sobre las cabezas, y ese cuadrito de luz roja que iba haciéndose pequeño. Meses después henos acá bebiendo algo caliente, exhaustos de las horas de placer que nos hemos regalado, entusiasmados en los libros que nos hemos comprado, yo leyendo para mi, mirando todo lo que tú tienes que ver día con día. Ileana se mueve un poco al otro lado de la mesa, y volteo a verla.

- ¿Qué..? Dime... - me dice en una sonrisa, con un cigarrillo entre los dedos, y sus lentes rotos sobre la nariz.

Faltan aún algunas horas para que tenga que regresar a casa, viajar de nuevo. Abordar el aeroplano y tener que despedirme de ella. Se que me hará tristear por algún momento. Pero igual se, que cada momento a su lado me dará nuevamente la oportunidad de pensar que ahora todo está a punto de adecuarse solamente para que podamos compartirlo todo, el tiempo puede esperar. Se escucha un frenón de llantas, alguien ha chocado en la calle, y una camioneta negra pasa a gran velocidad mientras las patrullas van siguiéndola, la gente mira hacia el sitio, pero la música no se detiene, y luego de apenas unos segundos siguen con su compra de churros de dulce y de abrazos, besos, vino y café, todos arremolinados para sentirse llenos de cultura, o al menos en espera de que los anales de la historia puedan señalar que fueron parte de la cultura que pervive en Coyoacán.

Dentro de unas horas, al despertar para irme a la oficina, podré ver por la televisión a algún comentarista hablar sobre la persecución que se ha suscitado, o sobre que ha habido algún bombazo en los cajeros automáticos de algún banco, y ella estará abordando el Metro para irse a Reforma, de ahí cruzar hasta Río Elba, subir los diez pisos, mientras yo me guardo las noches a su lado, el estallido de su risa, sus ojos mirándome detrás de los lentes rotos, esperando que pueda pronto, alguna tarjeta de crédito, volverme a pagar el avión para ir de nuevo a verla, y pasarme otro fin de semana disfrutando de su cercanía.

Todo ha quedado detrás de esta hoja en blanco que tardo en darme cuenta voy escribiendo rumbo a su mente, anhelando no tener que detenerme en los corredores del baño a recordarla con su ropa hindú, recordar a ese niño trepado en el carrito mecánico, o esas noches cuando le contaba los planes de ser parte de algo grande, que juntos pusiéramos un pie en la revuelta, y no dejar que pase de lado la historia de este país que se está yendo por el caño. La mesera tardó en regresar, y luego caminamos con la noche sobre nosotros, ella peleando con algún taxista y yo disfrutando de sus humores de niña-vieja que se le van quedando en la piel blanca de no tomar ya el sol en las playas donde yo siempre que podía la llevaba para distraerse de la monótona ciudad, no quiero detenerme mas a pensar en su cabello gris y en sus ojos cálidos que ya no me vigilan el sueño, y ya no tener sus palabras, cuando voy camino a la ducha, cuidándome de los otros reos que siempre están pendientes de que uno se doble un poquito con las cursilerías del amor, sobre todo cuando has puesto bombas en los cajeros automáticos. No basta con que te pongan en la madre los traidores, entregándote a la federal preventiva, sino que ahora también tengo que estar atento de que todos los que te rodean en el patio de prácticas puedan ajustarse a tu presencia, compartir el camastro, o mas bien pelear por él cuando las luces se apagan a las diez de la noche añorando la libertad de una calle, de un cuarto de dos por dos en Coyoacán donde nos desvestíamos a prisa, porque no tienes derecho a fianza y esperas que te acusen de terrorista, y no de ser un perseguido político, el caso es que ella en el Metro me había dicho:

- Sí estalla la revuelta en Oaxaca, nos vamos juntos para ahí.

Quizá Kundera hizo que no confiara en mi. Quizá el chico del piso nueve de Río Elba que la tenía mas tiempo que yo, ahí mismo en las oficinas donde trabajan juntos, no lo sé; tal vez el hecho que la idea de sumarnos a la revuelta solo fue algo pasajero que se dijo como se dijo tantas veces "estaremos juntos" pero caigo en cuenta de que eran cosas mías que ella no compartía del todo, mientras a mi lado dos hombres se hacen cariños salvajes, sudándose las pieles. Ileana queda en la memoria, y un café y los libros, y el avión que se eleva para decirnos adiós. El caso es que me fui solo para Oaxaca, y en estos meses ella no ha venido a verme a la prisión.

Adán Echeverría

La balada de Año Nuevo

La balada de Año Nuevo

En la alcoba silenciosa, muelle y acolchonada apenas se oye la suave respiración del enfermito. Las cortinas están echadas; la veladora esparce en derredor su luz discreta, y la bendita imagen de la Virgen vela a la cabecera de la cama. Bebé está malo, muy malo... Bebé se muere...

El doctor ha auscultado el blanco pecho del enfermo; con sus manos gruesas toma las manecitas diminutas del pobre ángel, y, frunciendo el ceño, ve con tristeza al niño y a los padres. Pide un pedazo de papel; se acerca a la mesilla veladora, y con su pluma de oro escribe... escribe. Sólo se oye en la alcoba, como el pesado revoloteo de un moscardón, el ruido de la pluma corriendo sobre el papel, blanco y poroso. El niño duerme; no tiene fuerzas para abrir los ojos. Su cara, antes tan halagüeña y sonrosada, está más blanca y transparente que la cera: en sus sienes se perfila la red azulosa de las venas. Sus labios están pálidos, marchitos, despellejados por la enfermedad. Sus manecitas están frías como dos témpanos de hielo... Bebé está malo... Bebé está muy malo... Bebé se va a morir...

Clara no llora; ya no tiene lágrimas. Y luego, si llorara, despertaría a su pobre niño. ¿Qué escribirá el doctor? ¡Es la receta! ¡Ah, si Clara supiera, lo aliviaría en un solo instante! Pues qué, ¿nada se puede contra el mal? ¿No hay medios para salvar una existencia que se apaga? ¡Ah! ¡Sí los hay, sí debe haberlos; Dios es bueno, Dios no quiere el suplicio de las madres; los médicos son torpes, son desamorados; poco les importa la honda aflicción de los amantes padres; por eso Bebé no está aliviado aún; por eso Bebé sigue muy malo; por eso Bebé, el pobre Bebé se va a morir! Y Clara dice con el llanto en los ojos:

-¡Ah! ¡Si yo supiera!

La calma insoportable del doctor la irrita. ¿Por qué no lo salva? ¿Por qué no le devuelve la salud? ¿Por qué no le consagra todas sus vigilias, todos sus afanes, todos sus estudios? ¿Qué, no puede? Pues entonces de nada sirve la medicina: es un engaño, es un embuste, es una infamia. ¿Qué han hecho tantos hombres, tantos sabios, si no saben ahorrar este dolor al corazón, si no pueden salvar la vida a un niño, a un ser que no ha hecho mal a nadie, que no ofende a ninguno, que es la sonrisa, y es la luz, y es el perfume de la casa?

Y el doctor escribe, escribe. ¿Qué medicina le mandará? ¿Volverá a martirizar su carne blanca con esos instrumentos espantosos?

-No, ya no -dice la madre-, ya no quiero. El hijo de mi alma tuerce sus bracitos, se disloca entre esas manos duras que lo aprietan, vuelve los ojos en blanco, llora, llora mucho, ruega, grita, hasta que ya no puede, hasta que la fuerza irresistible del dolor le vence, y se queda en su cuna, quieto, sin sentido y quejándose aún, en voz muy baja, de esos cuchillos, de esas tenazas, de esos garfios que lo martirizan, de esos doctores sin corazón que tasajean su cuerpo, y de su madre, de su pobre madre que lo deja solo. No, ya no quiero, ya no quiero esos suplicios. Me atan a mí también; pero me dejan libres los oídos para que pueda oír sus lágrimas, sus quejas.

¡Lo escucho y no puedo defenderlo: veo que lo están matando y lo consiento!

El niño duerme y el doctor escribe, escribe.

-Dios mío, Dios mío, no quieras que se muera; mándame otra pena, otro suplicio: lo merezco. Pero no me lo arranques, no, no te lo lleves. ¿Qué te ha hecho? Y Clara ahoga sus sollozos, muerde su pañuelo, quiere besarlo y abrazarlo (¡acaso esas caricias sean las últimas!), pero el pobre enfermito está dormido y su mamá no quiere que despierte.

Clara lo ve, lo ve constantemente con sus grandes ojos negros y serenos, como si temiera que, al dejar de mirarlo, se volara al cielo. ¡Cuántos estragos ha hecho en él la enfermedad! Sus bracitos rechonchos hoy están flacos, muy flacos. Ya no se ríen en sus codos aquellos dos hoyuelos tan graciosos, que besaron y acariciaron tantas veces. Sus ojos (negros como los de su mamá) están agrandados por las ojeras, por esas pálidas violetas de la muerte. Sus cabellos rubios le forman como la aureola de un santito.

-¡Dios mío, Dios mío, no quiero que se muera! Bebé tiene cuatro años. Cuando corre, parece que se va a caer. Cuando habla, las palabras se empujan y se atropellan en sus labios. Era muy sano: Bebé no tenía nada. Pablo y Clara se miraban en él y se contaban por la noche sus travesuras y sus gracias, sin cansarse jamás. Pero una tarde Bebé no quiso corretear por el jardín; sintió frío; un dolor agudo se clavó en sus sienes y le pidió a su mamá que lo acostara. Bebé se acostó esa tarde y todavía no se levanta. Ahí están, a los pies de la cama, y esperándole, los botoncitos que todavía conservan en la planta la arena humedecida del jardín.

El doctor ha acabado de escribir, pero no se va. Pues qué, ¿le ve tan malo? El lacayo corre a la botica. -¡Doctor, doctor, mi niño va a morirse!

El médico contesta en voz muy baja:

-Cálmese usted, que no despierte el niño.

En ese instante llega Pablo. Hace quince minutos que salió de esa alcoba y le parece un siglo. Ha venido corriendo como un loco. Al torcer la esquina no quiso levantar los ojos, por no ver si el balcón estaba abierto. Llega, mira la cara del doctor y las manos enclavijadas de la madre; pero se tranquiliza; el ángel rubio duerme aún en su cuna -¡no se ha ido! Un minuto después, el niño cambia de postura, abre los ojos poco a poco, y dice con una voz que apenas suena:

-¡Mamá!, ¡mamá!...

-¿Qué quieres, vida mía? ¿Verdad que estás mejor? ¡Dime qué sientes! ¡Pobrecito mío! Trae acá tus manitas, ¡voy a calentarlas! Ya te vas a aliviar, alma de mi alma. He mandado encender dos cirios al Santísimo. La Madre de la Luz ya va a ponerte bueno.

El niño vuelve en derredor sus ojos negros, como pidiendo amparo. Clara lo besa en la frente, en los ojos, en la boca, en todas partes. ¡Ahora sí puede besarlo! Pero en esa efusión de amor y de ternura, sus ojos, antes tan resecos, se cuajan de lágrimas, y Clara no sabe ya si besa o llora. Algunas lágrimas ardientes caen en la garganta del niño. El enfermito, que apenas tiene voz para quejarse, dice:

-¡Mamá, mamá, no llores!

Clara muerde su pañuelo, los almohadones, el colchón de la cunita. Pablo se acerca. Es hora ya de que él también lo bese. Le toca su turno. Él es fuerte, él es hombre, él no llora. Y entretanto, el doctor, que se ha alejado, revuelve la tisana con la pequeña cucharilla de oro. ¿Qué es el sabio ante la muerte? La molécula de arena que va a cubrir con su oleaje el océano.

-Bebé, Bebé, vida mía. Anímate, incorpórate. Hoy es año nuevo. ¿Ves?

Aquí en tu manecita están las cosas que yo te fui a comprar en la mañana. El cucurucho de dulces, para cuando te alivies; el aro con que has de corretear en el jardín; la pelota de colores para que juegues en el patio. ¡Todo lo que me has pedido!

Bebé, el pobre Bebé, preso en su cuna, soñaba con el aire libre, con la luz del sol, con la tierra del campo y con las flores entreabiertas. Por eso pedía no más esos juguetes.

-Si te alivias, te compraré una corretela y dos borregos blancos para que la arrastren... ¡Pero alíviate, mi ángel, vida mía! ¿Quieres mejor un velocípedo? ¿Sí...? Pero ¿si te caes? Dame tus manos. ¿Por qué están frías? ¿Te duele mucho la cabeza? Mira, aquí está la gran casa de campo que me habías pedido...

Los ojos del enfermito se iluminan. Se incorpora un poco, y abraza la gran caja de madera que le ha traído su papá. Vuelve la vista a la mesilla y mira con tristeza el cucurucho de los dulces.

-Mamá, mama, yo quiero un dulce.

Clara, que está llorando a los pies de la cama, consulta con los ojos al doctor; éste consiente, y Pablo, descolgando el cucurucho, desata los listones y lo ofrece al niño. Bebé toma con sus deditos amarillos una almendra, y dice:

-Papá, abre tu boca.

Pablo, el hombre, el fuerte, siente que ya no puede más; besa los dedos que ponen esa almendra entre sus labios, y llora, llora mucho.

Bebé vuelve a caer postrado. Sus pies se han enfriado mucho; Clara los aprieta en sus manos, y los besa. ¡Todo inútil! El doctor prepara una vasija bien cerrada y llena de agua casi hirviente. La pone en los pies del enfermito. Éste ya no habla, ya no mira; ya no se queja; nada más tose, y de cuando en cuando, dice con voz apenas perceptible:

-¡Mamá, mamá, no me dejen solo!

Clara y Pablo lloran, ruegan a Dios, suplican, mandan a la muerte, se quejan del doctor, enclavijan las manos, se desesperan, acarician y besan. ¡Todo en vano! El enfermito ya no habla, ya no mira, ya no se queja: tose, tose. Tuerce los bracitos como si fuera a levantarse, abre los ojos, mira a su padre como diciéndole: "¡Defiéndeme!", vuelve a cerrarlos... ¡Ay! ¡Bebé ya no habla, ya no mira, ya no se queja, ya no tose; ya está muerto!

Dos niños pasan riendo y cantando por la calle: -¡Mi Año Nuevo! ¡Mi Año Nuevo!

Manuel Gutiérrez Nájera

Enloquecidamente

Después de la ducha obligada, desayunó. Le costaba retomar la rutina comenzada hacía una semana. Bajó lentamente la gran escalinata. El frío hacía dudar sus pasos -sería sólo una hora de distracción- Después de atravesar el parque caminó hasta la reja, llegó a la calle, el tránsito voraz, la gente apurada, la indiferencia, las miradas perdidas...


Allí estaba él, con muchos años vividos, extendiendo el brazo, la mano abierta; con voz gastada le pidió la moneda.


La reacción fue inmediata, el cuchillo penetró una y otra vez y otra vez en su cuerpo hasta matarlo y nuevamente le gritó que no le había quitado el dinero.

Y corrió. Corrió enloquecidamente. Corrió. Cruzó la calle, atravesó el parque, subió las escalinatas. A la enfermera le mostró sus manos cubiertas de sangre, a gritos juraba no haber robado.

El médico determinó "prohibida las salidas". "Enfermera de cuidado".

Marita Margan

Carlo y la muerte

A las cinco en punto de la tarde, Carlo subía al asiento de conductor de "la máquina".  Un intenso aroma a tapicería de cuero le envolvió de inmediato. 

Fue como si se sumergiera en otra dimensión. Todavía resonaban en su mente las palabras de Sara: 

-Ve con prudencia, Carlo. Esa máquina es como un cohete con ruedas... -No exageres. Lo probaré por la carretera secundaria. A estas horas no hay tráfico. 

-No dediques mucho tiempo a esto, Carlo. 

-¿Y por qué no vienes? El coche admite dos plazas... 

-No me apetece, de veras. 

-Vale. No le des más vueltas, cariño. Estaré de regreso antes de las seis. 

Él la besó en los labios, un gesto que martillearía la memoria de ella durante mucho tiempo. 

El último beso. Durante años, Sara se repetiría multitud de veces las mismas preguntas ¿Por qué no le retuvo más tiempo? Habrían podido hacer el amor durante horas, en la intimidad del dormitorio que desde ese día ya no volverían a compartir. Si ella hubiese insistido un poco más. Lo suficiente para que él abandonara la idea de subirse a esa máquina. 

-Dios, ¿por qué no le quitaste de la cabeza esa locura? -se torturaba interiormente. 

-"Ve con prudencia, cariño..."-. Las palabras se desvanecieron en sus pensamientos cuando Carlo giró la llave de contacto. 

El bólido rugió anunciando su afán de conquista del asfalto. Quinientos cincuenta caballos de potencia ofrecen bastantes posibilidades al afortunado conductor que quiera experimentar nuevas sensaciones. 

Con tacto muy suave, Carlo introdujo la primera marcha y posó el pie sobre el acelerador. El Ferrari F60 se revolucionó hasta 6500 vueltas y salió disparado hacia la Avenida de América. Al principio le costó trabajo dominar los envites de la "macchina" a cada presión sobre el pedal. Después comenzó a sacarle sustancia a la experiencia. Aprendió que debía soltar enseguida el embrague y solo dejar caer el peso del pie. Así consiguió una respuesta dócil del vehículo. 

Únicamente cada vez que había de parar ante un semáforo y aminoraba la marcha, le parecía que al accionar el freno debía apretar el pedal más de la cuenta. Le sorprendió un poco que la frenada no fuera tan precisa como el resto de los controles.  

Tomó el desvío hacia la Nacional Uno, dirección Burgos. Sensaciones nunca antes vividas pasaban por su mente. La excitación de la velocidad. La brutal aceleración al cambiar de marcha.  

Un gozo indefinible le mantenía eufórico.  

A su cabeza acudían fugaces recuerdos de su infancia, cuando se escapaba con la moto de su padre para recorrer la adoquinada Vía San Giovanni, de su querido San Gimignano. A pesar del traqueteo producido al rodar por la irregular superficie, aquel niño disfrutaba como nadie de la experiencia. El cosquilleo que le subía por los brazos a sus doce años, con la Benelli a sesenta kilómetros por hora, llegaba a erizarle el cabello. 

Una excitación similar embargaba sus sentidos al volante de la máquina. Pero esta vez se desplazaba por una autovía recién asfaltada, a ciento noventa kilómetros por hora, con visos claros de alcanzar mucho más merced a la formidable aceleración brindada por el propulsor de inyección multipunto. 

Carlo dejó pasar el desvío hacia la carretera de Colmenar, donde pensaba visitar las obras del Polideportivo que dos meses antes comenzó a construir Fakirsa.  Le pareció mejor idea continuar unos pocos kilómetros más. 

El color rojo fuego de la carrocería relucía bajo el sol de la tarde como un diamante. Carlo deseaba sacarle jugo a aquel proyectil con ruedas. En su muñeca, las manecillas del reloj Swiss Army marcaban las cinco y veinticinco. Necesitaba más tiempo para hacerse con el control de la máquina. Habituado al sencillo manejo de su viejo Alfa Romeo 95, le llevaría un buen rato domar a este pura sangre.  

Carlo no tuvo que hacer uso del freno desde que dejó atrás el casco urbano. La retención del motor al levantar el pie del acelerador resultaba más que suficiente para adaptar la velocidad al fluido ritmo con que discurría el tráfico a esas horas. 

La ruta le llevaba hacia la zona de la Sierra. Aunque sus picos más altos no se elevaban mucho más allá de los dos mil metros, los barrancos y despeñaderos que jalonaban la carretera imponían respeto a cualquier viajero. 

A la altura de la cuesta de El Molar, Carlo empezó a comprobar, maravillado, la fuerza con la que el propulsor del Ferrari F 60 era capaz de impulsar aquel ingenio mecánico, fruto de la más avanzada tecnología. 

El velocímetro marcaba doscientos diez kilómetros por hora. 

¿Qué pudo inducir a aquel hombre tranquilo, equilibrado y poco amigo de asumir riesgos inútiles, a correr disparado a los mandos de un bólido?  

Sensaciones, quizá. Sensaciones de una intensidad que nunca antes (si acaso en la niñez, conduciendo la Benelli verde y plata) había llegado a experimentar. 

-Es inevitable sucumbir, ¿eh, Carlo? -preguntaba su conciencia. -Total, por una vez que juegues a ser chico malo no has de sentirte culpable-. ¿Quien no ha sido atraído por lo prohibido, por traspasar la línea de lo correcto? ¿Incumplir una norma de tráfico? ¡Bah! Su buen amigo el concejal le resolvería la papeleta. Cuantos favores intercambiados. Una sólida amistad. Buen elemento ese Pablo. 

Las curvas iban haciéndose más cerradas a medida que Carlo avanzaba por la pista hacia la cadena montañosa. 

Pisó el freno varias veces. Al igual que cuando circulaba  por Madrid, notó que debía apretar a fondo el pedal. Pero ahora apenas podía percibirse el efecto de la frenada. Cambió a una marcha más corta. No fue suficiente. El vehículo escapaba por momentos a su control. Un sudor frío humedeció su frente y sus manos. Los nervios empezaron a dominarle y dieron paso a una rigidez que le atenazaba los brazos y las piernas. Un letrero indicaba en negro sobre blanco la leyenda " Robregordo, 10 Km". La siguiente curva hizo que el Ferrari sobregirara de la parte trasera. Casi fuera del arcén, el conductor consiguió enderezar la trayectoria. El rugido del motor fue una clara protesta ante la subida de revoluciones provocada por la reducción de marcha. Dominado por la desesperación del momento, a Carlo le importaba poco forzar el motor, pasarlo de vueltas o que saliera ardiendo. Pugnaba por salvar la vida y para ello había de frenar. Frenar como fuera. Durante un instante que le pareció una eternidad, Carlo decidió arrimarse a la pared rocosa de la montaña, cortada por la carretera en varias zonas. 

Se hallaba en las estribaciones de la sierra madrileña, hendida por la Nacional-I como si un hacha descomunal hubiera asestado un tajo formidable. 

-¡Dios, ayúdame! ¡Dios, ayúdame! -repetía para sí. 

Pretendía rozar el lateral rocoso en un loco intento de reducir la velocidad. Entró en una curva pronunciada, en forma de horquilla. Salir de ella a ciento ochenta kilómetros por hora, resultó ser una empresa imposible. La angustia de Carlo le llevó a la memoria la imagen de Sara. 

-"Cariño, estoy perdido. Recuérdame siempre".  Esas palabras cruzaron su mente tres segundos antes de romper el pretil. El coche rebotó contra la roca y salió despedido hacia el lado opuesto de la calzada, girando sobre sí mismo. Rebasó el borde del precipicio llamado Barranca del Toro, a trescientos metros sobre el suelo. Seguía girando mientras surcaba el aire en un recorrido que terminó aplastándolo contra las grandes rocas del fondo. 

Marcos Manuel Sánchez

Poseidón

Oscuras manchas informes le cubrían la visión del cielo. Extendió cuanto pudo su cuello hacia atrás, procurando algo de aire. Así, un lejano resplandor caliente bañó sus ojos, apenas entreabiertos.
Entonces, ella supo que sería sujetada, que no se requeriría fuerza y que el tenso arco de su cuerpo, cedería.
Al principio, oyó el eco de los gritos que da el agua al golpear contra los bordes del cajón de una montaña. Luego... duros, macizos, afilados sonidos, una, dos, tres veces, la penetraron. Su cuerpo vibró, desde la entrepierna hasta la base del cráneo. En ese instante, se dejó ir... Se fue.
Los gritos se hicieron murmullos, las aguas, lago.
Hubiese deseado sollozar, pero ocurrió que su atención se concentró en su propia voz, que preguntaba:
- ¿Quién es?, ¿quién es?
Su voz no salía más allá de ella misma. No decía su voz, pero ella podía escucharla.
- ¿Quién es?, ¿quién es?
Primero pensó que, tras el éxtasis, él también la había dejado. Luego comprendió que era a él a quien ella dirigía su pregunta. Él, primero sobre ella, ahora dentro de ella. Él escuchaba su pregunta y sólo él podía contestarla.
Como si fuese su respuesta, sintió como su propio cuerpo se tensaba otra vez, oyó el bramido de aguas que bajaban, más turbulentas, más ansiosas. Y dentro de sí, los sonidos que la recorrían.
De nuevo encontró el goce que no había buscado, el cauce de un torrente de deseo que, recién ahora, ella descubría como propio. Y el goce de él.
Y otra vez el enigma. Y el rezo.
- ¿Quién es?, ¿quién es?
¿Él, que la hace gozar, gozándola? ¿Él, que goza al darle el goce? ¿Él, que abreva en las aguas de su escondido deseo, revelándolo?
La pregunta giró una vez más, alisando las paredes de su cráneo. Ya no quería sollozar. Se veía a sí misma como desde un plano elevado, valerosa, entusiasta y vanamente esforzada. Una niña azuzando a un brioso caballo de calesita.
Sus espasmos la confundieron y no pudo saber si dormía o si ya había despertado. Hasta que llegó la laxitud.
Los sonidos la atravesaron nuevamente, norte a sur, sur a norte, por el eje central de su cuerpo. Su conciencia los advirtió, pero su cuerpo ya no vibró. Aguas agitadas en la superficie, calmas en lo profundo.
Vio cuando las manchas volaron, huyendo de ella en fugitivos círculos concéntricos. Un fantasma sombrío y vacilante consideró la posibilidad de quedarse, pero, finalmente, las acompañó.
Quedó sola con sus jadeos, el tamtam de su corazón, un grito ahogado. Él se había ido, entonces ella dictó al aire su pregunta:
- ¿Quién es?, ¿quién es? Dijo, con voz audible.
- Soy yo... Soy yo.
El teléfono ya no sonaba. Comprendió que había despertado plenamente.
El bip del contestador automático estaba dando paso a la gruesa voz de Schiaffino que vociferaba:
- Soy yo... Soy yo. ¡Atendé! ¡Atendé, Sonia, que es importante!
Pensó... ¡Minga vas a ser vos!
Segura que vos no sos, mi querido Schiaffino.
Y éste, el que todavía duerme a mi lado, tampoco es.
Resignada, sacó una mano por encima de las sábanas. Boca abajo, fijó su ojo derecho en el crucifijo que pendía de su cuello al costado de la cama. Sin razón aparente y en un gesto inusual, comenzó a chupar su dedo mayor.
Sonia Konel alzó el auricular y fingiendo no haber escuchado, sin interés, ordenó a su voz decir:
¡Hola!, ¿quién es?

Pedro Resnik

Justicia popular

Son las diez de la mañana y el sol quema, abrasa en el valle. Llueve en la rambla del cercano río y la neblina principia a extender sus velos en la llanura y envuelve en gasas las montañas. Ni el vientecillo más leve mueve las frondas. Zumba la chicharra en las espesuras, y el carpintero golpea el duro tronco de las ceibas. En las arenas diamantinas de la ribera centellea el sol, y en pintoresca ronda un enjambre de mariposas de mil colores, busca en los charcos humedad y frescura.

El bosque de huarumbos de higueras bravías, de sonantes bananeros y de floridos jonotes, convida al reposo, y las orquídeas de aroma matinal embalsaman el ambiente.

En el cafetal sombrío, húmedo y fresco, todo es bullicio y algazara, ruido de follaje, risas juveniles, canciones dichas entre dientes, carcajadas festivas.

Temprano empezó el corte, y buena parte del plantío quedó despojado de sus frutos purpúreos.

Límite del cafetal es un riachuelo de pocas y límpidas aguas, protegido por un toldo de pasionarias silvestres que de un lado al otro extienden sus guías y forman tupidísima red florida, entre la cual cuelgan sus maduros globos las nectáreas campesinas. En las pozas, bajo los cacaos, media docena de chicos, caña en mano, y el rostro ardiente de alegría, pescan regocijados. Cada pececillo que cae en el anzuelo merece un saludo. En tanto, en el cafetal sigue el trabajo, se enreda la conversación entre mozas y mozos, y en los cestos sube hasta desbordarse la roja cereza.

Cuando calla la gente en la espesura, y los granujas, atentos a la pesca, se están quedos, resuena allá a lo lejos sordo ruido, el golpe acompasado de los majadores: ¡tan! ¡tan! ¡tan!

¡Buena cosecha! Antonio, el dueño del rancho, está contento. El año ha sido próvido; los cafetos se rinden al peso de los frutos, y ya están listos, en bodega, quince quintales completos que darán a su dueño, vendidos en Pluviosilla o en Villaverde, cuatrocientos veinticinco duros... ¡Y lo que falta por levantar!

En el rancho, todo es alegría. Trabaja mucha gente. Delante de la casa, en grandes petates, se tuesta al sol buena cantidad del preciadísimo grano; los majadores trabajan tan bien, que es una gloria el verlos, y en el portalón, en varios grupos, las limpiadoras separan el caracolillo de la planchuela.

Antonio vigila celoso las labores; Merced, su esposa, trajina adentro. El humo sube en espiral del pajiso techo de la casa, y el palmear de las tortilleras anuncia que ha llegado, o no tardará en llegar, la hora del almuerzo. El humo de la leña húmeda que arde con el tecuitle, inunda la casa y portalón, sale por entre los muros de caña, y asciende lento y azulado hacia las regiones despejadas del cielo. Delante de la casa, en el espacio libre, bajo los naranjos cargados de fruto, cerca del vallado de carrizos que circunda el huertecillo, cacarean las ponedoras, cloquean las cluecas, pían tímidamente los polluelos de la última nidada invernal, y el gallo, un gallo giro, de espolones recios y cresta amoratada, orgulloso y envanecido de sus odaliscas, se pasea con aire triunfador, hace la rueda a la más linda, y, de tiempo en tiempo lanza a los vientos su imperiosa voz: ¡quiquiriqui!

Charlan de muchas cosas los del portalón. Pancho, el más garrido mozo, habla de cacerías con los menores; tía Chepa de sus achaques y dolamas; tío Juan, de su vida de soldado, de sus hazañas contra los yanquis; y las mozas, todas de ojos negros y vivarachos, mientras sus dedos apartan los granos, no dan paz a la lengua, y hablan de cierto mancebo charreador, gala y orgullo de la comarca, ganacioso en las últimas carreras de Cuichapan, cosechero pesudo, y un tipo de lo más reguapo cuando pasa en el Tordo, terciado el zarape multicolor, al desgaire el galoneado sombrero, y firme y apuesto en la encarcedora caballería. Sonríen maliciosas, y bromean, y lanzan amables indirectas a Nieves, la hija de Antonio, que según dice, es la preferida del doncel.

- Oye, Clara -dice una riendo y mostrando la blanca dentadura- ¡dice Nieves que no! ¡Figúrate! Si yo la vi embobada, con la boca abierta, contemplando a Daniel. Y el otro, tan descaradote, que no le quitaba los ojos...

- Los ojos aquellos, que parecen bracitas -murmuró otra.

Nieves baja la vista avergonzada y finge que no oye lo que sus amigas están diciendo.

Salta tía Chepa, y dice en tono dejoso:

- ¡Ah muchachas! ¡Ustedes sólo piensan en que se han de casar!

Y volviéndose a sus compañeras:

- ¡Pa las ruinas, nadita como la tripa de Judas! ... En injusión de aguardiente, tibiecita por la noche, y donde duele, talla y talla, y frota que frota, hasta que se embeba! Y de veras: ¡como con la mano! Las ruinas vienen del aire, y por eso se quitan con yerbas de olor!

Pancho muy seriote y grave, satisfecho de su auditorio, sigue contando sus aventuras de caza:

- Los perros comenzaron a latir y yo dije: ¡allá voy! Y pa allá me jui. Le metí espuelas al cuaco... ¡y arriba! De que yo vi la cuernamenta, cargué la escopeta, y me aguardé por entre los acahuales. El venado que pasa y yo que le tiendo el fusil, y que le aflojo un tiro, ¡y otro! Saltó el animal, cayó, volvió a saltar, se alzó, siguió corriendo y yo tras él. Ya le iba yo a apuntar de nuevo, cuando lo vi que tambaleaba. Se arrastró entre los huizaches y fue a caer entre las yerbas del arroyo. Los perros venían latiendo. Yo llegué antes que ellos, agarré al cachicuerno, y ¡zas! ¡lo degollé! ¡De verás que mi escopeta es buena! ¡Los dos tiros juntos! ¡Mira si es buena!

Todos charlan y trabajan alegremente, cuando de pronto una exclamación de Marcelino, el majador que está más cerca del portalón, interrumpe la charla.

- ¡El chitero!

- ¡El chitero! -contestan a una, corriendo hacia afuera, para ver el gavilán que anda cerca.

Ciérnese en el espacio, o en rapidísimo giro va y viene, buscando con mirada fascinadora, al través del follaje, a los tímidos polluelos.

El gallo dio la voz de alerta; huyeron las gallinas hacia lo más espeso del cafetal, en busca de refugio, y los polluelos se agrupan en torno de la clueca y se esconden medrosos bajo las alas maternales. Sólo una, la más bella, una de copete rizado, y nívea pluma, madre joven e inexperta, parece indiferente y cloquea tranquila mientras los hijos, asustados, la buscan presurosos.

El gavilán va y viene. Ya la vio, ya la acecha. En rápido descenso cae como saeta, y rozando el suelo con la punta de las alas, recorre el corral, y se va, llevándose mísero polluelo, el más lindo, el más blanco, el más vivo. En vano ha querido defenderle la madre. De nada le sirvieron a la infeliz el afilado pico las alas robustas. El chitero se remontó con su presa, y huye, para devorarla en un picacho de la serranía.

El gallo tiembla; las odaliscas han desaparecido, y sólo se oye, allá en la espesura, un grito débil, con el cual avisan que el enemigo está cerca, que es preciso huir y esconderse en lo más tupido de los matorrales.

De pronto exclama Pancho:

- ¡Ya volverá!

Y corre apresurado hacia la casa. No tarda en salir. Trae la escopeta. Al cargarla, murmura entre dientes un terno amenazador. Nadie habla. El mancebo sale al llano. Los chicos que pescaban en el arroyuelo le siguen, mientras la tía Chepa corre hasta lo más recóndito del bosque.

De allí vuelve a poco persiguiendo a las gallinas. Éstas, azoradas, corren hacia el portalón. Tranquilas y descuidadas, al abrigo del viejo techo, se creen seguras, y el gallo torna a sus requiebros y paliques y las gallinas a su cacareo, y las cluecas al cloquear y los polluelos vagan alegres y descuidados del peligro que les amenaza. Sólo la copetona blanca está triste y apenada. ¡Ha perdido un hijo!

- !Ahí viene! -gritan de pronto las mujeres- ¡Silencio!

El gavilán torna en busca de otra presa. Seguro de arrebatarla vuelve victorioso. Se aproxima lentamente como si fuera a ranchos lejanos... Pero repentinamente acelera el vuelo, duplica la fuerza de sus remos, sube y baja, trazando en el espacio curvas caprichosas, y de pronto cae en el corral. Suena un tiro, y el rapaz carnívoro, herido en una ala, viene a tierra, voltejeando y vencido. El tiro del mozo fue certero. Resuena en el portalón un grito de júbilo. La chiquillería corre en tropel y se agrupa en torno del ave moribunda.

Pancho, con la escopeta al hombro, muy orgulloso de su puntería, acude también.

Las mujeres comentan y celebran calurosamente la muerte del chitero. Los chicos quisieran hacerle pedazos. El ave, moribunda, casi exangüe, aletea y se agita con las últimas convulsiones de la agonía.

El mozo mira un rato a su víctima y llama la atención de los niños acerca de las pujantes garras del animal.

- ¡Ahora, muchachos, a colgarlo! ¡En el jobo del camino!

Momentos después entre los gritos de los muchachos y saludado por mil silbidos, el gavilán queda pendiente de la rama más vigorosa del copado jobo. Aún está vivo el rapaz; pasea en torno suyo los feroces e inyectados ojos, aletea de cuando en cuando, y por fin expira en uno u otro balanceo. Las poderosas y anchas alas quedan laxas; las corvas garras quedan crispadas, y del abierto y amarillento pico se desprenden, lentas y pausadas, gruesas gotas de sangre negra, espesa y humeante.

- ¡Viva Pancho! ¡Viva! -gritan los chicos y se retiran del patíbulo tarareando un toque militar... ¡tan, tan, tarrán, tan... tan tarrán tan! ¡Rataplán!

Rafael Delgado

La telaraña

I

La primera vez que tomó ese fierro en sus manos le pareció frío e indiferente, pero ahora Mario había pasado tanto tiempo esperando a su víctima junto al poste de la esquina, que el fierro, largo y oxidado, ya no le parecía ajeno a su organismo, sino que ahora se había convertido en un brazo más de su cuerpo. Esta nueva extremidad era inmune al calor, al amor, al dolor, a los impuestos, al frío y a otros males de los que se es imposible escapar.

El fierro era inflexible y duro justo como a Mario le hubiera gustado ser por completo.

Mientras esperaba sin moverse de aquel lugar, cerró sus ojos y su imaginación salió a jugar libre por el cosmos, escapó sin pedir permiso para conocer nuevas galaxias rodeada de muchos espejos.

"Los espejos siempre están aquí mirando la fealdad y la belleza. Nada les importa."

Él se miró en tantos de aquellos espejos que llegó a pensar la posibilidad de cambiar su vida por la de uno de aquellos reflejos que solo sabían imitarlo sin pensar. Tal vez de esa manera ya nadie lo podría culpar y de nuevo sería por siempre tan inocente como cuando niño.

"¿Inocente? ¿Acaso soy culpable? ¿De qué?"

Y justo cuando se hacía estas preguntas en su sueño se percató de que estaba en una trampa, donde una enorme araña se le acercaba despacio y en silencio, hasta que pudo sentirla encima como un vaho frío que bañaba todos sus miembros. Entonces Mario levantó su nueva extremidad de hierro con la que hirió al monstruo y rompió sus ataduras, pero cuando estuvo libre empezó a hundirse en un agujero negro sin luz ni final.

Hubiera seguido en ese trance, pero un sonido agudo y metálico, que venía del exterior y lo sacó de aquella pesadilla estremeciendo su cuerpo. Abrió sus ojos y se dio cuenta de que mientras dormía el fierro se le había zafado de sus manos y estaba en el suelo frío e indiferente, como cuando lo había encontrado.

Miró el reloj. Ya ella estaba por llegar. Se limpió el sudor con una

mano.

"¡Malditas arañas siempre me hacen lo mismo!"

Levantó el fierro y asumió la posición inicial.

Un sonido rítmico hace eco en las calles cercanas al parque. Son los pasos cortos y rápidos de Tania que cada vez se escuchan más cerca y Mario sujeta con fuerza el fierro, inhala lento y hondo siguiendo su ritual. Ella pasa por su lado sin mirarlo.

"Uno, dos y nadie es inocente."

El fierro se agita y silba cuando corta el viento. El primer golpe no es certero. Ella cae al suelo confundida y desde abajo voltea su rostro buscando respuesta, y sus ojos van a dar inevitablemente con los de Mario sin darse cuenta de que su mirada tiene el poder para desarmarlo, regalándole un cielo con todas sus estrellas. Él lo sabe bien, pero siente miedo y se empeña en cerrar cuanto pueda sus párpados y deja que una avalancha de recuerdos y pesadillas ahoguen de nuevo su conciencia mientras continua golpeándola con todas sus fuerzas.

Mario la hirió una y otra vez, desesperadamente para defenderse de la araña que está vez solo gime y llora como un mujer a la que nadie escucha en un cosmos lleno de espejos, pues los reflejos no tienen voluntad propia, solo son espectadores anónimos y silenciosos.

"¡Maldita araña! ¡Jamás me engañará!"

Y siguió golpeando a Tania hasta que dejó de escuchar sus lamentos y después de un rato Mario se detuvo para mirarle el rostro que ahora estaba morado, cubierto de sangre y sintió una extraña mezcla de ternura y horror.

"¡Malditas arañas! ¿Cuándo me dejarán en paz?"

Se fue caminando muy asustado por el cosmos de las calles de la Capital. Siguió cayendo en un agujero negro donde no importa la realidad y se perdió en los laberintos urbanos siempre llenos de espejos que lo miran y le abren paso sin oponerse, sin hacer preguntas y lo dejan caer, caer...

 

II

 

"Desgraciada mocosa. Se cagó de nuevo. María, hacete cargo de la niña.

Deja ya de llorar que vas a despertar a tu tata.

Muy bien, báñate. Sí, así restrégate bien.

No, no en esa parte: por encima.

Ya, cochina deja de tocarte. ¡Perra!

Te voy a poner las manos en el fuego si lo seguís haciendo.

Güila idiota.

Come de una vez por todas, que para eso trabajo en la fábrica.

¡Malagradecida!

¿Qué? Pero ¿quién te enseño esas palabras? ¡Desgraciada!

Llega temprano.

¿Con quién andabas?

Eso es pecado.

¿Querés irte al infierno?

Escriba 100 veces en el cuaderno: 'No vuelvo a... '

¡Maldita! ¿Ese es el ejemplo que te doy?

Espérate a que lo sepa tu tata."

Eran las seis de la tarde cuando Tania despertó con dolor de cabeza. Había soñado otra vez que sus padres, la maestra de su antigua escuela y el sacerdote del barrio le gritaban sentencias como cuando era niña, mientras ella, ya hecha mujer se desnudaba frente a ellos muy callada sin dejar de mirarles a la cara.

Aunque su soledad no había cambiado con los años, sus clientes sí y eran cada vez más difíciles. La noche anterior había sido muy floja, por lo que esperó en el Parque Morazán y caminó por la cuadra del Hotel hasta el cansancio.

Lo curioso para ella es que desde hace varias noches está un hombre en el poste de la esquina mirándola inmóvil como estatua sin hacerle ninguna oferta.

"Todos estos locos cargando fierros y las pancartas tiradas en el parque son por culpa de la huelga."

Tania tomó impulso para levantarse de su camón de tablas, cogió el vestido negro y los zapatos, se metió al baño y en una palangana se lavó la cara, tomó un trapo húmedo para limpiarse mientras una brisa fría entraba por las rendijas del baño erizándole la piel, se vistió frente al espejo del botiquín, cepilló su cabello. Antes de salir se sentó en el sanitario, abrió una bolsita secreta que siempre esconde de los demás.

Exhaló despacio, muy despacio, contó hasta diez y jaló cuanto pudo con sus pulmones calentando su nariz de tal forma que algunas lágrimas le salieron de los ojos como si hubieran estado esperando durante tanto tiempo una excusa para salir sin tener que llorar. Inmediatamente olvidó que tenía frío, y todo se puso muy borroso como si estuviera rodea de nubes, sintió que flotaba y las cosas a su alrededor empezaron a dar vueltas fuera de control.

" ¿De qué sirven

los atajos al Cielo

si nos cortan las alas?

¿Y de qué me sirven

a mí las alas si nadie

me enseñó a volar?

La, lalala, la la..."

Y se sitió levitar mientras recordaba aquella canción y se dejó llevar por la inercia hasta la puerta.

Ya eran casi las ocho cuando ella salió de su apartamento; de nuevo a la calle, caminando sobre la línea imaginaria con un andado pretencioso: moviendo sus caderas, agitando su bolso, sin mirar a los lados. No le importó lo que decían las vecinas, el claxon en la calle, los silbidos en la acera, las letras de neón ni las monjas que se persignaban al verla. Ella solo estaba levitando. Levitando entre las nubes de su cielo sin sentir que sentía.

Anibal G. Vindas

Elefantes

Pasó el circo: armaron su carpa en los terrenos del ferrocarril, a un costado de la estación. Tardaron tres días enteros en armar la carpa. Enseguida trazaron un gran círculo sobre la tierra y alisaron el piso: ésa sería la pista. Esto en el primer día. Después acomodaron las casillas y los carromatos y las jaulas con los leones y los tigres alrededor de ese círculo. Bastante alejados. El segundo día clavaron estacas durante toda la mañana; sólo hubo ruido a martillazos. En la tarde levantaron los mástiles. Muchos hombres asieron una soga gruesa y tiraron, gritando acompasados. Un viejo barrigón, en camiseta de tiras, los dirigía. El poste central se fue alzando oblicuo desde el suelo hasta ser una vela.

 

El último día cubrieron los mástiles con las lonas y la carpa estuvo armada.Mientras tanto, las mujeres escuálidas que en la función volarían por los aires leían revistas junto a sus casas rodantes y tendían ropa sobre las ramas de los árboles desnudos. Desde lejos podía verse al hombre de goma tomando sol con un diminuto slip, tirado sobre el techo de su casilla, y al mago puliendo una caja de cristal inmensa.La gente del pueblo encerró a los perros y los gatos, ya que se decía que los del circo eran capaces de robarlos para alimentar a sus animales. Las madres tampoco dejaban a sus hijos acercarse al baldío: podrían raptarlos o llevárselos a la partida, convertidos en saltimbanquis o en malabaristas. Igual, muchos escapaban de la escuela para ver cómo daban de comer a los leones. Había monos atados con largas cadenas que se rascaban buscando pulgas. Había perros saltarines que corrían desesperados tras un señor que les tiraba galletas. Había dos caballos blancos, uno con una cola larga hasta el piso. Y había un elefante. Gris. Perfecto. Alto. Un poco triste.

La primera función fue lleno total. En el pueblo sólo se hablaba de las maravillas que se habían podido ver: el hombre bala, la pirámide humana, la mujer que galopaba sobre los caballos y tiraba fuego por la boca, el domador y los leones, un tigrecito al que le habían puesto un sombrero y actuaba con los payasos. Los que no habían asistido esperaban ansiosos el próximo fin de semana. Los que sí habían ido caminaban inflados de orgullo.El dueño del circo tenía un hijo y durante esos quince días lo mandó a la escuela. Iba a sexto grado. Sus compañeros lo rodearon esperando que contara miles de aventuras: creían que la vida en el circo debía ser extraordinaria. Pero el chico se negó a hablar de eso. Era un chico huraño y de ojos duros, impiadosos. Odiaba que lo vieran como a un fenómeno. No salía a los recreos y se quedaba sentado sobre el banco, mirando por la ventana alta hacia afuera, a la calle. A la salida lo venían a buscar en el auto del circo, con los parlantes conectados anunciando las próximas funciones. Al escuchar la voz estentórea del payaso acercarse cada vez más, toda la escuela sabía que terminaba la jornada escolar: sólo quedaba formar y arriar la bandera.

Una tarde, una de las compañeras del chico del circo entró corriendo al aula antes de que sonara la campana y le dio un beso en los labios. La chica, después de besarlo, intentó escapar, pero el chico del circo la sostuvo por el pelo y la obligó a darle otro beso. Abrió grande la boca, como si se la fuera a tragar y empujó con la lengua hasta que los labios apretados de la chica cedieron. El chico del circo metió entonces la lengua dentro y dejó allí depositado, en la concavidad rosa, un chicle de menta ya desabrido y sin color. Cuando el resto del curso volvió al aula, la chica lloraba sentada en su banco, con las dos piernas muy juntas y el delantal estirado sobre las rodillas. El chico seguía mirando por la ventana. Al poco tiempo corrió un rumor entre los cursos más bajos: el chico del circo había arrastrado a una de sus compañeritas hacia el hueco que se formaba debajo de las enredaderas del patio y la había obligado a desnudarse. Aseguraban que habían hecho caca juntos. La directora desestimó los cuchicheos, pero igual llamó al chico del circo a la dirección y mantuvieron una larga entrevista en la que lo interrogó acerca de cómo se sentía en su nueva escuela y de si creía que se estaba integrando bien al resto del grupo. El chico del circo habló poco y nada.

Un día, sin previo aviso, y después de dos exitosos fines de semana, el circo se fue y el chico no volvió a la escuela. El baldío en que se había asentado la carpa amaneció liso y vacío. Sólo quedaba, en una esquina, el elefante, parado, alto y triste, con su grillete en la pierna y una gruesa cadena atándolo a una estaca. La policía hizo averiguaciones. Dijeron que seguramente los del circo no tenían los papeles del animal en regla y que por eso optaron por dejarlo. Vino el veterinario y revisó al elefante: este animal está muy enfermo, dijo. Está a un pie de la muerte, dijo. Y todos se pusieron muy tristes.

–¿No se puede hacer nada? –preguntaron.–Nada –respondió el veterinario.–¿No hay modo de salvarlo? –preguntaron.–No hay –respondió el veterinario.

–¿Qué vamos a hacer con un elefante muerto? –preguntaron.

–No sé –respondió el veterinario.Los chicos, mientras tanto, rodeaban al elefante y corrían veloces entre sus piernas. El desafío era pasar bajo la panza del animal sin que éste lo advirtiera. Más tarde se colgaron de su cola y también uno, intrépido, se le subió al lomo: después de un rato de saludar desde allí, bajó sin pena ni gloria. El elefante, parado en medio de los terrenos del ferrocarril, sólo movía las orejas para espantarse las moscas. No comía. La trompa le caía derecha y arrastraba por el suelo. Los ojos lagañosos estaban todo el tiempo entrecerrados.
Dos días más tarde, se murió.–¿Qué hacemos ahora con un elefante muerto? –volvieron a preguntar.Pero nadie tenía una buena respuesta. Cortaron el candado que ataba el grillete a la pata delantera del elefante muerto y el elefante quedó libre. Con una pala excavadora y la ayuda de muchos hombres lo subieron al camión volcador de la municipalidad y con el camión volcador lo llevaron al basural. Allí lo dejaron.Algunos chicos todavía fueron un tiempo más a jugar sobre el elefante. Un día dejaron de ir. Había olor.Cuando ya era una montaña reseca e informe, el intendente recordó el elefante muerto y comenzó a hacer gestiones. Logró venderle el esqueleto a un Museo de Ciencias Naturales de Formosa. Fue un buen ingreso para las arcas municipales. Vinieron tres técnicos y se pasaron dos días blanqueando huesos y embalándolos en cajas de cartón. Al terminar la tarea, cargaron todo en una furgoneta destartalada y partieron. El museo tenía un gran hall de ingreso, un poco oscuro pero majestuoso, y el elefante sería toda una atracción puesto allí, en el centro. Tardaron un año y medio en armarlo. Día tras día engarzaban huesos en un firme y secreto soporte de hierro. Consultaban, para hacerlo, una vieja enciclopedia de zoología y observaban en detalle cada articulación, cada engarce, cada pequeñez. El elefante lentamente iba tomando forma. Ya estaba casi completo cuando advirtieron que faltaba una diminuta vértebra de la cola. Según el libro debía haber diecinueve, pero había dieciocho. Pensaron que el huesito habría quedado olvidado entre la basura, mas no era así. Lo tenía, en realidad, la chica aquella que había besado al hijo del dueño del circo. Caminó entre sombras una noche de verano para robar la vértebra, en medio del basural crujiente y tembloroso, sin que nadie lo advirtiera.La escondió en un cajón secreto, en el fondo de su cómoda, junto al diario íntimo y al lado del chicle reseco y desvaído, envuelta con una cinta rosa.

Era su souvenir.

Federico Falco

¿Qué clase de amor era el suyo?

Quisiera olvidar sus palabras, acostumbrarme a que no eran más que eso: palabras, juegos del aire. Pero no puedo dejar de pensar en lo que María Elena solía decirme cuando estábamos a solas, luego de hacer el amor, ella descansando entre mis brazos, tibia y húmeda como un mar de flores amarillas:

-Te amo. Te amo de una manera transparente, como si nosotros hubiéramos inventado el amor. Mientras tú me ames yo haré de la vida un lugar para amarte y estaré junto a ti. Y aún si no me amas, te amaría igual. Este amor que siento por ti me hace capaz de vencer cualquier cosa, porque no deseo sino estar viva para amarte. Algún día Dios sentirá envidia de cómo te amo.

El día que le dije a mi madre, entre tazas de té y rodajas de pan casero con manteca y mermelada de higo, que estaba decidido a casarme con María Elena, se puso muy mal. El corazón pareció acelerársele hasta lo imposible. Respiraba mal, se ahogaba. Nunca la había visto así. Temí que se muriera. Me dijo que no le parecía justo que después de cuarenta años de haberme educado, de haberme dado todo, de haberme cuidado como a un ángel, yo decidiera darle mi amor a una desconocida que quien sabe si me amaba lo suficiente. Le respondí que hacía ya tres años que conocía a María Elena y traté de mostrarle que ella realmente me amaba. Mi madre argumentó que tres años no eran nada contra todo el tiempo que ella había estado al lado mío, haciendo siempre de madre y de padre para mí.

Supongo que tenía razón. Llegué a pensar que era un traidor, un mal hijo. Pero no podía dejar de sentir que mi destino estaba junto a María Elena. Lo había sentido así desde la primera vez que entré a una tienda para comprar un hilo azul y ella me atendió con esos ojos brillantes e inquietos y esa sonrisa deliciosa que siempre tuvo. Así fue como después -hasta que luego de meses de juntar valor y desesperación la esperé a la salida del trabajo para invitarla a tomar un café- volví una y otra vez a comprar cosas innecesarias que escondía debajo de las tablas del piso de mi cama. No me atrevía a dárselas a mi madre porque me regañaría por malgastar el dinero. Tampoco me atrevía a tirarlas porque eran cosas que habían sido tocadas por sus manos. A veces sacaba un alfiler o un elástico y me los pegaba con cinta adhesiva debajo de la ropa, para sentir que la tenía cerca de mí. El día que le hice a mi madre la confesión de que uniría mi vida a la de María Elena, llevaba un botón naranja pegado sobre uno de mis brazos.

Mi madre no quería entender razones. Al final, ya convencida de lo irreversible de mi decisión, me pidió que invitara a cenar a María Elena y si ella comprobaba que el amor de esa muchacha era tan fuerte como decía, entonces ella no se opondría. Acepté. En primer lugar porque a María Elena le encantaba cómo cocinaba mi madre. En segundo lugar, porque para quien observara a María Elena, para quien la escuchara, era imposible no darse cuenta que realmente me amaba con un amor a toda prueba.

Esa noche, tras un breve aperitivo, mi madre sirvió una sopa de queso roquefort y cebolla, que era mi preferida. El plato principal era uno a base de papa, queso, nueces y damascos, que era el preferido de María Elena. La sopa estaba deliciosa. A María Elena también le pareció lo mismo. Pero a la tercer cucharada su cabeza cayó sobre el plato, salpicando todo a su alrededor. Me asusté. Miré a mi madre y se sonreía con esa sonrisa que solía usar para decir, sin hablar, que ella tenía la razón. Levanté la cabeza de María Elena y me di cuenta que pesaba mucho. Miré nuevamente a mi madre y continuaba sonriendo. Dejé caer la cara de María Elena entre la sopa. Le toqué el cuello buscándole algún latido, pero era obvio que estaba muerta.

Me molesta tener que admitirlo, pero mi madre tenía razón. El amor que María Elena tenía por mí no era tan fuerte como decía. Ni siquiera le sirvió para soportar un poco de veneno en la sopa.

Gonzalo Hernández Sanjorge

Castigo

Su intención no será romper la cristalería. Simplemente, el rústico avión de madera que su progenitor fabricara (burdo como todos los juguetes que le confecciona en la soledad del bosque que rodea a la cabaña) habrá sufrido un desperfecto y se estrellará en los escarpados montes que, formados por los altos anaqueles que guardan platos y vasos, constituyen el paisaje que rodea cotidianamente sus cuatro años recién cumplidos. Pero aquello no parecerá claro a su padre quien, con el característico aroma a madera que siempre impregna su ropa, su piel, su barba hirsuta, lo tomará de la mano y lo conducirá, junto con su madre, al sitio donde el puente se levanta, impresionante, más de veinte metros por encima del implacable río que termina en el lejano océano, previo paso por una rompiente rocosa.

Al llegar, y ante la apática mirada de la mujer que lo engendró y tiene el rostro cansado, lleno de arrugas minúsculas rodeándole los ojos, su padre lo tomará por el pequeño suéter y, levantándolo violentamente con una sola de sus inmensas manos, lo pasará por sobre el borde del puente sosteniéndolo en el vacío. La corriente se esforzará por alcanzarlo desde abajo.

De nada le servirá sollozar, ni dar desesperadas patadas mientras intenta, infructuosamente, pisar de nuevo el suelo. Ante sus espasmódicos movimientos su padre, con una voz estentórea aún más profunda que la del río, aún más amenazadora, dirá, mientras lo sacude con furia:

-¡Te voy a soltar! ¡Te voy a soltar por romper los vasos de tu madre, maldito desobediente!

Su llanto surgirá, incontenible. Quiere a su padre, pero el terror que le provocará en aquel momento será más fuerte. ¿Es que no se da cuenta de que lo ama, de que está arrepentido, de que no los rompió con intención? No querrá que su padre lo arroje al río, no querrá que lo sacuda así, no querrá sentirse tan humillado ni que lo embargue el terror, mientras su madre ve la escena, desatenta a lo que ocurre, dándose cuenta de sus lágrimas y de su desesperación.

En medio del forcejeo, el suéter se deslizará por sobre sus brazos y su cabeza, y él se precipitará al abismo. Caerá hacia el río, directo al monstruo acuoso que aguarda para devorarlo, y su padre, con el asombro reflejado en la mirada, con el suéter rojo aún aferrado en la mano derecha, lo verá caer. Al mirar durante un instante la expresión de su rostro, junto con el horror habrá alivio: su padre no lo soltó intencionalmente, se trató de un accidente; esa certeza le dará tranquilidad.

Tras el primer golpe, la implacable corriente arrastrará el pequeño cuerpo hasta las rocas, donde una breve llovizna escarlata será el indicador de que todo habrá terminado. Después lo conducirá al mar, donde se perderá para siempre. Aún con el suéter en la mano, el hombre mirará a su compañera.

-Se me cayó -dirá. La mujer va a asentir. Es comprensiva. Seguirán mirando el cadáver hasta que el río lo transporte más allá de su vista.

-Supongo que tendremos que enterrar sus juguetes -comentará ella.

Él mostrará su acuerdo. Y se irán a la cabaña.

Carlos Manuel Cruz Meza

La medida del odio

- Yo no fui, palabra de hombre -dijo y se dejó caer sobre el asiento más próximo. Sus manos huesudas hurgaron en los bolsillos del saco de pana gris; puso un cigarrillo en sus labios y luego, con un movimiento imperceptible, mecánico, que denotaba sus años de fumador empedernido, accionó el encendedor desechable; con desesperación aspiró a través del filtro que, según la publicidad que avalaba su prestigio, evitaba el cáncer y otras molestias dolorosas.

 

- Te juro que no fui yo. Acabo de llegar, créeme -volvió a insistir. Luego a caminar de uno a otro lado de la recámara que compartíamos desde hacía ya un año. Sus largas piernas se destacaron a través del pantalón. Yo lo miré con odio porque, aún sin desearlo, Axel demostraba vitalidad, pujanza, juventud. Sus pasos resonaban en las duelas en cada ida y venida. Con disimulo observé aquel rostro reflejado en el cristal de la ventana y sentí rabia al compararme con él; fue cuando sin poder evitarlo envidié los 18 vigorosos años de Axel (la edad empezaba a morder con furia cada punto de mi cuerpo). Entonces la rabia me cegó y maldije al que según mi ego era el causante de mi desgracia, de lo que me hacía sentir frustrado. Lo maldije una y otra vez en mi interior, luego me arrepentí porque llevado por esa fuerza concentrada en mis celdillas cerebrales, Axel pareció desvanecerse. Creo que él sintió la carga de odio que puse en la mirada porque empezó a temblar, en tanto una lágrima se deslizaba por sus mejillas, Se arrinconó sobre el sofá que le servía de cama, ovillado de miedo, desconcertado por la embestida.

 

- Por favor -gimoteó-; ya te dije que yo no fui. Por mi madre que no -y volvió a escupir las mismas fórmulas que se dicen cuando alguien es acusado de realizar un acto indebido. Por un momento yo también me desconcerté cuando lo vi a punto de derrumbarse, aunque si él no hubiera insistido en sus súplicas, tal vez mi rabia se hubiese detenido, o al menos yo hubiera entrado en razón.

 

Dicen que cuando uno se ofusca lo mejor es tranquilizarse, contar mentalmente hasta diez mientras se aspira hondo. El remedio es efectivo porque de acuerdo con los médicos, la sangre -o mejor: el pulso- se normaliza debido a la oxigenación del cerebro. La verdad es que yo no sé de estas cosas, a mí la medicina me parece algo del otro mundo, como la filosofía y las matemáticas; pero qué se puede esperar de un simple burócrata, de un pobre diablo esperanzado a sus quincenas, a los escasos pesos que llegan cada dos semanas para que la casera se apodere de ellos, al igual que el dueño de la fonda donde dizque come uno y la vieja chismosa del estanquillo donde compro mis cigarros y mis jabones y todo lo que uno necesita a los cincuentaitantos años. Yo creo que Axel se dio cuenta de que la cosa iba en serio, porque empezó a sudar, a ponerse pálido. Todavía recuerdo sus burlas al principio, cuando le dije que yo no temía morir porque la muerte no existía; pero él sí debía preocuparse y no andarme provocando, escondiendo mis cosas o haciendo bromas a costillas de mi edad y mi soltería. Le insistí que por eso yo no me metía con nadie, porque ya me conocía: cuando me encanijo es como si un volcán naciera en mi cerebro y entonces... Axel se carcajeó. Yo conservé la serenidad porque de alguna manera tenía que explicarle. La muerte -insistí- es un simple paso natural, biológico. Axel volvió a carcajearse. Dijo que eso todo mundo lo sabía, hasta los niños recién nacidos y que si lo quería vacilar con esas cosas que mejor me fuera con mis tonterías a otra parte; la chochez empieza a perforarte el coco, remarcó sus palabras, luego hipó en medio de sus carcajadas. Yo lo miré con rabia, pero todavía tuve ánimos para replicarle que la muerte es desplazarse a otro plano energético, más vital e intenso y que incluso yo podía demostrarle la existencia de ese fluido, esa energía de que están hechas todas las cosas y que lo que la gente llama "lo sobrenatural" es cotidiano, sólo que no ha tenido oportunidad de comprobarlo o simplemente no cree en eso.

 

- A ver, demuéstrame que eres capaz de no morir -me retó.

 

Realmente -le dije- hay cosas naturales aún desconocidas. Mira, si froto las palmas de mis manos y te las pongo en cualquier parte del cuerpo, sentirás un calorcito que sale por las puntas de mis dedos. Si le miento la madre a alguien, si lo hago con sinceridad impulsado por el coraje, a ese tipo le va mal. Existen fuerzas que uno a veces no sabe controlar, insistí.

 

- ¡Yaa! A poco me vas a salir con que eres brujo y que me vas a alejar los malos espíritus -volvió a burlarse. El colmo fue cuando afirmó que hasta él cuando tiene frío, se frota las manos y entra en calor. Yo no respondí, simplemente le di la espalda, pero en el fondo de mi alma deseé que se callara, que se largara muy lejos, que desapareciera. Y empecé a sudar con intensidad, como sucede cada vez que me enojo. Mi cuerpo vibró y entonces vi los puntos luminosos que salían de mi cabeza, caliente ya, a punto de estallar. Fue cuando Axel, el maldito güero, empezó a gimotear. Tal vez sintió la fuerza, esa oleada de calor que llegaba de no sé dónde, devastando todo lo que tocaba. Axel se arrinconó en el sofá. Sus ojos amarillos se agrandaron como esos conejos cuando son sorprendidos por la fuerza hipnótica de la serpiente. Yo sé que él lo advirtió, porque levantó la vista al techo y me pidió perdón.

 

- Te digo que yo no fui -insistió una vez más, hurgándose las fosas nasales. Y se quitó el saco gris de pana. En sus pupilas vi reflejado el miedo. Pero también un dejo de mofa. Sí, en el fondo se burlaba, como que se sabía culpable. Y yo puedo jurar que sí lo era, si no, creo que no hubiera ocurrido nada. Sus palabras, no obstante, lo negaban:

 

- Por Dios que yo no fui, ya te lo dije -replicó a mis amenazas-. Te juro por Dios que yo no fui. Que Él me castigue si miento -casi gritó. Y yo me enfadé, sentí que el calor llegaba a mí, que la fuerza esa que está agazapada en cada uno de nosotros aguardando el instante para abalanzarse, se acumulaba en mi cerebro. Y lo maldije una y otra vez, como si mis palabras fueran la medida del odio, como si el calor que aumentaba en el interior de mi cabeza me impulsara a concentrarme en la figura larga de Axel. El calor aumentó en un momento y su cuerpo se cimbró, poseído por el odio, esa fuerza que se aferraba a cada uno de sus átomos, disolviéndolos.

 

- Yo no fui, lo juro -tuvo el descaro de exclamar mientras se fundía en el aire. Lentamente.

 

Todavía con esa extraña vibración que me recorría de arriba abajo, empapado en sudor, me acerqué al sitio donde Axel estaba hacía apenas unos instantes. Entonces lo vi: ahí, abajo del sofá, estaba el libro ese que según él jamás había tomado pero que yo, estaba seguro, sabía que lo había hecho. Me agaché para tomarlo. Recordé la sonrisa nerviosa de Axel transfigurada por el miedo; ya no tendría caso arrepentirse, dije, guardándome el libro en el bolsillo.

 

Óscar Wong

El olvido

El olvido

La tarde había comenzado a despojarse de sus luces, dejando que la noche se impusiera lentamente como una mancha de tinta en un papel rojizo. Douglas Ellsworth, un joven librero londinense, habría cerrado mucho antes su comercio si la Anábasis, en su versión original griega, no le hubiera acaparado tan profundamente la atención. Fue un pausado crujir de pasos sobre el piso de madera lo que le obligó a levantar la vista de las páginas de Jenofonte y traer nuevamente su atención hacia aquel ordenado imperio de repletos anaqueles.

-Quiero el libro que tan celosamente le fuera confiado -dijo el hombre que recién había entrado. En su voz había un ligero tono impersonal.

Las palabras del desconocido le sorprendieron. Le molestó la falta de cortesía de ese sujeto cuyas ropas exhalaban un vago aroma que le hizo recordar levemente los jardines donde había aprendido a caminar. Hubiera preferido un saludo, una sonrisa que le permitiera desplegar sus dotes de anfitrión. Sin poder ocultar su molestia, incluso consigo mismo porque notó que llegaría tarde a su partida de cartas de los martes, dejó sobre el escritorio el ejemplar que estaba leyendo. Señaló -en una frase llena de ironía que le hizo deleitarse íntimamente con sus dotes retóricas- que eran demasiados los libros que poblaban aquellas paredes, y a los cuales celaba por igual, como para pretender encontrar el volumen correcto con una descripción tan poco afortunada.

-Quiero el libro de Abdul Rayat -dijo el desconocido sin molestarse en responder el sarcástico comentario del librero.

El joven Ellsworth no supo si dejar que el cuerpo entero diera muestras del escalofrío que le recorrió los huesos o si ponerse a reír a carcajadas, como solía hacer cuando uno broma le parecía digna de alabanza. Hacía demasiado tiempo que no escuchaba hablar de esa obra. La rapidez con la que logró recordarla le hizo saber que nunca la había olvidado realmente. Pudo volver a sentir aquella mañana en que, siendo él aún un adolescente, su abuelo se la entregó en secreto. Estaba envuelta en un papel amarillento que el tiempo había ennegrecido. Un grueso hilo alrededor acrecentaba el misterio. Entre susurros le fue dicho que la lectura de aquel extraño texto tenía la facultad de quitar la inmortalidad a quien la poseyera, incluso a Dios, si es que existía. Su abuelo le había hecho jurar que cuidaría el libro por si alguna vez alguien pudiera necesitarlo y que por ningún motivo intentaría destruirlo o recibir dinero a cambio de él. Douglas jamás mencionó nada acerca de ese libro, ni siquiera cuando unas semanas después su abuelo fue llevado a una clínica donde eran recluidos algunos ancianos seniles. Guardó silencio no porque creyera estar en posesión de algo valioso, sino porque de esa forma se demostraba a sí mismo ser capaz de cumplir su palabra a la vez que evitaba agregar un nuevo comentario vergonzoso a los muchos que ya su familia pronunciaba acerca de su abuelo.

Todo ello volvió de manera confusa a su mente, como si de pronto adquiriese un significado que no había podido prever. Maquinalmente se dirigió hacia la puerta, caminando torpemente mientras prestaba atención a tanto recuerdo. Tras cerrar con llave la puerta, lo cual hizo no sin cierto temor, escuchó nuevamente la voz de aquel extraño sujeto que comentó algunas cosas sobre su vida, con la esperanza de ser creído.

Comenzó diciendo que el primer nombre que reconoce haber tenido fue Plubio Marcio. Estableció su nacimiento en la antigua Roma, durante el gobierno de Nerón. Eso había ocurrido el mismo día en que alguien diera el aviso de que la higuera ruminal, que mucho antes había dado sombra a Rómulo y Remo, volvía a reverdecer. Todos creyeron que esa coincidencia era el augurio de que tendría un destino sin igual. Nadie había logrado acertar la increíble forma en que eso terminaría por ser cierto.

Contó también, que como integrante de las legiones romanas fue enviado a la extraña Armenia. Allí tuvo oportunidad de escuchar comentarios de viajeros referidos a tierras llenas de enormes riquezas, las cuales eran atravesadas por un río cuyas aguas otorgaban la inmortalidad. Decían quienes contaban esas historias que los habitantes de ese lugar eran seres desgraciados, hastiados del tiempo y que todo lo despreciaban.

Movidos por la codicia, él y otros cuatro legionarios abandonaron las filas del ejército. Decidieron ir a la búsqueda de aquellos sitios esperando obtener un fácil botín y poder regresar enriquecidos a Roma. Pero a poco de andar se extraviaron en tierras agrestes y peligrosas. Vagaron sin rumbo entre el dolor y la muerte. La muerte logró vencer a sus compañeros, no a él. Un día, resignado a que todo había sido un error, sacó su espada y la clavó justo en su corazón. Sintió en la cansada carne el ardor del acerado filo. Hubo también unas gotas de sangre, pero continuó con vida. Comprendió entonces que se había convertido en inmortal aunque en su trayecto no había encontrado río alguno. Nunca conoció la causa del aciago prodigio, pero entendió los peligros de tan sólo atender a las palabras que no hacen el centro de lo que se cuenta.

La voz de Plubio Marcio sonaba sin entonación alguna, como si no hablara de sí, sino de otro, de algo que había escuchado y repetido hasta el cansancio. Si alguna vez se había alegrado de su particular condición de inmortal, ya nada quedaba de esa alegría. Había descubierto que quien no puede morir, condenado a perderlo todo, está obligado a no amar nada para hacer menor el sufrimiento.

Poco comentó del tortuoso recorrido desde aquel día en que su espada no le quitó la vida hasta ese otro día del siglo XIX en que pedía a un joven librero londinense un texto para devolverse la muerte. Poco comentó y mucho dejó entrever.

Había conocido todos los placeres y todos los tormentos. Ejerció la vida y la muerte en todas sus dimensiones. Recordaba algunas cosas aunque había olvidado la inmensa mayoría, lo cual agradecía señalando que el olvido es una forma de la muerte. De todo cuanto existía eran los libros lo que más amaba y lo que más profundamente detestaba. Alguna vez creyó poder encontrar en ellos la sabiduría. Luego se daría cuenta que la imprenta, ese invento que él había ayudado a perfeccionar, había cometido el pecado de hacer del mundo un laberinto infinito mediante la multiplicación de lo que ni siquiera merecía ser mencionado. Confesó, no sin arrepentimiento, haber escrito un poema de amor. Sólo podía recordar un único verso que decía "soy un ciego palpándote el alma".

Nada explicó acerca de cómo descubrió el paradero de esas páginas de insólitos poderes. No importaba. Ante el fantástico e incomprobable relato de Plubio Marcio, Douglas Ellsworth sintió la misma pena que había sentido antes por su abuelo. Por eso, sin preguntar ni garantizarle nada, le pidió al inusitado visitante que lo acompañara hasta el sótano. Ese era el único sitio donde aún podía estar el texto de Abdul Rayat.

El sótano era un lugar oscuro, húmedo, repleto de volúmenes sin valor de los cuales Douglas nunca se había atrevido a deshacerse, acaso por un sentimiento de pudor o de piedad. Cuando estuvieron allí, mientras él se ensuciaba las manos apartando cajones, escuchó que Plubio Marcio dijo unas palabras, o algo que él creyó eran palabras, en un lenguaje que nunca antes había escuchado ni volvería a escuchar después. Luego, un pesado paquete cayó al piso. Douglas recordó que ese era el mismo atado que su abuelo le entregara. Al abrirlo, el joven librero vio por primera vez las tapas de tan singular libro, las cuales estaban trabajadas a mano. Plubio Marcio pidió que lo dejara a solas y el joven Ellsworth, salió cerrando la puerta tras de sí.

Durante horas Douglas permaneció inquieto, pero sin atreverse a molestar a su visitante. A medida que la hora pasaba, más fantasías distraían su pensamiento, sin acertar a decidir cómo obraría aquella obra. Ya cerca del alba, sin haber podido dormir, se animó a espiar. No vio nada. Es decir, vio tan sólo el libro abierto y colocado sobre el suelo. Abrió la puerta. No encontró ningún rastro de Plubio Marcio. El volumen estaba abierto en hojas donde no había nada escrito y en las que creyó notar unas pequeñas manchas de color sangre que poco a poco se fueron borrando hasta que desaparecieron por completo.Lo que pasó aquella noche siempre le parecería muy extraño a Douglas Ellsworth. Esto sin mencionar que, luego de haberla guardado cuidadosamente, jamás volvió a encontrar la obra de Abdul Rayat. No se animó a comentar lo ocurrido con nadie.

Muchos años después, durante una mañana de octubre, el barco en el que viajaba Douglas Ellsworth, ya casi un anciano, se hundía atrapado en una feroz tormenta. Ante el peligro de la muerte, Douglas recordó toda su vida, deteniéndose en aquel incidente con un hombre que dijo llamarse Plubio Marcio. Ya en el agua, tratando de asirse a cualquier cosa que flotara, Douglas quiso encontrar cuál era la verdadera relación de aquellos sucesos con su vida. Pensó nuevamente en su abuelo. Por primera vez reparó en que el incendio que había destruido el hospital donde estaba el anciano hizo imposible reconocer ningún cadáver. Vinieron a su mente un tropel de preguntas que no pudo contestar. La certeza le pareció algo lejano e intangible. Recordó que Plubio Marcio había señalado que el olvido era una forma de la muerte, creyó recordar que dijo también que la memoria era la única manera de comprobarnos nuestra existencia. Pero fue incapaz de recordar si todo aquello lo había soñado o vivido o leído o, acaso, se lo habían contado. Estuvo a punto de gritar un insulto por no poder determinar qué era lo que en verdad había pasado. Pero antes de que pudiera decir nada las aguas lo cubrieron para siempre.

Gonzalo Hernández Sanjorge

 

Obsesión fatal

Obsesión fatal

Aceptó, como única alternativa, que el matrimonio solucionaría el enfermizo problema de su dominante madre. Ella la seguía por todas partes como lo hace el perro guardián con su amo. Sentía en su enjuto cuerpo la viscosa presencia de esos ojos que la trastornaban por completo. Acosada siempre por esa inmensa mirada, le resultaba imposible la búsqueda de un espacio apropiado para ocultarse de esa inquisidora guardiana. Ahora, pensaba, al término de sus estudios de normalista, que encontraría su ansiada libertad.

Pero todo se desvaneció el mismo día de su graduación. Allí estaban, fijos en su rostro, esos ojos escrutadores, aniquilantes. Sin embargo, la buena estrella anduvo siempre a su lado. A los pocos meses de recibir el cartón que la acreditaba como maestra, el gobierno departamental la vinculó como profesora de tiempo completo en un destacado colegio de bachillerato de la ciudad. No obstante, su vida interior crecía en desasosiego, en desesperación. Sentía que su espacio vital íntimo era violentado por esos profundos y martirizantes ojos malignos de la madre.

Desesperada, buscó refugio en la universidad. Allí cursó estudios superiores en Administración Educativa. Cuatro años de intensos desvelos. Cuatro largos años de ausencias y escapatorias. Pero nada atenuaba la urticante inquisitoria de aquellos ojos. Recostada en su cama, pensaba en el suicidio como la respuesta más expedita para darle un final feliz a su problema.

Una mañana de junio, de resplandeciente sol, apareció él. La angustiosa desesperación precipitó los acontecimientos. La boda se celebró a los pocos meses de noviazgo. Fijaron su residencia en otro municipio del departamento. Sin embargo, la distancia y su nuevo estado de mujer casada, en nada cambió su tormentoso mundo interior. El cerco de los celos de la madre la asfixiaban hasta el colmo de la desesperación, del fastidio.

Justo a los dos años llegó el fruto de la rutina conyugal. Pero Helena no sufrió cambio alguno en su interioridad. Allí seguía agazapado ese angustioso sentimiento de dolor, desdicha y sufrimiento. La madre, con el pretexto del nieto, aprovechaba toda ocasión para acercarse a su idolatrada hija. Preguntas, comentarios, observaciones, todo cuanto pudiera dibujar un cuadro de las actividades de su niña mimada. El nieto crecía inocentemente. Helena, mientras tanto, buscaba refugio en las juergas de los viernes culturales organizados por sus colegas. Pronto estallaría lo predecible.

Una noche, mientras cenaban, Helena miraba fijamente a Marcos, su esposo, quien se sentía incómodo. Él ya presagiaba la tormenta. Sus relaciones íntimas no funcionaban desde hacía mucho tiempo. Así permanecieron largos minutos. Silenciosos, abstraídos. Ella rompió la tensión del momento. Con voz segura, le manifestó que no la tocase más ni le insinuara nada que tuviera que ver con la palabra sexo porque sentía asco y hastío. Él, con exasperante sumisión, asintió mudamente con una inclinación de cabeza.

En la ciudad, Helena compartía un pequeño apartamento con otro hombre que la satisfacía como mujer. Las relaciones con Sergio comenzaron una noche de angustia y desenfreno etílico. Él llegó hasta ella, se sentó y pidió de beber. Charlaron y bailaron toda la noche. Ella, por los efectos del licor, soltó las bridas de su lengua. Él la escuchaba con suma atención.

Pasó el tiempo. Helena abandonó su barra de amigos. Sólo Sergio la colmaba de mimos y caricias. Desde entonces, su mente había bloqueado la presencia de los ojos de la madre. Ahora, disfrutaba hasta el éxtasis el placer del dolor y el goce de la carne.

Aquella mañana despertó intranquila por la tormentosa pesadilla de un sueño terrorífico. Se levantó y corrió como loca hacia el aposento de su esposo. Pero, como siempre, había madrugado a sacar su taxi del garaje. El presentimiento desapareció como por encanto. Tomó un refrescante baño y desayunó. Organizó su material de trabajo. Minutos más tarde, ya para salir con rumbo a sus labores, recibió la fatídica noticia. Marcos había sido asesinado cuando intentaron robarle su automotor.

Permaneció impertérrita. Cerró la puerta de su casa y se dirigió a la morgue. Allí reconoció el cadáver de su esposo. Adelantó todas las diligencias necesarias para el sepelio. Una vez más, sintió ese desasosiego irritante que recorría todo su cuerpo.

En los oficios fúnebres, soportó estoicamente la acusadora mirada de su madre que la contemplaba desde lejos. Ni antes ni después de la ceremonia se cruzaron palabra alguna. Pero ella percibía en su interior el desprecio que destilaba su progenitora. Terminado el ritual, dirigió sus pasos hacia su nido de amor.

Se tiró en la cama. Quiso llorar pero sus ojos se rebelaron. Repasó mentalmente todos y cada uno de los actos de su vida de soltera y de casada. Se levantó y escanció una copa de whisky. Sorbió con fruición el embriagante licor. Encendió un cigarrillo. Distraídamente miraba cómo las volutas de humo danzaban al ritmo de la tenue y cálida brisa que se filtraba por una de las ventanas del apartamento. El reloj marcaba las ocho de la noche. De pronto, escuchó el sonido de una llave en la cerradura de la puerta.

Era él, con su rostro recién afeitado, su boca sensual, su copioso bigote, su nariz aguileña, sus ojos de miel y su ensortijada cabellera. Como jalonada por un invisible resorte, se lanzó a sus brazos. Buscó ávidamente su boca y desahogó en ella toda la fuerza volcánica de su dolor. Sergió extrañó este comportamiento. Luego, ella le contó serenamente lo que había ocurrido en este trágico día. Hubo un momento de prolongado silencio. Mudamente se dirigieron a la cama. Fue una noche de desenfrenos y desinhibiciones sexuales.

El tiempo continuó su inexorable marcha. La gran ciudad no alteró su ritmo de vida. Helena reanudó su rutinaria labor. Su pasión por Sergio crecía cada minuto de su vida. Pero no podía apartar la mirada de la madre. Imposible apartar esos ojos acusadores. Esos ojos fríos, metálicos. Helena quería correr, gritar, pero su cuerpo no obedecía en absoluto la orden de su cerebro.

Una tarde, en su apartamento de placer, después de una refrescante ducha, una extraña llamada telefónica la trastornó por completo. Sus ojos, estériles para el llanto, lanzaban llamas de ira y de dolor. Sus manos tiraban con fuerza de sus cabellos rubios. Daba vueltas y vueltas en el estrecho espacio de su dormitorio. Lenta, muy lentamente, recobró la calma.

Tomó la botella de whisky y se sirvió un vaso lleno. Bebió todo su contenido de un solo trago. Repitió la acción, dos... tres... muchas veces sin parar. Y rodó por el suelo, totalmente ebria. El sonido de unas lejanas campanas la trajeron de nuevo a la realidad. Recordó la llamada. ¿Por qué? -gimoteaba entrecortadamente-.

Afuera, llovía torrencialmente con rayos y truenos espantosos. Trabajosamente se levantó del piso. Trastabillando, tomó la botella de whisky y se dejó caer en la cama. Buscó bajo la almohada. Allí estaba, fría y silenciosa. Empinó la botella y tomó un largo trago. Pensó mucho rato en su decisión. No encontraba explicaciones válidas para que todo hubiera terminado en esa forma. ¡Sergio acribillado a balas en un operativo de la policía!

Levantó nuevamente la botella de whisky... y... ¡Horror! En el fondo, allá, en lo más profundo...estaban ellos. Eran los ojos de su madre. Fuera de sí, tomó el revólver... Un estruendoso trueno acalló la mortal detonación.

Napoleón Mejía Ríos

El olvido

El olvido

La tarde había comenzado a despojarse de sus luces, dejando que la noche se impusiera lentamente como una mancha de tinta en un papel rojizo. Douglas Ellsworth, un joven librero londinense, habría cerrado mucho antes su comercio si la Anábasis, en su versión original griega, no le hubiera acaparado tan profundamente la atención. Fue un pausado crujir de pasos sobre el piso de madera lo que le obligó a levantar la vista de las páginas de Jenofonte y traer nuevamente su atención hacia aquel ordenado imperio de repletos anaqueles.

-Quiero el libro que tan celosamente le fuera confiado -dijo el hombre que recién había entrado. En su voz había un ligero tono impersonal.

Las palabras del desconocido le sorprendieron. Le molestó la falta de cortesía de ese sujeto cuyas ropas exhalaban un vago aroma que le hizo recordar levemente los jardines donde había aprendido a caminar. Hubiera preferido un saludo, una sonrisa que le permitiera desplegar sus dotes de anfitrión. Sin poder ocultar su molestia, incluso consigo mismo porque notó que llegaría tarde a su partida de cartas de los martes, dejó sobre el escritorio el ejemplar que estaba leyendo. Señaló -en una frase llena de ironía que le hizo deleitarse íntimamente con sus dotes retóricas- que eran demasiados los libros que poblaban aquellas paredes, y a los cuales celaba por igual, como para pretender encontrar el volumen correcto con una descripción tan poco afortunada.

-Quiero el libro de Abdul Rayat -dijo el desconocido sin molestarse en responder el sarcástico comentario del librero.

El joven Ellsworth no supo si dejar que el cuerpo entero diera muestras del escalofrío que le recorrió los huesos o si ponerse a reír a carcajadas, como solía hacer cuando uno broma le parecía digna de alabanza. Hacía demasiado tiempo que no escuchaba hablar de esa obra. La rapidez con la que logró recordarla le hizo saber que nunca la había olvidado realmente. Pudo volver a sentir aquella mañana en que, siendo él aún un adolescente, su abuelo se la entregó en secreto. Estaba envuelta en un papel amarillento que el tiempo había ennegrecido. Un grueso hilo alrededor acrecentaba el misterio. Entre susurros le fue dicho que la lectura de aquel extraño texto tenía la facultad de quitar la inmortalidad a quien la poseyera, incluso a Dios, si es que existía. Su abuelo le había hecho jurar que cuidaría el libro por si alguna vez alguien pudiera necesitarlo y que por ningún motivo intentaría destruirlo o recibir dinero a cambio de él. Douglas jamás mencionó nada acerca de ese libro, ni siquiera cuando unas semanas después su abuelo fue llevado a una clínica donde eran recluidos algunos ancianos seniles. Guardó silencio no porque creyera estar en posesión de algo valioso, sino porque de esa forma se demostraba a sí mismo ser capaz de cumplir su palabra a la vez que evitaba agregar un nuevo comentario vergonzoso a los muchos que ya su familia pronunciaba acerca de su abuelo.

Todo ello volvió de manera confusa a su mente, como si de pronto adquiriese un significado que no había podido prever. Maquinalmente se dirigió hacia la puerta, caminando torpemente mientras prestaba atención a tanto recuerdo. Tras cerrar con llave la puerta, lo cual hizo no sin cierto temor, escuchó nuevamente la voz de aquel extraño sujeto que comentó algunas cosas sobre su vida, con la esperanza de ser creído.

Comenzó diciendo que el primer nombre que reconoce haber tenido fue Plubio Marcio. Estableció su nacimiento en la antigua Roma, durante el gobierno de Nerón. Eso había ocurrido el mismo día en que alguien diera el aviso de que la higuera ruminal, que mucho antes había dado sombra a Rómulo y Remo, volvía a reverdecer. Todos creyeron que esa coincidencia era el augurio de que tendría un destino sin igual. Nadie había logrado acertar la increíble forma en que eso terminaría por ser cierto.
Contó también, que como integrante de las legiones romanas fue enviado a la extraña Armenia. Allí tuvo oportunidad de escuchar comentarios de viajeros referidos a tierras llenas de enormes riquezas, las cuales eran atravesadas por un río cuyas aguas otorgaban la inmortalidad. Decían quienes contaban esas historias que los habitantes de ese lugar eran seres desgraciados, hastiados del tiempo y que todo lo despreciaban.

Movidos por la codicia, él y otros cuatro legionarios abandonaron las filas del ejército. Decidieron ir a la búsqueda de aquellos sitios esperando obtener un fácil botín y poder regresar enriquecidos a Roma. Pero a poco de andar se extraviaron en tierras agrestes y peligrosas. Vagaron sin rumbo entre el dolor y la muerte. La muerte logró vencer a sus compañeros, no a él. Un día, resignado a que todo había sido un error, sacó su espada y la clavó justo en su corazón. Sintió en la cansada carne el ardor del acerado filo. Hubo también unas gotas de sangre, pero continuó con vida. Comprendió entonces que se había convertido en inmortal aunque en su trayecto no había encontrado río alguno. Nunca conoció la causa del aciago prodigio, pero entendió los peligros de tan sólo atender a las palabras que no hacen el centro de lo que se cuenta.

La voz de Plubio Marcio sonaba sin entonación alguna, como si no hablara de sí, sino de otro, de algo que había escuchado y repetido hasta el cansancio. Si alguna vez se había alegrado de su particular condición de inmortal, ya nada quedaba de esa alegría. Había descubierto que quien no puede morir, condenado a perderlo todo, está obligado a no amar nada para hacer menor el sufrimiento.

Poco comentó del tortuoso recorrido desde aquel día en que su espada no le quitó la vida hasta ese otro día del siglo XIX en que pedía a un joven librero londinense un texto para devolverse la muerte. Poco comentó y mucho dejó entrever.

Había conocido todos los placeres y todos los tormentos. Ejerció la vida y la muerte en todas sus dimensiones. Recordaba algunas cosas aunque había olvidado la inmensa mayoría, lo cual agradecía señalando que el olvido es una forma de la muerte. De todo cuanto existía eran los libros lo que más amaba y lo que más profundamente detestaba. Alguna vez creyó poder encontrar en ellos la sabiduría. Luego se daría cuenta que la imprenta, ese invento que él había ayudado a perfeccionar, había cometido el pecado de hacer del mundo un laberinto infinito mediante la multiplicación de lo que ni siquiera merecía ser mencionado. Confesó, no sin arrepentimiento, haber escrito un poema de amor. Sólo podía recordar un único verso que decía "soy un ciego palpándote el alma".

Nada explicó acerca de cómo descubrió el paradero de esas páginas de insólitos poderes. No importaba. Ante el fantástico e incomprobable relato de Plubio Marcio, Douglas Ellsworth sintió la misma pena que había sentido antes por su abuelo. Por eso, sin preguntar ni garantizarle nada, le pidió al inusitado visitante que lo acompañara hasta el sótano. Ese era el único sitio donde aún podía estar el texto de Abdul Rayat.

El sótano era un lugar oscuro, húmedo, repleto de volúmenes sin valor de los cuales Douglas nunca se había atrevido a deshacerse, acaso por un sentimiento de pudor o de piedad. Cuando estuvieron allí, mientras él se ensuciaba las manos apartando cajones, escuchó que Plubio Marcio dijo unas palabras, o algo que él creyó eran palabras, en un lenguaje que nunca antes había escuchado ni volvería a escuchar después. Luego, un pesado paquete cayó al piso. Douglas recordó que ese era el mismo atado que su abuelo le entregara. Al abrirlo, el joven librero vio por primera vez las tapas de tan singular libro, las cuales estaban trabajadas a mano. Plubio Marcio pidió que lo dejara a solas y el joven Ellsworth, salió cerrando la puerta tras de sí.

Durante horas Douglas permaneció inquieto, pero sin atreverse a molestar a su visitante. A medida que la hora pasaba, más fantasías distraían su pensamiento, sin acertar a decidir cómo obraría aquella obra. Ya cerca del alba, sin haber podido dormir, se animó a espiar. No vio nada. Es decir, vio tan sólo el libro abierto y colocado sobre el suelo. Abrió la puerta. No encontró ningún rastro de Plubio Marcio. El volumen estaba abierto en hojas donde no había nada escrito y en las que creyó notar una pequeñas manchas de color sangre que poco a poco se fueron borrando hasta que desaparecieron por completo.

Lo que pasó aquella noche siempre le parecería muy extraño a Douglas Ellsworth. Esto sin mencionar que, luego de haberla guardado cuidadosamente, jamás volvió a encontrar la obra de Abdul Rayat. No se animó a comentar lo ocurrido con nadie.

Muchos años después, durante una mañana de octubre, el barco en el que viajaba Douglas Ellsworth, ya casi un anciano, se hundía atrapado en una feroz tormenta. Ante el peligro de la muerte, Douglas recordó toda su vida, deteniéndose en aquel incidente con un hombre que dijo llamarse Plubio Marcio. Ya en el agua, tratando de asirse a cualquier cosa que flotara, Douglas quiso encontrar cuál era la verdadera relación de aquellos sucesos con su vida. Pensó nuevamente en su abuelo. Por primera vez reparó en que el incendio que había destruido el hospital donde estaba el anciano hizo imposible reconocer ningún cadáver. Vinieron a su mente un tropel de preguntas que no pudo contestar. La certeza le pareció algo lejano e intangible. Recordó que Plubio Marcio había señalado que el olvido era una forma de la muerte, creyó recordar que dijo también que la memoria era la única manera de comprobarnos nuestra existencia. Pero fue incapaz de recordar si todo aquello lo había soñado o vivido o leído o, acaso, se lo habían contado. Estuvo a punto de gritar un insulto por no poder determinar qué era lo que en verdad había pasado. Pero antes de que pudiera decir nada las aguas lo cubrieron para siempre.

Gonzalo Hernández Sanjorge


El muerto ajeno

El muerto ajeno No es fácil deshacerse de un muerto, mucho menos de un muerto ajeno. Tal vez si comienzo desde el principio, comprenderán que no había otro remedio y entonces lo de la carrera en el andén a media noche tendrá sentido. Íbamos en el tren a Zacatecas cuando la conocimos, cuando los conocimos para ser preciso, porque esa noche a la hora de la cena en el carro comedor éramos cuatro: mi mujer, Gonzalo, Silvia y yo. Nosotros íbamos por el aniversario de bodas de los padrinos de mi mujer y de paso a recorrer la ciudad, Gonzalo y Silvia viajaban desde Mérida y parecían estrenar noviazgo. De hecho la conversación empezó cuando en el salón fumador, mientras mi mujer y yo bebíamos una cerveza, y con la cercanía inevitable que dan esos vagones estrechos -que si alguno tuvo la fortuna de ser viajante de nuestros carros pullman me seguirá-, miré las piernas de Silvia. Entonces las mujeres usaban medias y faldas estrechas justo a la rodilla, la informal apariencia del pantalón de mezclilla no era hábito del viaje. Gonzalo sintió mi intromisión visual pues de golpe colocó su mano sobre el pedazo de muslo entre dobladillo y rodilla para signar su propiedad. Con la intención de evitar toda ofensa -y ahora que lo pienso por tener a Silvia a la vista, quién iba a suponer lo que luego vendría- les pregunté qué querían beber y ordené al camarero copas para todos. La tarde se había vuelto noche; no sólo disfrutamos del aperitivo juntos si no que en el comedor compartimos la mesa. Gonzalo era un empresario yucateco visiblemente mayor que Silvia quien no tendría más de 35 años y a quien ese pelo oscuro y recogido le daba una elegancia despreocupada. Mi mujer estaba entretenida con las anécdotas de Gonzalo que era un tipo divertido y yo con la belleza de Silvia quien se sabía portadora de una suave sensualidad. Nos despedimos pensando que seguramente aún tendríamos la oportunidad de compartir el café de la mañana y nos refugiamos en nuestros compartimentos. Mi mujer me dijo que le parecía que no eran casados, tal vez sean recién casados agregué yo, por salvar de alguna manera la reputación de Silvia. Ella no usa anillo, advirtió con su sagacidad habitual. Ni siquiera habíamos llegado a Zacatecas cuando tocaron a la puerta quien creímos sería el porter para anticipar nuestro arribo. Era Silvia, con el pelo suelto, y literalmente en bata frente a nuestra alcoba. Es Gonzalo -dijo entrecortada- no respira. Mi mujer se puso el saco encima del camisón y salió tras ella, yo me enfundé los pantalones y las alcancé. Hubo que cruzar al vagón siguiente sin hablar y con prisa. Lo único que se metía en nuestra impaciencia era el ruido metálico del bamboleo del tren entre las puertas. Por suerte Gonzalo estaba en la cama de abajo; alguna consideración de la edad por parte de Silvia, supuse. Estaba muy pálido. Le tomé la muñeca, como había visto hacer en las películas. Silvia lo miró llorando. Mi mujer tocó su frente como si fuera la de un niño. Frío, lívido y sin pulso. Llamamos al porter mientras mi mujer abrazaba a Silvia. Yo miré a Silvia contra el paisaje seco tras la ventana; se veía tan desprotegida con su bata de seda azul marino. La imaginé en el trajín de la noche anterior. No pude evitarlo, el escote, el pelo revuelto. Profanaba a un muerto pensando la causa.

Tuvimos que esperar mucho tiempo sentados en el vagón. Las afanadoras subían para hacer el aseo, ya habíamos colocado las maletas en el corredor, hasta la de Gonzalo. Silvia lloró mientras le ponía los zapatos. Ninguno nos atrevimos a cubrirlo con esas sábanas estrechas de litera de tren. Vino alguien del Registro Civil, también un doctor y allí se firmó el acta de defunción que Silvia no quería cargar. Afortunadamente todo el papeleo fue a bordo porque Silvia sostuvo que era su mujer y así no hubo que avisarle a nadie mientras cremaban a Gonzalo y ella pagaba con el dinero que le había sacado del bolsillo del pantalón. Nosotros no tuvimos corazón para dejarla sola en todos esos trámite por demás engorrosos. Mi mujer, que es buena y solidaria, le dijo que se hospedara en nuestro hotel cuando salimos del crematorio. Silvia llevaba con parsimonia la urna metálica en la que Gonzalo persistía entre nosotros. ¿Le habrá hecho mal la cena?- pregunté con torpeza. Es que después discutimos- se atrevió Silvia y comenzó a sollozar. Mi mujer consignó con la mirada mi desatino. Y si viene con nosotros al festejo por la noche- le dije para animarla. Mi mujer de nuevo reprobó mi sugerencia. Tal vez quiera volverse con los suyos a Mérida, dijo. Silvia me miró buscando protección. No, no puedo volver con los suyos ni con los míos. Nos quedó claro que nadie sabía que Gonzalo La Puente no sólo viajaba acompañado sino que había muerto y ahora era un montón de cenizas en el regazo de su amante.

Así que Silvia fue a la cena y la presentamos como vieja amiga de mi mujer y no contamos a nadie lo sucedido, mientras mis cuñados, primos políticos y una parentela desconocida me daba codazos y me insinuaba que tenía suerte de acompañar a mujer tan guapa. Yo -aunque con razón desaprueben- en ese momento me sentía afortunado, le veía las piernas y me sonreía de que nadie pudiese poseerlas más que mi mirada. Si hubiese sabido el alcance de lo que entonces me parecía fortuna. Era una mujer simpática, mi esposa la adoptó satisfecha de ese acto caritativo que su conciencia católica aplaudía. Regresamos los tres en el tren, digo los cuatro, pues Gonzalo viajaba en el neceser de Silvia junto a sus cremas, perfumes y el spray de pelo. Imaginaba que esa noche debía ser dolorosa para quien había iniciado un trayecto en pareja y ahora volvía con un hombre vuelto recipiente de bronce. Seguramente lo pondría a dormir en la cama baja y ella se recostaría en la alta para aligerar el recuerdo del trayecto mortal. Debía estar acostumbrada a lo pasajero, a la relación de a pedazos, en fragmentos pues mi mujer esa noche me contó que desde hacía ocho años era pareja de Gonzalo quien efectivamente estaba casado. Habrá que informar a la señora La Puente- dije con lo propio en esos casos. No es nuestro asunto- contestó mi mujer. ¿Y qué hará Silvia?- le pregunté con la certeza de que ellas dos ya lo habían hablado. Se quedará en casa unos días, mientras lo piensa, mientras resuelve qué hace con Gonzalo.

Mi mujer me sabía inofensivo pues sino habría ideado otra solución así que al llegar a Buenavista partimos a casa en taxi donde instalamos a Silvia en la habitación de Mariela, nuestra hija, que no tuvo más remedio que aceptar cuando escuchó la historia. A la semana, Silvia mudó su vestuario negro por tonos más claros y empezó a salir con mi mujer a misa, al mercado, a jugar a las cartas. Descubrimos que cantaba boleritos yucatecos y que se ponía simpática cuando bebía dos cubas. Un domingo hasta nos cocinó cochinita pibil. Yo dormía con dificultad, tenía unas ganas irresistibles de espiar su sueño, de mirar su cuerpo desparpajado sobre las sábanas. Mariela le dijo a su madre que ya llevaba dos semanas pernoctando en el sofá cama del estudio. Que cuándo se iba esa señora. Mi mujer le dijo que se sentía incapaz de echarla después de tan grande desgracia y que era una caprichosa. El caso es que para complacer a Mariela le dijimos a la sirvienta que la queríamos de entrada por salida aunque resultara más costoso y adaptamos la habitación para Silvia. Luego nadie nos atrevimos a decirle a Silvia que se mudara, ni la propia Mariela que la veía rezarle a la urna que ahora estaba en su tocador, junto a un french poodle de peluche rosa que le dio Javier. Así que una mañana en que Silvia estaba en el salón, nuestra hija entró por sus cosas más queridas para hacerse un nicho agradable en el cuarto de servicio. Al mes mi mujer empezó a perder su espíritu caritativo. Vete a La Villa por un nicho para la dichosa urna, me dijo con total irreverencia.

Toqué en la habitación de Silvia una tarde en que los dos nos habíamos quedado solos, pues mi mujer ya no la invitaba ni a las tiendas ni con sus amigas y mi hija evitaba estar en su nueva habitación con vista al patio de servicio. Silvia, encontré un nicho para Gonzalo. Me miró con los ojos acuosos y volteó hacia el amante pulverizado. No sé si puedo vivir sin él. Sé que estoy siendo una carga para ustedes que han sido tan amables. Me voy a ir pronto. Estoy esperando una carta de mi tía de Campeche. Me sentí tan afligido por su destino que le insistí que no se preocupara. Mientras le hablaba le miraba los labios temblorosos que mudaban a sonrisa en el irresistible carmín que siempre lucía. Pero es usted tan hermosa que hará pronto otra vida, le dije para animarla. Entonces me dio un beso en la mejilla, un beso de hija mala.

Le dijiste lo de la urna, me preguntó mi mujer esa noche caminando por la acera después de la cena. No había manera de hablar a solas dentro de casa. No se quiere separar de él, di por respuesta. Me miró incisiva. Sabía que me tocaba demoler la caridad que ella había ostentado. Esa noche Mariela antes de irse a su habitación preguntó también. Le habrás dicho lo del nicho ¿verdad?

No pude dormir, me quedé mirando el foco apagado del techo pensando que no había comprado la lámpara para ocultarlo desde que nos mudamos a esa casa quince años atrás. De pronto, animado por el ultraje, encontré la solución. Así que entré a su habitación girando el picaporte con toda mesura y la contemplé con el pelo oscuro revuelto y el mismo camisón que asomaba por el escote de la bata azul marino con que nos informó de su infortunio hacía dos meses. Las rodillas estaban al descubierto y sus pies que parecían tersos me incitaban a acariciarlos, que digo a acariciarlos, a pasar mi lengua por entre sus dedos. Se movió un poco y recordé el motivo, la misión a la que me orillaba mi papel de padre y jefe de familia. Así que la tomé del tocador, observé mi reflejo en el espejo mientras desprendía a su amante de la intimidad de la alcoba. Perdón, susurré al muerto y después me hinqué a los pies de la cama, para mirar de cerca aquel arco y los tobillos rosados y estirar mi mano en la falsa pretensión de la caricia. Salí deprisa sin cerrar la puerta de nuevo. La ciudad estaba vacía así que no me tomó mucho tiempo llegar a la estación, correr al andén como si se me fuera a escapar un tren y dejarlo allí en la escalinata de uno de los vagones del Tapatío. Volví deprisa pero en casa ya habían notado la ausencia de Gonzalo. Mi mujer abrazaba a Silvia que lloraba sobre su cama y Mariela colocaba al french poodle rosa sutilmente en el tocador. Me podrían haber dicho que me fuera, espetaba Silvia entre sollozos. Esas no son maneras. Ustedes que habían sido tan gentiles. No pude más y me hinqué frente a ella, frente a sus gloriosos pies y sus rodillas sin importar la presencia de mi mujer, ni su compasión de última hora. Lo tuve que llevar a la estación, tuve que desprenderme de él. Sabe Silvia me dolía Gonzalo, yo también lo quise en esos kilómetros de conocerlo. Nos dolía a todos en casa. Fue un acto de amor por no condenar a Gonzalo al oscuro espacio de un nicho. Necesitamos su alegría Silvia. Y mientras mi mujer soltaba los hombros que antes sostuviera con fervor maternal, miré los pies de Silvia con la certeza de que bien valían un muerto.

Mónica Lavín

Elurofobia

Elurofobia Hasta donde podía recordar, Hilary Morgan había sufrido elurofobia; es decir, miedo mórbido al Felis domestica, el gato común o doméstico. Era, como cualquier fobia, un asunto totalmente incontrolable por su mente consciente. Podía decirse y se decía a sí mismo, del mismo modo que lo hacían sus preocupados amigos, que no tenía ningún motivo para temer a un minino inocuo. Por supuesto, los gatos podían arañar, y a veces lo hacían, pero en modo alguno eran tan potencialmente peligrosos como los perros. Incluso un perro pequeño, aunque juguetón, puede arrancar bastante dolorosamente un trozo considerable de epidermis, y un perro grande puede resultar mortal. ¿Gatos? Bah. Hilary adoraba a los perros y temía a los gatos, a todos los gatos. Si por la calle veía un gato a veinte metros de distancia, se encogía y cruzaba, sin tener en cuenta las señales de tráfico con tal de eludirlo. Si no tenía forma de evitarlo, daba media vuelta y desandaba lo caminado. Ninguno de sus amigos tenía gato; jamás aceptaba la primera invitación a casa de un nuevo conocido sin hacer cuidadosas preguntas hasta cerciorarse de que el amigo potencial no poseía un animal de denominación felina. Siempre utilizaba ese circunloquio u otro parecido porque hasta la palabra «gato» o cualquier otra que comenzara con esa sílaba le repelía. Nunca iba al mejor club nocturno de Albany - donde vivía- porque se llamaba Gatamaran Club y palidecía y temblaba cuando cualquier persona del despacho de la MacReady Noil Company - donde trabajaba- hacía un comentario gatuno. Evitaba y nunca hacía amistad con personas que se llamaran Tom o Félix; temía a las uñas de gato y a las garrapatas; nunca comía garrapiñadas ni gateaux. Jamás leía gacetas, no usaba gafas, no tocaba la gaita, no era galante ni salía a galopar.

Al margen de esta fobia y los diversos inconvenientes y molestias que le provocaba, vivía y amaba con toda normalidad. Sobre todo, amaba; en la treintena, aún era soltero pero no tenía nada de célibe; a decir verdad, uno podría decir todo lo contrario, si es que la palabra «célibe» tiene un contrario. Amaba a las mujeres, afortunadamente les resultaba muy atractivo y tenía montones de... pero esa era una palabra que jamás habla podido pensar en relación con sus amores. Allí residiría la locura. Por lo tanto, uno podría decir que Hilary Morgan, a pesar de las inhibiciones e irritaciones provocadas por su elurofobia, era un hombre muy dichoso. Y probablemente hubiera seguido siéndolo si durante su trigésimo quinto año de vida no hubiesen ocurrido dos cosas.

Se enamoró real y temerariamente de la mujer más atractiva que había conocido. Un tío acomodado murió y le dejó un legado de cincuenta mil dólares. Podría haber sobrevivido a cualquiera de estas cosas aparentemente maravillosas, pero la combinación se convirtió en su ruina. Desde luego, propuso a su amada el matrimonio en esas circunstancias y fue aceptado, no por la herencia sino porque ella también le amaba plenamente; no hubo regateo por parte de su amada en el sentido de hacerle esperar hasta el paso por cl altar. Si su amada tenía algún defecto, se trataba de una pequeña manía. Pero era la mejor de todas las manías, ninfomanía, y a Hilary no le molestaba en lo más mínimo. Uno podría decir que él tenía un toque de satiriasis, y qué mejor cura - «tratamiento» seria una palabra más adecuada - existe que una para la otra, su complemento.

Sí, Hilary Morgan era muy dichoso con su amor y con su herencia. Pero la combinación resultó fatal. Su futura esposa lo quería entero, tanto mental como físicamente, y le convenció de que debía consagrar parte de la herencia - tanto como fuera necesario; ella comentó que seguramente sólo serian unos pocos miles de dólares- a los servicios de un psiquiatra que le curaría para siempre de la elurofobia.

Escogió un buen psiquiatra. En una docena de sesiones, este puso al descubierto el pasado de Hilary hasta la edad de tres años; en aquel momento su temor a los gatos había sido aún más intenso que en el presente. Los recuerdos conscientes de Hilary no le llevaron más atrás. Lo único que su mente consciente sabía, y de oídas, sobre sus experiencias anteriores a la edad de tres años era que su madre había muerto durante el parto y que una serie de niñeras le habían atendido desde el momento en que nació hasta que su padre se volvió a casar, cuando él tenía poco menos de tres años. Con el propósito de atravesar la barrera del recuerdo consciente, el psiquiatra recurrió a la hipnosis para producir el fenómeno común de la regresión, la reversión de la mente y la memoria para que el sujeto pueda revivir y relatar sus experiencias en un pasado olvidado por su mente consciente. Bajo la más profunda de las hipnosis, llevó la memoria de Hilary hasta la edad de dos años y medio. En ese momento su padre había llevado a casa un gatito para él, se lo ofreció y dijo:

«Para ti, hijo. ¿Lo ves? ¡Un gatito!»

En aquel entonces Hilary gritó..., y ahora sus gritos también retumbaban en la consulta del psiquiatra. Éste le despertó de inmediato, le explicó lo ocurrido, puso fin a la sesión de ese día y dijo a Hilary que se estaban acercando, que tal vez durante la próxima sesión quedaría explicitado el trauma que le habla llevado a gritar al ver a un gatito a una edad tan temprana.

Durante la sesión siguiente, el psiquiatra volvió a someterle a hipnosis profunda y le hizo retroceder en la memoria aún más. Cuando Hilary, en su mente y en su memoria, se encontraba a la edad de dos años, revivió y relató otro episodio y -a medida que el recuerdo lo dominaba- volvió a gritar. En esta ocasión el psiquiatra le hizo volver del trance aun con más rapidez y sonrió. Dijo:

- Al fin hemos descubierto la experiencia traumática que le ha llevado a temer a los gatos y ya no les tendrá miedo nunca más. Cuando tenía dos años, tuvo una niñera que resultó ser peligrosamente psicótica. Una mañana, molesta porque usted lloraba en el parque, se volvió homicida, cogió un cuchillo de la cocina y le atacó. Intentó matarle. Afortunadamente su padre estaba en el cuarto contiguo, oyó sus gritos mientras ella se acercaba a usted con el cuchillo y logró llegar a tiempo para sujetarla y salvarle la vida. La internaron en un centro para locos peligrosos.

-¿Pero eso qué tiene que ver con mi temor a... bueno, al animal al que le tengo miedo?

- El apodo de la niñera era Minina. Cuando seis meses después su padre le ofreció un gato y lo llamó «gatito», su mente lo asoció con la experiencia espantosamente traumática con una mujer homicida llamada Minina y gritó. Ahora que ha revivido el recuerdo y sabe la verdad sobre lo ocurrido ya no tendrá miedo a los gatos. Está libre de la elurofobia. Se lo demostraré ahora mismo. A la espera del éxito, pedí a mi secretaria que trajera un gato, su gato, a la consulta. Lo dejé en su cesta y fuera de la vista mientras usted cruzaba la sala de espera. Ahora le pediré que lo traiga... y usted no le temerá. Reconocerá que se trata de un animal hermoso y probablemente querrá acariciarlo.

Cogió el teléfono de su escritorio e intercambió unas palabras con su secretaria.

- Doctor, espero realmente que esté en lo cierto dijo Hilary con sinceridad -. En ese caso, parece que mi mente llevó a cabo una transferencia absurda... si es correcto decirlo así. Quizás «asociación» sea más exacta. De todos modos, parece que nunca debí tener miedo a los gatos. En lugar de ello, debí temer a...

Se abrió la puerta y la hermosa secretaria del psiquiatra la atravesó con un gato en los brazos. Hilary Morgan se volvió, la vio... y gritó.

No por el gato.

Posteriormente podría haber sido curado de ginefobia, el temor mórbido a las mujeres, por catarsis, si la galopante brusquedad con que se enteró de la verdadera categoría de su fobia no le hubiera regalado graciosamente una catatonia catabólica y después una catalepsia tan profunda que duró hasta que, después de descansar durante corto tiempo sobre un gabán fue enterrado en una catacumba del cercano Gatwick.


Fredric Brown

Estaba tan ocupado...

Estaba tan ocupado... Estaba tan ocupado con las actualizaciones de su página web, que descuidó actualizar su propia vida: dejó de frecuentar a los amigos, se ocupaba cada vez menos de sus hijos y, sobre todo, olvidó decirle que la quería. Apenas dirigía miradas fugaces a aquellos ojos que antes le encendían el alma, dejó de actualizar los besos, que se hacen viejos tan pronto, y no alimentó de ninguna manera las ilusiones que un día compartieron. Y cuando quiso actualizar su vida, había olvidado la contraseña de acceso. Y los amigos, los hijos, y sobre todo ella, sólo le devolvían mensajes de error que le instalaron, primero en la confusión, y después en la profunda locura.

Víctor M. Juan Borroy

El acecho

El acecho Se detuvo junto a la ventana, con el rostro descompuesto por el miedo y un brazo tendido de manera sentenciosa, mientras gritaba es él, está otra vez allí, en la calle, mirá. Tiré con violencia la revista que tenía en las manos y corrí en un impulso casi desesperado hacia la puerta. Ya eso resultaba un hábito más en el desarrollo diario, algo completamente mecánico que realizaba con pasmosa rapidez, como bajo el imperativo de una orden perentoria, cada vez que Marina denunciaba la presencia del hombre que se había convertido en una tenaz amenaza. Recorrí la calle con la furtiva esperanza de poder atraparlo y acabar por fin con esa pesadilla; divisé algunos familiares habitantes del barrio que regresaban del trabajo o procuraban gozar el fresco aire de la noche, pero ningún rastro de quien despertaba toda mi rabia no sólo por su constante acecho sino también porque parecía tener la rara cualidad de esfumarse repentinamente, con el sigilo de un ladrón consumado, como si pretendiera rehuir cualquier enfrentamiento o, peor aún, fuera una hábil maniobra para atacar en el momento oportuno. La búsqueda resultó inútil y de nuevo me sentí con las manos atadas, impotente para destruir la trampa que se iba tornando cada vez más opresiva, aunque me esforcé por reflejar un aspecto sereno, casi despreocupado, cuando regresé a la casa y Marina me abrazó con el cuerpo agitado. Repetí las palabras acostumbradas, calmate, ya se fue, no estaba en la calle. Ella no pareció oírme o ya ninguna razón conseguía tranquilizarla, conferirle la fuerza necesaria para desalojar el obsesivo terror que la dominaba, se habrá escondido, estoy segura, jamás aceptará que lo haya abandonado, volverá para matarnos. El silencio fue un tácito asentimiento, la pasiva conformidad de que ese ominoso presagio nos sumiría en un estado de permanente desasosiego, hasta producirse la catarsis que significara la liberación o el derrumbe total. La certeza de una espada suspendida sobre nosotros, que nos aplastaría de modo sorpresivo, comenzó a prevalecer tres meses atrás, cuando ella se presentó solicitando un empleo en la compañía de seguros donde yo trabajaba. Advertí enseguida su extrema tensión, que la incitaba a mirar en torno con una alarma apenas disimulada, y luego, a través de la tarea diaria que fuimos compartiendo, me sentí sorprendentemente atraído por ella. Quise indagar en su mundo que de pronto presentí arduo y enigmático. Así, me impuse casi la obligación de explorarlo, de averiguar la causa del pavor y la ansiedad que le hacían considerar como un fatal enemigo a cualquier persona que se le acercaba. Quizás me aceptó no tanto por mi asedio sino por la irrefrenable necesidad de sentirse protegida, de tener a su lado alguien que le brindara un sólido apoyo; pero en el curso de aquellos días en que nos dedicamos a ir al cine, comer en un club o pasear por un parque, eligiendo siempre los lugares más discretos y apartados, como dos fugitivos que buscaban con avidez un refugio seguro, no quiso o no se atrevió a confesarme abiertamente el peligro que la agobiaba. Cuando decidió mudarse a mi departamento, la primera noche de absoluta intimidad se vio perturbada por una cuota de duda e inquietud, porque mi anhelo de posesión significaba tal vez una especie de ataque o sometimiento que ella no estaba dispuesta a consentir, como si eso llevara implícito exponer su debilidad, dejarla sola y sin defensa. Comprendí que debía vencer ese último baluarte para descubrirla en su completa sinceridad, para que ya no hubiera ningún secreto ni subterfugio entre nosotros. No me equivoqué; le costó ceder, llegar a la entrega total. Después que el placer compartido fue transformándose en agradable ternura a través de inéditas caricias, Marina habló en tono suave, pareciendo que cada palabra la aliviaba de una carga bochornosa. Es por él, Eduardo Márquez, íbamos a casarnos pero lo abandoné y prometió matarme, tengo mucho miedo. Entonces la mantuve fuertemente abrazada, similar a un pájaro que necesitaba calor para volar de nuevo, expresándole mi protección, la seguridad de que nada malo habría de ocurrirle mientras estuviéramos juntos. No tardé en comprobar que esa aspiración era completamente estéril ante el poder avasallador de aquel hombre que fue ocupando entre nosotros el lugar de un intruso despiadado; ningún medio resultó adecuado para librarnos del excluyente dominio impuesto por su ambigua presencia. Apresados en la maraña creada por el acecho de él, llegué a pensar que no teníamos otra alternativa que vivir así: ella obsedida por el miedo de reconocerlo entre la gente que cruzaba por la calle y yo, por el contrario, deseando que sucediera eso, que al fin resolviera dar la cara para tener la oportunidad de aplacar mi acumulado furor. Debido a ese estado de progresiva nerviosidad, Marina decidió no sólo abandonar el trabajo, sino también rechazar las invitaciones para presenciar cualquier espectáculo o simplemente pasear por la ciudad, pues ya no tuvo otro propósito que permanecer encerrada en la casa. Respeté su voluntad, abrigando la esperanza de que eso tal vez la ayudaría a sobreponerse; mientras me encontraba en la oficina no lograba relegar un instintivo temor porque quedaba sola y sin resguardo, pero, al estar de nuevo juntos, disfrutábamos plenamente una dosis de dicha y alivio. El aparente sosiego que predominó durante algún tiempo me hizo olvidar que había un enemigo asediando implacablemente, hasta aquélla tarde en que, al regresar al departamento, descubrí a un grupo de personas en la vereda, hablando casi a gritos y con gestos de manifiesta sorpresa y confusión. De inmediato creí recibir un brutal puñetazo en pleno rostro y, con la certeza de que se había concretado lo presentido tantas veces, me abrí paso a empujones y por fin quedé inmóvil, petrificado, únicamente absorto en el cuerpo de ella desplomado en el suelo con la ridícula postura de un muñeco cuyos miembros han sido destrozados. Permanecí un largo rato así, ajeno a la presencia y el bullicio de los demás, luchando en vano por convencerme de que era cierto, que él había consumado su venganza, que ya resultaba absoluta mi impotencia para modificar ese hecho; después, con extrema lentitud, levanté la cabeza y clavé la mirada en la ventana del tercer piso, completamente abierta, que me pareció un hueco odioso y siniestro a través del cual Marina había encontrado un atroz castigo o una definitiva liberación. Como una verdadera tortura soporté los extensos interrogatorios de la policía, aunque pude aportar muy pocos datos sobre la única persona que consideraba responsable de lo sucedido, excepto decirles que se llamaba Eduardo Márquez y darles las someras referencias físicas que ella me había confiado; no contaba con fotos para ayudar a identificarlo y eso tornaba muy remota la posibilidad de atraparlo. Sin embargo, deseé que no lo hicieran; la muerte de Marina resultaba algo demasiado personal, que me propuse vengar de manera exclusiva, impulsado por un voraz resentimiento, por el peso de una imprevista soledad. Poco a poco me fui hundiendo en un estado febril, casi de enloquecida exaltación, mientras estaba en la casa o realizaba mecánicamente las tareas diarias, o caminaba sin rumbo por las calles, consumido por la espera semejante a una cruel e interminable agonía. Procuré convertirme en un blanco perfecto, sumamente tentador, para que él repitiera su ataque, pues comprendí que no tenía otro modo para enfrentarlo; luego de sobrellevar durante varias semanas una angustiosa expectativa, el desaliento me hizo creer que nunca podría castigarlo, que él tal vez tuvo el único objetivo de matar a Marina. El hecho de su brusca y total desaparición me fue dejando el sabor de un agrio fracaso, la certidumbre de que jamás me recobraría de esa derrota. Me invadió con mayor fuerza el recuerdo de ella, acuciando mi remordimiento pero transformándose también en la única forma de recuperarla. Comencé a quedarme todo el tiempo libre recluido en el departamento que de repente pareció tener la cualidad de un refugio acogedor, de una ignorada belleza, donde ella fue surgiendo como una presencia tangible a través de cualquier objeto, de cada rincón en que vivimos un acto de amor, de la ropa que distribuí con afectuoso cuidado en el ropero. Fue mientras realizaba la tarea de revisar y arreglar todas las cosas de Marina cuando un día, sorpresivamente, descubrí en el fondo de un cajón la página de un diario, vieja y arrugada, a la que tal vez no le habría prestado la menor atención si no hubiera reparado que estaba celosamente guardada. Entre curioso e intrigado por el grueso título que hacía referencia a un drama pasional, observé la foto que mostraba el cuerpo de un hombre caído en un cuarto donde el mobiliario desordenado reflejaba la huella de una furiosa pelea, y luego, cuando leí el artículo, todo a mi alrededor comenzó a girar en un absurdo torbellino. No pude evitar un grito de protesta o de completo desconcierto ante la súbita, increíble revelación que me sacudió como una certera puñalada, mientras releía la noticia hasta que las letras se tornaron indefinidas frente a mi ojos cansados: "Mendoza, 19. A raíz de un violento altercado, que se presume de índole pasional de acuerdo con el testimonio suministrado por algunos vecinos, fue víctima de tres balazos el empleado Eduardo Márquez, de veintiséis años. Todas las sospechas del crimen recaen sobre su prometida, Marina Velasco, quien actualmente se encuentra prófuga".

Ángel Balzarino

La víctima

La víctima Juró asesinar a toda anciana que se cruzara en su vida. Y así lo hizo hasta aquel día en que siendo tan vieja como el objeto de su desprecio, al mirarse al espejo, primero con odio y luego con absurda ternura, perdonó a su última víctima.

Marcial Fernández

Piezas

Piezas Se trata de una cajita de madera que es al mismo tiempo un tablero de ajedrez. Por esa época, antes de conocerla, las niñas eran para mí seres inverosímiles que tenían una rayita de alcancía entre las piernas y con quienes no podía jugar bien a nada.

Mi prima grande, que ya me había enseñado los nombres de insectos como escarabajo y luciérnaga, la abrió. Me mostró las piezas que se guardaban dentro; me reveló sus movimientos. Aprendí a jugar.

Fue durante una madrugada hace muy poco. Me desperté y oí un persistente golpeteo, se oía cómo un escarabajo rinoceronte entre una caja de cigarrillos. Sin respirar y con la mirada fija en penumbras intenté ubicar el origen del ruidito. Encendí la luz, me levanté y sondeé cada rincón del cuarto. Venía de un estante de la biblioteca ¡Salía de la cajita! La cogí y la puse sobre las sábanas. De rodillas frente a ella me acerqué hasta rozarla con la oreja y, alejando la cara, comencé a abrirla.

Entre varios peones aferraban al rey que, desesperado por liberarse, veía como su dama, en medio de sollozos, era penetrada con desenfreno brutal por lampiños alfiles. En una montaña de sangre, junto a las torres, estaban degollados los caballos.

Cerré la caja, apilé varios libros encima. Ya era demasiado tarde.

Pablo Espinel