Escribir un cuento
El mecanismo de la escritura de un cuento me sigue pareciendo enigmático, y creo que entenderlo del todo -más que ser imposible - resultaría poco beneficioso, al menos para mi propia producción, dentro de los cánones estéticos que la guían. Esto básicamente porque creo - citando a Poli Délano - que uno cuenta una historia para decir otra cosa. Hay para mí una necesidad de subterráneos en la literatura; me parece imprescindible que existan capas sedimentarias en la lectura, así como en la geología, distintos lechos que hablan de distintas cosas, a propósito de una misma historia. La entretención tal vez resida en esa primera capa de significado, la más visible y evidente.
El cuento me ha venido de distintas maneras, siempre oscuras y misteriosas, sin develar hasta última hora y quizás nunca sus verdaderas intenciones. Otras voces, otras historias, otros temas anidan bajo la superficie, se deslizan entre medio de las palabras, se insertan en medio de la acción aparentemente regulada por el ritmo de una historia más o menos lineal. Como si uno fuese mediador de un mundo más complejo que el nuestro, para cuya descripción el lenguaje no es suficiente como medio de soporte, sino que debe ser el resorte de una sugerencia, una evocación oblicua de algo que queda a medio expresar y a medio comprender en nuestras conciencias.
A veces el cuento viene como una criatura completa, una sensación de entidad terminada, de un ser que debe ser vaciado al papel a la brevedad, con urgencia, de una sola vez, tal cual si fuera un alumbramiento. En estos casos el periodo de gravidez es muy variable, puede ir desde unas semanas hasta unos meses, incluso años. Incluso hay casos en los cuales este periodo parece no existir, pero sospecho que en estos casos ha habido un proceso subconsciente, oculto tras las sólidas murallas de nuestra identidad profunda, que apenas se atreve a revelarnos sus auténticas aflicciones y motivaciones. La etapa de gravidez se compone en general de mínimos episodios conscientes donde van agregándose detalles a la trama, a los personajes, o definiéndose escenas o formas de expresión, sentimientos o sensaciones. Pero hay un trabajo oculto, submarino, incomprensible, que antecede esos episodios. Creo de esta manera que hay un proceso de escritura que es previo a la escritura misma, al menos en estos casos.
Sin embargo, para la mí la duda surge en los otros casos, cuando el cuento es el resultado de una improvisación, al menos de la apariencia de una improvisación, desde mi punto de vista. El cuento viene como dictado desde la nada, de una idea que aparece producto de la obligación, del enfrentamiento a la página (más bien a la pantalla) en blanco. Viene a ser como el resultado de la disciplina del escritor, de la cotidiana batalla con el oficio, sin duda un resultado que es expresión de una larga disciplina anterior: lectura, escritura, análisis, revisión, destrucción, reescritura, búsqueda, exasperación, fracaso, depresión, reflexión, renacimiento, éxtasis, redención.
Siempre viene a ser resultado de lo anterior, de la vida previa de uno, de los otros, de los que nos han precedido en el oficio. Viene a ser el resultado de ese escritor-duende que nos habita, y nos dicta aquellos sucesos que son la materia prima de los cuentos, sin que podamos comprender a cabalidad el significado de los textos que susurra al oído de nuestra conciencia. Pero a pesar de esta precariedad somos capaces de escuchar lo suficiente como para trasladar a un texto tales susurros en forma de cuento.
La morfología del cuento viene a ser otro enigma de diferente naturaleza. En el pasado he leído miríadas de textos que la tratan de develar con éxito relativo. He asistido a discusiones escritas y habladas relativas a mis propios cuentos, donde su identidad se ha visto viviseccionada y mutilada a niveles intolerables para un creador. Mal que hablamos de una entidad muy parecida a un hijo, es doloroso ver al vástago extendido en la mesa de los cirujanos crueles, bien provistos de bisturíes teóricos implacables. ¿Será o no será un cuento? se cuestionan los cirujanos, fijándose más en el fin que en los medios, sin percibir que están frente a una criatura completa, integral, inclasificable. ¿Qué hace que un cuento lo sea efectivamente? Algo puede decirse sobre la extensión, la forma, la trama, pero siempre algo escapa a la definición, cada nuevo espécimen confirma o conforma una teoría y derriba otro centenar.
Con estos hijos que llamamos cuentos, también vivimos una vida conflictiva. Ciertos cuentos desarrollan con el tiempo una vida propia y tienen destinos diferentes, incluso opuestos. Unos nacen vigorosos y adquieren independencia con rapidez, otros demoran más en crecer. Algunos tienen largas etapas de silencio, donde pasan inadvertidos, hasta que algo los hace dar un salto. Otros tienen una existencia moderada y muchos parecen destinados a un anonimato que puede considerarse inclusive cruel. No siempre los predilectos alcanzan mayor éxito. Pero favoritos o no, ciertos cuentos generan un celo en el autor, ocupan mucho espacio, son citados, antologados, referidos, vueltos a publicar. Es más, uno se convierte en el autor del cuento X, y deja de ser uno mismo, lo que para el alma controvertida del escritor puede ser doloroso, aunque contenga placer. ¿Es ese cuento más importante que su autor? Definitivamente he concluido que sí, que esos hijos nuestros son más importantes y que hay que dejarlos vivir sus propias vidas en libertad. El escritor debe vivir en el silencio, en la observación, lejos de los protagonismos perversos (el éxito en su definición neoliberal). ¿Son algunos de estos cuentos superiores a otros? No lo sé, son mis hijos, mi vida se va en producirlos, en darlos a la luz, no en clasificarlos. La medida del éxito - bien lo sabemos - es subjetiva y errónea. Soy apenas un traductor de estos designios enigmáticos, de los susurros de otros seres que me habitan, que también son yo, mi trabajo es escucharlos y ser su voz. ¿Será necesario explicarlos, buscarles sentido? Tanto como a la vida, podría ser una respuesta.
Diego Muñoz Valenzuela
El cuento me ha venido de distintas maneras, siempre oscuras y misteriosas, sin develar hasta última hora y quizás nunca sus verdaderas intenciones. Otras voces, otras historias, otros temas anidan bajo la superficie, se deslizan entre medio de las palabras, se insertan en medio de la acción aparentemente regulada por el ritmo de una historia más o menos lineal. Como si uno fuese mediador de un mundo más complejo que el nuestro, para cuya descripción el lenguaje no es suficiente como medio de soporte, sino que debe ser el resorte de una sugerencia, una evocación oblicua de algo que queda a medio expresar y a medio comprender en nuestras conciencias.
A veces el cuento viene como una criatura completa, una sensación de entidad terminada, de un ser que debe ser vaciado al papel a la brevedad, con urgencia, de una sola vez, tal cual si fuera un alumbramiento. En estos casos el periodo de gravidez es muy variable, puede ir desde unas semanas hasta unos meses, incluso años. Incluso hay casos en los cuales este periodo parece no existir, pero sospecho que en estos casos ha habido un proceso subconsciente, oculto tras las sólidas murallas de nuestra identidad profunda, que apenas se atreve a revelarnos sus auténticas aflicciones y motivaciones. La etapa de gravidez se compone en general de mínimos episodios conscientes donde van agregándose detalles a la trama, a los personajes, o definiéndose escenas o formas de expresión, sentimientos o sensaciones. Pero hay un trabajo oculto, submarino, incomprensible, que antecede esos episodios. Creo de esta manera que hay un proceso de escritura que es previo a la escritura misma, al menos en estos casos.
Sin embargo, para la mí la duda surge en los otros casos, cuando el cuento es el resultado de una improvisación, al menos de la apariencia de una improvisación, desde mi punto de vista. El cuento viene como dictado desde la nada, de una idea que aparece producto de la obligación, del enfrentamiento a la página (más bien a la pantalla) en blanco. Viene a ser como el resultado de la disciplina del escritor, de la cotidiana batalla con el oficio, sin duda un resultado que es expresión de una larga disciplina anterior: lectura, escritura, análisis, revisión, destrucción, reescritura, búsqueda, exasperación, fracaso, depresión, reflexión, renacimiento, éxtasis, redención.
Siempre viene a ser resultado de lo anterior, de la vida previa de uno, de los otros, de los que nos han precedido en el oficio. Viene a ser el resultado de ese escritor-duende que nos habita, y nos dicta aquellos sucesos que son la materia prima de los cuentos, sin que podamos comprender a cabalidad el significado de los textos que susurra al oído de nuestra conciencia. Pero a pesar de esta precariedad somos capaces de escuchar lo suficiente como para trasladar a un texto tales susurros en forma de cuento.
La morfología del cuento viene a ser otro enigma de diferente naturaleza. En el pasado he leído miríadas de textos que la tratan de develar con éxito relativo. He asistido a discusiones escritas y habladas relativas a mis propios cuentos, donde su identidad se ha visto viviseccionada y mutilada a niveles intolerables para un creador. Mal que hablamos de una entidad muy parecida a un hijo, es doloroso ver al vástago extendido en la mesa de los cirujanos crueles, bien provistos de bisturíes teóricos implacables. ¿Será o no será un cuento? se cuestionan los cirujanos, fijándose más en el fin que en los medios, sin percibir que están frente a una criatura completa, integral, inclasificable. ¿Qué hace que un cuento lo sea efectivamente? Algo puede decirse sobre la extensión, la forma, la trama, pero siempre algo escapa a la definición, cada nuevo espécimen confirma o conforma una teoría y derriba otro centenar.
Con estos hijos que llamamos cuentos, también vivimos una vida conflictiva. Ciertos cuentos desarrollan con el tiempo una vida propia y tienen destinos diferentes, incluso opuestos. Unos nacen vigorosos y adquieren independencia con rapidez, otros demoran más en crecer. Algunos tienen largas etapas de silencio, donde pasan inadvertidos, hasta que algo los hace dar un salto. Otros tienen una existencia moderada y muchos parecen destinados a un anonimato que puede considerarse inclusive cruel. No siempre los predilectos alcanzan mayor éxito. Pero favoritos o no, ciertos cuentos generan un celo en el autor, ocupan mucho espacio, son citados, antologados, referidos, vueltos a publicar. Es más, uno se convierte en el autor del cuento X, y deja de ser uno mismo, lo que para el alma controvertida del escritor puede ser doloroso, aunque contenga placer. ¿Es ese cuento más importante que su autor? Definitivamente he concluido que sí, que esos hijos nuestros son más importantes y que hay que dejarlos vivir sus propias vidas en libertad. El escritor debe vivir en el silencio, en la observación, lejos de los protagonismos perversos (el éxito en su definición neoliberal). ¿Son algunos de estos cuentos superiores a otros? No lo sé, son mis hijos, mi vida se va en producirlos, en darlos a la luz, no en clasificarlos. La medida del éxito - bien lo sabemos - es subjetiva y errónea. Soy apenas un traductor de estos designios enigmáticos, de los susurros de otros seres que me habitan, que también son yo, mi trabajo es escucharlos y ser su voz. ¿Será necesario explicarlos, buscarles sentido? Tanto como a la vida, podría ser una respuesta.
Diego Muñoz Valenzuela
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