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Leonardo Padura o el desencanto

Leonardo Padura (1955) inaugura en Cuba el subgénero narrativo bautizado por la crítica francesa como novela negra. Con anterioridad, durante los años 70 y 80, proliferó en la Isla la variante menos prestigiosa de este tipo de relato, la novela policíaca. Es importante trazar las fronteras entre ambas categorías para poder apreciar mejor los riesgos y los logros de la tetralogía, “Las Cuatro Estaciones”, de Padura.

Con más de 120 títulos publicados, la novela policíaca se convirtió en el periodo apuntado en la forma literaria más favorecida por el régimen cubano, hasta el punto de ponerse en circulación una revista especializada (Enigma, 1986-1988) en una época en que se escamoteaba el papel para la publicación de otras obras de mayor fundamento literario. No fue una casualidad que el impulso primero, y sostenedor siempre, de esta avalancha proviniese del Ministerio del Interior con la convocatoria a su premio anual de novela policíaca, donde se advertía que estas obras serán un estímulo a la prevención y vigilancia de todas las actividades antisociales o contra el poder del pueblo. El carácter ancilar de estas obras quedaba nítidamente subrayado en los claros preceptos que el poder político establecía en su caracterización. Si la novela policíaca quedaba demeritada en la sociedad capitalista por su servidumbre al mercado, por su propósito de entretenimiento o por su limitación a sucesivos ejercicios de agudeza de ingenio; la versión cubana se devaluaba por su adscripción a un didactismo partidista, su versión maniquea de los conflictos humanos y por una escritura simplificada, ajena a plantear cualquier inquietud al lector. Pecaba de uno de los mayores enemigos del arte: el cultivo de las buenas intenciones.

Más cerca se encontraban los autores cubanos de la prédica tendenciosa de José A. Portuondo, cuando afirmaba: La novela policial nacida con la Revolución cubana aporta una nota nueva al género y es la que significa la defensa de la justicia y de la legalidad revolucionarias, identificadas, realizadas, no sólo por un individuo normal, sin genialidades, sino, además, con la colaboración colectiva del aparato policial y legal del estado socialista y la muy eficaz y constante ayuda de los organismos de masa, principalmente los Comités de Defensa de la Revolución, que de la sabia advertencia de Alejo Carpentier: Creo que muy pocos maestros de la literatura contemporánea serían capaces de escribir una buena novela policíaca, y que este género es uno de los más difíciles de cultivar que existen en el mundo. Sólo dos nombres sobresalen durante el periodo, ambos dotados de rasgos excepcionales, Daniel Chavarría, uruguayo con residencia en Cuba, y Luis Rogelio Nogueras, sobresaliente poeta y eficaz narrador, aun cuando el último no pudiera librarse del tono apologético imperante y de cierta tendencia al lirismo más complaciente. El resto es olvidable.

La novela negra, por su parte, surge en Estados Unidos en los años veinte desde una conciencia crítica. Son siempre textos incómodos para el establishment. Su propósito no está dirigido únicamente a la solución de un delito, sino, más bien, a la presentación de un escenario de conflictos humanos y de relaciones sociopolíticas perversas, a los que se une el estudio en profundidad de caracteres emblemáticos. Todo ello según la norma de Raymond Chandler: Los personajes, el ambiente y la atmósfera deben ser realistas. Hay que referirse a personas reales en un mundo real, aunque exista, evidentemente, una parte de imaginación. Pesa sobre estas obras una atmósfera de desencanto y de grisura generalizada. El detective, de vida económica inestable, linda la marginalidad, al tiempo que se provee de una máscara aparentemente cínica pero que esconde una naturaleza de una rara sensibilidad. Cuidadas en su estilo, vigiladas en su verosimilitud y con una intriga de peso en cuanto argumento, estas novelas alcanzaron un indudable prestigio literario gracias a la escritura de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Ch. Himes, entre otros pocos.

Las novelas de Leonardo Padura que constituyen su tetralogía Las Cuatro Estaciones se inscriben de manera notable en el ámbito de la novela negra y nada tienen que ver con la novela policíaca al uso cubano. La colección se desarrolla a lo largo de doce meses -un título por cada estación-, durante 1989, precisamente uno de los años más difíciles del llamado periodo especial. Y parecen estar dirigidas a mostrar la contrafaz del imaginario oficial.

En un contexto muy diferente al norteamericano, la obra de Padura se levanta como una metáfora del desencanto frente al hiperbólico discurso triunfalista del régimen. En una entrevista con el escritor italiano Gaetano Longo, Padura afirma: La realidad cubana exigía una nueva novela policial, más aguda, más crítica, más realista, mejor escrita. El eje de esta reflexión crítica pasará por el singular policía Mario Conde. El propio Padura precisa la singularidad de su protagonista: Mario Conde es una metáfora, no un policía, y su vida, simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura (Nota del autor en Máscaras).

El ciclo, integrado por Pasado perfecto (2000), Vientos de Cuaresma (2001), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998) 5 mereció de inmediato la atención unánime de la crítica internacional, que reconocía en estas obras la superación de los estrechos límites de la novela policíaca, la auscultación de un desengaño vital de la espuria representación oficial, la madurez de un discurso crítico que omitía un explícito y epidérmico anticastrismo, la indagación irónica a veces, desgarrada otras, de una realidad enturbiada por la impostura, el disimulo, el enmascaramiento y el miedo. No es de extrañar la sucesión de premios que han merecido estas obras: el Café Gijón (1995), el Premio Hammett (1997 y 1998), el Premio de la Semana Negra de Gijón (1998) o el francés Premio de las Islas (2000).

Mario Conde, el protagonista del ciclo, es, según el autor, el representante típico de una generación escondida, caracterizada por ser una generación sin cara, sin lugar y sin cojones. Una generación cuyos sueños han quedado frustrados y que cobra vida, no sólo en Conde, sino en el desamparado grupo de compañeros de instituto que reaparecen en todo el ciclo, y cuyo más trágico representante es el Flaco Carlos, paralizado en una silla de ruedas como secuela de un balazo recibido en Angola, una guerra lejana y absurda.

Padura protege a su investigador de los trazos fuertes del género, subrayando zonas falibles y blandas de su carácter. Sabemos que Mario Conde no sólo cultiva en solitario el vicio de la narrativa, sino que ha escrito poemas en su juventud. Le confiere así una humanidad frágil que rompe los esquemas del héroe machista. El autor ha sabido conciliar en Mario Conde una personalidad aparentemente áspera y solitaria -consolado por su pez peleador Rufino-, pero capaz de sostener un entrañable sentido de la lealtad a la amistad y de sufrir una tierna incapacidad para resistirse al amor. Padura no teme depositar en cada entrega una aventura amorosa de su protagonista, condenada al fracaso en cada ocasión. Trazado con las líneas gruesas del antihéroe -un derrotado, no un perdedor, le confiesa Padura a Gaetano Longo-, este paradójico policía, por otra parte, asume en su habla y en su conducta una auténtica cubanidad elaborada de múltiples contradicciones.

En cada novela Conde enfrenta una zona oscura de la sociedad cubana. Cada caso, cada personaje corrupto parece escaparse de la contingencia casuística para instalarse en una representación metonímica de mayor alcance. No en balde Mario Conde puede rumiar: En los últimos tiempos, pensó, los robos y los asaltos se mantenían en línea ascendente, la malversación de la propiedad estatal parecía indetenible y el tráfico de dólares y de obras de arte era mucho más que una moda pasajera. Si Pasado perfecto pone al descubierto el engranaje del oportunismo y de la doble moral en las altas esferas de la administración estatal, Máscaras es una denuncia de la represión cultural de los setenta y de las persecuciones desatadas contra los homosexuales, ³un homenaje a los que, como Virgilio (Piñera), fueron condenados por algo tan personal e íntimo como las preferencias sexuales, en palabras de Padura (entrevista de Gaetano Longo); si Paisaje de otoño pone al descubierto una trama de corrupciones y complicidades en el tráfico de obras de arte, Vientos de Cuaresma expone un escenario donde las falsas apariencias ocultan el tráfico de influencias y el consumo de drogas.

El espacio abierto por Padura, presente en otras obras, como El libro de la realidad (2001) de Arturo Arango, sobre todo en sus aspectos desacralizadores del discurso épico, nos advierte de que algo comienza a cambiar desde abajo. Lo que no significa que el territorio minado por la represión haya sido clausurado ni que los escritores hayan dejado de estar en la mirilla de los comisarios políticos de la cultura. Circunstancia que, aunque extraliteraria, añade un excedente de reconocimiento en su escritura. Todavía en 1999, Padura, al tiempo que reconocía una benevolente actitud del ministro de cultura, Abel Prieto, declaraba imprudente desde su raigal Mantilla: Ahora, al estar tan demarcados los límites políticos, cualquier cosa que vaya más allá de lo correcto puede provocar miedo. Esta misma entrevista -las respuestas que te estoy dando- podría provocarme mucho miedo, porque sé que existe la posibilidad de que un funcionario piense que estoy diciendo cosas que son políticamente incorrectas y venga a pedirme explicaciones. No estoy exento ni a salvaguarda del miedo que sienten muchas personas en Cuba.

No es difícil concluir que salvo el magisterio canónico de Guillermo Cabrera Infante, no existe en el panorama de la narrativa cubana actual un conjunto de obras que aporte una escritura más lúcida y eficaz que el ciclo Las Cuatro Estaciones de Leonardo Padura. Quizá ello sea debido a un fenómeno lúcidamente descrito por Nabokov: A veces, en el curso de los acontecimientos, cuando el flujo del tiempo se convierte en un torrente fangoso y la historia inunda nuestros sótanos, las personas serias tienden a reconocer una correlación entre el escritor y la comunidad nacional o universal; y los mismos escritores empiezan a preocuparse por sus obligaciones.

Pío E. Serrano

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