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El mal

El mal Una noche rodearon la cama contigua con biombos. Alguien explicó a Efrén que su vecino estaba agonizando. Ese vecino perverso no sólo le había robado la manzana que estaba sobre la mesa de luz, sino el derecho a gozar de la protección de esos biombos, en cuya otra faz había seguramente pintadas flores y figuras de querubes. Esta circunstancia oscureció la alegría de Efrén. Asimismo, con sábanas y frazadas para cubrirse, estaba en el paraíso. Veía de soslayo la luz rosada de los ventanales. De vez en cuando le daban de beber; tenía conciencia del alba, de la mañana, del día, de la tarde y de la noche, aunque las persianas estuvieran cerradas y que ningún reloj le anunciara la hora. Cuando estaba sano solía comer con tanta rapidez que todos los alimentos tenían el mismo sabor. Ahora, reconocía la diferencia que hay hasta en los gustos de una naranja y de una mandarina. Apreciaba cada ruido que oía en la calle o en el edificio, las voces y los gritos, el ruido de las cañerías, de los ascensores, de los automóviles, de los coches de caballos que pasaban. Cuando sentía necesidad de orinar tocaba el timbre; mágicamente aparecía una mujer, con blancura de estatua, trayendo un florero de vidrio que era una suerte de reliquia y esa misma mujer, con ojos etruscos y uñas de rubí, le ponía enemas o lo pinchaba con una aguja como si cosiera un género precioso. Una caja de música no era tan musical, el pecho de una santa o de un ángel tan buenos como la almohada donde recostaba la cabeza. Cosquilleos agradables le corrían por la nuca, bajaban por la columna vertebral a las rodillas. Pensaba: era la primera vez que podía pensar: "Qué precio tiene un cuerpo. Vivimos como si no valiera nada, imponiéndole sacrificios hasta que revienta. La enfermedad es una lección de anatomía." Soñaba: era la primera vez que podía soñar. Juegos de billar, una pipa, el diario leído minuciosamente, viajes breves, mujeres que le sonreían en un cinematógrafo, una corbata roja, lo deleitaban. En sus delirios tenía presencias del futuro; las visitas de los domingos, que se enteraron de su don, acudían al hospital para acercarse a su cama y oír las predicciones.
Advirtió que los biombos no rodeaban la cama del vecino, sino la suya, y quedó complacido. Los pies ya no le dolían de tanto caminar, ni la cintura de tanto estar agachado, ni el estómago de pasar tanta hambre. Divisaba el patio con palmeras y palomas, en cada ventanal. El tiempo no pasaba porque la felicidad es eterna.

Los médicos dijeron que iban a salvarlo. Retiraron los biombos con flores y querubes. A su juicio, los médicos eran bribones. Saben dónde se aloja la enfermedad y la manejan a su gusto. El organismo tal vez oye los diálogos que rodean la cama de un enfermo. Efrén tuvo pesadillas por culpa de esos diálogos.

Soñó que para ir al trabajo tomaba un colectivo y después de sentarse advertía que el colectivo no tenía ruedas, que bajaba del colectivo y tomaba otro que no tenía motor y así sucesivamente hasta que se hacía de noche.

Soñó que estaba en la peletería, cosiendo pieles; las pieles se movían, gruñían. Al cabo de un rato, en el cuarto donde trabajaba, varias fieras, con aliento inmundo, le mordían los tobillos y las manos. Al cabo de un rato, las fieras hablaban entre ellas. El no entendía lo que decían porque hablaban en un extraño idioma. Comprendía finalmente que iban a devorarlo.

Soñó que tenía hambre. No había nada que comer; entonces sacaba del bolsillo un trozo de pan tan viejo que no podía morderlo con los dientes; lo remojaba en agua, pero continuaba igual; finalmente, cuando lo mordía, sus dientes quedaban dentro del único pan que había conseguido para alimentarse. El camino hacia la salud, hacia la vida, era ése.

El organismo de Efrén, que era fuerte y astuto, buscó un lugar en sus entrañas para esconder el mal. Ese mal era una fortuna: con subterfugios, encontró manera de conservarlo el mayor tiempo posible. De ese modo Efrén durante unos días, con el sentimiento de culpa que inspira siempre el engaño, volvió a ser feliz. La hermana de caridad le hablaba de sus hijos y de su mujer, inútilmente. Para él, ellos estaban dentro de la libreta del pan o de la carne. Tenían precio. Costaban cada día más.

Sudó, se agachó, sufrió, lloró, caminó leguas y leguas para conseguir la tranquilidad que ahora querían arrebatarle.

Silvina Ocampo

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