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La flor de la enredadera

La flor de la enredadera Se revolvía en el lecho en un sueño atormentado.
¿Por qué los patrones ricos se marchan al extranjero y dejan deliberando solo a un pobre anciano que nunca ha dado un paso que no vaya fundado en una orden?
-¿Debo arrancarla? -se preguntaba el viejo con los ojos abiertos a la noche. El mayordomo dice que destruye los muros, que daña el edificio. Lupe, el maestro del jardín vecino, asegura que es una enredadera sin valor ni belleza, que es una planta inútil… Y acostumbrado a realizar el pensamiento de otros, cogía entre sus manos el hachón para arrancar las guías que se pegaban al frente de la casa. Una vez desprendida, aflojaría la tierra y sacaría la enredadera de raíz.
Hacía tres noches que se revolvía en la cama con este pensamiento. El año anterior, en esta época, le había sucedido igual cosa.
Diez días luchó atormentado sin saber si debía o no arrancarla. Y la dejó. Esta vez sería igual y el año siguiente sucedería lo mismo, y así, año tras año.
-El patrón te enrostrará que por flojera o descuido habrás destruido el muro de la casa y será preciso hacer una reparación costosa -oía la voz del mayordomo-. Planta allí un arbolillo que se tenga en pie solo, que dé flores o fruto.
Pero el mayordomo nada sabía de plantas. Su arte era darles lustre a los pisos, a los metales, a los vidrios de la casa. Conocía los trucos para dejar relucientes y nuevos todos los artículos sin vida, y no apreciaba las ramas ni las flores en las matas, sino puestas en los jarrones, bien escogidas, con tallos del mismo largo y repartidas equilibradamente.
Y sin embargo… acaso tenía razón.
Cogía el viejo jardinero el hachón y, arrastrando sus pies que no podían ya desprenderse del suelo, se encaminaba hacia la enredadera.
-Es cierto -se decía, sintiendo flaquear entre sus dedos la herramienta-, no da ninguna flor. Nadie se detiene a mirarla ni me ha pedido jamás un brote de ella para reproducirla, y sus brazos cansados parecían advertirle que no podría levantar el hacha para derribarla.
Era de noche. No había luz ni estrellas, y sin embargo la noche estaba clara. Con una claridad incomprensible, como la del agua.
La trepadora se extendía sobre el muro como un prado de hierba que crece vertical y le ocultaba de la vista, dañándolo por cierto.
Hizo un esfuerzo: alzó en alto el hachón para dejarlo caer entre las ramas sin vacilar, y de pronto se detuvo.
Una golondrina había ido a posarse en el filo de la herramienta.
-¡Eh! ¡Vete! -le dijo el viejo-. ¿No ves que puedo partirte en dos…? -Pero la golondrina no se movió.
-No es mi intención matarte, pero si insistes en mantenerte sobre el filo del hacha vas a morir, porque he venido a derribar esta enredadera…
-Si es así -dijo la golondrina- no me importa morir si he de amortiguar el golpe. Entre sus ramas está el nido de mis pequeños, y al arrancarla del muro morirán todos.
-Mi deber es cuidar que mis plantas no estropeen la morada del patrón, no la tuya -dijo el jardinero.
-El año pasado era yo quien estaba en ese nido, y si hubieras venido con el hacha, mi madre habría hecho por mí lo que yo hago por mis hijos. Y una ño antes mi abuela… Y así año tras año. No la arranques, viejecito; en ella está la semilla de veinte generaciones de golondrinas -suplicó.
Con un gesto violento hizo perder su equilibrio al pájaro y libró el filo de él. Una vez más levantó en alto el hachón, y, en el preciso instante de dejarlo caer, sintió un cosquilleo en el cuello.
Bajó la herramienta, y buscó con la mano al inoportuno bicho.
Entre los gruesos dedos del jardinero, un grillo se retorcía angustiado.
-Bicho odioso -dijo el viejo, haciendo un gesto para lanzarlo lejos; pero el grillo permaneció pegado a su dedo como una verruga.
-No arranques la enredadera -suplicó el insecto-; en ella nos ocultamos para cantar, y escalamos el muro entonando los himnos más alegres y optimistas de la noche.
Con la otra mano cogió el viejo al grillo y lo desprendió de su dedo sin responder.
Todavía otra vez alzó en el aire su herramienta, pero su mango se había cogido, enredado en los hilos de una telaraña.
-No te dejaremos derribar la trepadora -dijeron las arañitas verdes pintadas de amarillo y rojo-. A esta enredadera debemos tantos favores que seríamos ingratas en dejarla morir sin defenderla. Si la destruyes, te envenenaremos la sangre.
-Eso no importa -dijo el jardinero-, el deber es uno -y cortó las hebras pegajosas de la tela.
En ese instante asomaron de entre las hierbas unas cuantas cabecitas impertinentes y de ojos inquietos. Eran las lagartijas y los lagartos.
-¿Es posible que vayan a destruir nuestro refugio? -preguntaron incrédulos-. ¿Es posible que vayan a robarle todo su atractivo al sol, dejándonos sin sombra todo el día?
-!Ea! -exclamó el jardinero con una terquedad que no le era habitual-. Sería lo último que entrara yo en consideraciones con los bichos y pájaros, y que por proteger sus costumbres descuidase el interés de mis patrones -y cerrando los ojos, para no ver más opositores a su resolución, alzó de un gesto el hacha y la dejó caer de un solo golpe.
Con verdadero terror sintió rodar una avalancha de arenilla.
-He destruido el muro -dijo atemorizado, poniéndose frío.
-Yo te he obligado a ello -habló la casa-.
Tú no sabes lo que haces al querer derribar esta trepadora. Ella cubre mi enlucido descascarado y sucio, ella protege mis muros contra la humedad y los cálidos rayos del sol, ella me abraza y sostiene, se extiende como un águila grande con sus alas abiertas para amparar mi vejez, y me refresca en verano y me entibia en invierno. No sabes comprenderla. Ella disfraza su generosidad: bajo la apariencia de que se apoya en mí, egoístamente, bajo un aspecto absorbente y acaparador, es ella quien se desvive por nosotros. Parece buscar apoyo, y entretanto es ella quien nos lo da. Tú no la comprendes. Pero ahora que ya has destruido el muro, le salvarás la vida.¿Verdad?
El jardinero dio un paso atrás. El hacha había caído a sus pies y las gotas de transpiración asomaban a su frente. Había estado a punto de cometer una torpeza tan grande, que aún no se recobraba del horror de lo que pudo hacer.
Con sus rodillas temblorosas, volvió sobre sus pasos.
Cuando se hubo marchado, la golondrina, el grillo, las arañitas y los lagartos se agruparon en torno de la herida del muro de la casa.
-A ti debemos nuestra felicidad -dijeron en coro, con lágrimas en los ojos-. Tú eres la que en verdad te has sacrificado por nosotros -lloraron de emoción y reconocimiento.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, despertó el jardinero con esta preocupación: Debo cavar un poco la tierra en torno a la enredadera. Acaso cuidándola, llegue algún día a florecer -y se encaminó hacia ella a remover la mala hierba que entorpecía sus raíces.
Cuando a mediodía alzó los ojos para suspender su trabajo e irse a merendar, quedóse perplejo: entre las hojas verdes de la enredadera, en el punto preciso donde en su sueño dejara caer el hacha, había surgido como un milagro una hermosa flor. Una florecilla blanca y transparente como una lágrima.
Y cuando los vecinos se detuvieron sorprendidos a admirarla, el viejo sonreía misteriosamente.
-Es una flor muy distinguida y elegante -dijo el mayordomo-. Es preciso cultivar esta enredadera, porque pienso decorar con sus flores la mesa de los patrones el día de su regreso.
Y el corazón del viejo se llenó de contento y de satisfacción, aun cuando a nadie reveló el secreto de esa flor.
¿Quién comprendería jamás que había nacido de unas cuantas lágrimas de reconocimiento derramadas por una golondrina, un grillo, una arañita y algunos lagartos, y que había brotado en la herida del muro de la casa?

Marcela Paz

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