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Julio Cortázar

Julio Cortázar Julio Cortázar sufrió una doble excomunión en la cultura argentina: como representante de una apertura nueva y audaz en el campo de la imaginación, fue amordazado por el Proceso, pero también fue menoscabado por las valoraciones sesgadas, en lo político y en lo literario, que se abrieron paso después del Proceso. Arlt remplazó a Borges y Puig a Cortázar en los programas (o pogromos) académicos oficiales, como si la literatura argentina fuera una casa para escasos moradores. No se le perdonó su antiperonismo, como luego tampoco se le perdonarían su castrismo o su anticastrismo. Pero lo cierto es que el admirador de Keats, que dejó un libro tan espléndido como ignorado sobre su encuentro con el poeta inglés; el gran cuentista de "El perseguidor" y "Las puertas del cielo", el escritor conmocionante de Rayuela, el ensayista, lúcido e incendiario a la vez, de Ultimo Round y La vuelta al día en ochenta mundos, el poeta desconocido que todavía aguarda una lectura, merecida pero hasta ahora postergada, el Cortázar capaz de todos esos rostros nos ha dejado marcados para siempre, con todos los fuegos del fuego. Y también es Cortázar en nuestra memoria el hermano mayor que abría caminos compartiendo lecturas y revelaciones, el gran amigo, el de la voz clara que preservaba la infancia y señalaba los destinos borrascosos de la historia latinoamericana, el que podía hacer circular un manifiesto apasionado a favor de los desaparecidos y escribir una carta de conmovida admiración a Susana Rinaldi.

Traductor de Gide y de Chesterton e intérprete oficial en la Unesco, fue capaz de ser amigo de Octavio Paz y también de Fidel Castro, adherente a la Revolución Cubana cuando lo sintió necesario y denunciante cuando lo supo necesario. Fue arriesgado, dispuesto al cambio, cordial y vital: un hombre a tono con las difíciles condiciones de su tiempo, con el cual se comprometió y en el cual se inspiró para crear una escritura nueva, íntima en ocasiones, a veces coloquial, otras veces erótica o lúdica, iluminada por grandes acentos de desgarramiento humano y de piedad e indignación profética. Una decidida vocación de universalidad lo impulsaba a una actividad omnívora que abarcaba enormes y sustanciosas lecturas e inspiraba la familiaridad con plásticos sobre los cuales dejó importantes escritos, un gran amor por la música contemporánea, la libertad de experimentación manifiesta en sus colecciones o invenciones de juguetes y máquinas imprevisibles, la voluntad permanente del viaje, el arraigado y diferente sentido del humor. También lo guiaban la curiosidad y el interés con que seguía los experimentos de percepción extrasensorial, y su propia capacidad para ponerse en contacto con las zonas limítrofes del conocimiento.

Generacionalmente, Cortázar representa el último embate de la vanguardia latinoamericana, cuando trastrueca el género narrativo en ese proyecto extraordinario que es Rayuela, una obra que debe tanto, por su capacidad de transformación del lenguaje y de las técnicas narrativas, a autores tan diversos y opuestos como Witold Gombrowicz, Leopoldo Marechal y James Joyce. Con los autores contemporáneos comparte el propósito de hacer de la literatura un objeto de la literatura, pero se aleja del acostumbrado cinismo posmodernista, y de las consignas que imponen lo light y lo cool como mandamientos supremos de la estética moderna, por su apasionamiento indomable y su búsqueda permanente de absoluto. Cortázar concibe la literatura, en la huella de los románticos alemanes y los surrealistas franceses, y en el ámbito de las teologías heterodoxas del hombre nuevo, como una experiencia capaz de transformar al hombre a través de una revolución radical de lo imaginario y del lenguaje. Lo interesante fue su manera de cuestionarse a fondo, a través de las dos revoluciones a las que adhirió, la surrealista y la socialista, sin traicionarse nunca a sí mismo. Siguió así un camino solitario entre opciones erizadas de dificultades, rupturas y malentendidos. Lo llamaríamos, sin desmedro ni ironía, un utopista crítico y un memorable maestro; pero también lo recordamos como un mentor irreverente, un defensor leal y valiente de autores incómodos o aparentemente marginales, como Marechal, Martínez Estrada y Pizarnik; un permanente vigía de lo desconocido, y un escritor imprescindible en el mapa de nuestra literatura.

Entrañable fue la amistad entre Cortázar y Pizarnik, en el París de fines de los sesenta. Acaso ella había explorado más a los medievales y él supiera más de jazz, pero lo importante es que en esa generación aparece, con ellos dos, un lector argentino mucho más universal, ávido e irreverente que los anteriores, a caballo entre el francés y el inglés, incorporado a la tradición latinoamericana de dialectos urbanos y de rechazo del español académico. Un lector abierto, además, a un nuevo tipo de poética transgresora, que en la década del cincuenta no había hecho aún su irrupción visible entre nosotros. Ninguno de los dos se deja contener en la huella de Borges, y su exploración por las fronteras de lo irracional o lo perverso tiene que ver con una suerte de insubordinación frontal con respecto a la estética de los círculos oficiales en aquel tiempo. Una sublevación permanente late en los escritos de ambos, salpicados de citas esotéricas, salvoconductos de un mundo dinamitado que exploraban con pasión insobornable. Les interesaban los escritores europeos contestatarios o diferentes: Beauvoir, Pasternak, Schulz, Gombrowicz. Ellos mismos habían asumido el riesgo de la marginalidad, internándose en un París fascinante pero también feroz, sumamente distinto y distante de los círculos porteños, emisores de fáciles seguridades, y los dos habían emergido de esta prueba como nombres fuertes, emblemas de encuentro para una nueva generación sedienta de un lenguaje que funcionara como documento de identidad epocal.

Verdaderamente extraordinaria es la lectura que hace Pizarnik del cuento de Cortázar "El otro cielo", (Todos los fuegos el fuego,1966). De este artículo ha dicho con razón Cobo Borda que es "el más perspicaz de los artículos de Pizarnik": un texto "donde la sombra de Lautréamont sobrevuela como un vampiro sobre su presa". La lectura de Pizarnik es vertiginosa: una espiral negra que se va hundiendo en un giro de interpretaciones cada vez más profundas, sometiendo cada párrafo a una vuelta de tuerca ulterior, hasta que el ajuste, impecable, se vuelve de algún modo irrespirable. No estamos leyendo una crítica, sino que nos sumergimos en una atmósfera de densidad asfixiante, pero también alucinatoria. Los lugares de paso son metáforas de lo ominoso: "Galerías y pasajes serían recintos donde encarna lo imposible", acotará Pizarnik con su inimitable precisión para apuntar al sentido secreto de los símbolos.

El pasaje, físicamente representado por una galería, se da entre el relator, un opaco corredor de Bolsa que se traslada oníricamente de París a Buenos Aires, y sus dos dobles: un asesino que acaba por ser atrapado y un muchacho sudamericano que carecerá de nombre, como el protagonista, pero en quien se bosqueja una suerte de autorretrato del mismo Cortázar. "Un hombre joven, muy alto y un poco encorvado" que habla el francés "sin el menor acento", y "parece un colegial que ha crecido de golpe". El asesino es desenmascarado y sentenciado; simultáneamente, el muchacho sudamericano muere, oculto en su bohardilla, tan misterioso y solitario en su final como a lo largo de su trayectoria bohemia. El protagonista siente que las dos muertes son simétricas. Como lo anota Pizarnik, "el corredor de Bolsa logra eximirse de las más terribles confrontaciones con la locura y con la muerte; sin embargo, entiende que con ello dejó pasar la ocasión de salvarse de no sabe qué cosa." Aquello de lo que hubiera podido salvarse es, precisamente, la oscilación entre París y Buenos Aires, el tercer exilio real que proviene del espacio híbrido que habita, el "perdurar indefinidamente en la ambigüedad". "El protagonista afirma que no se atrevió a dar el paso definitivo. A lo cual agrego una conjetura propia: no importa si no se animó a dar el paso definitivo porque alguien lo ha dado en su lugar. Ese alguien es su doble: un poeta que se extravió en la busca de las cosas que nos conciernen fundamentalmente." Porque en realidad el sudamericano es una proyección de Lautréamont, el autor del epígrafe con el que Cortázar encabeza el relato, sin aclararnos su origen.

En el criminal, Lautréamont también ha desplazado su veta de asesino inconsciente; en el muchacho sudamericano, que vive y escribe, como él, en una bohardilla parisiense, su fervor por la noche, la poesía y la disolución. El protagonista de Cortázar queda en un limbo irresoluble: eco lejano, desprovisto a la vez de la crueldad del asesino y de la soledad misteriosa, desembocando en muerte, del muchacho sudamericano bebedor de ajenjo. Dividido entre Buenos Aires y París, el corredor de Bolsa --apelación siniestra si las hay-- desaparece en un destino de penumbra sin espejos, imagen de una muerte definitiva. Porque el doble es la garantía de la inmortalidad: "el mentís definitivo a la omnipotencia de la muerte", como lo ha dicho Otto Rank.

El criminal y el poeta mueren juntos, en un escombro de ruinas circulares. Pero el corredor de Bolsa, a su vez, ha quedado sin pasaje al otro cielo, ya que sus dobles, que en realidad son sus creadores, no están más allí para convocarlo: no es quien viene primero sino quien se aventura más en el territorio de la noche humana el que detenta el poder de crear a su doble. Golem deshabitado, el corredor de Bolsa caminará como un autómata, porque se ha negado o no ha tenido el coraje o la insensatez de responder a las invitaciones extremas de la locura y de la muerte. Tales confrontaciones, como sabemos, no fueron ajenas al destino de Pizarnik que, como Lautréamont, no se negó al paso definitivo, privilegio de aquellos "que buscan las cosas que nos conciernen fundamentalmente".

Algo de la indecisión cortazariana se refleja en su diálogo con Prego, en La fascinación de las palabras:

"Prego: Como escritor, ¿creés tener algún defecto insanable?

"Cortázar: Sí. No tener el coraje suficiente para llevar adelante algunas experiencias que he entrevisto en el campo mental y que no he traducido, no he llevado a la escritura porque he sentido que rompía totalmente los puentes con el lector. Y si el lector me era totalmente indiferente en mi juventud, ahora no lo es."

Mucho queda por decir sobre el sentido misterioso de las experiencias a las que se refiere Cortázar. Algunos testimonios suyos, sin embargo, nos empujan a un paisaje cercano a ese lugar de lo imposible en que fermenta toda gran poesía. Acaso él y Pizarnik también fueron dobles mutuos, desafiándose en un camino de audacias y riesgos por los que ambos pagaron alto precio. Cada uno a su modo, ambos fueron fieles a la búsqueda de las cosas que nos conciernen fundamentalmente.

Ivonne Bordelois

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