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Carta de amor a Federico Nietzsche

Carta de amor a Federico Nietzsche He leído en el diario El Tiempo, en su sección dominical del 2 de abril de 2000, de la pluma de Rubén Jaramillo Vélez, como el 25 de agosto del presente, se cumplen 100 años de tu muerte, y discrepo con Rubén Jaramillo del titular de su articulo referido a ti: "colapso y muerte".

Se requiere el amor para comprender en su verdadera dimensión aquello que han llamado tu colapso, yo estoy lleno de amor por la inteligencia del hombre, por tanto no puedo menos que declarar en esta celebración centenaria, como es la semilla de inteligencia que puede haber en mi, quien redime en tu inteligencia este amor hacia ti.

Ya habrá quien pervierta mi idea pretendiendo poner esta declaración sobre tu cuerpo. No tiene importancia. Quien no esta presto a reconocer la grandeza de la inteligencia del hombre como una expresión genérica del ser humano, solo puede ver corrupción en lo que el mismo no comprende. Contra esto fue tu arrebata furia. Luchaste febrilmente contra la ignorancia; y fue tan grande tu lucha y tus palabras, que muchos desde todos los extremos reivindican tu derrota o tu triunfo, mas cabe decir que estas reivindicaciones de derrotas o triunfos no logran ver como en aquello que llaman tu colapso, se encuentra el periodo donde llegas a discernir una luz de la plenitud que afanosamente buscaste toda tu vida.

Dicen que en la clínica psiquiátrica de Basilea te diagnosticaron una "parálisis atípica", "que probablemente tenía origen en un envenenamiento sifilítico contraído unos veinte años atrás en un burdel de Leipzig", que la espiroqueta portadora del mismo había penetrado tu cerebro. Nuestro cuerpo que esta destinado a la putrefacción y a volver a reintegrarse en sus elementos al mundo, no puede contener la grandeza del espíritu del hombre, y tu espíritu empezó a partir del momento en que erróneamente llaman tu colapso, a aposentarse en si mismo y a crecer dejando atrás aquello que forjaba por lo temporal, para comprenderse a si mismo intemporal, y dentro de la temporalidad de nuestro cuerpo anclado nuestro espíritu a esa grandeza .

Cuenta tu antiguo colega Frank Overbeck, profesor de historia de la iglesia en la universidad de Basilea, (que en este hecho muestra la convergencia a que estamos destinados los hombres) y quien acudió a rescatarte de ser trasladado al manicomio de Turín, nos dice como tu llamado colapso se produjo el 3 de enero de 1889 cuando en un incidente callejero en la plaza Carlo Alberto ante un cochero que golpeaba brutalmente con su látigo a su caballo, estupefacto contemplando la escena, no pudiste contenerte y estallando en sollozos te lanzaste a abrazar el cuello del animal para después caer de bruces al pavimento.

A partir de este momento tu destino estaba marcado para ir de paciente a las clínicas psiquiátricas y al cuidado sucesivo de tu madre y de tu hermana hasta tu muerte once años después, pero mas aún, estabas destinado a unos momentos de lucidez y de grandeza incomprendida la cual lograda escapar por instantes de este periplo de locura que atrapo tu cuerpo, pero que en estos instantes de radiante lucidez quedaba demostrado, no pudo atrapar tu espíritu. A partir de entonces incomprendido, por que nosotros los hombres en nuestra pequeñez, no buscamos otra cosa diferente a ponerle traspiés a la grandeza que en su generosidad se nos abre y buscamos marchitarla a fuerza del abrazante sol de nuestra desesperanza.

Me impactó aquel que Overbeck llamara tu ultimo poema el cual cantabas según él acompañado de una melodía extraña en tu viaje a Basilea para iniciar tu periplo de psiquiátricos y el cual dice:

Me encontraba hace poco
acodado sobre el puente
en la noche sombría.

De lejos se oía venir un canto,
gotas doradas se deslizaban
por la superficie trémula.

Góndolas, luces, música
flotaban en la embriagues
del crepúsculo.

Mi alma, un acorde de lira,
cantaba para sí, invisiblemente
pulsada, una canción de gondolero
temblorosa de felicidad.
Pero ¿la escuchará alguien?

Yo he escuchado tu canción, es esta tu canción la que me mueve a escribirte. Sé que hay dos formas de mirar la misma, la primera y la cual ha incidido sobre el mundo es como una manifestación de tu locura, y la segunda la cual es como yo la tomo, como una manifestación de tu postrer lucidez.

Una carta de tu madre a Overbeck del 7 de junio de 1890 muestra durante este primer periodo cómo tu enfermedad no fue causa de abatimiento, y registra una opinión de su domestica: "el señor profesor ya no me produce la impresión de un enfermo, él se muestra tan natural y se ríe como antes", y mas disiente aún, otra anécdota donde al conversar con un antiguo amigo mirando un álbum fotográfico y reconocer a un pariente ya fallecido dices: "bienaventurados los que mueren en la paz del señor".

No es para mí esta ultima afirmación tuya motivo de asombro, ni que el afecto religioso fuera frecuente para ti en este periodo. Es que en el incidente del caballo, y en tu poema, veías cómo de lejos llegaban sobre ti gotas doradas de impertinente lucidez, como cuando en algunas cartas decías: "y cada instante le agradezco al cielo por el viejo mundo por el cual los hombres no has sido ni lo bastante simples ni lo bastante silenciosos. Puesto que estoy condenado a entretener con malos chistes a la próxima eternidad", y te pronunciabas :"Guillermo, Bismarck, y todos los antisemitas liquidados" y también decías: "Quiero encerrar al "imperio" en una camisa de acero y provocarlo a una guerra desesperada", por que ya presentías que tus palabras servirían para atizar los odios, por eso hablabas de ellas como malos chistes, y no es por que estuvieras en modo alguno arrepentido de tus palabras, sino por que sabias como ellas serían descontextualizadas de esta nueva lucidez de tus últimos años cuando la enfermedad te impediría redondear tu obra, pero no te impidieron estas escasas manifestaciones de lucidez casi sobrehumana que te hicieron sentirte y reconocerte parte de algo mas grande, lo cual le manifestaste al profesor Jacobo Burckhardt en carta fechada el nueve de enero de 1889 así: "Esta fue la pequeña broma con la que me justifica el tedio de haber creado un mundo. Ahora es usted – eres tú- nuestro gran maestro, pues yo he de ser con Ariadna, sólo el equilibrio dorado de todas las cosas, en todas las cosas tenemos a alguien que está por encima de nosotros…", y sin impudicia firmaste Dionisios.

Esta que pareciera la más clara manifestación de tu locura, es para mi la más clara manifestación de tu lucidez, por que después de tu periplo en el cual luchaste por buscar en el hombre un superhombre, y mostraste en tu anticristo como la iglesia le impide al hombre crecer, y en Zaratustra bajaste de tu colina para encontrarte con pinceladas de grandeza, al final de tu periplo vital de creación llegas a entenderte como el gran pensador que tu eras y como tal un equilibrio dorado de todas las cosas, por que muchos desde muchos extremos echan mano de ti para mostrar en algunas de tus palabras su propia pequeñez, sin ver como cada gran hombre va recorriendo en su vida un periplo vital de creación.

Esta expresión tuya de haber creado un mundo es el reencuentro del hombre con la grandeza que le precede y le contiene. Tienen plena razón en haber firmado tu carta "Dionisios" por que todos somos "Dionisios" o sea, partes vitales en nuestra individualidad de un todo conformante de Dios.

Esta carta no la podré depositar sobre tu tumba, me lo impide la carencia de recursos y la distancia, pero se como tú estuviste a mi lado al momento de escribirla, y tal vez más aún, antes de escribirla ya la conocías, pero queda ella para que otros logren ver como tras la locura de tus últimos días lograste reconciliarte con tu alma, y cantabas tu canción de gondolero, por que todos en esta vida somos gondoleros de sí mismos y hemos de decir como tú parodiándote:

Mi alma, un acorde de lira,
canta para si,
invisiblemente pulsando,
una canción de gondolero
temblorosa de felicidad.

Tú te preguntadas si alguien había escuchado tu canción. Déjame decirte Federico Nietzsche, yo, con amor, he escuchado tu canción.

Irmuz

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