La palabra
Aquel niño vivía serenamente
en su rincón de sombra provinciana, A la orilla
del mar, había aceptado la realidad y, bajo las estrellas,
la noche era solemne, dura y sola.
No recordaba ya sino navíos,
sino cansancio y faros a lo lejos. Tendido,
el mar se confundía con el hombre: bastaba
un soplo,
cerrar los ojos un instante, y perezosamente
todo el paisaje se desmoronaba,
daba lugar a sombras sucediéndose, o mejor,
era la muerte lo que sucedía.
¿Cómo salvarse entonces, vigilante
entre el terror y la serenidad?
¿Qué respuesta entregar a la noche, a lo desvanecido,
sino el relato privado de un proceso, efímero
como la misma infancia insolidaria?
A solas, juez y parte de la historia extinguida,
buscó en sí mismo la noticia exacta
de lo desconocido.
Y nació la palabra. Sólo entonces,
con negación y sin remordimientos,
halló una certidumbre verdadera.
Carlos Sahagún
en su rincón de sombra provinciana, A la orilla
del mar, había aceptado la realidad y, bajo las estrellas,
la noche era solemne, dura y sola.
No recordaba ya sino navíos,
sino cansancio y faros a lo lejos. Tendido,
el mar se confundía con el hombre: bastaba
un soplo,
cerrar los ojos un instante, y perezosamente
todo el paisaje se desmoronaba,
daba lugar a sombras sucediéndose, o mejor,
era la muerte lo que sucedía.
¿Cómo salvarse entonces, vigilante
entre el terror y la serenidad?
¿Qué respuesta entregar a la noche, a lo desvanecido,
sino el relato privado de un proceso, efímero
como la misma infancia insolidaria?
A solas, juez y parte de la historia extinguida,
buscó en sí mismo la noticia exacta
de lo desconocido.
Y nació la palabra. Sólo entonces,
con negación y sin remordimientos,
halló una certidumbre verdadera.
Carlos Sahagún
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