La mujer a la moda
Bettini está en la escena; ha comenzado un andante, el andante de Martha, en que cada nota es un melancólico suspiro de amor o un sollozo de amargura. El público, sin embargo, no escucha a Bettini, inmóvil, silencioso, conmovido como de costumbre. En las butacas, en los palcos, en las plateas, en todo el círculo de luz que ocupa el dorado mundo de la corte, se percibe un murmullo ligero, semejante a ese rumor que producen las hojas de los árboles cuando pasa el viento por una alameda. Las mujeres, impulsadas por la curiosidad, se inclinan sobre el antepecho de terciopelo rojo las unas, mientras las otras, afectando interés por el espectáculo, fijan sus ojos en la escena, o pasean una mirada de fingida distracción por el paraíso. Todas las cabezas se han vuelto hacia un sitio, todos los gemelos están clavados en un punto. Se ha visto oscilar un instante el portier de terciopelo de su platea; ya se divisa, por debajo de los anchos pliegues de carmín que cierran el fondo de la concha de seda y oro que ha de ocupar, el extremo de su falda de tul, blanca y vaporosa. Ella va a aparecer al fin. Va a aparecer el ídolo de la sociedad elegante; la heroína de las fiestas aristocráticas; el encanto de sus amigos; la desesperación de sus rivales; la mujer a la moda.
¡Cuántas otras mujeres han ahogado un suspiro de envidia o una exclamación de despecho, al notar el movimiento, al percibir el lisonjero murmullo de impaciencia o admiración con que los cortesanos del buen tono saludan a su soberana! ¡Cuántas trocarían su existencia feliz, aunque oscura, por aquella existencia brillante, rica de vanidades satisfechas, ebria de adulaciones y desdeñosa de fáciles triunfos! La grandeza de la mujer a la moda, como todas las grandezas del mundo, tiene, sin embargo, escondida en su seno la silenciosa compensación de amargura que equilibra con el dolor las mayores felicidades.
Como esos cometas luminosos que brillan una noche en el cielo y se pierden después en las tinieblas, la multitud ve pasar a la mujer a la moda, y ni sabe por dónde ha venido, ni a dónde va después que ha pasado.
¡Por dónde ha venido! Casi siempre por un camino lleno de abrojos, de tropiezos y de ansiedades. La mujer a la moda, como esas grandes ambiciones que llegan a elevarse, luchan en silencio y entre las sombras con una tenacidad increíble, y no son vistas hasta que tocan a la cúspide. Las gentes dicen entonces de ella como del ambicioso sublimado: «Ved los milagros de la fortuna». Y es porque ignoran que aquello que parece deparado por el azar a una persona cualquiera, ha sido tal vez el sueño de toda su vida, su anhelo constante, el objeto que siempre ha deseado tocar como término de sus aspiraciones. La mujer a la moda es una verdadera reina; tiene su corte y sus vasallos, pero antes de ceñirse la corona debe conquistarla. Como a los primeros reyes electivos, la hueste aristocrática le confiere casi siempre esta dignidad, levantándola sobre el pavés en el campo de batalla después de una victoria.
Hubo un tiempo, cuando el gusto no se había aún refinado, cuando no se conocían las exquisiteces del buen tono, en que ocupaban ese solio las más hermosas. De éstas puede decirse que eran reinas de derecho divino, o lo que es igual, por gracia y merced del Supremo Hacedor, que de antemano les había ceñido la corona al darles la incomparable belleza. Hoy las cosas han variado completamente. La revolución se ha hecho en todos los terrenos y el camino al poder se ha abierto para todas las mujeres. El reinado de la elegancia en el mundo femenino equivale al del talento en la sociedad moderna.
Es un adelanto como cualquiera otro.
No obstante, al abrirse ese ancho camino a todas las legítimas ambiciones, ¡cuánto no se ha dificultado el acceso al tan deseado trono! Antes la hermosura era la ungida del Señor, y le bastaba su belleza para ser acatada, le bastaba mostrarse para vencer y colocarse en su rango debido. Ahora, no; ahora son necesarias mil y mil condiciones. La hermosura se siente la elegancia se discute.
Adivinar el gusto de todos y cada uno; sorprender el secreto de la fascinación; asimilarse todas las bellezas del mundo del arte y de la industria para hacer de su belleza una cosa especial e indefinible; crear una atmósfera de encanto, y envolver en ella y arrastrar en pos de sí una multitud frívola; ganar, en fin, a fuerza de previsión, de originalidad y talento, los sufragios individuales; cautivar a los unos, imponerse a los otros, romper la barrera de las envidias, arrollar los obstáculos de las rivalidades, luchar en todas las ocasiones, no abandonar la brecha un instante, siempre con la obligación de ser bella, de ser agradable, de estar en escena pronta a sonreír, pronta a conquistar una voluntad perezosa, o una admiración difícil, o un corazón rebelde. He aquí la inmensa tarea que se impone la mujer que aspira a esa soberanía de un momento. He aquí los trabajos, para los cuales son una bicoca los doce famosos de Hércules, que acomete y lleva a feliz término la mujer que desea sentarse en el escabel del trono de la elegancia.
Para lanzarse con algún éxito en este áspero y dificultoso camino, ya hemos dicho que se necesitan muchas y no vulgares condiciones. Condiciones físicas, condiciones sociales y de alma.
La mujer a la moda, la frase misma lo dice, no ha de ser una niña, sino una mujer; una mujer que flota alrededor de los treinta años, esa edad misteriosa de las mujeres, edad que nunca se confiesa etapa de la vida, que corre desde la juventud a la madurez, sin más tropiezo que un cero, que salta y del que siempre está un poco más allá o más acá y nunca en el punto fijo.
No necesita ser hermosa: serlo no es seguramente un inconveniente, pero le basta que parezca agradable. Rica... Es opinión corriente que la elegancia le revela en todas las condiciones, pero también es seguro que, aunque don especial de la criatura, se parece en un todo a esas flores que brotan sencillas en los campos y, trasplantadas a un jardín y cuidadas con esmero, se coronan de dobles hojas, se hacen mayores, más hermosas, y exhalan más exquisito y suave perfume.
Alaben los poetas cuanto gusten la simplicidad de la naturaleza, las florecitas del campo y los frutos sin cultivo; pero la verdad es que la intemperie quema el cutis más aristocrático, que las rosas de los rosales apenas tienen cinco hojas y las manzanas silvestres amargan que rabian. Es probado que la mujer a la moda, la mujer elegante, debe ser rica: rica hasta el punto que sus caprichos de toilette no encuentren nunca a su paso la barrera prosaica de la economía que cierre el camino o les corte las alas para volar por el mundo de las costosas fantasías.
También debe ser libre. Libre como lo es la mujer joven y viuda o la casada que no tiene que sujetarse a vulgares ocupaciones y vive en el gran mundo, donde la tradición ha cortado con el cuchillo del ridículo ciertos lazos pequeños que sujetan a otras mujeres a la voluntad ajena.
El talento, entendámonos bien, el talento femenino, ese talento múltiple, ese talento que aguijonea la vanidad, que es frívolo y profundo a la vez, pronto en la percepción, más rápido aún en la síntesis, brillante y fugaz, que siente aunque no razona, que comprende aunque no define, ese talento es condición tan indispensable que puede decirse que en ella estriban todas las demás condiciones, las cuales completa y utiliza como medios de obra y armas para un combate.
Una vez fuerte con la convicción profunda de sus méritos, la mujer que aspira a conquistar esa posición envidiada levanta un día sus ojos hasta la otra mujer que la ocupa, la mide con la vista de pies a cabeza, la reta a singular combate y comienza uno de esos duelos de elegancia, duelo a muerte, duelo sin compasión ni misericordia, a que asisten de gozosos testigos todo un círculo dorado de gentes commÕilfaut, en que se lucha con sonrisas, flores, gasas y perlas, del que salen al fin una con el alma desgarrada, las lágrimas del despecho en los ojos y la ira y la amargura en el corazón, a ocultarse en el fondo de sus ya desiertos salones, mientras la otra pasea por el mundo elegante los adoradores de su rival atados como despojos a su carro de victoria. ¡Triunfa! ¡Cuántas ansiedades, cuántos temores, cuántos prodigios de buen gusto, cuántos padecimientos físicos cuántas angustias, cuántos insomnios quizá no le ha costado su triunfo! Y no ha concluido aún. Reina de un pueblo veleidoso, reina que se impone por la fascinación, tiene que espiar a su pueblo y adivinar sus fantasías y adelantarse a sus deseos.
Un descuido, una falta, una torpeza de un día, de un instante, puede deshacer su obra de un año. Un traje de escasa novedad, un adorno de mal gusto, una flor torpemente puesta, un peinado desfavorable, una acción cualquiera, un movimiento, un gesto, una palabra inconveniente, pueden ponerla en ridículo y perderla para siempre. ¡Cuántas veces la mujer a la moda tiembla antes de presentarse en un salón, y teme, y duda, y cree que acaso habrá alguna que la supere a ella, que tiene necesidad, que esté en la obligación imprescindible de ser la más elegante! Entonces envidian a las que pueden pasar desapercibidas y sentarse en un extremo, lejos de las cien miradas que espían una falta o un ridículo cualquiera para ponerlo de relieve y mofarse y desgarrar su perfume real. Envidia a la mujer que al colocarse una flor entre el cabello piensa en si estará bien a los ojos del que sólo desea hallar en su persona algo que admirar, a los ojos de su amante; mientras ella piensa qué ha de parecerle a sus rivales, a sus enemigas, a sus envidiosas y después a su pueblo, tal vez cansado de un antiguo yugo y ansioso de novedad.
¿Y para qué toda esta lucha? ¿Para qué todo este afán? Para recoger al paso frases de ese amor galante, sin consecuencia, que llegan al fin a embotar los oídos, para aspirar un poco de humo de los lisonjeros, contestar con el desdén a algunas miradas de ira de envidiosas, para decir yo no vivo en la cabeza, sino en el corazón de cuantos me conocen, y después un día caer del altar donde va a colocarse un nuevo ídolo o tener forzosamente que bajar una a una sus gradas, a medida que pasan los años, para abdicar por último una corona que ya no puede sostener.
No; no suspiréis ahogando un deseo; no envidiéis su fortuna; no ambicionéis ser mujer a la moda. Es un poder que pesa como todos los poderes; es una felicidad de un día que se paga con muchas lágrimas, un orgullo que se expía con muchos despechos, una vanidad que se compra con muchas humillaciones.
Gustavo Adolfo Bécquer. Artículo publicado en El Contemporáneo el 8 de marzo de 1863.
¡Cuántas otras mujeres han ahogado un suspiro de envidia o una exclamación de despecho, al notar el movimiento, al percibir el lisonjero murmullo de impaciencia o admiración con que los cortesanos del buen tono saludan a su soberana! ¡Cuántas trocarían su existencia feliz, aunque oscura, por aquella existencia brillante, rica de vanidades satisfechas, ebria de adulaciones y desdeñosa de fáciles triunfos! La grandeza de la mujer a la moda, como todas las grandezas del mundo, tiene, sin embargo, escondida en su seno la silenciosa compensación de amargura que equilibra con el dolor las mayores felicidades.
Como esos cometas luminosos que brillan una noche en el cielo y se pierden después en las tinieblas, la multitud ve pasar a la mujer a la moda, y ni sabe por dónde ha venido, ni a dónde va después que ha pasado.
¡Por dónde ha venido! Casi siempre por un camino lleno de abrojos, de tropiezos y de ansiedades. La mujer a la moda, como esas grandes ambiciones que llegan a elevarse, luchan en silencio y entre las sombras con una tenacidad increíble, y no son vistas hasta que tocan a la cúspide. Las gentes dicen entonces de ella como del ambicioso sublimado: «Ved los milagros de la fortuna». Y es porque ignoran que aquello que parece deparado por el azar a una persona cualquiera, ha sido tal vez el sueño de toda su vida, su anhelo constante, el objeto que siempre ha deseado tocar como término de sus aspiraciones. La mujer a la moda es una verdadera reina; tiene su corte y sus vasallos, pero antes de ceñirse la corona debe conquistarla. Como a los primeros reyes electivos, la hueste aristocrática le confiere casi siempre esta dignidad, levantándola sobre el pavés en el campo de batalla después de una victoria.
Hubo un tiempo, cuando el gusto no se había aún refinado, cuando no se conocían las exquisiteces del buen tono, en que ocupaban ese solio las más hermosas. De éstas puede decirse que eran reinas de derecho divino, o lo que es igual, por gracia y merced del Supremo Hacedor, que de antemano les había ceñido la corona al darles la incomparable belleza. Hoy las cosas han variado completamente. La revolución se ha hecho en todos los terrenos y el camino al poder se ha abierto para todas las mujeres. El reinado de la elegancia en el mundo femenino equivale al del talento en la sociedad moderna.
Es un adelanto como cualquiera otro.
No obstante, al abrirse ese ancho camino a todas las legítimas ambiciones, ¡cuánto no se ha dificultado el acceso al tan deseado trono! Antes la hermosura era la ungida del Señor, y le bastaba su belleza para ser acatada, le bastaba mostrarse para vencer y colocarse en su rango debido. Ahora, no; ahora son necesarias mil y mil condiciones. La hermosura se siente la elegancia se discute.
Adivinar el gusto de todos y cada uno; sorprender el secreto de la fascinación; asimilarse todas las bellezas del mundo del arte y de la industria para hacer de su belleza una cosa especial e indefinible; crear una atmósfera de encanto, y envolver en ella y arrastrar en pos de sí una multitud frívola; ganar, en fin, a fuerza de previsión, de originalidad y talento, los sufragios individuales; cautivar a los unos, imponerse a los otros, romper la barrera de las envidias, arrollar los obstáculos de las rivalidades, luchar en todas las ocasiones, no abandonar la brecha un instante, siempre con la obligación de ser bella, de ser agradable, de estar en escena pronta a sonreír, pronta a conquistar una voluntad perezosa, o una admiración difícil, o un corazón rebelde. He aquí la inmensa tarea que se impone la mujer que aspira a esa soberanía de un momento. He aquí los trabajos, para los cuales son una bicoca los doce famosos de Hércules, que acomete y lleva a feliz término la mujer que desea sentarse en el escabel del trono de la elegancia.
Para lanzarse con algún éxito en este áspero y dificultoso camino, ya hemos dicho que se necesitan muchas y no vulgares condiciones. Condiciones físicas, condiciones sociales y de alma.
La mujer a la moda, la frase misma lo dice, no ha de ser una niña, sino una mujer; una mujer que flota alrededor de los treinta años, esa edad misteriosa de las mujeres, edad que nunca se confiesa etapa de la vida, que corre desde la juventud a la madurez, sin más tropiezo que un cero, que salta y del que siempre está un poco más allá o más acá y nunca en el punto fijo.
No necesita ser hermosa: serlo no es seguramente un inconveniente, pero le basta que parezca agradable. Rica... Es opinión corriente que la elegancia le revela en todas las condiciones, pero también es seguro que, aunque don especial de la criatura, se parece en un todo a esas flores que brotan sencillas en los campos y, trasplantadas a un jardín y cuidadas con esmero, se coronan de dobles hojas, se hacen mayores, más hermosas, y exhalan más exquisito y suave perfume.
Alaben los poetas cuanto gusten la simplicidad de la naturaleza, las florecitas del campo y los frutos sin cultivo; pero la verdad es que la intemperie quema el cutis más aristocrático, que las rosas de los rosales apenas tienen cinco hojas y las manzanas silvestres amargan que rabian. Es probado que la mujer a la moda, la mujer elegante, debe ser rica: rica hasta el punto que sus caprichos de toilette no encuentren nunca a su paso la barrera prosaica de la economía que cierre el camino o les corte las alas para volar por el mundo de las costosas fantasías.
También debe ser libre. Libre como lo es la mujer joven y viuda o la casada que no tiene que sujetarse a vulgares ocupaciones y vive en el gran mundo, donde la tradición ha cortado con el cuchillo del ridículo ciertos lazos pequeños que sujetan a otras mujeres a la voluntad ajena.
El talento, entendámonos bien, el talento femenino, ese talento múltiple, ese talento que aguijonea la vanidad, que es frívolo y profundo a la vez, pronto en la percepción, más rápido aún en la síntesis, brillante y fugaz, que siente aunque no razona, que comprende aunque no define, ese talento es condición tan indispensable que puede decirse que en ella estriban todas las demás condiciones, las cuales completa y utiliza como medios de obra y armas para un combate.
Una vez fuerte con la convicción profunda de sus méritos, la mujer que aspira a conquistar esa posición envidiada levanta un día sus ojos hasta la otra mujer que la ocupa, la mide con la vista de pies a cabeza, la reta a singular combate y comienza uno de esos duelos de elegancia, duelo a muerte, duelo sin compasión ni misericordia, a que asisten de gozosos testigos todo un círculo dorado de gentes commÕilfaut, en que se lucha con sonrisas, flores, gasas y perlas, del que salen al fin una con el alma desgarrada, las lágrimas del despecho en los ojos y la ira y la amargura en el corazón, a ocultarse en el fondo de sus ya desiertos salones, mientras la otra pasea por el mundo elegante los adoradores de su rival atados como despojos a su carro de victoria. ¡Triunfa! ¡Cuántas ansiedades, cuántos temores, cuántos prodigios de buen gusto, cuántos padecimientos físicos cuántas angustias, cuántos insomnios quizá no le ha costado su triunfo! Y no ha concluido aún. Reina de un pueblo veleidoso, reina que se impone por la fascinación, tiene que espiar a su pueblo y adivinar sus fantasías y adelantarse a sus deseos.
Un descuido, una falta, una torpeza de un día, de un instante, puede deshacer su obra de un año. Un traje de escasa novedad, un adorno de mal gusto, una flor torpemente puesta, un peinado desfavorable, una acción cualquiera, un movimiento, un gesto, una palabra inconveniente, pueden ponerla en ridículo y perderla para siempre. ¡Cuántas veces la mujer a la moda tiembla antes de presentarse en un salón, y teme, y duda, y cree que acaso habrá alguna que la supere a ella, que tiene necesidad, que esté en la obligación imprescindible de ser la más elegante! Entonces envidian a las que pueden pasar desapercibidas y sentarse en un extremo, lejos de las cien miradas que espían una falta o un ridículo cualquiera para ponerlo de relieve y mofarse y desgarrar su perfume real. Envidia a la mujer que al colocarse una flor entre el cabello piensa en si estará bien a los ojos del que sólo desea hallar en su persona algo que admirar, a los ojos de su amante; mientras ella piensa qué ha de parecerle a sus rivales, a sus enemigas, a sus envidiosas y después a su pueblo, tal vez cansado de un antiguo yugo y ansioso de novedad.
¿Y para qué toda esta lucha? ¿Para qué todo este afán? Para recoger al paso frases de ese amor galante, sin consecuencia, que llegan al fin a embotar los oídos, para aspirar un poco de humo de los lisonjeros, contestar con el desdén a algunas miradas de ira de envidiosas, para decir yo no vivo en la cabeza, sino en el corazón de cuantos me conocen, y después un día caer del altar donde va a colocarse un nuevo ídolo o tener forzosamente que bajar una a una sus gradas, a medida que pasan los años, para abdicar por último una corona que ya no puede sostener.
No; no suspiréis ahogando un deseo; no envidiéis su fortuna; no ambicionéis ser mujer a la moda. Es un poder que pesa como todos los poderes; es una felicidad de un día que se paga con muchas lágrimas, un orgullo que se expía con muchos despechos, una vanidad que se compra con muchas humillaciones.
Gustavo Adolfo Bécquer. Artículo publicado en El Contemporáneo el 8 de marzo de 1863.
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