El velo de la preinterpretación en llamas
Cuando John escribió su novela, debía de haber un coche por cada cien praguenses o tal vez, quién sabe, por cada mil. Precisamente en esa época en que la sonoridad ambiental era todavía incipiente es cuando el fenómeno del ruido pudo captarse en toda su sorprendente novedad. Tal vez podamos deducir de ello una regla general: un fenómeno social no se percibe mejor en el momento de su máxima expansión, sino cuando se halla en sus inicios, casi inocente aún, tímido, incomparablemente más débil de lo que lo será el día de mañana.
Fue Kafka quien, por primera vez en la historia, escribió una novela que se desarrollaba exclusivamente en el marco de las oficinas, bajo su poder absoluto, como si el mundo no fuera sino una única e inmensa administración. Ello podría inducirnos a pensar que la burocracia del imperio austrohúngaro, que inspirara a Kafka, debió de ser excepcionalmente espantosa y alcanzar el más alto grado de locura burocrática en la historia de la humanidad. Pues bien, no es así. Al igual que el estruendo de los motores de explosión en la época de Jaromir John, el poder burocrático en la época de Kafka era mucho más débil que el actual. Para quien fuera capaz de distinguirlo, de verlo, era aún algo sorprendente. Y la sorpresa no es sólo fuente de conocimiento, sino fuente de poesía. Kafka escribió a Milena Jesenska que las oficinas le fascinaban sobre todo por su aspecto fantástico: lo cual significa: las decisiones diferidas, inapropiadas, confusas y que, sin embargo, pesan como una fatalidad sobre el destino del hombre, crean situaciones hasta tal punto irreales, que se asemejan a escenas de un sueño.
A Engelbert aún le sorprendía el ruido. La generación siguiente ya nació en el mundo del ruido: era su propio mundo, su mundo natural (en el sentido: el que se encontró al nacer); sin que por ello fuera menos perjudicial, la omnipresencia del ruido había dejado de ser chocante. La esencia del hombre había quedado alterada, modificada; el hombre era ya otro hombre: el hombre inmerso en el ruido.
Hoy en día, la omnipresencia burocrática se ha hecho tan evidente que no da pie a que nos sorprendamos. Es nuestra naturaleza, hemos nacido en ella. Cuanto más omnipotente se vuelve, menos visible es. Llamamos "kafkiano" a lo que nos parece aberrante, absurdo, anormal, cuando el mundo kafkiano es el mundo en el que vivimos todos normalmente, sin que nos produzca sorpresa alguna. Pero nada se le escapa tanto al hombre como, precisamente, el carácter concreto de su propia vida. De hecho, nos lo demuestra la lectura de las novelas de Kafka: a un lector le resulta más fácil comprender la historia de K. como una alegoría religiosa, o como una confesión íntima disimulada, que ver en ella la realidad (fantásticamente transformada), esa misma realidad a la que todo lector debe enfrentarse durante su propia vida.
Con Cervantes, esa ceguera se convierte por primera vez en la historia en el tema fundamental de una gran obra de arte. Don Quijote es un caballero fielmente consagrado a la belleza de la preinterpretación, la cual era entonces poética, hermosa, llena de fantasía, por haberse alimentado de mitos y leyendas: mágico velo suspendido ante el mundo concreto. Con Cervantes, ese velo apareció por primera vez en llamas. Eso me mueve a pensar que el nacimiento de la novela arranca con la quema del velo de la preinterpretación que cubre el rostro de lo concreto; y que ese gesto incendiario constituye el acto fundacional del arte de la novela.
Comparados con el fascinante personaje de don Quijote, los guardianes de la preinterpretación contemporánea son seres apoéticos, convencionales y aburridos. La fuente de la preinterpretación moderna no es ya una literatura fantástica, poética, sino el discurso político, moralizante, ideológico. Hay escritores que, inspirados por mejores intenciones, se apresuran a investir de carne novelesca la preinterpretación momentánea del mundo. Ignoran que, al hacerlo, se sitúan en el polo opuesto de Cervantes o de Kafka; que se sitúan al otro lado de la historia de la novela.
Milan Kundera
Fue Kafka quien, por primera vez en la historia, escribió una novela que se desarrollaba exclusivamente en el marco de las oficinas, bajo su poder absoluto, como si el mundo no fuera sino una única e inmensa administración. Ello podría inducirnos a pensar que la burocracia del imperio austrohúngaro, que inspirara a Kafka, debió de ser excepcionalmente espantosa y alcanzar el más alto grado de locura burocrática en la historia de la humanidad. Pues bien, no es así. Al igual que el estruendo de los motores de explosión en la época de Jaromir John, el poder burocrático en la época de Kafka era mucho más débil que el actual. Para quien fuera capaz de distinguirlo, de verlo, era aún algo sorprendente. Y la sorpresa no es sólo fuente de conocimiento, sino fuente de poesía. Kafka escribió a Milena Jesenska que las oficinas le fascinaban sobre todo por su aspecto fantástico: lo cual significa: las decisiones diferidas, inapropiadas, confusas y que, sin embargo, pesan como una fatalidad sobre el destino del hombre, crean situaciones hasta tal punto irreales, que se asemejan a escenas de un sueño.
A Engelbert aún le sorprendía el ruido. La generación siguiente ya nació en el mundo del ruido: era su propio mundo, su mundo natural (en el sentido: el que se encontró al nacer); sin que por ello fuera menos perjudicial, la omnipresencia del ruido había dejado de ser chocante. La esencia del hombre había quedado alterada, modificada; el hombre era ya otro hombre: el hombre inmerso en el ruido.
Hoy en día, la omnipresencia burocrática se ha hecho tan evidente que no da pie a que nos sorprendamos. Es nuestra naturaleza, hemos nacido en ella. Cuanto más omnipotente se vuelve, menos visible es. Llamamos "kafkiano" a lo que nos parece aberrante, absurdo, anormal, cuando el mundo kafkiano es el mundo en el que vivimos todos normalmente, sin que nos produzca sorpresa alguna. Pero nada se le escapa tanto al hombre como, precisamente, el carácter concreto de su propia vida. De hecho, nos lo demuestra la lectura de las novelas de Kafka: a un lector le resulta más fácil comprender la historia de K. como una alegoría religiosa, o como una confesión íntima disimulada, que ver en ella la realidad (fantásticamente transformada), esa misma realidad a la que todo lector debe enfrentarse durante su propia vida.
Con Cervantes, esa ceguera se convierte por primera vez en la historia en el tema fundamental de una gran obra de arte. Don Quijote es un caballero fielmente consagrado a la belleza de la preinterpretación, la cual era entonces poética, hermosa, llena de fantasía, por haberse alimentado de mitos y leyendas: mágico velo suspendido ante el mundo concreto. Con Cervantes, ese velo apareció por primera vez en llamas. Eso me mueve a pensar que el nacimiento de la novela arranca con la quema del velo de la preinterpretación que cubre el rostro de lo concreto; y que ese gesto incendiario constituye el acto fundacional del arte de la novela.
Comparados con el fascinante personaje de don Quijote, los guardianes de la preinterpretación contemporánea son seres apoéticos, convencionales y aburridos. La fuente de la preinterpretación moderna no es ya una literatura fantástica, poética, sino el discurso político, moralizante, ideológico. Hay escritores que, inspirados por mejores intenciones, se apresuran a investir de carne novelesca la preinterpretación momentánea del mundo. Ignoran que, al hacerlo, se sitúan en el polo opuesto de Cervantes o de Kafka; que se sitúan al otro lado de la historia de la novela.
Milan Kundera
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