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pro-scrito

Óxido de hierro

I

Lamento no haber visto la intención
de tus ojos en la noche, fatal
no haber interpretado la opresión
de tu mano esquiva en mi ingle
de plata. No sé ni diferencio
cuándo alguien me ama o sólo me conmueve.
Recogeré, pues así lo pide tu mirada
ahora, las prendas depositadas como ofrenda
a los pies de tu lecho -el carmín
en las sábanas, los icores, se quedarán
tras mi marcha en el buzón de los sueños-
y me alejaré
como el delincuente que persigue un deseo
intangible, como la fiera ahíta por un rato,
como si no fuera Lot
y tú me importaras.

II

Sólo la luna brilla en el campo desnudo
a esta hora de sombra casi irreal
y me baña con su cascada de luz
con la sobria suavidad del algodón humedecido.
Voy de una luz a otra, sombrío,
-bajar para subir, estallar como un globo
tenso por el gas- por un campo de peces
muertos, donde resbalan mis pies,
sin equilibrio. El mundo es un gran cuarto
oscuro, virtualmente abierto a los curiosos.
A la luz escasa de esta búsqueda
punzan las púas agrias de las ortigas,
como rosas y encías sangrantes.
De vez en cuando oigo gritos,
risas, de bultos que acechan tras los arbustos,
como los ecos rotos de una luz pegajosa.

III

Por la mañana
un montón de chatarra,
de viejos carromatos de óxido
en los bordes del camino,
y un árbol solitario
al pie de un río.

IV

A este árbol de fuego en el verano
le quedan solamente unas hojas de cobre
recortadas contra el amianto del cielo.
Los arcángeles del barro observan mudos
cómo las cardelinas pían en sus ramas casi
desnudas. Ya no sé si voy o vengo,
si crezco hacia lo alto, como un tornado,
o me hundo en el fango y la sevicia
como un muerto arrojado a la tumba.
No soy de nadie, sino de la tierra
que abrupta me besa y me posee.
Y del viento, que me acuna en la tarde.
A la luz de la estación fría, blanca
de nieve en lontananza, no valgo
más que el afán de ser nube,
sin dejar de ser raíz que busca el agua.

Jesús Jiménez Reinaldo

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