Aparentemente solo
Cada mañana cogía su libro y se descolgaba hasta el mismo sótano de la imaginación: entonces le crecían alas en la espalda y muelles en los pies, aunque fuera por unos instantes de absorta escapatoria.
Hacía tiempo que nadie venía a verle, que no encendía el televisor; ni siquiera la radio compartía con él las conjeturas de una sociedad excesivamente absorbida por la idea de éxito. Vivía en el centro, en el mismo corazón de una ciudad despersonalizada, fría y acústica, cuyos afanes observaba, desde una pequeña ventanita que daba a la calle, con la misma curiosidad, pero también con idéntica lejanía, con que el preso otea la libertad entre unas rejas separadoras de dos mundos demasiado distintos. Se erguía una imagen babélica, con sus avenidas, sus coches en procesión acompasada, sus personas con gestos de urgencia, sus papeles arremolinados en esquinas ocupadas por olvidados -o marginados- del progreso social y que suplicaban con cara de condena eterna una caridad que la vida le había negado, o puestos ambulantes en donde parejas de enamorados y niños con mofletes de vida hecha, saboreaban churros o se quemaban las yemas de los dedos desnudando una ración de castañas humeantes al abrigo de una farola tenue.
No le gustaba ese mundo de contrastes y formas contrahechas. Sí, en cambio, sentía un perverso placer al zambullirse en los libros, con sus lomos ya ajados por el manoseo diario con que dulcemente los trataba. Al reanudar el contacto con cualquiera de ellos, notaba que su pequeña habitación se agrandaba, se trasmutaba en una isla espaciosa y liviana de aguas dormidas, como bebés distraídos de la realidad que caminan sus primeros pasitos torpes en sueños irrepetibles.
Deseaba saber si aquella niña trufada de sonrisas e ilusiones, haría por fin las maletas con el pobre truhán que embrujó su corazón con su meliflua voz de zalamero profesional; o si aquel puñal que llevaba impreso el sino de la venganza, de la traición, del abandono, segaría los primeros abrazos clandestinos de nuevos pálpitos; o si el candor fraguado en las aulas de la universidad, entre humos de cafés y tertulias literarias, de un profesor bohemio y una alumna de mirada angelical, terminaría convirtiéndose en un cadalso para ambos, o simplemente en una quijotesca aventura en violación de los moldes establecidos. Era así: él y sus libros. Nadie más interfería en esa singular sintonía.
Está tumbado en la cama. Boca arriba, brazos ligeramente derrotados y párpados cerrados. Se ha dormido con la ropa puesta, como siempre... Una leve mueca de placidez se dibuja con recato en las comisuras de aquel hombre aparentemente solo.
Aparentemente...
Claudio Rizo
Hacía tiempo que nadie venía a verle, que no encendía el televisor; ni siquiera la radio compartía con él las conjeturas de una sociedad excesivamente absorbida por la idea de éxito. Vivía en el centro, en el mismo corazón de una ciudad despersonalizada, fría y acústica, cuyos afanes observaba, desde una pequeña ventanita que daba a la calle, con la misma curiosidad, pero también con idéntica lejanía, con que el preso otea la libertad entre unas rejas separadoras de dos mundos demasiado distintos. Se erguía una imagen babélica, con sus avenidas, sus coches en procesión acompasada, sus personas con gestos de urgencia, sus papeles arremolinados en esquinas ocupadas por olvidados -o marginados- del progreso social y que suplicaban con cara de condena eterna una caridad que la vida le había negado, o puestos ambulantes en donde parejas de enamorados y niños con mofletes de vida hecha, saboreaban churros o se quemaban las yemas de los dedos desnudando una ración de castañas humeantes al abrigo de una farola tenue.
No le gustaba ese mundo de contrastes y formas contrahechas. Sí, en cambio, sentía un perverso placer al zambullirse en los libros, con sus lomos ya ajados por el manoseo diario con que dulcemente los trataba. Al reanudar el contacto con cualquiera de ellos, notaba que su pequeña habitación se agrandaba, se trasmutaba en una isla espaciosa y liviana de aguas dormidas, como bebés distraídos de la realidad que caminan sus primeros pasitos torpes en sueños irrepetibles.
Deseaba saber si aquella niña trufada de sonrisas e ilusiones, haría por fin las maletas con el pobre truhán que embrujó su corazón con su meliflua voz de zalamero profesional; o si aquel puñal que llevaba impreso el sino de la venganza, de la traición, del abandono, segaría los primeros abrazos clandestinos de nuevos pálpitos; o si el candor fraguado en las aulas de la universidad, entre humos de cafés y tertulias literarias, de un profesor bohemio y una alumna de mirada angelical, terminaría convirtiéndose en un cadalso para ambos, o simplemente en una quijotesca aventura en violación de los moldes establecidos. Era así: él y sus libros. Nadie más interfería en esa singular sintonía.
Está tumbado en la cama. Boca arriba, brazos ligeramente derrotados y párpados cerrados. Se ha dormido con la ropa puesta, como siempre... Una leve mueca de placidez se dibuja con recato en las comisuras de aquel hombre aparentemente solo.
Aparentemente...
Claudio Rizo
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