El amante
Nunca antes una mujer me había llamado tanto la atención. Pretendí que no era cierto, pero antes de que me diera cuenta me encontré regresando sobre mis pasos hasta que estuve de nuevo frente a ella. Había algo en su rostro, algo que me sedujo, algo como el silencioso reflejo de una pena. No supe por qué se encontraba allí. No anduve hurgando en su interior para saber razones.
Sin poder resistir el trazo suave con que dejaba que el frío le ganara el cuerpo, la subí a mi auto. Nos dirigimos rumbo a mi casa y durante el trayecto su peso se recostó contra mi hombro.
Sus ojos color miel permanecieron fijos en algún lugar del techo mientras preparé la cena. Le conté del barrio donde nací, de mis estudios -tan inútiles como mis sueños- y también de mi gusto por coleccionar latas de cerveza. Le mostré mi última adquisición: un envase traído del Asia. Le conté los detalles con tanto entusiasmo que hice variados ademanes hasta que mis dedos le acariciaron el rostro y le obligaron una sonrisa.
Cautivo de sus labios, la besé. Apreté su cuerpo contra el mío hasta que sus pezones endurecidos se clavaron en mi pecho. Terminé haciéndole el amor furiosamente, como un lobo encadenado y sin consuelo.
A la madrugada, ellos nos interrumpieron el descanso. Fue horrible. Los policías patearon la puerta y traían sus armas en la mano. Quise detenerlos pero era tarde. Sabían mi nombre y al parecer alguien me había visto cuando la subí a ella al auto. Me tiraron al suelo y me amenazaron. Afirmaron que ella estaba muerta. La miré nuevamente y volví a sentir que era bella como un ángel.
-Los ángeles no mueren, sólo duermen profundamente -grité entristecido, sabiendo que no entenderían.
Cuando tomaron su cuerpo para subirlo a una ambulancia me alteré y me golpearon.
Han transcurrido los años y no la olvido. No puedo entender qué pasó. Era la primera vez que me ocurría una cosa así en todos los años que trabajé en la morgue.
Gonzalo Hernández Sanjorge
Sin poder resistir el trazo suave con que dejaba que el frío le ganara el cuerpo, la subí a mi auto. Nos dirigimos rumbo a mi casa y durante el trayecto su peso se recostó contra mi hombro.
Sus ojos color miel permanecieron fijos en algún lugar del techo mientras preparé la cena. Le conté del barrio donde nací, de mis estudios -tan inútiles como mis sueños- y también de mi gusto por coleccionar latas de cerveza. Le mostré mi última adquisición: un envase traído del Asia. Le conté los detalles con tanto entusiasmo que hice variados ademanes hasta que mis dedos le acariciaron el rostro y le obligaron una sonrisa.
Cautivo de sus labios, la besé. Apreté su cuerpo contra el mío hasta que sus pezones endurecidos se clavaron en mi pecho. Terminé haciéndole el amor furiosamente, como un lobo encadenado y sin consuelo.
A la madrugada, ellos nos interrumpieron el descanso. Fue horrible. Los policías patearon la puerta y traían sus armas en la mano. Quise detenerlos pero era tarde. Sabían mi nombre y al parecer alguien me había visto cuando la subí a ella al auto. Me tiraron al suelo y me amenazaron. Afirmaron que ella estaba muerta. La miré nuevamente y volví a sentir que era bella como un ángel.
-Los ángeles no mueren, sólo duermen profundamente -grité entristecido, sabiendo que no entenderían.
Cuando tomaron su cuerpo para subirlo a una ambulancia me alteré y me golpearon.
Han transcurrido los años y no la olvido. No puedo entender qué pasó. Era la primera vez que me ocurría una cosa así en todos los años que trabajé en la morgue.
Gonzalo Hernández Sanjorge
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