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Un camino al poniente

Un camino al poniente Carlos Rivera conducía por la Ruta 11 hacia el norte, aquella calurosa tarde de diciembre de 1980, y su ansiedad corría más que su coche, viajando hacia Asunción. Por cuestiones de trabajo, en el otoño pasado había estado unos días en la capital paraguaya... y allí conoció a María Teresa.

Le agradaban las mujeres que tenían resabios de raza india en la sangre ardiente, en la piel morena, en el cabello lacio muy negro, y en el corazón noble. Y la paraguayita de Villa Rica que estudiaba en Asunción, tenía esos atributos.

Desde chico, Carlos decía que se casaría con una mujer que cantara... y María Teresa cantaba; por eso, mirando el camino que la luna dibujaba sobre el río Paraguay, escuchó guaranias que junto a la emoción de un beso inolvidable, le llenaron el alma. Pero tuvo que volver a Rosario, y al despedirse, dejó temblando en el corazón de su enamorada, la solemne promesa del regreso.

Se escribieron frecuentemente. Carlos sabía que el romance epistolar no podía durar indefinidamente, de manera que en la última carta, le contó su intención de casarse para fin de año; María Teresa le contestó que sí, que fuera a buscarla. Y ahora, Carlos Rivera iba para Asunción, llevando en los labios la polca que ella le enseñó, una sonrisa, y un dulce recuerdo...

Habiendo dejado atrás Las Toscas, un camino pavimentado que nacía a la izquierda de la Ruta 11, y un pequeño cartel indicador, llamaron su atención: VILLA GUILLERMINA 22 K, decía el humilde señalador. ¡Villa Guillermina!, la de la canción, lo invitaba con rara elocuencia... No queriendo ignorar el llamado, tomó decidido ese camino que llevaba al poniente...

Talas, algunos algarrobos y antiguos quebrachos sobrevivientes de un conocido ayer, seguían hablando el idioma común del agreste panorama de la "cuña boscosa". En cualquier momento debía aparecer el arroyo Los Amores, y así fue... El sol se incendiaba en el oeste dorando el apacible curso, y con las palmeras de la ribera, inventaba un paisaje tropical en ese paraje del norte de Santa Fe.

Despues de unos instantes de contemplación, prosiguió la marcha y enseguida llegó: Ahí estaba... esa era Villa Guillermina; testigo del pasado casi legendario de la tristemente célebre "Forestal". Como un signo distintivo, apareció a la derecha la postal inconfundible de la "maderera". Fue andando y desandando las tranquilas calles del pueblo. Por su acogedora quietud, por el techo rojo de sus típicas construcciones de estilo europeo, por el pausado andar de quienes transitaban las veredas, el tiempo parecía detenido en ese rincón del Chaco Santafecino.

Ya dispuesto a regresar, vio a dos mujeres en la puerta de una casa. La chica que hablaba con una señora mayor, lo impresionó inesperadamente... Detuvo el auto, se bajó resueltamente, y utilizó su condición de forastero como pretexto para entablar un amable diálogo.

-¡Viste Cristina!, -comentó la mujer de más edad-, no siempre una persona de "afuera" se interesa por nuestras cosas.

-Es verdad, ¿de dónde es usted señor?

-Yo soy de Rosario.

-¿Y vuelve para allá?

-No Cristina, voy... a Formosa... por negocios -mintió.

¿Por qué no dijo la verdad? ¿Por qué pronunció su nombre con sensualidad? ¿Qué estaba sucediendo? Sí, Cristina era hermosa, tenía el cabello azabache muy largo; era delgada, de piel tersa y morena, pero... ¿y María Teresa?

Siguieron conversando unos minutos más, hasta que Cristina explicó su necesidad de irse.

-Hasta mañana Inés; que tenga usted buen viaje señor -dijo ceremoniosamente. El le contestó con un sugestivo "hasta luego", y se despidió apresuradamente de la señora; es que ya el impulso, dominaba a la razón...

Cristina caminaba despacio; el vestido blanco se balanceaba graciosamente y su pelo lacio, incomparablemente sedoso, jugaba con la brisa que llegaba del sur prometiendo frescura. Carlos la siguió sabiendo que no iba tras un juego inocente o una aventura fugaz; llevaba una determinación sustentada en un sentimiento nacido insólitamente. La alcanzó y siguió caminando junto a ella, que no pareció sorprenderse...

-Decime Cristina, ¿cómo hacés para ser tan linda?

-Yo no hago nada señor... ¡me hicieron linda!

La inmodesta contestación, dicha con un candor conmovedor como nunca había percibido en otras mujeres, lo dejó sin palabras por unos segundos; las reemplazó por su mejor sonrisa y la tomó de la mano. Fue el contacto elemental; el primer encuentro de dos manos ansiosas. Después de unos segundos él reinició la charla.

-Podés tutearme Cristina.

-De acuerdo, ¿cómo te llamás?

-Carlos... -dijo él, y a su vez preguntó- ¿Vivís aquí?

-No, mi casa queda como a un kilómetro del puente, para el lado de "la 11".

Así, hablando de cosas propias de dos personas que recién se conocen, llegaron al puente sobre "Los Amores".

-Bueno Carlos, me voy, espero que tengas buen...

La interrumpió abrazándola tiernamente; la agonizante claridad le bastaba para contemplar su mirada cautivante. Sus labios se aproximaron tanto, que el beso aleteaba dispuesto a volar... pero ella le cortó las alas con una sonrisa encantadora.

-Se te hace tarde y tenés que seguir para Formosa -le recordó con angelical picardía.

-No Cristina, no voy a viajar; pasaré la noche en el pueblo y mañana quiero que estemos juntos -dijo con tono imperativo y ansioso. La bella desconocida se desprendió suavemente y respondió con naturalidad.

-Está bien, ¿nos vemos aquí al medio día?

-Cómo no -asintió con fingida serenidad.

La lugareña bajó ágilmente hasta la costa. Alcanzó a verla corriendo como una chiquilla contenta, saltando los charcos y piedras de la orilla.

Volvió a la villa y alquiló una pieza. Luego cenó, y se acostó con su cansancio, su confusión, y sus sueños nuevos, porque un anhelo creciente desterraba a cualquier otro...

Se levantó inquieto... se arregló prolijamente y sin siquiera desayunar, se dirigió al puente presintiendo un día imborrable...

LLegó, bajó hasta el arroyo y entonces la vio. Estaba descalza, con una pollera corta y la blusa suelta; una cinta celeste le sujetaba el pelo. "Como una diosa escapada de una leyenda guaraní", se dijo, y repitió la pregunta secretamente, para sí: "¡Cómo hacés para ser tan linda!".

-¡Hola!, qué puntual -saludó la chica.

-Qué tal Cristina, vení, vamos a la sombra.

La tomó de la cintura y así fueron caminando hasta un frondoso algarrobo; una gruesa rama desgajada les sirvió de asiento.

En ese ámbito montaraz, Carlos le confesó lo que sentía. Cristina, con la mirada encendida y la boca entreabierta, lo incitaba a besarla. Respondiendo a ese ruego callado y sublime, fue acercando sus labios para anidar en los de ella un beso primoroso... que se iría transformando hasta alcanzar la intensidad de todos los besos de amor.

Cristina parecía subyugada pero súbitamente, se separó y dijo angustiada.

-¡No por favor!... ¡No es posible!

-Pero... ¡por qué Cristina! ¡qué pasa! ¿Acaso no sos libre?

-Yo sí Carlos, pero vos no.

Sintió que un temor indescifrable lo cercaba; que se desvanecía esa ilusión modelada en pocas horas, tan grande, como impensable hasta el día anterior.

-¡Qué estás diciendo!, si yo soy absolutamente li...

-No... no sos libre -lo contradijo ella interrumpiéndolo-, María Teresa te está esperando en Asunción -agregó con desconcertante seguridad.

El se estremeció. ¡Qué era eso! ¿De dónde sacaba esas precisiones?

"Mi princesa india, ¿quién sos en realidad?", se preguntó; y se aferró a la única explicación posible: estaba soñando, ¡eso era una pesadilla!, y para despertar, se lastimó la mano con la rama de un espinillo; pero fue en vano; el arroyo, el puente, la sombra del algarrobo y ella... seguían allí.

Mareado y confuso, pudo ver que Cristina se hallaba extrañamente serena, mirándolo desde la belleza de sus ojos oscuros con inmensa ternura. Y le oyó agregar.

-Además hay otra cosa.

Pretendió preguntarle quién era, qué hacía, de dónde venía, pero sólo atinó a decir.

-¡Qué otra cosa!

-Que yo no sé cantar Carlos...

No fue una afirmación; no fue un detalle; fue la puñalada final que hizo girar el monte ante su vista.

Qué significaba esa impiadosa y certera adivinación; ¿era una mensajera diabólica?, o bajo su aspecto se ocultaba un duende de la selva que conocía hasta lo más recóndito de su vida. Aferrado a esa hipótesis fantasiosa, siguió escuchándola.

-Yo sé que van a ser felices.-aseguró apoyada en el viejo árbol.

La insondable muchacha tenía una expresión de infinita tristeza, y dos arroyitos tibios le mojaban la cara.

"Van a ser felices": Esa afirmación se parecía a una profecía. Entonces, supuso que se trataba de una gitana, vidente, y de extraordinaria percepción. Pero por fin, recuperada su lucidez, con profunda amargura y alivio descubrió que no le importaba quién era realmente. La pollera insinuante, el cabello largo, la boca prometedora, y esas lágrimas que le dejaban dos caminos húmedos en el rostro, ya nada representaban... ¡se había roto el hechizo!; se derrumbó con la rapidez conque comenzara; no la quería ni la odiaba.

Cristina seguía allí; síntesis silenciosa de pena y misterio. Por eso, en una actitud final de romanticismo, cortó unas berbenas rojas y levantándose con desaliento se las dio.

En tu pelo van a estar mejor -le dijo sin nombrarla. Cuando las recibió agradecida se rozaron las manos, y él no se conmovió... todo había terminado.

Retornó al camino y al llegar a la Ruta 11, no supo para donde ir. Unas garzas que levantaron vuelo como flechas blancas en el aire, le señalaron el rumbo: el del norte, el que llevaba a Asunción. Y comenzó a andar, acelerando instintivamente... Estaba confundido y arrepentido, pero fundamentalmente, avergonzado. Encendió el "stereo", y escuchó la frase de la canción que tendría eterna significación para él:

"¡Cómo olvidarte, Villa Guillermina!"

Ni el tiempo, ni la distancia, ni María Teresa, podrían borrar la turbadora recordación de ese acontecer inescrutable, ocurrido por haber tomado... un camino al poniente.

Edgardo Urraco

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