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El acecho

El acecho Se detuvo junto a la ventana, con el rostro descompuesto por el miedo y un brazo tendido de manera sentenciosa, mientras gritaba es él, está otra vez allí, en la calle, mirá. Tiré con violencia la revista que tenía en las manos y corrí en un impulso casi desesperado hacia la puerta. Ya eso resultaba un hábito más en el desarrollo diario, algo completamente mecánico que realizaba con pasmosa rapidez, como bajo el imperativo de una orden perentoria, cada vez que Marina denunciaba la presencia del hombre que se había convertido en una tenaz amenaza. Recorrí la calle con la furtiva esperanza de poder atraparlo y acabar por fin con esa pesadilla; divisé algunos familiares habitantes del barrio que regresaban del trabajo o procuraban gozar el fresco aire de la noche, pero ningún rastro de quien despertaba toda mi rabia no sólo por su constante acecho sino también porque parecía tener la rara cualidad de esfumarse repentinamente, con el sigilo de un ladrón consumado, como si pretendiera rehuir cualquier enfrentamiento o, peor aún, fuera una hábil maniobra para atacar en el momento oportuno. La búsqueda resultó inútil y de nuevo me sentí con las manos atadas, impotente para destruir la trampa que se iba tornando cada vez más opresiva, aunque me esforcé por reflejar un aspecto sereno, casi despreocupado, cuando regresé a la casa y Marina me abrazó con el cuerpo agitado. Repetí las palabras acostumbradas, calmate, ya se fue, no estaba en la calle. Ella no pareció oírme o ya ninguna razón conseguía tranquilizarla, conferirle la fuerza necesaria para desalojar el obsesivo terror que la dominaba, se habrá escondido, estoy segura, jamás aceptará que lo haya abandonado, volverá para matarnos. El silencio fue un tácito asentimiento, la pasiva conformidad de que ese ominoso presagio nos sumiría en un estado de permanente desasosiego, hasta producirse la catarsis que significara la liberación o el derrumbe total. La certeza de una espada suspendida sobre nosotros, que nos aplastaría de modo sorpresivo, comenzó a prevalecer tres meses atrás, cuando ella se presentó solicitando un empleo en la compañía de seguros donde yo trabajaba. Advertí enseguida su extrema tensión, que la incitaba a mirar en torno con una alarma apenas disimulada, y luego, a través de la tarea diaria que fuimos compartiendo, me sentí sorprendentemente atraído por ella. Quise indagar en su mundo que de pronto presentí arduo y enigmático. Así, me impuse casi la obligación de explorarlo, de averiguar la causa del pavor y la ansiedad que le hacían considerar como un fatal enemigo a cualquier persona que se le acercaba. Quizás me aceptó no tanto por mi asedio sino por la irrefrenable necesidad de sentirse protegida, de tener a su lado alguien que le brindara un sólido apoyo; pero en el curso de aquellos días en que nos dedicamos a ir al cine, comer en un club o pasear por un parque, eligiendo siempre los lugares más discretos y apartados, como dos fugitivos que buscaban con avidez un refugio seguro, no quiso o no se atrevió a confesarme abiertamente el peligro que la agobiaba. Cuando decidió mudarse a mi departamento, la primera noche de absoluta intimidad se vio perturbada por una cuota de duda e inquietud, porque mi anhelo de posesión significaba tal vez una especie de ataque o sometimiento que ella no estaba dispuesta a consentir, como si eso llevara implícito exponer su debilidad, dejarla sola y sin defensa. Comprendí que debía vencer ese último baluarte para descubrirla en su completa sinceridad, para que ya no hubiera ningún secreto ni subterfugio entre nosotros. No me equivoqué; le costó ceder, llegar a la entrega total. Después que el placer compartido fue transformándose en agradable ternura a través de inéditas caricias, Marina habló en tono suave, pareciendo que cada palabra la aliviaba de una carga bochornosa. Es por él, Eduardo Márquez, íbamos a casarnos pero lo abandoné y prometió matarme, tengo mucho miedo. Entonces la mantuve fuertemente abrazada, similar a un pájaro que necesitaba calor para volar de nuevo, expresándole mi protección, la seguridad de que nada malo habría de ocurrirle mientras estuviéramos juntos. No tardé en comprobar que esa aspiración era completamente estéril ante el poder avasallador de aquel hombre que fue ocupando entre nosotros el lugar de un intruso despiadado; ningún medio resultó adecuado para librarnos del excluyente dominio impuesto por su ambigua presencia. Apresados en la maraña creada por el acecho de él, llegué a pensar que no teníamos otra alternativa que vivir así: ella obsedida por el miedo de reconocerlo entre la gente que cruzaba por la calle y yo, por el contrario, deseando que sucediera eso, que al fin resolviera dar la cara para tener la oportunidad de aplacar mi acumulado furor. Debido a ese estado de progresiva nerviosidad, Marina decidió no sólo abandonar el trabajo, sino también rechazar las invitaciones para presenciar cualquier espectáculo o simplemente pasear por la ciudad, pues ya no tuvo otro propósito que permanecer encerrada en la casa. Respeté su voluntad, abrigando la esperanza de que eso tal vez la ayudaría a sobreponerse; mientras me encontraba en la oficina no lograba relegar un instintivo temor porque quedaba sola y sin resguardo, pero, al estar de nuevo juntos, disfrutábamos plenamente una dosis de dicha y alivio. El aparente sosiego que predominó durante algún tiempo me hizo olvidar que había un enemigo asediando implacablemente, hasta aquélla tarde en que, al regresar al departamento, descubrí a un grupo de personas en la vereda, hablando casi a gritos y con gestos de manifiesta sorpresa y confusión. De inmediato creí recibir un brutal puñetazo en pleno rostro y, con la certeza de que se había concretado lo presentido tantas veces, me abrí paso a empujones y por fin quedé inmóvil, petrificado, únicamente absorto en el cuerpo de ella desplomado en el suelo con la ridícula postura de un muñeco cuyos miembros han sido destrozados. Permanecí un largo rato así, ajeno a la presencia y el bullicio de los demás, luchando en vano por convencerme de que era cierto, que él había consumado su venganza, que ya resultaba absoluta mi impotencia para modificar ese hecho; después, con extrema lentitud, levanté la cabeza y clavé la mirada en la ventana del tercer piso, completamente abierta, que me pareció un hueco odioso y siniestro a través del cual Marina había encontrado un atroz castigo o una definitiva liberación. Como una verdadera tortura soporté los extensos interrogatorios de la policía, aunque pude aportar muy pocos datos sobre la única persona que consideraba responsable de lo sucedido, excepto decirles que se llamaba Eduardo Márquez y darles las someras referencias físicas que ella me había confiado; no contaba con fotos para ayudar a identificarlo y eso tornaba muy remota la posibilidad de atraparlo. Sin embargo, deseé que no lo hicieran; la muerte de Marina resultaba algo demasiado personal, que me propuse vengar de manera exclusiva, impulsado por un voraz resentimiento, por el peso de una imprevista soledad. Poco a poco me fui hundiendo en un estado febril, casi de enloquecida exaltación, mientras estaba en la casa o realizaba mecánicamente las tareas diarias, o caminaba sin rumbo por las calles, consumido por la espera semejante a una cruel e interminable agonía. Procuré convertirme en un blanco perfecto, sumamente tentador, para que él repitiera su ataque, pues comprendí que no tenía otro modo para enfrentarlo; luego de sobrellevar durante varias semanas una angustiosa expectativa, el desaliento me hizo creer que nunca podría castigarlo, que él tal vez tuvo el único objetivo de matar a Marina. El hecho de su brusca y total desaparición me fue dejando el sabor de un agrio fracaso, la certidumbre de que jamás me recobraría de esa derrota. Me invadió con mayor fuerza el recuerdo de ella, acuciando mi remordimiento pero transformándose también en la única forma de recuperarla. Comencé a quedarme todo el tiempo libre recluido en el departamento que de repente pareció tener la cualidad de un refugio acogedor, de una ignorada belleza, donde ella fue surgiendo como una presencia tangible a través de cualquier objeto, de cada rincón en que vivimos un acto de amor, de la ropa que distribuí con afectuoso cuidado en el ropero. Fue mientras realizaba la tarea de revisar y arreglar todas las cosas de Marina cuando un día, sorpresivamente, descubrí en el fondo de un cajón la página de un diario, vieja y arrugada, a la que tal vez no le habría prestado la menor atención si no hubiera reparado que estaba celosamente guardada. Entre curioso e intrigado por el grueso título que hacía referencia a un drama pasional, observé la foto que mostraba el cuerpo de un hombre caído en un cuarto donde el mobiliario desordenado reflejaba la huella de una furiosa pelea, y luego, cuando leí el artículo, todo a mi alrededor comenzó a girar en un absurdo torbellino. No pude evitar un grito de protesta o de completo desconcierto ante la súbita, increíble revelación que me sacudió como una certera puñalada, mientras releía la noticia hasta que las letras se tornaron indefinidas frente a mi ojos cansados: "Mendoza, 19. A raíz de un violento altercado, que se presume de índole pasional de acuerdo con el testimonio suministrado por algunos vecinos, fue víctima de tres balazos el empleado Eduardo Márquez, de veintiséis años. Todas las sospechas del crimen recaen sobre su prometida, Marina Velasco, quien actualmente se encuentra prófuga".

Ángel Balzarino

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