El intríngulis de la creación
En tiempos remotos, cuando ciertos hombres –pocos, por cierto–, mejor preparados que la mayoría, se empeñaron en adaptar esa mayoría a las exigencias que toda sociedad demanda, se enfrentaron con una cruda realidad: el hombre no estaba preparado para vivir en comunidad. Era (y sigue siéndolo) díscolo, malo, perverso, egoísta (“más conozco al hombre, más quiero a mi perro”), pero dichosamente ingenuo y crédulo. Entonces aquellos carismáticos líderes (apóstoles) se dijeron: ¿Cómo hacer para que el hombre respete al hombre, logre la convivencia y disfrute los beneficios propios del trabajo comunitario? Pues aprovechemos su propia ignorancia y credulidad – dijeron entre sí –, convenzámoslo de que hay un dios omnisciente que castigará con el infierno a todo aquel que quebrante las leyes básicas de la convivencia (mandamientos) y que, por el contrario, premiará con la vida eterna (cielo) a quien las respete íntegramente. Claro, para evitar conjeturas, digámosle que quien castiga es el diablo (nombre dado a Dios por puro eufemismo cuando de castigos se trata) y quien premia es Dios. Así convenceremos a esos bárbaros y perversos ignorantes pues, en su egoísmo, no pueden aceptar la certidumbre de su inexorable muerte (como si fuesen diferentes del resto de las especies) y, por otra parte, aceptarán crédulos, en su ignorancia, la idea de que un ser supremo es la respuesta a la interrogante irresoluta: el origen de todas las cosas. Y para venderle fácil esta idea (mercadeo a ultranza), digámosle que él mismo fue hecho a imagen y semejanza de ese ser sobrenatural. De esta forma mataremos varios pájaros de un tiro: logramos el respeto entre los hombres y no tenemos que devanarnos los sesos buscando respuestas que nosotros mismos ignoramos. ¿Quién hizo la vida?, pues Dios... y punto.
Todo aquello fue ampliamente discutido, aprobado y escrito – con el rimbombante nombre de Sagradas Escrituras –para que nunca se olvidara.
Y, en efecto, aunque a duras penas, el hombre se adaptó mejor y empezó, paulatinamente, a prosperar (veleidades del consumismo) gracias a los conceptos – al principio muy rudimentarios – de la vida comunitaria (comunismo, capitalismo, cooperativismo, sindicalismo, solidarismo, hermandades, comunas, industrialización, ajuste estructural, planeamiento estratégico, administración por objetivos, círculos de calidad, globalización, etc., etc.). Para ello, por supuesto, los apóstoles se tiraron a la calle (adoctrinamiento); pero luego, ante las mayores exigencias de la vida urbana, tuvieron que hacerse maestros. Mas, poco tiempo después, aquella preparación fue insuficiente y entonces crearon universidades (al principio públicas; después privadas en función del lucro desmedido de los hombres mismos) para preparar licenciados, luego doctores, después “masteres”, últimamente PHD (¿qué vendrá después cuando la mayoría alcance este nivel?). Es que la especialización cada vez es más específica (empero, “un generalista es alguien que sabe muy poco de todo y un especialista, en cambio, sabe mucho de muy poco”).
Pero, retomando el hilo desovillado, los apóstoles se regocijaron con la idea de su Dios, idea que resultó eficaz y eficiente... por lo menos hasta que la gente, por su propia convicción y a pesar de las mundanas instancias judiciales – burocráticas, lentas y benévolas, como algunas salas constitucionales latinoamericanas – , empezó a respetar los derechos ajenos para que le respetaran los suyos y no por atrición. Aquí los apóstoles y sus secuaces hicieron una encerrona: les preocupó sobremanera que la moral del ateo fuese más sólida y sincera que la del creyente, pues la de este estaba condicionada a la peregrina esperanza de una vida eterna. Su preocupación llegó al extremo cuando, en las postrimerías del siglo veinte (ese que no termina sino hasta el 31 de diciembre del año 2000), uno de aquellos apóstoles – octogenario probo y sincero – confesó con humildad que, en efecto, lo del cielo e infierno había sido una patraña. Esto decepcionó a más de un feligrés, fundamentalmente a quienes habían aceptado a pie juntillas el precepto religioso. Los mismos que, durante cientos de años, hicieron el bien (solo a algunos y, aún así, con mucha hipocresía) para evitar el infierno y para trascender a la vida eterna. Eran los mismos que, cual dioses omniscientes, condenaban al adúltero (mientras deseaban a la mujer del prójimo), a las prostitutas (mientras las llevaban con sigilo a los moteles), a la pornografía (mientras se deleitaban con películas de no sé cuántas x), a la que abortaba (pero si el hijo de esta nacía, le encaramaban motes ofensivos – patae’banco – o identificaban discriminatoriamente – bastardo, hijo espurio, hijo natural – pues había nacido al margen de sus convencionales instituciones), al ladrón (mientras dejaban de pagar sus propios impuestos), al asesino mientras condecoraban a sus hijos que, en ultramarinas guerras injustificadas, habían dado muerte a chinitos arroceros y a musulmanes patrioteros), al déspota agresor (mientras suscribía bloqueos comerciales en perjuicio de un pueblo hermano por no compartir su ideología), a la tiranía (cuando esta era de izquierda)... Eran los mismos cuyos líderes religiosos, comprometidos con principios solidarios, gozaban de exoneraciones de impuestos, exhibían exclusivos anillos y remodelaban sus templos con fastuosidad mundana. Eran, en fin, los mismos que exudaban incondicional amor al prójimo (mientras, en las fiestas con sus amigos, hacían chistes sobre negros e inmigrantes refugiados, chistes que sus beatas esposas reían estrepitosamente). Sí, de momento se desilusionaron, pero pronto reafirmaron sus convenientes convicciones en vista de la bondad del dogma de la confesión (“borrón y cuenta nueva”).
Comoquiera, ya era demasiado tarde... La mayoría comprendió que, por siglos, había sido víctima de su propia estulticia y empezaron a rebelarse. Solo entonces comprendieron que había sido una arrogancia considerarse el centro de la creación, que había sido una ingenuidad adorar iconos pintarrajeados, que había sido una injusticia irrespetar a su prójimo, que había sido una estupidez desdeñar el proceso evolutivo, que había sido una ridícula prepotencia considerarse hecho a imagen y semejanza de su Dios, que había sido... el hazmerreír de otras culturas extraterrenas.
Entonces, ¿no es divina la creación? Bueno – y esto es un buen corolario –, si el hombre fuese imperfecto, como en realidad lo es, sería decepcionante atribuirle su responsabilidad a Dios. Si Dios lo hizo así a propósito, para juzgar su libre albedrío, sería injusto cuestionarle a alguien su incredulidad. Si Dios hizo al mundo y a las especies, habría sido un desperdicio injustificado el haber consentido que los dinosaurios reinaran durante un tiempo mucho mayor que el que ha reinado el hombre (por lo menos hasta ahora). Si Dios hizo el universo tan complejo, sería ingenuo considerar que no haya vida en otros planetas, en otras galaxias. Si hay vida extraterrena, sería vanidoso e ilógico suponerla idéntica a la nuestra. Si existen otros seres inteligentes diferentes al hombre, sería ridículo suponer que su idea de Dios sea la misma nuestra (¿no que también ellos fueron hechos a su imagen y semejanza?) Pero, fundamental, ¿qué es Dios? Pues este es el quid y no el carácter divino de la creación. Dios podrá ser solo una idea fabulosa del hombre y, aún así, la creación sería siempre divina en función de nuestra propia ignorancia... al menos hasta que alguien, fehacientemente, dilucide el origen del universo. Para entonces la evolución habrá sustituido al hombre como rector de la vida terrestre y ya será otra especie la que se atribuya su semejanza con un Dios muy diferente al que concibieron los humanos.
Adrián Rodríguez Solórzano
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