La medida del odio
- Yo no fui, palabra de hombre -dijo y se dejó caer sobre el asiento más próximo. Sus manos huesudas hurgaron en los bolsillos del saco de pana gris; puso un cigarrillo en sus labios y luego, con un movimiento imperceptible, mecánico, que denotaba sus años de fumador empedernido, accionó el encendedor desechable; con desesperación aspiró a través del filtro que, según la publicidad que avalaba su prestigio, evitaba el cáncer y otras molestias dolorosas.
- Te juro que no fui yo. Acabo de llegar, créeme -volvió a insistir. Luego a caminar de uno a otro lado de la recámara que compartíamos desde hacía ya un año. Sus largas piernas se destacaron a través del pantalón. Yo lo miré con odio porque, aún sin desearlo, Axel demostraba vitalidad, pujanza, juventud. Sus pasos resonaban en las duelas en cada ida y venida. Con disimulo observé aquel rostro reflejado en el cristal de la ventana y sentí rabia al compararme con él; fue cuando sin poder evitarlo envidié los 18 vigorosos años de Axel (la edad empezaba a morder con furia cada punto de mi cuerpo). Entonces la rabia me cegó y maldije al que según mi ego era el causante de mi desgracia, de lo que me hacía sentir frustrado. Lo maldije una y otra vez en mi interior, luego me arrepentí porque llevado por esa fuerza concentrada en mis celdillas cerebrales, Axel pareció desvanecerse. Creo que él sintió la carga de odio que puse en la mirada porque empezó a temblar, en tanto una lágrima se deslizaba por sus mejillas, Se arrinconó sobre el sofá que le servía de cama, ovillado de miedo, desconcertado por la embestida.
- Por favor -gimoteó-; ya te dije que yo no fui. Por mi madre que no -y volvió a escupir las mismas fórmulas que se dicen cuando alguien es acusado de realizar un acto indebido. Por un momento yo también me desconcerté cuando lo vi a punto de derrumbarse, aunque si él no hubiera insistido en sus súplicas, tal vez mi rabia se hubiese detenido, o al menos yo hubiera entrado en razón.
Dicen que cuando uno se ofusca lo mejor es tranquilizarse, contar mentalmente hasta diez mientras se aspira hondo. El remedio es efectivo porque de acuerdo con los médicos, la sangre -o mejor: el pulso- se normaliza debido a la oxigenación del cerebro. La verdad es que yo no sé de estas cosas, a mí la medicina me parece algo del otro mundo, como la filosofía y las matemáticas; pero qué se puede esperar de un simple burócrata, de un pobre diablo esperanzado a sus quincenas, a los escasos pesos que llegan cada dos semanas para que la casera se apodere de ellos, al igual que el dueño de la fonda donde dizque come uno y la vieja chismosa del estanquillo donde compro mis cigarros y mis jabones y todo lo que uno necesita a los cincuentaitantos años. Yo creo que Axel se dio cuenta de que la cosa iba en serio, porque empezó a sudar, a ponerse pálido. Todavía recuerdo sus burlas al principio, cuando le dije que yo no temía morir porque la muerte no existía; pero él sí debía preocuparse y no andarme provocando, escondiendo mis cosas o haciendo bromas a costillas de mi edad y mi soltería. Le insistí que por eso yo no me metía con nadie, porque ya me conocía: cuando me encanijo es como si un volcán naciera en mi cerebro y entonces... Axel se carcajeó. Yo conservé la serenidad porque de alguna manera tenía que explicarle. La muerte -insistí- es un simple paso natural, biológico. Axel volvió a carcajearse. Dijo que eso todo mundo lo sabía, hasta los niños recién nacidos y que si lo quería vacilar con esas cosas que mejor me fuera con mis tonterías a otra parte; la chochez empieza a perforarte el coco, remarcó sus palabras, luego hipó en medio de sus carcajadas. Yo lo miré con rabia, pero todavía tuve ánimos para replicarle que la muerte es desplazarse a otro plano energético, más vital e intenso y que incluso yo podía demostrarle la existencia de ese fluido, esa energía de que están hechas todas las cosas y que lo que la gente llama "lo sobrenatural" es cotidiano, sólo que no ha tenido oportunidad de comprobarlo o simplemente no cree en eso.
- A ver, demuéstrame que eres capaz de no morir -me retó.
Realmente -le dije- hay cosas naturales aún desconocidas. Mira, si froto las palmas de mis manos y te las pongo en cualquier parte del cuerpo, sentirás un calorcito que sale por las puntas de mis dedos. Si le miento la madre a alguien, si lo hago con sinceridad impulsado por el coraje, a ese tipo le va mal. Existen fuerzas que uno a veces no sabe controlar, insistí.
- ¡Yaa! A poco me vas a salir con que eres brujo y que me vas a alejar los malos espíritus -volvió a burlarse. El colmo fue cuando afirmó que hasta él cuando tiene frío, se frota las manos y entra en calor. Yo no respondí, simplemente le di la espalda, pero en el fondo de mi alma deseé que se callara, que se largara muy lejos, que desapareciera. Y empecé a sudar con intensidad, como sucede cada vez que me enojo. Mi cuerpo vibró y entonces vi los puntos luminosos que salían de mi cabeza, caliente ya, a punto de estallar. Fue cuando Axel, el maldito güero, empezó a gimotear. Tal vez sintió la fuerza, esa oleada de calor que llegaba de no sé dónde, devastando todo lo que tocaba. Axel se arrinconó en el sofá. Sus ojos amarillos se agrandaron como esos conejos cuando son sorprendidos por la fuerza hipnótica de la serpiente. Yo sé que él lo advirtió, porque levantó la vista al techo y me pidió perdón.
- Te digo que yo no fui -insistió una vez más, hurgándose las fosas nasales. Y se quitó el saco gris de pana. En sus pupilas vi reflejado el miedo. Pero también un dejo de mofa. Sí, en el fondo se burlaba, como que se sabía culpable. Y yo puedo jurar que sí lo era, si no, creo que no hubiera ocurrido nada. Sus palabras, no obstante, lo negaban:
- Por Dios que yo no fui, ya te lo dije -replicó a mis amenazas-. Te juro por Dios que yo no fui. Que Él me castigue si miento -casi gritó. Y yo me enfadé, sentí que el calor llegaba a mí, que la fuerza esa que está agazapada en cada uno de nosotros aguardando el instante para abalanzarse, se acumulaba en mi cerebro. Y lo maldije una y otra vez, como si mis palabras fueran la medida del odio, como si el calor que aumentaba en el interior de mi cabeza me impulsara a concentrarme en la figura larga de Axel. El calor aumentó en un momento y su cuerpo se cimbró, poseído por el odio, esa fuerza que se aferraba a cada uno de sus átomos, disolviéndolos.
- Yo no fui, lo juro -tuvo el descaro de exclamar mientras se fundía en el aire. Lentamente.
Todavía con esa extraña vibración que me recorría de arriba abajo, empapado en sudor, me acerqué al sitio donde Axel estaba hacía apenas unos instantes. Entonces lo vi: ahí, abajo del sofá, estaba el libro ese que según él jamás había tomado pero que yo, estaba seguro, sabía que lo había hecho. Me agaché para tomarlo. Recordé la sonrisa nerviosa de Axel transfigurada por el miedo; ya no tendría caso arrepentirse, dije, guardándome el libro en el bolsillo.
Óscar Wong
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