Diane, corazón de tuna
¿Dónde estarás, Diane? ¿Qué será de tu vida, pajarito?
Pajarito hermoso, de ojitos achinados, manecillas largas, nariz respingada, globitos en los cachetes, frente ancha, pelito suave. Sabes, anoche soñé contigo. Soñé que cumplías ocho años de nuevo, que casi llorabas apagando las velitas, que metías los dedos en la torta y se encendía tu cara con tu típica sonrisa pilla, sin temor de mostrar tus dientes cariados, las paletas que faltaban arriba, los incisos ausentes abajo. Que reventabas los globos a propósito, que te burlabas de mi acento en inglés, de la nariz recién operada de Willy.
Pequeño tulipán, ya ves, no me es fácil olvidarte, los fantasmas nocturnos nos juegan malas pasadas; mira que acordarse de ti así no más, de sopetón, sin advertencia previa, después de tantos años.
No me acuerdo como llegaste la primera vez, como entraron las dos a nuestro departamento, pero sí recuerdo las caras sonrientes, apenas temerosas, de tu hermana Debbie y tú, mirándolo todo con evidente curiosidad.
"¿Quieren una galleta?", pregunté.
"Eh, bueno, sí".
"¿Tal vez un pan con queso?"
"Eh, bueno, claro".
Juan las miraba con ironía. "¿Tal vez un pollo entero con papas?" Les dijo, muerto de la risa.
"Este... sí, por qué no, ¡sí sí!" Contestaron las dos a coro, saltando de alegría. Juan y yo nos miramos. "Bueno, por mí, si quieren cenar, les servimos, ¿no te parece?" Le dije, en castellano. "¿Se enojarán los padres?" "Qué sé yo; por último, que se enojen".
Las dos se miran, y a nosotros con temor.
"No se asusten, es sólo otro idioma".
"Un poco raro, ¿no?"
"Bah, eso no es nada", contesté, "también podemos hablar como los perros", y ladro; "y como las vacas", dijo Juan, dando un mugido; "y las gallinas", insistí yo, cacareando. Por fin soltaron la risa.
Willy, te acuerdas, entró cansado ese día, de regreso del trabajo. Se paseó del baño a su cuarto en silencio, con su introversión de siempre. Entró al comedor frunciendo el ceño.
"¿Y estos niños?" dijo, con una seriedad capaz de asustar a un adulto. Tú lo miraste con tu sonrisa ancha, mágica, esplendorosamente inocente, iluminándolo como un lucero gigante ilumina una noche oscura, ganándote para siempre su corazón.
La Nicki llegó con algunas compras, también cansada, cuando ustedes ya estaban terminando y se repetían por tercera vez el vaso de jugo de manzanas. "¡Hola!" las saludó.
Luego a nosotros, "las niñas del vecino". "¿De cuál?" "El segundo piso, aquí al lado" (apuntando a la derecha, hacia el norte). "No, no me digas.." "Sí, del mismo. Del borracho.
Y tiene más, he visto por lo menos dos niños más entrar a esa casa".
II
Pasaron unos días. Volvieron una tarde. Pasaron más días. Siguieron regresando. Primero distanciadas, uno o dos días a la semana, tímidamente. Pronto día por medio. Finalmente todos los días. Tarde tras tarde, a la salida de la escuela. Casi todos los fines de semana. De ser una curiosidad, poco a poco pasaron a ser parte de nuestra vida diaria. Una vez tú, pillaza, llegaste un lunes por la mañana.
"Diane, ¿qué haces por aquí, no tienes clases?" Silencio. "¿Dónde está Debbie?"
"En la escuela".
"No es bueno faltar a clases. Tú lo sabes".
"¿Y tú, tú estás aquí, no?"
"Mis clases comienzan más tarde los lunes. En la universidad es distinto, las clases comienzan más tarde a veces, otras veces más temprano. Algunos días hay clases en la mañana, algunos en la tarde, otros hasta en la noche".
"¿Puedo ir a la universidad contigo? "George, please".
Caminamos a tu escuela, tú feliz con tu cimarra, muerta de la risa, yo tratando de explicarte.
"Diane es muy inteligente y sabe hacer sus cosas", anotaba tu profesora en un boletín (que aún guardo), "mas suele ser muy agresiva a veces".
Agresiva, mi palomita agresiva. Palomita que abría los ojos con admiración cuando la Nicki colocaba las cortinas en la sala. Que se burlaba descaradamente de Juan cuando intentaba hablar inglés, y lo imitaba con picardía cuando hablaba castellano. Que nos dejó sin habla una tarde en el baño, chapoteando en el agua: "En mi casa no nos bañamos nunca, porque la tina está siempre llena de vómitos".
Un Sábado que no llegabas, paloma, le preguntamos a tu madre, que nos respondió brevemente, con una cerveza en la mano. "Están durmiendo", nos explicó. "Quiero dejarlas dormir hasta tarde, así no necesitan desayuno".
De cuántas cosas me acuerdo, qué atolladero de rabias, penas y alegría se apretuja en mi memoria. Si no sé ni siquiera como expresarlas, como darles un orden. De tu hermana Debbie, por ejemplo, queriendo adoptar a Juan como papá, con el cariño de una enamorada de nueve años. "Juan, quiero vivir contigo.. ¿Me dejas?" Él, con una sonrisa en la boca y un nudo en la garganta, trataba de disuadirla: "Pero yo no estoy casi nunca en la casa, porque tengo que irme a trabajar. Estarías casi siempre sola". Debbie sonreía también, encontrando la solución: "No importa, yo podría tenerte listo un emparedado para cuando volvieras del trabajo".
De todos preocupados, y Willy casi llorando de rabia, una noche como a las once en que tú no llegabas, ni a tu casa ni a la nuestra. La policía impaciente trataba de sacarle algún párrafo coherente a tu madre, que hasta hacía poco ni se había percatado de tu ausencia.
Final feliz esa noche, estabas en casa de una amiga. Los padres de tu amiga habían intentado infructuosamente de contactar a los tuyos. Sonaba y sonaba el teléfono... nadie contestaba.
De vuestra contagiosa alegría cuando las dejábamos ayudar en la cocina. "¿Te toca cocinar a ti?" ¡Qué bueno, yo pongo la mesa!" Procedían con entusiasmo y cuidado, ordenándolo todo con la meticulosidad de dos expertas.
De la noche en que el alojado en tu casa, probablemente un tío o quizás un amigo de tus padres, impartía órdenes a la esclava de la casa, tu hermana Wanda, de doce años, que diariamente del colegio pasaba a la cocina. Wanda, su paciencia de niña ya agotada, se resistía. Yo miraba por la ventana. Cuando comenzaron las bofetadas no aguanté más y llamé a la policía. Llegaron cinco patrulleros. Todos ustedes se asustaron. Qué iba a hacer yo, pajarito.
De tu hermano Eddie, de diez años, robando en la vecindad. ¡Qué feliz estaba el día que lo inscribí en la YMCA! (Con qué poco se conforman los niños a veces). De tu hermano chico, de cinco, tirando piedras en la calle. De las incontables ocasiones en que se detuvo la ambulancia frente a la puerta de tu casa, para llevarse a tu padre, cuyo hígado imploraba.
(Y aparecían Debbie y tú, como dos pajaritos temerosos, en nuestra puerta, con sus caritas de susto).
De las dos en nuestro auto, en aquellos paseos al hermoso campo canadiense, cantando a toda voz "La Gatita Carlota", en español, idioma que les era totalmente ajeno, disputándose las estrofas, arrebatándose los finales: "Dime miau, miau miaaaau, mi gatito micifuz, ¡fufú!"
Gatita Carlota, cabecita en punta, mostrando tu lengua al que osara contradecirte, ¿te acordarás (cómo puedes olvidarte) del viaje a Washington, D.C., a ver un tío de la Nicki? Tú, que no habías salido nunca de Montreal, que alguna vez excepcional habrías cruzado Park Avenue, que vaciabas tus dolores y esperanzas en dos o tres calles de tu barrio. Qué importancia podían tener los viajes de los astronautas a la luna comparado con el tuyo, viaje a los confines del mundo, en tren y todo, con parques, museos, gatitas Carlotas y pijama de pollito, de duendecito amarillo, abrazada a la Nicki. Entre mis más rabiosos tesoros guardo el pedazo de papel lleno de faltas de ortografía donde tu madre, con lápiz a mina, da la autorización correspondiente.
Palomita, corazón de tuna, ¡cómo te conquistaste a Willy! Willy el serio, el meticuloso, el que aparentemente no se inmutaba con nada. El que a menudo establecía el orden en las tareas caseras de cuatro inmigrantes adultos compartiendo techo. Tú, gorrión, le saltabas, lo besabas, le hacías cosquillas, le sacabas la lengua desafiante, le fingías profunda seriedad cuando él se enojaba. Él, claro, se moría por ti. ¿Qué impresión, verdad, cuando lo operaron de la nariz? Esas vendas horribles (¿tendrá todavía nariz detrás de esas gasas?). A los pocos días, qué alegría, "¡Willy, te quedó tan bonita!"
(Verano del setenta y ocho. Por fin graduado, por fin un buen trabajo. Verano caluroso como habrá pocos. Después de una hora en la carretera, llegar a casa. Mientras estacionaba, mi palomita me miraba del balcón, me mostraba sus dientes, se le achinaban sus ojos, se le inflaban sus globitos. Corría a buscarme los shorts, las pantuflas, un vaso de agua. Su cartón redondo, donde le enseñé a ver la hora).
Diane, ¿a qué no sabes que eres estrella de cine? Sí, sí, te juro, yo te vi, y en una linda película. Mostraba, la película, los niños de Montreal. En una escena, en la calle Jeanne Mance, tu calle, jugaban los niños afuera, alegremente. De pronto la cámara sube, lentamente, y se detiene unos segundos frente a una ventana. Allí, mirando a los otros niños con una gran sonrisa, apareces tú. Qué aparición mágica, cómo dio de saltos mi corazón al verte. No es broma, la Nicki también te vio. Te vieron miles de espectadores. Habrán pensado, "qué chica tan bonita, qué lindos los niños, qué ganas de volver a esa edad. En la niñez ha de estar la felicidad..."
III
Qué más te cuento. ¿Secretos, tal vez?
De la Nicki llamando a la Asistencia Social, y tus padres, sospechando, tratando de limitar tus visitas a nuestra casa. De Willy, averiguando trámites de adopción, y yo en la mismas, celoso. De los papeles, las exigencias, los formularios, la circunspección con que se mira a los inmigrantes, los trámites de nunca acabar.
Que una semana en que la ambulancia se había llevado a tu padre al hospital, pasaban los días y él no regresaba. Que se rumoreaba en el barrio que tu padre había muerto.
Que cuando los repartieron, de un día para otro, a ti y a tus hermanos entre familiares ubicados probablemente en partes remotas de la ciudad, Willy y yo pasamos varios días indagando como detectives, tratando de averiguar que había pasado, donde estabas, en que barrio, con quien, algún teléfono. Manejamos toda la isla tratando de encontrarte, con la esperanza de verte otra vez, de celebrarte otro cumpleaños, de invitarte una vez más al campo. Te llevaron así no más, después de casi dos años de iluminarnos con tu sonrisa.
Diane, zapallito, ¿me perdonas por no haberte enviado un regalo de cumpleaños cuando cumpliste nueve (y diez, y once...)? ¿Podrás un día perdonarnos a todos por nuestra pasividad e indiferencia, por nuestro fracaso en resolver las situaciones que envenenan el alma infantil, por creer que nuestra responsabilidad hacia los niños se resume a aquellos que concebimos o parimos nosotros mismos?
Quiero soñar de nuevo contigo. Soñar que algún día te encuentro, que caminando doy vuelta una esquina y estás ahí. Que has estudiado en alguna universidad, que no has quedado embarazada a los quince, que no eres prostituta ni alcohólica, que tu hermano no está en la cárcel por robo o asalto. Que por arte de alguna hada bienhechora conservas la misma sonrisa, mezcla de ironía e inocencia, que inflaba tus pómulos y achinaba tus ojitos.
Que me reconoces, y a pesar de todo, me abrazas.
Jorge Braña
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