El hombre invisible
Hace muchos, muchísimos años, en una tarde invernal, mientras caía intensa nevada, el Hombre Visible llegó a un albergue situado en los confines septentrionales del reino de los Hombres Invisibles. Pidió una habitación y una copa de coñac al dueño del albergue. Y cuando éste la hubo traído, sentóse a descansar a la orilla de la chimenea, donde ardía un hipnótico fuego.
Esa noche durmió sin sobresaltos. Pero a la mañana siguiente, cuando desde el baño vio cómo, por manos invisibles, la cama se hacía sola; y cuando, a la hora del almuerzo, bajó al comedor, y observó cómo los platos, los cubiertos, las copas y servilletas volaban por los aires, se sintió, sino sorprendido, por lo menos desconcertado. Al fin y al cabo, el Hombre Visible sabía en qué país estaba y quiénes lo habitaban. Pero fue una extraña sensación sentir que, aunque todo guardaba un orden perfecto, era imposible saber quiénes lo atendían y miraban. Pues, además, hasta ese momento, no había escuchado voces, ni siquiera murmullos.
Salió a la calle. Era un pequeño pueblo que estaba cerca de un largo río, en cuyas orillas crecían abedules. Había en ese pueblo un maravilloso silencio, acentuado por la nieve que caía. El Hombre Visible entró en los almacenes, en los bares, en la iglesia, cuyos techos inclinados brillaban con la luz de la nieve, y recorrió, una tras otra, las casas. Y vio sillas que se arrastraban solas, cepillos de dientes que se movían rítmicamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, autos y buses que marchaban sin que nadie los condujera, periódicos que trazaban curvas en el aire, y máquinas de escribir cuyas teclas nadie pulsaba. Observó cómo, sobre la mesa de mármol de un café, había un tablero de ajedrez, sobre el cual se desplazaban caballos, peones, torres y alfiles. Y aunque sabía que detrás de todas esas cosas y movimientos había hombres y mujeres, nunca pudo verlos. Comprendió que, además, no podría hablar con ellos.
Un mes después de haber llegado al pueblo, sintió que alguien le daba una bofetada. Segundos más tarde, una taza voló por el aire y cayó a dos metros de donde se hallaba. Cuando quiso entrar en su habitación, alguien le hizo una zancadilla, y rodó por el suelo. Salió a la calle: lo sujetaron invisibles brazos, y lo lanzaron sobre la nieve, después de golpearlo. Vio cómo su sangre corría sobre la nieve. Y todas las puertas se cerraron, silenciosa e invisiblemente, para él. Sentóse sobre el banco de, una plaza, y se durmió luego de ver cómo, allá lejos, envuelta por las suavísimas plumas de la nieve, se acercaba una niña cantando: una niña visible.
Cuando amanecía, el Hombre Visible abrió los ojos, y miró una de sus manos: había desaparecido. Y luego se esfumaron su otra mano, sus brazos, sus piernas, sus hombros. Cogió un espejo, y trató de buscar su rostro. No lo halló. Se estaba haciendo invisible.
Dos horas después, lo encontraron muerto. A su lado, aún estaba la niña. Brilló el sol otra vez. Pero ahora sobre hombres y mujeres que lentamente comenzaban a hacerse visibles.
A Alfredo Jolly Monje.
Miguel Arteche
Esa noche durmió sin sobresaltos. Pero a la mañana siguiente, cuando desde el baño vio cómo, por manos invisibles, la cama se hacía sola; y cuando, a la hora del almuerzo, bajó al comedor, y observó cómo los platos, los cubiertos, las copas y servilletas volaban por los aires, se sintió, sino sorprendido, por lo menos desconcertado. Al fin y al cabo, el Hombre Visible sabía en qué país estaba y quiénes lo habitaban. Pero fue una extraña sensación sentir que, aunque todo guardaba un orden perfecto, era imposible saber quiénes lo atendían y miraban. Pues, además, hasta ese momento, no había escuchado voces, ni siquiera murmullos.
Salió a la calle. Era un pequeño pueblo que estaba cerca de un largo río, en cuyas orillas crecían abedules. Había en ese pueblo un maravilloso silencio, acentuado por la nieve que caía. El Hombre Visible entró en los almacenes, en los bares, en la iglesia, cuyos techos inclinados brillaban con la luz de la nieve, y recorrió, una tras otra, las casas. Y vio sillas que se arrastraban solas, cepillos de dientes que se movían rítmicamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, autos y buses que marchaban sin que nadie los condujera, periódicos que trazaban curvas en el aire, y máquinas de escribir cuyas teclas nadie pulsaba. Observó cómo, sobre la mesa de mármol de un café, había un tablero de ajedrez, sobre el cual se desplazaban caballos, peones, torres y alfiles. Y aunque sabía que detrás de todas esas cosas y movimientos había hombres y mujeres, nunca pudo verlos. Comprendió que, además, no podría hablar con ellos.
Un mes después de haber llegado al pueblo, sintió que alguien le daba una bofetada. Segundos más tarde, una taza voló por el aire y cayó a dos metros de donde se hallaba. Cuando quiso entrar en su habitación, alguien le hizo una zancadilla, y rodó por el suelo. Salió a la calle: lo sujetaron invisibles brazos, y lo lanzaron sobre la nieve, después de golpearlo. Vio cómo su sangre corría sobre la nieve. Y todas las puertas se cerraron, silenciosa e invisiblemente, para él. Sentóse sobre el banco de, una plaza, y se durmió luego de ver cómo, allá lejos, envuelta por las suavísimas plumas de la nieve, se acercaba una niña cantando: una niña visible.
Cuando amanecía, el Hombre Visible abrió los ojos, y miró una de sus manos: había desaparecido. Y luego se esfumaron su otra mano, sus brazos, sus piernas, sus hombros. Cogió un espejo, y trató de buscar su rostro. No lo halló. Se estaba haciendo invisible.
Dos horas después, lo encontraron muerto. A su lado, aún estaba la niña. Brilló el sol otra vez. Pero ahora sobre hombres y mujeres que lentamente comenzaban a hacerse visibles.
A Alfredo Jolly Monje.
Miguel Arteche
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