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Elefantes

Pasó el circo: armaron su carpa en los terrenos del ferrocarril, a un costado de la estación. Tardaron tres días enteros en armar la carpa. Enseguida trazaron un gran círculo sobre la tierra y alisaron el piso: ésa sería la pista. Esto en el primer día. Después acomodaron las casillas y los carromatos y las jaulas con los leones y los tigres alrededor de ese círculo. Bastante alejados. El segundo día clavaron estacas durante toda la mañana; sólo hubo ruido a martillazos. En la tarde levantaron los mástiles. Muchos hombres asieron una soga gruesa y tiraron, gritando acompasados. Un viejo barrigón, en camiseta de tiras, los dirigía. El poste central se fue alzando oblicuo desde el suelo hasta ser una vela.

 

El último día cubrieron los mástiles con las lonas y la carpa estuvo armada.Mientras tanto, las mujeres escuálidas que en la función volarían por los aires leían revistas junto a sus casas rodantes y tendían ropa sobre las ramas de los árboles desnudos. Desde lejos podía verse al hombre de goma tomando sol con un diminuto slip, tirado sobre el techo de su casilla, y al mago puliendo una caja de cristal inmensa.La gente del pueblo encerró a los perros y los gatos, ya que se decía que los del circo eran capaces de robarlos para alimentar a sus animales. Las madres tampoco dejaban a sus hijos acercarse al baldío: podrían raptarlos o llevárselos a la partida, convertidos en saltimbanquis o en malabaristas. Igual, muchos escapaban de la escuela para ver cómo daban de comer a los leones. Había monos atados con largas cadenas que se rascaban buscando pulgas. Había perros saltarines que corrían desesperados tras un señor que les tiraba galletas. Había dos caballos blancos, uno con una cola larga hasta el piso. Y había un elefante. Gris. Perfecto. Alto. Un poco triste.

La primera función fue lleno total. En el pueblo sólo se hablaba de las maravillas que se habían podido ver: el hombre bala, la pirámide humana, la mujer que galopaba sobre los caballos y tiraba fuego por la boca, el domador y los leones, un tigrecito al que le habían puesto un sombrero y actuaba con los payasos. Los que no habían asistido esperaban ansiosos el próximo fin de semana. Los que sí habían ido caminaban inflados de orgullo.El dueño del circo tenía un hijo y durante esos quince días lo mandó a la escuela. Iba a sexto grado. Sus compañeros lo rodearon esperando que contara miles de aventuras: creían que la vida en el circo debía ser extraordinaria. Pero el chico se negó a hablar de eso. Era un chico huraño y de ojos duros, impiadosos. Odiaba que lo vieran como a un fenómeno. No salía a los recreos y se quedaba sentado sobre el banco, mirando por la ventana alta hacia afuera, a la calle. A la salida lo venían a buscar en el auto del circo, con los parlantes conectados anunciando las próximas funciones. Al escuchar la voz estentórea del payaso acercarse cada vez más, toda la escuela sabía que terminaba la jornada escolar: sólo quedaba formar y arriar la bandera.

Una tarde, una de las compañeras del chico del circo entró corriendo al aula antes de que sonara la campana y le dio un beso en los labios. La chica, después de besarlo, intentó escapar, pero el chico del circo la sostuvo por el pelo y la obligó a darle otro beso. Abrió grande la boca, como si se la fuera a tragar y empujó con la lengua hasta que los labios apretados de la chica cedieron. El chico del circo metió entonces la lengua dentro y dejó allí depositado, en la concavidad rosa, un chicle de menta ya desabrido y sin color. Cuando el resto del curso volvió al aula, la chica lloraba sentada en su banco, con las dos piernas muy juntas y el delantal estirado sobre las rodillas. El chico seguía mirando por la ventana. Al poco tiempo corrió un rumor entre los cursos más bajos: el chico del circo había arrastrado a una de sus compañeritas hacia el hueco que se formaba debajo de las enredaderas del patio y la había obligado a desnudarse. Aseguraban que habían hecho caca juntos. La directora desestimó los cuchicheos, pero igual llamó al chico del circo a la dirección y mantuvieron una larga entrevista en la que lo interrogó acerca de cómo se sentía en su nueva escuela y de si creía que se estaba integrando bien al resto del grupo. El chico del circo habló poco y nada.

Un día, sin previo aviso, y después de dos exitosos fines de semana, el circo se fue y el chico no volvió a la escuela. El baldío en que se había asentado la carpa amaneció liso y vacío. Sólo quedaba, en una esquina, el elefante, parado, alto y triste, con su grillete en la pierna y una gruesa cadena atándolo a una estaca. La policía hizo averiguaciones. Dijeron que seguramente los del circo no tenían los papeles del animal en regla y que por eso optaron por dejarlo. Vino el veterinario y revisó al elefante: este animal está muy enfermo, dijo. Está a un pie de la muerte, dijo. Y todos se pusieron muy tristes.

–¿No se puede hacer nada? –preguntaron.–Nada –respondió el veterinario.–¿No hay modo de salvarlo? –preguntaron.–No hay –respondió el veterinario.

–¿Qué vamos a hacer con un elefante muerto? –preguntaron.

–No sé –respondió el veterinario.Los chicos, mientras tanto, rodeaban al elefante y corrían veloces entre sus piernas. El desafío era pasar bajo la panza del animal sin que éste lo advirtiera. Más tarde se colgaron de su cola y también uno, intrépido, se le subió al lomo: después de un rato de saludar desde allí, bajó sin pena ni gloria. El elefante, parado en medio de los terrenos del ferrocarril, sólo movía las orejas para espantarse las moscas. No comía. La trompa le caía derecha y arrastraba por el suelo. Los ojos lagañosos estaban todo el tiempo entrecerrados.
Dos días más tarde, se murió.–¿Qué hacemos ahora con un elefante muerto? –volvieron a preguntar.Pero nadie tenía una buena respuesta. Cortaron el candado que ataba el grillete a la pata delantera del elefante muerto y el elefante quedó libre. Con una pala excavadora y la ayuda de muchos hombres lo subieron al camión volcador de la municipalidad y con el camión volcador lo llevaron al basural. Allí lo dejaron.Algunos chicos todavía fueron un tiempo más a jugar sobre el elefante. Un día dejaron de ir. Había olor.Cuando ya era una montaña reseca e informe, el intendente recordó el elefante muerto y comenzó a hacer gestiones. Logró venderle el esqueleto a un Museo de Ciencias Naturales de Formosa. Fue un buen ingreso para las arcas municipales. Vinieron tres técnicos y se pasaron dos días blanqueando huesos y embalándolos en cajas de cartón. Al terminar la tarea, cargaron todo en una furgoneta destartalada y partieron. El museo tenía un gran hall de ingreso, un poco oscuro pero majestuoso, y el elefante sería toda una atracción puesto allí, en el centro. Tardaron un año y medio en armarlo. Día tras día engarzaban huesos en un firme y secreto soporte de hierro. Consultaban, para hacerlo, una vieja enciclopedia de zoología y observaban en detalle cada articulación, cada engarce, cada pequeñez. El elefante lentamente iba tomando forma. Ya estaba casi completo cuando advirtieron que faltaba una diminuta vértebra de la cola. Según el libro debía haber diecinueve, pero había dieciocho. Pensaron que el huesito habría quedado olvidado entre la basura, mas no era así. Lo tenía, en realidad, la chica aquella que había besado al hijo del dueño del circo. Caminó entre sombras una noche de verano para robar la vértebra, en medio del basural crujiente y tembloroso, sin que nadie lo advirtiera.La escondió en un cajón secreto, en el fondo de su cómoda, junto al diario íntimo y al lado del chicle reseco y desvaído, envuelta con una cinta rosa.

Era su souvenir.

Federico Falco

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