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Escrito a mano

Escrito a mano Porque lo hice, porque experimenté con mi propio cuerpo y mis aspiraciones, por eso lo cuento todo. Lo que aquí se dice, desde la letra "p" mayúscula del inicio hasta la letra "a" minúscula del final, no es más que la verdad; la verdad a secas, la verdad sin adjetivos ni modificaciones. No podría ser de otra forma, cada vez estoy más convencido de mi soledad. Si hasta la mentira, que hasta hace unos días era fiel compañera de cama, me ha abandonado. Ahora andará en boca de todos, la muy perra, la muy hija de su rechingadamadre -perdón, se supondría que no debía haber malas palabras en este escrito, pero es mayor el miedo de perder dos líneas en momentos en que no se garantiza su reemplazo. Yo pensaba que todo iría bien, que los sacrificios, aunque dolorosos, habían valido la pena. Pero tenía que venir esto; tenía que venir su partida y con ella acabaron por irse todas mis aspiraciones de ser un gran escritor. Ya lo decía el insigne escritor mexicano, Sergio Carmona: para ser un buen escritor se necesita ser un buen mentiroso. Yo ya no tengo ni eso. Por ello lo cuento todo. Para que el mundo conozca mi historia y éste, el que quizá sea mi último texto.

Yo era un escritor común y corriente, como los miles de escritores que pueblan las ciudades y los campos: esos que sueñan con publicar en prestigiadas revistas, con escribir dos libros por año y con ganar uno de los tantos premios que pululan alrededor del mundo. Vivía modestamente, al día: apenas para comer. Eso fue al principio. Después se presentó lo que creí era mi gran oportunidad. Comencé por publicar algunos poemas y uno que otro cuento en una revista marginal. Sí, yo soy aquel que escribió el cuento que lleva por nombre Detractogénesis; ése en el que se narra como un hombre, cargado de ira, se va matando poco a poco hasta que sólo queda su cabeza colgada de un árbol. El cuento hace alusión a los hombres que, segados por lo... ¡De nuevo me estoy saliendo del tema! -No borraré nada de lo dicho por lo ya expuesto; aquel que desee leer el cuento completo debe recurrir al número 60 de la Revista Moho, página doce.

Mi gran oportunidad llegó con mi primera novela. Tengo que reconocer que por aquellos tiempos las cosas no se veían muy claras. Publicaba muy esporádicamente y, como era de esperarse, no lograba que mi carrera despegara. Fue cuando encontré aquel libro: Zona de escritores: sólo para aquellos que no han ganado un premio Nobel, de J. Martínez. La principal tesis de la autora, sostiene que los grandes escritores se han formado en el dolor. A mayor dolor, mayor creatividad. La posteridad se escribe con lágrimas, finaliza rotundamente el ensayo.

No puedo negar que el ensayo me conmocionó demasiado. Aún ahora no sé si fue el momento en que lo leí, o si fue la prosa fluida y tajante, o cualquier otra cosa, lo que cinceló el mensaje en mi cabeza. Lo cierto es que comencé a planear la manera de causarme un gran dolor. Justo es reconocer que hasta entonces mi vida era tranquila y sin grandes pesares. Ya he dicho que mis mayores sufrimientos eran la pobreza y la falta de oportunidades para ingresar al selecto y mil veces exquisito mundo de la pluma y el papel. Salvo esto, mi vida era estable: un canario, un perro, un departamento y un coche que mal que bien, servía para transportarme. Hasta aquí alguien podría decir que la pobreza y la frustración artística son razones suficientes para el sufrimiento. Estoy de acuerdo a medias pues, si bien me encontraba acongojado, tal parecía que el dolor no era suficiente para desencadenar la creación masiva.

Así fue como decidí sacrificar algunas cosas en pos de la gloria. Primero, fue el canario, al que sometí a un régimen grotesco privándolo de su dotación diaria de alpiste y agua. Al cabo de una semana, murió. Estuve triste un par de días y sin embargo los resultados no se materializaron en el papel. Todo parecía indicar que necesitaba algo más, si de verdad quería trascender. El siguiente fue mi perro. A Gus le suministré veneno para ratas en su comida. Fueron horas de agonía. Cuando creí que ya había muerto me sorprendía con un débil gemido o con un leve respiro que se fue haciendo más esporádico y lento hasta que por fin se desapareció. Lloré por horas. Él confiaba en mí y yo lo asesiné. En su agonía me buscaba con la mirada, con esos ojos vidriosos que no he podido olvidar; solicitaba mi ayuda, imploraba mi consuelo, sin saber que aquel hombre que tenía ante sí era el mismo que había causado su desgracia.

Esta vez el sacrificio si rindió frutos, aunque sólo fuera por un tiempo. Comencé a escribir lo que después sería mi novela. Todo salió de maravilla. El libro obtuvo el Premio Nacional, por la publicación de primera novela, de una prestigiada editorial mexicana. Fui popular por un tiempo.

Lo malo vino después; después de las presentaciones, los autógrafos y los aplausos. Fue allí, sentado frente a la hoja en blanco, donde supe que el escritor se prueba en la constancia. Y no valió un ápice sufrir por ello. De nada sirvió el llanto, los jalones de cabello y las maldiciones al vacío de la hoja que amenazaba con devorarme. La prolija blancura se burlaba, día y noche, de mi escasa inspiración.

Creí volverme loco; sin embargo, a punto de caer pude asirme de una cuerda que logró sacarme, momentáneamente, del pantano. Aquel día salí de casa con la esperanza de hallar afuera un remedio: una evasión. Caminé hacia el centro de la ciudad, buscando el bullicio que me permitiera fundirme con los otros. Fue una gran idea. Comencé a relajarme, a tal punto que acepté que una mujer leyera mi mano. Me dijo que había tenido suerte pero que en escritores mediocres como yo esa era una gracia pasajera. Me alejé de allí lanzándole maldiciones. No volví a casa hasta que encontré otra adivina que leyera mi mano. En un primer momento titubeó. Le exigí que me dijera la verdad: su dictamen fue más o menos el mismo.

Llegué a casa sopesando la posibilidad. Si todo estaba en la mano ¿no podía yo cambiar mi destino deshaciéndome de ella? Además, esto me causaría un gran dolor que redundaría, según yo, en una gran obra: mi tan anhelada obra maestra. Quizá con ella llegaría la gloria. Bien valía la pena el sacrificio.

Al día siguiente dibuje con un cuchillo una línea más en la palma de mi mano izquierda. La herida, aunque poco profunda era grande. Me apliqué un torniquete en la muñeca apretándolo con fuerza. Los siguientes tres días no lo afloje ni un momento. Los resultados no se hicieron esperar: la carne de mi mano comenzó a gangrenarse. Dos días más tarde fui al hospital: ahora les tocaba a ellos hacer lo suyo.

Esta por demás decir que el dolor que sentí esos días fue tremendo. Ahora ya no hay dolor; ahora, a una semana de la amputación, me encuentro aquí, en éste sucio hospital: manco, pobre y sin inventiva...

David García Contreras

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