Blogia
pro-scrito

Cruzan la plaza

Cruzan la plaza Un hombre y una mujer cruzan la plaza. Van tomados de la mano. Es de noche en una ciudad ajena, hace sólo unos instantes que las manos se encontraron, y así el andar uno al lado del otro, pareciera un proceder familiar. Apenas se conocen, dos días hay en su haber, y es tan dulce y desesperado ese cruzar la plaza tomados de la mano que es de pronto esperanza como final. ¿Qué hay en esa toma que se repite una y otra vez? Entran a la plaza como a un ruedo; caminan altivos, las manos entrelazadas, orgullosos de poseerse en ese espacio anónimo y solitario de la ciudad. Y aunque sólo se estrujan las manos, la posesión de los más callados anhelos ha quedado atrapada entre sus palmas, soltarse es impensable, soltarse es comenzar la despedida. Un hombre y una mujer con abrigo cruzan la plaza: poderosa estampa que destapa futuros inciertos y abismos no invocados.

En la discoteca las sillas están puestas sobre las mesas, alguien barre y la música ha cesado. Los últimos habitantes del bar se levantan de las mesas donde una música se ha encargado de dar a la pareja la posibilidad del abrazo. Ella puede recargarse en el hombro y sentir el calor tibio de su mejilla, él la puede tomar por la cintura mientras la otra mano se anuda con firmeza con la de ella, las bocas audaces, sedientas se separan y vuelven a su deseo palpitante, al pudor sometido, a la duda del encuentro. Regresan a la mesa donde comienzan los primeros acordes de una música suave.

Se sientan en el taxi donde sus manos sobre el sillón apenas rozan los dedos, es el inicio de la complicidad. Al llegar al bar se unen al resto que no sospecha que suben por la escalera donde ella lo ha esperado y él la ha alcanzado. Bailan un ritmo latino y ella le explica cómo moverse, beben hasta volver al restaurante donde a los postres siguen la carne y el paté de salmón. Caminan uno al lado del otro, platican, él la presenta a otras personas pronunciado su nombre con precisión. Ella lo mira y se acerca. Hola. Él finge no darse cuenta cuando ella entra y se sigue de largo, ella siente un salto en el corazón cuando descubre que allí está. Toma el elevador y en el cuarto se cepilla el pelo muchas veces, se pone perfume, se quita el vestido y lo cuelga, guarda las medias negras en un cajón; se despinta el carmín y la ralla del ojo, por último el maquillaje. Se da un duchazo. Guarda en su piel la algarabía del encuentro, se sume en el ritual de la espera.

El día es tan largo, ha dormido muy poco, la noche ha sido ocupada por la presencia de un hombre intrigante y abrazable. Es de madrugada cuando sube al tren, él duerme ajeno. Ella se mira en el espejo, tiene una brizna blanca en los labios, le preocupa no saber desde cuando la trae allí colocada y que él no se haya atrevido a quitársela. Él viene por el pasillo, con el deseo de no alejarse muy rápido, no vaya a ser que el beso se le caiga entre las vías. La mujer sale de su dormitorio con el deseo de que él vuelva sobre sus pasos. En el pasillo él le da un beso tímido junto a los labios y le dice que espera con ansias volverla a ver. Caminan juntos por el pasillo que los hace contonearse suavemente. Ella quiere que la detenga, él no sabe lo que ella quiere pero siguen hasta el salón fumador y hablan de lo que hacen, del mundo, están solos y eso les agrada. Se acercan a la barra y beben coñac, platican con otras personas, pero se miran de cuando en cuando, se escuchan como si los demás no existieran. Se van al carro comedor a cenar y cada cual está por su lado. Ella lo busca con la mirada, no puede ser muy obvia, nadie lo es después de cruzar una plaza de la mano al cobijo de la noche. Lo busca con la mirada como la noche siguiente cuando tocan esa música y algunos bailan, lo busca pidiendo el encuentro de los ojos. Tan sólo una hora después están en la misma mesa cada cual diciendo su nombre y su procedencia, añorando ya la caminata en la plaza dos días antes, con el silencio de sus manos aferradas.

Cruzan la plaza y llegan al lobby de un hermoso hotel y él la acompaña a su habitación. Ella deja que él la acompañe. Las manos siguen atadas entre alfombras y números del elevador. El corazón late con prisa. Pasan besos, pasan frases y los deseos los sofoca el reloj y la despedida. Ella piensa que fue bueno compartir la misma mesa, él dice que se hubieran encontrado de cualquier manera. Las manos se desatan y la tristeza se instala mientras él cruza la plaza de nuevo y ella lo mira desde la ventana de la habitación.

Una pareja cruza la plaza, se poseen las manos un instante y en ese instante el mundo es todo suyo, y en ese instante el mundo se ha detenido, sólo por ese instante, sólo por ellos que cruzan la plaza de la mano.

Mónica Lavín

0 comentarios