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La otra sentimentalidad

La otra sentimentalidad El viejo oficio de la literatura se ha basado siempre en la fascinación. Muchos son sus recursos. La poesía quizá, su mejor truco; ese que nunca falla. Algo así como la última copa en una de esas noches en las que uno no acaba de irse. Poeta y lector se reconfortan llorando la resaca de sus propias lágrimas, sin atreverse a poner en duda los poemas, evidentes y fieles, como hermosos actos de complicidad. Y eso siempre da resultado (o al menos así nos lo enseñaron), porque cuando alguien hace referencia a la poesía, alguien se pone a hablar de sí mismo.

¿Y tú me lo preguntas? Poesía soy yo. Es la verdadera respuesta que ha permanecido latente en la historia de nuestra literatura; lo demás nos lo han repetido con demasiada frecuencia: la poesía es confesión directa de los agobiados sentimientos, expresión literal de las esencias más ocultas del sujeto. Por ello todas las afirmaciones se hacen rápidamente generales y se citan con la seguridad del que se sabe en un género donde nos es posible la mentira. Es ésta una verdad familiar, aprendida en las mesas camilla, que se nos presenta franca y aleccionadora como el sentido común. Será por eso por lo que debemos empezar a sospechar: todos los estafadores traen consigo la dulce sonrisa de la caridad.
Dentro de la literatura española fue Garcilaso el primero que hizo de su intimidad una aventura definitiva. Frente a la servidumbre feudal de la Edad Media, la burguesía incipiente ofreció una subjetividad desacralizada, capaz de autodefinirse, dependientemente sólo de sus propios sentimientos. Más allá de la interpretación teológica, más allá del vasallaje aparecía una moral distinta, con sus propias necesidades. Y la poesía jugó un papel decisivo en la delimitación de esa nueva humanidad laica: de ahí su primer carácter revolucionario y la definición que posteriormente ha mantenido en cuanto género.

Pero las cosas cambian, ya se sabe, al ritmo de la historia. En una sociedad fuertemente industrializada no existe un lugar cómodo para los asuntos gratuitos, es decir, para las prácticas que no tienen una utilidad inmediata. Dentro de las ciudades modernas los poetas se han visto abocados al ruidoso carnaval de la marginación, construyendo con su propia miseria su grandeza. Gentes extrañas, ciudadanos al margen del utilitarismo social del lenguaje, los poetas apostaron por sus peculiaridades, haciendo de la literatura un ideal de vida, y en consecuencia, del vitalismo, una de las características fundamentales de la poesía moderna.
Así, respetando la mitología tradicional del género (lo poético como el lenguaje de la sinceridad), surgieron dos caminos aparentemente muy diferenciados, pero que son en realidad las dos cabezas de un mismo dragón: la intimidad y la experiencia, la estilización de la vida o la cotidianización de la poesía. Unas veces el sagrado pozo del poeta sale a la luz en sílabas contadas; otras, es la vida diaria -esta inquilina embarazosa- la que se hace poema. Y siempre como telón de fondo la vieja sensibilidad, que se ofrece a la literatura o que recibe su visita, abandonada a la azarosa fortuna de la inspiración.

Pero si olvidamos los encantos de la ingenuidad como base de la actitud crítica, si escogemos una postura inquisidora que levante la cabeza por encima de los mitos, del sentido común y de sus falsas evidencias, comprenderemos que el poema es también una puesta en escena, un pequeño teatro para un solo espectador que necesita de sus propias reglas, de sus propios trucos en las representaciones. La fundación mítica del yo sensible, cimiento de la moral burguesa, utiliza la poesía para reproducirse precisamente por su irrealidad.

En un poema siempre hay muchas más cosas que la originalidad de un poeta, aunque éste no sea consciente de ello. Nunca una mentira se ha repetido tanto y con tanta sinceridad.

Sin embargo, cuando se acepta el distanciamiento como método de trabajo el poema deja de ser la respuesta sensible a una motivación empírica (o al menos deja de ser sólo eso). Para darse totalmente a un discurso, para imprimirle un sentido nuevo hay que verlo primero desde lejos. Y esto es importante, casi definitivo, puesto que sólo cuando uno descubre que la poesía es mentira -en el sentido más teatral del término-, puede empezar a escribirla de verdad. Mientras tanto es excesiva la servidumbre que nos impone.

Veamos pues: en principio es preciso aceptar que la literatura es una actividad deformante, y el arte de hacer versos, un hermoso simulacro. Lo dijo Diderot: "Detrás de cada poesía hay un embuste". Más recientemente lo poetizó Gil de Biedma en un texto imprescindible, El juego de hacer versos. No nos preexiste ninguna verdad pura (o impura) que expresar. Es necesaria inventarla, volverla a conformar en la memoria.

Y de ahí su importancia histórica, su nueva importancia. Cuando la poesía olvida el fantasma de los sentimientos propios se convierte en un instrumento objetivo para analizarlos (quiero decir, para empezar a conocerlos). Entonces es posible romper con los afectos, volver sobre los lugares sagrados como si fueran simples escenarios, utilizar sus símbolos hasta convertirlos en metáforas de nuestra historia.

Pero no simplemente eso. Romper la identificación con la sensibilidad que hemos heredado significa también participar en el intento de construir una sentimentalidad distinta, libre de prejuicios, exterior a la disciplina burguesa de la vida. Como decía Machado, es imposible que exista una poesía nueva sin que exprese definitivamente una nueva moral, ya sin provisionalidad ninguna. Y no importa que los poemas sean de tema político, personal o erótico, si la política, la subjetividad o el erotismo se piensan de forma diferente. Porque el futuro no está en los trajes espaciales ni en los milagros mágicos de la ficción científica, sino en la fórmula que acabe con nuestras propias miserias. Este cansado mundo finisecular necesita otra sentimentalidad distinta con la que abordar la vida. Y en este sentido la ternura puede ser también una forma de rebeldía.

Luis García Montero

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