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Música loca

Música loca Música loca y luces parpadeantes arrullan mis ojos cuando barren sin prisas el oscuro espacio de este antro para posarlos en las multicolores nalgas de mujeres pintarrajeadas y vestidas para satisfacer cualquier fantasía, esta noche embriagada que la ciudad de México ofrece a mi persona: pura fiebre de sueños impacientes.

Bebo mi copa sin darme cuenta y beso su boca roja mientras la despeino un poco más. Al límite de lo posible cuando un pensamiento súbito me invade: parecemos dos payasos alcoholizados, con el maquillaje embarrado en unas caras impúdicas, máscaras de los habitantes de esta flor marchita.

Estamos bailando algo que suena duro y desafinado. Apenas se entiende lo que canta el desgañitado líder de una banda pobre y cansada. A través del extraordinario caleidoscopio de la gente que baila logro ver los ojos casi sin vida de los miembros del conjunto y sé sin lugar a dudas que se encuentran aterrados de una vida sin explicación y sin esperanza, como nosotros.

Cuando digo esto, la mujer que me acompaña me aconseja sabiamente que me deje de mamadas y que goce la vida como tiene que ser: a lo cabrón. Que si quiero mamadas ella tiene 25 años de experiencia y se las sabe todas. No lo dudo ni tantito y en un rapto de lucidez toco aliviado mi cartera. Hay muchos tipos de mamadas, me digo a mí mismo.

No hay remilgos en nuestra danza de las cuatro de la mañana. Estoy seguro que hemos dejado atrás, y por mucho, esas niñerías de una sociedad mojigata y gazmoña: el bump, la lambada y el danzón, por nombrar algunos, son juegos de niños comparados con nuestros cuerpos furiosamente entrelazados, convocados al movimiento por una fuerza inexplicable que no admite negativas o dilaciones y que nos lleva a salir del antro y buscar un hotel en donde poder exorcizarla.

Una vez en el cuarto oloroso a insecticida, los besos y las caricias obscenas suben de tono hasta que la veo desnuda frente a mis ojos atónitos. Parece que regreso de un viaje, que salgo de un trance o algo parecido porque no la reconozco. He bebido con ella desde las diez de la noche y no creo lo que veo. Su cuerpo es una red de moretones. Los golpes se confunden con viejas cicatrices, vacunas y cesáreas entreveradas en un diseño intrincado y nauseabundo. Es una cubetada helada al corazón de mi deseo. No sé que hacer o que decir. Salir de ahí. Huir. Un terror primitivo se apodera de mi mente y me echo para atrás listo para salir corriendo. ¿Qué tienes?, me pregunta. Nada, nada, no pasa nada. Voy por unas cubas, ahora vuelvo.

El viento de la madrugada me regresa a la realidad. Acelero como un loco en la autopista, las ventanas abiertas. Me retumba el pecho en los oídos. Tengo miedo. Escapo de un demonio y tengo miedo de encontrarlo la próxima vez que vea un espejo.

José Ángel Domínguez

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