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Pensamientos de tendencia educativa

Pensamientos de tendencia educativa Si hay algo en nosotros verdaderamente divino, es la voluntad. Por ella afirmamos la personalidad, templamos el carácter, desafiamos la adversidad, reconstruimos el cerebro y nos superamos diariamente.

Te quejas de las censuras de tus maestros, émulos y adversarios, cuando debieras agradecerlas. Sus golpes no te hieren; te esculpen. Con pocas excepciones, todo joven dotado de acusada y fuerte personalidad reacciona contra las exageraciones doctrinales o sentimentales de padres y maestros adoptando el tono o colorido moral complementario.

El tumulto de la vida social suele obrar sobre las cabezas humanas débiles como el río sobre un cristal de cuarzo. Arrastrado y golpeado por la corriente, conviértese al fin en vulgar canto rodado. Quien desee conservar incólumes las brillantes facetas de su espíritu, recójase prontamente en el remanso de la soledad, tan propicio a la actividad creadora.

Natural y loable es el ansia de reputación. Importa empero que el maestro discierna los dos principales tipos de ambiciosos: los que codician la fama como fin y los que la persiguen como medio. Cultívese de preferencia a los primeros.

Misión trascendental del educador es desarrollar alas en los que tienen manos y manos en los que tienen alas. Sólo trabajando se enseña a trabajar. Como decía Cisneros, Fray Ejemplo es el mejor predicador.

Nos gustan los libros que relatan las hazañas que hubiéramos deseado realizar, es decir: un programa de vida noble y bella, frustrado por el aciago destino.

Suele crecer la planta según la dimensión de maceta. El talento aldeano confinado en su rincón difícilmente alcanzará su pleno florecimiento.

La naturaleza nos ha otorgado dotación limitada de células cerebrales. He aquí un capital, grande o pequeño, que nadie puede aumentar, ya que la neurona es incapaz de multiplicarse. Pero si se nos ha negado la posibilidad de acrecentar el caudal celular, se nos ha otorgado en cambio el inestimable privilegio de modelar, ramificar y complicar las expansiones de esos elementos, como si dijéramos, de los hilos telegráficos del pensamiento, para combinar casi hasta el infinito las asociaciones reflejas y las creaciones ideales. Aprovechémonos de esta preciosa prerrogativa durante la juventud y la edad viril, porque el protoplasma neuronal parece endurecerse como el mortero con el transcurso del tiempo y no hay nada más infecundo y aun nocivo que una cabeza incapaz de aprender y corregirse.

Existen dos variedades humanas de valor harto desigual: el hombre rebañego, modelado por la tradición y la rutina y el hombre nuevo, forjado por autorreflexión. Esta variable mental merece exclusivamente el nombre de individuo, porque sólo él es capaz de aportar algo al acervo común del progreso. Las cabezas sencillas y sugestionables reproducen el tipo humano ancestral; orientadas al pasado, desdeñan el futuro. Son empero necesarias, ya que forman la reserva evolutiva de la raza, donde laten en potencia, aguardando su hora, los genios del porvenir.

Santiago Ramón y Cajal. Alocución en 1931 para el "Archivo de la palabra", del Centro de Estudios Históricos

De profundis, o la ética de la redención

De profundis, o la ética de la redención Querido Bosie.

"Tras una espera larga e infructuosa he decidido ser yo quien te escriba, tanto por ti como por mí mismo, ya que me disgustaría pensar que he tenido que soportar dos penosos años de prisión sin haber recibido ni una sola línea tuya, ni noticias, ni siquiera un mensaje, como no sean los que tanto me apenaron. Nuestra amistad, tan infortunada y lamentable, ha acabado para mí en la ruina y la infamia pública: pero a pesar de todo no me abandona el frecuente recuerdo de nuestro viejo afecto, y además el pensamiento de que el odio, la amargura y el desprecio tengan que ocupar para siempre el lugar que una vez ocupó el amor me resulta demasiado triste. Tú también sentirás, supongo, en tu corazón, que escribirme ahora que debo permanecer en la soledad de la vida de prisión es mejor que publicar mis cartas sin obtener antes permiso o dedicarme poemas no solicitados, aunque el mundo desconozca cuáles son las palabras de dolor o de pasión, de remordimiento o indiferencia que elijas para responderme o para llamar mi atención".

Quizás éste sea el relato más impactante y vigoroso con el que Oscar Wilde hace posible la redención de sus fantasmas del pasado puestos en Lord Alfred Douglas. En De Profundis, única obra escrita en la cárcel, y la última de sus obras en prosa, también figura la redención de los sentimientos más profundos, esa dicotomía casi subyacente que en determinado momento ni el propio Wilde había de sentir como dos instantes indelebles; la figuración casi inevitable del odio más impotente y del amor menos satisfecho. Wilde siempre supo que su relación con Alfred no era fácil de asociar con la libertad y con el juicio equilibrados, la constante presión que sentía de parte de los que prejuzgaban, entre los que sobresalía el padre de Alfred, el marqués de Queensberry, lo sitiaba en ese tránsito tan tormentoso que por momentos hacían de la vida de Wilde una insoportable manera de existir. Por supuesto que la cárcel no sólo fue una penitencia brutal y oscura para enmendar esa forma tan distinta de sentir afecto por otro ser de su mismo sexo, sino que también fue una inmolación a contrapelo para matar de una sola vez esas vitalidades que generan la energía para seguir creyendo que el camino de la existencia siempre puede ser halagüeño.

Oscar Wilde, primero que nada fue un ser humano, luego estuvo esa genialidad que pocos poseen para recrear esas sensibilidades de la vida y retransmitirlas en escritos tan exquisitos que para leerlos parece hacerse necesario una reconciliación con la naturaleza, con la realidad, con la vida misma. Paradójicamente, el autor de "El retrato de Dorian Gray" ajustó a su cotidiana existencia el revés de esa reconciliación, convenciéndose de que el sufrimiento es un momento larguísimo, que es imposible dividirlo en estaciones y que tan sólo somos capaces de situar sus talantes y de narrar su regreso. "El tiempo no progresa, dice Wilde: gira".

Parece dar vueltas y más vueltas alrededor de un núcleo de dolor", de ese mismo que sintió cuando la sentencia de dos años debía ser cumplida enteramente, de ese cuando el marqués de Queensberry lo acusó públicamente de ser un pervertido, que seducía con la palabra a jóvenes como al estúpido y caprichoso de su hijo, Lord Alfred Douglas, de ése que sintió cuando le llegó la quiebra y la ruina total, y el administrador incautó su biblioteca y la hizo vender para saldar un regalo suntuoso que el exigente Douglas había pedido sin reparo alguno, motivo por el cual también la casa de Wilde tuvo que ser subastada. De Profundis es un libro provisto de eternas muertes, de deseos incontrolables y de aniquilamiento forzados de las esperanzas. Wilde relata dos insoslayables maneras de existir, la pasión por la felicidad o la lacerante forma de compartir con el dolor. La primera lo había vivido sin estar junto a Alfred, lejos del tormentoso espacio de la desesperación y la degradación, como él mismo lo llama. Provisto de esa tranquilidad fecunda que sentía cuando se hallaba solo, y entonces podía producir arte, ser un creador de obras que lo enaltecían como ser humano y por supuesto como escritor. El segundo lo sentía a flor de piel cuando las ventosas succionadoras de Alfred se asomaban hasta el aura de Wilde, cuando el joven le exigía almorzar o cenar en lugares suntuosos, o cuando su caprichosa imaginación pedía regalos carísimos o viajes de placer que saciaran el ego del imberbe papanatas. El dolor también se quedó a habitar en la existencia de Wilde cuando por sobre el hombro sintió que alguien le apretaba fuerte y lo trasladaba hasta una celda inhóspita, donde todos lo días eran idénticos, dónde nada se sabía de la siembra ni de la cosecha, ni de los segadores que doblaban el espinazo sobre el grano, ni de los recolectores de uva que se abren paso entre los viñedos, ni de la yerba del huerto que se ha tornado blanca con la floración rota o ha quedado bajo el peso del fruto caído, ni de los rojos tulipanes que dejaron prendidos en sus tallos los rastros de vida que la pasada primavera fue cómplice de su vitalidad, ni de los nidos de los pájaros ya abandonados por sus polluelos que inevitablemente se preparan para emprender el vuelo y ser ellos mismos, tan sueltos de cuerpo, tan llanos, tan libres.

Luego de permanecer tres meses en prisión, su madre fallece, fue un hecho que agudizó mucho más el sufrimiento del autor de "Salomé" que, al tiempo de acongojarlo, también hizo que cayera en las entrañas oscuras de la vergüenza y la deshonra, pensando en el nombre que le habían legado sus padres, y que ellos se encargaron de enaltecerlo, no sólo en la literatura, el arte, sino en la historia pública de su país, y que en ese instante se veía mancillado y estropeado para toda la vida por las circunstancias más viles en las que el padre de Alfred había publicado una versión repugnante sobre la relación entre el joven Douglas y Wilde y que los predicadores utilizaban como texto y los moralistas como tema estéril.

"La prosperidad, el placer y el éxito pueden hacernos burdos en la semilla y vulgares en la fibra, y de hecho suele ser así; pero el sufrimiento nos vuelve más sensibles que ninguna otra cosa", dice Wilde refiriéndose a ese instante tan fatal en el que se debe hacer un alto para recoger los sentimientos esparcidos al aire por el dolor y las desilusiones, los sentimientos de amistad que suelen ser los más vitales del ser humano y que tienen que sufrir una ruptura total, ésa que experimentó Oscar al presenciar el alejamiento de sus amigos cuando éstos supieron de su relación con Alfred. En el exilio del dolor, se hizo posible que los escasos amigos se acercaran poco o casi nada, en cambio permitió a los enemigos respirar de sus pulmones y conspirar en contra de su inexistente felicidad.

De Profundis también es un libro donde confluyen los reproches y los perdones. En los hechos, se manifiesta claramente el perdón hacia Douglas, quien durante su relación con Wilde conspiró en contra del vigor espiritual y de la paz interior. La carta en De Profundis no fue escrita para llenar de amargura el corazón del joven Alfred, sino para vaciar el de Wilde.

Tal vez ese perdón que Douglas recibió, haya sido también la liberación de los demonios inclementes y de los sentimientos tormentosos que deshicieron la integridad del Autor de "La importancia de llamarse Ernesto" por el hecho de sentir afecto hacia un ser del mismo sexo. Como el mismo Wilde dice: "No puede uno mantener una serpiente viva devorándole las entrañas ni levantarse todas las noches a plantar espinas en el jardín del alma". Eurípides decía que la mar es una de las Ifigenias, lava todas las manchas y heridas del mundo, también esas que con seguridad Wilde supo racionalizarlas, no como manchas, sino como algo que brota de la naturaleza y rebrota en el corazón. Quizás al escribir De Profundis, Wilde encomendó su más elevada añoranza hacia la naturaleza de la cual venimos, a la que le pertenecemos y a la que ineludiblemente nos entregaremos, más bien obligados por ese raudo círculo vital que es la existencia.

Oscar Wilde fue juzgado tres veces. La primera tuvo que abandonar el banquillo para ser arrestado, la segunda para ser conducido a la prisión preventiva y la tercera para ser recluido en una prisión durante dos años, tiempo en el que sólo convivió con el dolor, la desolación y las penumbras crueles de la culpa, tan similares a las que se siente cuando el ocaso se tiñe de rojo y los brazos incesantes de la noche viene a danzar su baile cadencioso de la traición, pues de noche descansa y se adormece el contento y se aviva el sufrimiento.

"Hasta que punto me encuentro aún lejos del equilibrio espiritual lo atestigua esta carta con sus talantes cambiantes e inseguros, su desprecio y su amargura, sus aspiraciones y su incapacidad para colmarlas. Pero no olvides en qué terrible escuela estoy realizando mi tarea. Y aunque sé que soy incompleto e imperfecto, puedes aprender mucho de mí. Viniste a mí para adiestrarte en los placeres de la vida y el arte. Quizá haya sido elegido para enseñarte algo más maravilloso: el significado del dolor, y su belleza".

Tu afectísimo amigo,

Oscar Wilde.

El final de De Profundis también es el final de la condena, el final de la oscuridad, del terreno cenagoso y por supuesto el final de la existencia de Oscar Fingall O'Flahertie Wills Wilde.

Ruddy Orellana

La mujer a la moda

La mujer a la moda Bettini está en la escena; ha comenzado un andante, el andante de Martha, en que cada nota es un melancólico suspiro de amor o un sollozo de amargura. El público, sin embargo, no escucha a Bettini, inmóvil, silencioso, conmovido como de costumbre. En las butacas, en los palcos, en las plateas, en todo el círculo de luz que ocupa el dorado mundo de la corte, se percibe un murmullo ligero, semejante a ese rumor que producen las hojas de los árboles cuando pasa el viento por una alameda. Las mujeres, impulsadas por la curiosidad, se inclinan sobre el antepecho de terciopelo rojo las unas, mientras las otras, afectando interés por el espectáculo, fijan sus ojos en la escena, o pasean una mirada de fingida distracción por el paraíso. Todas las cabezas se han vuelto hacia un sitio, todos los gemelos están clavados en un punto. Se ha visto oscilar un instante el portier de terciopelo de su platea; ya se divisa, por debajo de los anchos pliegues de carmín que cierran el fondo de la concha de seda y oro que ha de ocupar, el extremo de su falda de tul, blanca y vaporosa. Ella va a aparecer al fin. Va a aparecer el ídolo de la sociedad elegante; la heroína de las fiestas aristocráticas; el encanto de sus amigos; la desesperación de sus rivales; la mujer a la moda.

¡Cuántas otras mujeres han ahogado un suspiro de envidia o una exclamación de despecho, al notar el movimiento, al percibir el lisonjero murmullo de impaciencia o admiración con que los cortesanos del buen tono saludan a su soberana! ¡Cuántas trocarían su existencia feliz, aunque oscura, por aquella existencia brillante, rica de vanidades satisfechas, ebria de adulaciones y desdeñosa de fáciles triunfos! La grandeza de la mujer a la moda, como todas las grandezas del mundo, tiene, sin embargo, escondida en su seno la silenciosa compensación de amargura que equilibra con el dolor las mayores felicidades.

Como esos cometas luminosos que brillan una noche en el cielo y se pierden después en las tinieblas, la multitud ve pasar a la mujer a la moda, y ni sabe por dónde ha venido, ni a dónde va después que ha pasado.

¡Por dónde ha venido! Casi siempre por un camino lleno de abrojos, de tropiezos y de ansiedades. La mujer a la moda, como esas grandes ambiciones que llegan a elevarse, luchan en silencio y entre las sombras con una tenacidad increíble, y no son vistas hasta que tocan a la cúspide. Las gentes dicen entonces de ella como del ambicioso sublimado: «Ved los milagros de la fortuna». Y es porque ignoran que aquello que parece deparado por el azar a una persona cualquiera, ha sido tal vez el sueño de toda su vida, su anhelo constante, el objeto que siempre ha deseado tocar como término de sus aspiraciones. La mujer a la moda es una verdadera reina; tiene su corte y sus vasallos, pero antes de ceñirse la corona debe conquistarla. Como a los primeros reyes electivos, la hueste aristocrática le confiere casi siempre esta dignidad, levantándola sobre el pavés en el campo de batalla después de una victoria.

Hubo un tiempo, cuando el gusto no se había aún refinado, cuando no se conocían las exquisiteces del buen tono, en que ocupaban ese solio las más hermosas. De éstas puede decirse que eran reinas de derecho divino, o lo que es igual, por gracia y merced del Supremo Hacedor, que de antemano les había ceñido la corona al darles la incomparable belleza. Hoy las cosas han variado completamente. La revolución se ha hecho en todos los terrenos y el camino al poder se ha abierto para todas las mujeres. El reinado de la elegancia en el mundo femenino equivale al del talento en la sociedad moderna.

Es un adelanto como cualquiera otro.

No obstante, al abrirse ese ancho camino a todas las legítimas ambiciones, ¡cuánto no se ha dificultado el acceso al tan deseado trono! Antes la hermosura era la ungida del Señor, y le bastaba su belleza para ser acatada, le bastaba mostrarse para vencer y colocarse en su rango debido. Ahora, no; ahora son necesarias mil y mil condiciones. La hermosura se siente la elegancia se discute.

Adivinar el gusto de todos y cada uno; sorprender el secreto de la fascinación; asimilarse todas las bellezas del mundo del arte y de la industria para hacer de su belleza una cosa especial e indefinible; crear una atmósfera de encanto, y envolver en ella y arrastrar en pos de sí una multitud frívola; ganar, en fin, a fuerza de previsión, de originalidad y talento, los sufragios individuales; cautivar a los unos, imponerse a los otros, romper la barrera de las envidias, arrollar los obstáculos de las rivalidades, luchar en todas las ocasiones, no abandonar la brecha un instante, siempre con la obligación de ser bella, de ser agradable, de estar en escena pronta a sonreír, pronta a conquistar una voluntad perezosa, o una admiración difícil, o un corazón rebelde. He aquí la inmensa tarea que se impone la mujer que aspira a esa soberanía de un momento. He aquí los trabajos, para los cuales son una bicoca los doce famosos de Hércules, que acomete y lleva a feliz término la mujer que desea sentarse en el escabel del trono de la elegancia.

Para lanzarse con algún éxito en este áspero y dificultoso camino, ya hemos dicho que se necesitan muchas y no vulgares condiciones. Condiciones físicas, condiciones sociales y de alma.

La mujer a la moda, la frase misma lo dice, no ha de ser una niña, sino una mujer; una mujer que flota alrededor de los treinta años, esa edad misteriosa de las mujeres, edad que nunca se confiesa etapa de la vida, que corre desde la juventud a la madurez, sin más tropiezo que un cero, que salta y del que siempre está un poco más allá o más acá y nunca en el punto fijo.

No necesita ser hermosa: serlo no es seguramente un inconveniente, pero le basta que parezca agradable. Rica... Es opinión corriente que la elegancia le revela en todas las condiciones, pero también es seguro que, aunque don especial de la criatura, se parece en un todo a esas flores que brotan sencillas en los campos y, trasplantadas a un jardín y cuidadas con esmero, se coronan de dobles hojas, se hacen mayores, más hermosas, y exhalan más exquisito y suave perfume.

Alaben los poetas cuanto gusten la simplicidad de la naturaleza, las florecitas del campo y los frutos sin cultivo; pero la verdad es que la intemperie quema el cutis más aristocrático, que las rosas de los rosales apenas tienen cinco hojas y las manzanas silvestres amargan que rabian. Es probado que la mujer a la moda, la mujer elegante, debe ser rica: rica hasta el punto que sus caprichos de toilette no encuentren nunca a su paso la barrera prosaica de la economía que cierre el camino o les corte las alas para volar por el mundo de las costosas fantasías.

También debe ser libre. Libre como lo es la mujer joven y viuda o la casada que no tiene que sujetarse a vulgares ocupaciones y vive en el gran mundo, donde la tradición ha cortado con el cuchillo del ridículo ciertos lazos pequeños que sujetan a otras mujeres a la voluntad ajena.

El talento, entendámonos bien, el talento femenino, ese talento múltiple, ese talento que aguijonea la vanidad, que es frívolo y profundo a la vez, pronto en la percepción, más rápido aún en la síntesis, brillante y fugaz, que siente aunque no razona, que comprende aunque no define, ese talento es condición tan indispensable que puede decirse que en ella estriban todas las demás condiciones, las cuales completa y utiliza como medios de obra y armas para un combate.

Una vez fuerte con la convicción profunda de sus méritos, la mujer que aspira a conquistar esa posición envidiada levanta un día sus ojos hasta la otra mujer que la ocupa, la mide con la vista de pies a cabeza, la reta a singular combate y comienza uno de esos duelos de elegancia, duelo a muerte, duelo sin compasión ni misericordia, a que asisten de gozosos testigos todo un círculo dorado de gentes commÕilfaut, en que se lucha con sonrisas, flores, gasas y perlas, del que salen al fin una con el alma desgarrada, las lágrimas del despecho en los ojos y la ira y la amargura en el corazón, a ocultarse en el fondo de sus ya desiertos salones, mientras la otra pasea por el mundo elegante los adoradores de su rival atados como despojos a su carro de victoria. ¡Triunfa! ¡Cuántas ansiedades, cuántos temores, cuántos prodigios de buen gusto, cuántos padecimientos físicos cuántas angustias, cuántos insomnios quizá no le ha costado su triunfo! Y no ha concluido aún. Reina de un pueblo veleidoso, reina que se impone por la fascinación, tiene que espiar a su pueblo y adivinar sus fantasías y adelantarse a sus deseos.

Un descuido, una falta, una torpeza de un día, de un instante, puede deshacer su obra de un año. Un traje de escasa novedad, un adorno de mal gusto, una flor torpemente puesta, un peinado desfavorable, una acción cualquiera, un movimiento, un gesto, una palabra inconveniente, pueden ponerla en ridículo y perderla para siempre. ¡Cuántas veces la mujer a la moda tiembla antes de presentarse en un salón, y teme, y duda, y cree que acaso habrá alguna que la supere a ella, que tiene necesidad, que esté en la obligación imprescindible de ser la más elegante! Entonces envidian a las que pueden pasar desapercibidas y sentarse en un extremo, lejos de las cien miradas que espían una falta o un ridículo cualquiera para ponerlo de relieve y mofarse y desgarrar su perfume real. Envidia a la mujer que al colocarse una flor entre el cabello piensa en si estará bien a los ojos del que sólo desea hallar en su persona algo que admirar, a los ojos de su amante; mientras ella piensa qué ha de parecerle a sus rivales, a sus enemigas, a sus envidiosas y después a su pueblo, tal vez cansado de un antiguo yugo y ansioso de novedad.

¿Y para qué toda esta lucha? ¿Para qué todo este afán? Para recoger al paso frases de ese amor galante, sin consecuencia, que llegan al fin a embotar los oídos, para aspirar un poco de humo de los lisonjeros, contestar con el desdén a algunas miradas de ira de envidiosas, para decir yo no vivo en la cabeza, sino en el corazón de cuantos me conocen, y después un día caer del altar donde va a colocarse un nuevo ídolo o tener forzosamente que bajar una a una sus gradas, a medida que pasan los años, para abdicar por último una corona que ya no puede sostener.

No; no suspiréis ahogando un deseo; no envidiéis su fortuna; no ambicionéis ser mujer a la moda. Es un poder que pesa como todos los poderes; es una felicidad de un día que se paga con muchas lágrimas, un orgullo que se expía con muchos despechos, una vanidad que se compra con muchas humillaciones.

Gustavo Adolfo Bécquer. Artículo publicado en El Contemporáneo el 8 de marzo de 1863.

Recomendaciones para escoger un libro antes de quemarlo

Recomendaciones para escoger un libro antes de quemarlo 1.- Contar el número de palabras del título. A mayor cantidad, peor calidad.

2.- No leer nada sin antes ver la foto del autor. Seleccionar libros según el espesor de cejas del que lo ha escrito. La nariz también es buena guía. Aguileña, por ejemplo, puede equivaler a un libro inteligente pero demasiado erudito. Deseche a los autores que exhiben una dentadura demasiado cuidada. Esta recomendación es especialmente saludable para los que gustan de autores anteriores a la invención de la fotografía. Explica también por qué se lee menos a ese género de escritores.

3.- La presentación del texto es fundamental. Guíese especialmente por los volúmenes forrados en piel y con las rúbricas en letra pequeña. La ausencia de prólogos, garabateos biográficos y lisonjeos de portada anuncian por lo general una buena obra.

4.- Cuídese de autores con apellidos compuestos, pegados por un guión. Sirven sólo para subrayar que quien los lee es un plebeyo con sueños de grandeza.

5.- Descarte de entrada los libros en cuya tipografía abundan las negritas y los subrayados. La letra flaca y pequeña equivale siempre a un gran acierto.

6.- Por ningún motivo acepte páginas a dos columnas. La lectura de estas obras tiende a confundirse habitualmente con la Biblia.

7.- No olvide quemar todo una vez que haya leído. Esta es la única manera de asegurar que cada nueva lectura parezca la primera e invitar a que el lenguaje sea un hallazgo reciente. Este deseo puede leerse con mejor claridad en las palabras de Elías Canetti, publicadas en forma póstuma y rescatadas de sus últimas anotaciones:
..... "Aprender otra vez a hablar -dice-. A los cincuenta y siete años aprender no un idioma nuevo, sino aprender de nuevo a hablar. Tirar por la borda los prejuicios, aunque al final no nos quede nada. Leer otra vez los grandes libros, no importa si los leímos o nunca los leímos. Escuchar a la gente sin dar consejos, sobre todo a la que nada tiene que enseñarnos. No reconocer jamás a la angustia como un medio para la realización. Combatir a la muerte sin proclamar el combate. En una palabra: valor y honradez".

Pedro Galindo, del artículo "Un elogio a la ignorancia"

Lo escrito se lo lleva el viento

Lo escrito se lo lleva el viento El raso de las páginas de los libros que se hojean modela una mujer tan hermosa que cuando no se lee se contempla esa mujer con tristeza, sin osar hablarle, sin osar decirle que es tan hermosa que cuando uno está por saber no tiene precio. Esa mujer pasa imperceptiblemente entre un murmullo de flores, a veces se da vuelta en las temporadas impresas para preguntar la hora o, mejor quizás, finge contemplar atentamente las joyas de un modo insólito en criaturas humanas y el mundo muere una ruptura que se produce en los anillos de aire, una herida a nivel corazón.

Los diarios matutinos traen cantantes cuyas voces tienen el color de la arena en orillas tiernas y peligrosas y a veces los vespertinos dejan paso libre a cumplidas muchachitas que conducen fieras encadenadas, pero lo mejor está en el intervalo de ciertas letras donde manos más blancas que el cuerno de las estrellas a mediodía saquean un nido de golondrinas blancas a fin de que llueva para siempre, tan bajo tan bajo que las alas no puedan entremezclarse. Manos por las que se asciende hasta brazos tan leves que el vapor de los prados en sus graciosas volutas sobre las charcas es un espejo imperfecto, brazos que sólo se articulan al peligro excepcional de un cuerpo creado para el amor, cuyo vientre llama a los suspiros desprendidos de las zarzas llenas de velos y que sólo tiene de terrestre la inmensa verdad de hielo de los trineos de miradas sobre la extensión absolutamente blanca de lo que no veré nunca más a causa de una venda maravillosa, que es la que utilizo al jugar al gallo ciego de las heridas.

André Bretón

Navidad sin culpa

Navidad sin culpa La Navidad ha perdido su espíritu gracias al desenfrenado consumismo que la ha convertido en una fiesta comercial antes que en una celebración religiosa, no se cansan de repetir sacerdotes y algunos voceros del catolicismo.

Felizmente la población no hace caso a sus admoniciones y reivindica el sentido ancestral que posee el intercambio de regalos en todas las culturas. La expresión de afectos a través de objetos forma parte del lecho rocoso de la psicología social humana, y sólo el afán de extender el sentimiento de culpa a cuanto resquicio se pueda por parte de cierto sector de la Iglesia católica puede llevar a que se pretenda desvirtuar esta práctica como si ella ensuciara una festividad religiosa.

En el fondo, lo que se halla detrás de esta monserga es -parafraseando el título de un libro del pensador liberal, Ludwig von Mises- la secular mentalidad anticapitalista que se expresa a través de un ritual verbal repetido siempre en estos días del año, como parte de la operación psicosocial de más antigua data que se tenga noticia.

La Navidad es, sin lugar a dudas, una fiesta religiosa, pero también es la fiesta de los niños, de la familia, de Papá Noel, de la nostalgia, de la euforia y de la melancolía. Es un hecho sagrado descifrado por los códigos humanos y como tal también legítimamente profano.

Es tal la importancia de la fiesta navideña que hemos creído válido dejar por un día el análisis de la actualidad para reflexionar sobre ella y reivindicar su naturaleza humana.

Desde esta columna deseamos que hoy en la noche se cene y se beba, se abrace y se bese, se ría y se llore, se cante y se regale en la medida de las posibilidades de cada quien. Así somos y debemos resistirnos a que este maravilloso espacio vital sea sembrado de angustia por los predicadores de la culpa.

Juan Carlos Tafur

La terrible sinceridad

La terrible sinceridad Me escribe un lector: "Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz".
Estimado señor: Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergueñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.

Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.

Ser sincero con todos , y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede sólo, aislado y sangrando. Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y engañan de continuo.

No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosas, sobre el bien y el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio entonces. Fuerte a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga dar de cabeza contra la pared. Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:

-¿Soy sincero conmigo mismo?

Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo. La vida, providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un clavo donde se engancharán sus ropas, y ... usted se salvará.

Me dirá usted: "¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?" ¡Qué se le importa a usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que dan sus ojos. Aunque se suba a una montaña, no verá un centímetro más lejos de lo que le permita su vista. Pero, escúcheme bien: el día que los que lo rodean se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero que marcha guiado por la sinceridad, ese día lo mirarán con asombro, luego con curiosidad. Y ese día en que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene entre sus manos, ese día serán sus esclavos espiritualmente, créalo.

Me dirá usted: "¿Y si me equivoco?". No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Por qué? Porque así lo ha dispuesta la vida, que es esa fuerza misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán. O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos. Y créame llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una patada la va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?

La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista, sensibilidad curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no sólo la mentira, sino los sentimientos del que está a su lado.

Hay una frase de Goethe, respecto de este estado, que vale un Perú. Dice:

"Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás de él"

Es lo que anteriormente le decía.

La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas violentas. estas fuerzas sólo se muestran cuando tiene que producirse eso de: "Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás". Y si usted es sincero, va a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas lo arrastrarán, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente. Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.

Y de pronto, descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella. La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Que es uno de esos multimillonarios norteamericanos, ayer vendedores de diarios, más tarde carboneros, luego dueños de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles, hasta que un golpe de fortuna los sitúa en el lugar en que inevitablemente debía estar?

Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?

Vea amigo: hágase una base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras, se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo.

Roberto Arlt

Para la cátedra de historia

Para la cátedra de historia Hace unos quince mil millones de años, según dicen los entendidos, un huevo incandescente estalló en medio de la nada y dio nacimiento a los cielos y a las estrellas y a los mundos.

Hace unos cuatro mil o cuatro mil quinientos millones de años, año más, año menos, la primera célula bebió el caldo del mar, y le gustó, y se duplicó para tener a quien convidar el trago.

Hace unos dos millones de años, la mujer y el hombre, casi monos, se irguieron sobre sus patas y alzaron los brazos y se abrazaron y se entraron, y por primera vez tuvieron la alegría y el pánico de verse cara a cara, mientras estaban en eso.

Hace unos cuatrocientos cincuenta mil años, la mujer y el hombre frotaron dos piedras y encendieron el primer fuego, que los ayudó a defenderse del invierno.

Hace unos trescientos mil años, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y creyeron que podían entenderse.

Y en eso estamos, todavía queriendo ser dos, muertos de miedo, muertos de frio, buscando palabras.


Eduardo Galeano

Para una reflexión sobre nuestra poesía

Para una reflexión sobre nuestra poesía Un pasatiempo intelectual, que debo suponer apasionante aunque inútil, puesto de moda hacia la conmemoración del Quinto Centenario, consistía en imaginar cómo seríamos si hubiésemos sido diferentes, ya conquistados por otra cultura –lo que parece históricamente inevitable-, ya por haber seguido un desarrollo solitario, aislado, vueltos hacia nosotros mismos, lo que parece imposible.

Más, en cualquier caso, no habríamos tenido la lengua que tenemos. En cualquier otra, que no fuera exclusivamente oral –lo que excluye a las europeas- , habríamos llegado también, tarde o temprano, a las grandes religiones, filosofías, civilizaciones, poesía escrita: la historia de la cultura, a la que de golpe entramos, como un diario en el que la humanidad hubiera consignado, más que sus certidumbres, sus consoladoras vacilaciones. Cualquier otro idioma habría servido también –y yo me alegro de que fuera el castellano- para que nos comunicáramos entre nosotros mismos; porque siendo la historia como ha sido, no han aparecido aún los intérpretes y traductores de una lengua indígena a otra. Y, dondequiera que nos encontremos en nuestra América, en castellano conocimos el Popol Vuh, el Libro de los Libros de Chilam Balam, los cantos de Huexotzingo, Los Anales de los Cakchiqueles, la mitología cogí, la filosofía náhuatl, la poesía quechua... disminuidos, evidentemente, en el camino de la traducción, su fuerza imaginativa y el hechizo sonoro de las lenguas aborígenes.

"Se llevaron el oro y nos dejaron las palabras", decía Neruda hablando de los Conquistadores. Quiero entender que nos dejaron las lenguas que no pudieron llevarse, y a trueque de otras riquezas, su lengua batida por los pueblos ibéricos, purificada por los poetas –Garcilaso, San Juan de la Cruz, Cervantes, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón... - y, no por azar, precisamente en los primeros años de esa conquista que hizo posible, al otro lado del mar, el Siglo de Oro. De ahí que esa lengua nos pertenezca, porque nos fue dada a cambio de lo que nos quitaron. De ahí, también, que los más altos creadores de la lengua española en España sean, en cierto modo, nuestros.

Más, por una jugada de la dialéctica, el habla dominadora –de la ilustración, la justicia, la educación- fue martillada y moldeada aquí, en las siembras y en la almohada, entre dos latigazos y dos rezos. A diferencia de lo que ocurre con el proceso, a veces empobrecedor, de la aculturación, y con el otro, no siempre terminado, del sincretismo. América le devolvió a España un habla diferente, mestizada, enriquecida con todos los aportes que fueron a parar en su cauce. Y tuvo orgullo de esa lengua suya, porque por ella pudo ser original, único, el canto de los más altos: Daría, Vallejo, Huidobro, Neruda, Pellicer, Borges, Girondo, Gelman... Y no es casual el hecho de que cuatro de los cinco premios Nóbel de Literatura que Latinoamérica le ha dado al mundo en menos de cincuenta años, sean poetas.

No sé si el joven Octavio Paz recibió con sobresalto o alegría -¿tratábase de un reproche o de un elogio?- la opinión de Gabriela Mistral en el sentido de que su poesía "no era telúrica". Porque la de la propia Gabriela lo era: exaltación constante y acrítica de lo americano, testimoniaba un deslumbramiento por la conciencia de ser, según la geografía, un mundo nuevo y, según Bolívar, "un pequeño género humano aparte". Y porque toda la poesía de nuestro continente era telúrica, en su doble vertiente de tierra y poblador: sello imborrable, marca ineludible, seña de identidad sin la cual, al parecer, el poeta no encontraba justificación para su canto o no era latinoamericano.

Los acentos modernistas de Rubén Darío cambiaron la visión cosmopolita del modernismo que se proponía "servir de testimonio hispánico del simbolismo", trastocando la poesía hispánica; López Velarde emprendió una interpretación de México, injertando en la tradición poética castiza el habla provinciana; Gonzalo Escudero veía desde el Ecuador la geografía indómita de América, cabalgada por montañas de fuego, mientras que en los poemas de Jorge Carrera Andrade el trópico se reflejaba como en los grandes ríos apacibles de las elva; en la etapa superior de su poesía, Leopoldo Lugones dio cuenta de una visión regionalista del terruño, con un tono nacional tan fuerte que suscitó en Jorge Luis Borges, admirador suyo, un "nacionalismo literario" que le llevaría a proclamar la "independencia idiomática" de Argentina en textos que, aunque tempranos, anunciaban poemas de sus últimos libros: escenas costumbristas del campo, tangos y milongas de gauchos y compadritos del suburbio, incorporados a una mitología dispar en la que, entreverados con los "héroes homéricos, los teólogos mediavales y los piratas del mar de China" son las únicas figuras reales en medio de las otras, hechas de palabras. ¿Se asombraría Paz, ya maduro, cuando Alain Bosquet encontró en su poesía un "surrealismo telúrico"? Y todo esto sin hablar de Neruda, exacerbación poética de lo americano, para la cual elaboró su estética de una poesía impura, en medio de "las furias y las penas" causadas por la guerra de España.

Así, la creación poética latinoamericana correspondía a un continente en el segundo día dela creación y, escrita por poetas modelados con el barro de la geografía, expresaba, sin siquiera proponérselo, su originalidad: ni indio ni blanco, a duras penas mestizo, provinciano frente al cosmos que se le escapaba de las manos porque más cercano y doloroso era el mundo; en un intermedio de su poesía desolada y hermética, César Dávila Andrade cantó, primero, la Catedral Salvaje de América y, luego, a sus antepasados aborígenes cuatrocientos años después de su muerte, y difícilmente se encontrará memorial más completo de la historia lacerada de nuestro continente que en el Cántico cósmico de Ernesto Cardenal. Y habría de venir, juego y juguete al fin y al cabo y negación de la epopeya, la reconstrucción irónica de la hazaña con cierta sonrisa que desnuda a los héroes.

La aldea, el país, el continente. También la lengua, lugar de origen de la poesía, pero agrandada, rehecha, trajinada en la calle. De su Santiago de Chuco natal a su París mortal, Vallejo, el más alto y por más alto el más solo, encabezaría la rebelión poética de América, en un sacudimiento del lenguaje en el que iban a asentarse el léxico poético y la sintaxis del "cholo" de la América Latina; León de Greiff concibió la poesía como un género fagocitario, apropiándose de arcaísmos y neologismos, americanismos y voces de otras lenguas, términos de la mitología, la historia, la literatura y la música; Nicolás Guillén le dio al castellano más puro no sólo voces negras sino incluso el ritmo de sus sones; Nicanor Parra proclamaba orgulloso, más de su actitud que de sus logros, una antipoesía que sólo podpia concebirse en el continente díscolo; Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra hicieron de la canción el modo lógico de expresarse la más alta poesía; Carlos Germán Belli puso el lenguaje del hombre contemporáneo en metros y formas del Siglo de Oro español; Juan Gelman hizo, en habla de Buenos Aires, el inventario de todas las preguntas que el hombre de este continente puede plantearle a su destino. Así recrearon el discurso poético aprendido de memoria, elevaron audazmente a poesía la lengua cotidiana para cantar el hecho cotidiano o incorporar la historia, trizada o heroica, en el poema y hasta en la profecía. Y todos –ejemplo de lo que de esponja cultural tiene la América Latina- con el oído atento al rumor del mundo.

¿Quién en la poesía latinoamericana, no gritó "España, aparta de mí este cáliz"? ¿En qué continente la poesía llevó, más que en el nuestro, a "España en el corazón"? ¿Quién no sintió con ella "cuatro angustias y una esperanza"? Fue, tal vez, la experiencia más dolorosa de la poesía contemporánea... Y aunque la había atraído, desde antes, como un anuncio luminoso, gran parte de la poesía de América predijo el socialismo como sistema del futuro, una vez que –paradoja mayor de la historia- salvara al mundo capitalista en los últimos estertores del fascismo. Luego de la victoria, volvió la mirada a su propio entorno, a su realidad minúscula, a sus dolores terribles. Y nos dedicamos a vender de puerta en puerta la profecía: el futuro iba a ser mejor, la justicia iba a ser social, los pueblos iban a ser soberanos, los países iban a ser independientes. Por la esperanza apostaron Vallejo, Neruda, Huidobro, Guillén, Alberto Hidalgo, Benedetti, Cardenal, José Emilio Pacheco, Cisneros, Fernández Retamar, Gelman... Y perdieron en la apuesta, la vida, sin perder la esperanza, Roque Dalton, Francisco Urondo, Otto René Castillo, Javier Heraud, Víctor Jara...

Hace algún tiempo, en un encuentro de escritores celebrado en México para conmemorar los quinientos años del último Congreso de Poetas precolombinos (ignoraban que iba a ser el último y que siempre fueron precolombinos), decía yo que, para fines del siglo, tal vez habremos dejado de soñar. Y, hablando, sin que me lo encomendaran, en nombre de los vivos y de los muertos, recordaba que en la década de los años 60 todo parecía fácil y cercano: la profecía estaba a la vuelta de la esquina y era para mañana; al fin y al cabo, el decenio comenzó con la Revolución Cubana y terminaba con los últimos ramalazos de ese temblor poético de la realidad que, desde mayo de 1968, se produjeron, con diferentes fortunas, en París y México. Y fue en busca de la reunificación del país del lenguaje que la poesía se puso entonces a hablar, más que nunca, como el pueblo.

Pero, en el decenio siguiente, las dictaduras antropomorfas le dieron tantos puntapiés al pobrecito sudamericano y alejaron tanto la posibilidad de la utopía que, al combatirlas debido a una inaplazable exigencia de la dignidad humana, por pura nostalgia confundimos el país perdido bajo la sangre de las torturas con el país aborrecible, como si los regímenes militares hubieran brotado por generación sin germen o venido de otra estrella y no fueran excremento de ese mismo sistema.

En los años 80 se produjo la vuelta institucional al país que, visto desde la distancia, era, de golpe, casi el paraíso recobrado. Y por habernos olvidado de cómo era la patria anochecida, antes la noche de América, toda una generación que al momento de nacer ya está endeudada, que formada en un Estado autoritario no sabe adónde volver los ojos para encontrar trabajo y a la que ya nadie le habla de la esperanza, desconfía de los principios, convierte el lenguaje popular de la poesía en erudición de la palabrota como manifiesto de su desconcierto, y pregunta, leyendo los textos de la melancolía: "¿Es éste el país que ustedes nos dejaron, peor aún, el que ustedes echaban de menos?" Debido a ese viraje que reclamó la prioridad en el continental combate, la salida del último dictador parecía constituir el último programa de una izquierda a la que mutaciones históricas distantes, en las que no tuvo participación alguna, habían dejado sin programa. Porque, ¿qué íbamos a hacernos sin los dictadores que habían llegado a ser casi una justificación? O sea, que en treinta años, pasamos de una visión clarísima del futuro a una nostalgia del pretérito perdido y, de allí, a la actual aceptación de "lo posible": aspiración módica, cómoda, pragmática, que no requiere ni imaginación poética ni valor militante. Y, como en compensación consoladora, la incorporación del arte a la realidad, el descubrimiento de la poesía como tema de la poesía: centenares de versos sobre Van Goch, Cavafis, Kafka o la Maga de Cortazar...

Es verdad que muchos poetas se habían sentado al borde de la acera "a ver pasar el cadáver del imperialismo", mientras otros, mártires a su manera, quisieron ser quienes le daban el tiro de gracia y acompañarlo, gozosos, a su entierro. Ahora, cuando parece gozar de mejor salud que nunca –lo han demostrado sus lentas ocupaciones de territorios, el manejo a su antojo de nuestras economías, su actitud imperial en nuestras repúblicas y en otras, con bombardeos que coinciden con sus campañas electorales o sus escándalos de alcoba o de oficina-, lo único que hemos enterrado es el término que designaba ese fenómeno que durante casi un siglo movió la historia.

El fantasma que recorría Europa, y que inició una gira por América, ya no asusta a nadie gracias a ello, el capitalismo –que era lo que habíamos combatido y que parecía ser ahora, bajo otro nombre, la meta máxima a que debe llegar, obligatoriamente, la humanidad- habrá superado a fines del nuestro siglo XX. Y, como si nada, resulta que nos encarcelaron y desterraron, nos torturaron y nos mataron a muchos de los mejores. Y un día de golpe, nos dijeron que no había sido por ahí la cosa, que el socialismo reconoció haberse equivocado y se había suicidado. Que ni siquiera dejó, dirigida a quienes salían de la cárcel o de la tumba adonde entraron por su espejismo, la consabida carta en la que habría podido decirles que, cuando la leyera, ya no sería de este mundo y que no les reprochaba su error. Pero, a sabiendas de que tardaremos mucho en reponernos de esa jugada de la historia, hay quienes nos negamos a renegar de nuestro pasado, porque con ello nos quitaron la poesía y el futuro: la mejor comprobación de ello es la triste mirada hacía atrás de quienes creyeron haber llegado al fin de la historia.

Pese a ello, asistimos a una escritura de obras que obtienen grandes tiradas por el favor de un público local manipulado por la publicidad del sistema, o porque le dan al lector europeo la falsa imagen de la América latina que él mismo se ha forjado en la distancia y la ignorancia. Sus autores y algunos críticos nuevos hablan contra los "escritores nostálgicos" o que "tienen los ojos en la nuca". Y quienes han confundido el lenguaje popular con menosprecio del lenguaje y de los hechos de cada día con asunto trivial, consideran a quienes emplean "temáticas de años atrás", sin saber bien cual es la temática de hoy, si existe una diferente. Quisieran que los escritores dejaran de hablar del pasado –"sin memoria no hay literatura", había dicho Hemingway-, que no recuerden las dictaduras, puesto que podrían volver a ser necesarias para apuntalar el sistema que las engendra. Y con una clara conciencia de cierta mediocridad generalizada, gracias a la fácil teoría y práctica de la balanza, en lugar de aumentar el peso en el propio platillo, tratan de restarlo del ajeno: así, para ellos, nuestros más grandes poetas vivos tienen un "discurso trasnochado que ya no convoca", pese a ser los autores que mayor público atraen, igual que nuestros novelistas mayores son acusados de "tendencias sociologizantes". Pero, como dijo el argentino Fito Páez, ídolo de los adolescentes amantes del rock: "la música popular de la América Latina o es historia y memoria i simplemente no es" Igual sucede, digo yo, con la poesía.

Porque así como, durante los años 70, los novelistas y poetas, exiliados en el extranjero o en su propio país, fueron quienes escribieron la historia de América que los dictadores pretendían mutilar, hoy tienen que hacerlo otra vez, precisamente, porque no ha llegado aún el fin de la historia. La historia terminará cuando todos estemos obligados a pensar de la misma manera. O sea, cuando haya terminado la poesía, por innecesaria. Y aún antes de que se hubieran resuelto los antiguos problemas viscerales –Chiapas puede ser el ejemplo más elocuente- a la América Latina le han nacido otros, entre ellos el cuestionamiento de ese ser formado, malformado o deformado por el sistema, que sufre las consecuencias de decisiones ajenas para cuya adopción nadie le ha consultado, sumido por la metrópolis en lo que alguien ha llamado "la putrefacción de la historia", y cuya indagación por medio de la poesía es tan honesta y necesaria como la indagación de la historia, e indispensable cuando ya ni siquiera esperamos la llegada del hombre nuevo.

Al neoliberalismo le fastidia una literatura insolente que insiste en el descrédito de la realidad y en su denuncia de la crisis moral y económica, política y estética del sistema, o en la posibilidad de un futuro que no sea la continuación del pasado. De ahí que, en pocos años, concientes o no de la trampa en que caían, los jóvenes, y otros que no lo son tanto, han ido alineándose en las filas de quienes, consecuentes con el "nuevo orden", propugnan, como desembocadura de la modernidad, una literatura light, la llaman así, en la lengua de donde proviene la ideología, para no decirlo, por vergüenza, en castellano: ligera, liviana, leve, fácil, frívola, superficial. Si, antes de ahora, hubiéramos calificado como tal a un autor o una obra, habría sido insultarlos. Hoy, porque es moda ideológica, parece constituir razón de vanagloria. Como si esa fuera la manera de ser contemporáneos de nosotros mismos. Como si, de golpe, nos hubiéramos vuelto superficiales, frívolos. Como si la poesía pudiera serlo jamás.

De ahí que sea dable pensar que acaso les haya ido y les vaya mejor a los poetas que, no habiéndose metido a profetas ni a redentores, se conformaron con una "instantánea de la realidad" (puesto que en nuestros países no cambia ni se mueve), sin pretender explicarla ni transformarla; o que, frente a un sistema corrompido, tratan de restaurar hoy en día la estatua del héroe rota al tropezar con un patriotismo de escuela primaria. O a los que persisten en una búsqueda de Dios con el que tienen, a veces, relaciones de vecinos, sin que en sus rencillas intervengan los hechos de la historia. En cambio, ninguno de los poetas que apostaron a la esperanza está "de regreso" ni, resentido, contra ella: o la habitan como Lezama, Guillén y Retamar; Eliseo Diego y Cintio Vitier; o la avivan, candelita sin la cual no pueden vivir, como Cardenal, Gelman, Benedetti...

Pienso entonces en la función salvadora de la poesía, esencia del conocimiento y el lenguaje humanos. Si para el siglo XXI los poetas –y entre ellos incluyo a los indígenas que, tras haberles tapado la boca durante quinientos años, parecen decididos, en algunos países, a alzar la voz de su reclamo y de su canto- no son capaces de crear una poesía que sea a la vez ideología y utopía diferentes, paradójicamente factible, su papel en la sociedad será más marginal que nunca. Hasta hace algún tiempo, por lo menos para los jóvenes, la poesía era guía de caminantes, libro de horas, manual de amantes o del guerrillero; hoy ni siquiera se plantean dudas sobre el hombre ni sobre la poesía y quizás tenga razón de preferir ocupaciones lúdicas a los quehaceres lúcidos ante el espectáculo desolado del mundo que les dimos.

Porque el destino, más que la historia, nos ha puesto frente a una realidad en la que el lenguaje político va perdiendo significado y la concepción misma del país, degradada en nuestros países, los lleva de tumbo en tumbo a su disgregación, sea por la vejez de sus instituciones o por la fuerza de su corrupción. Entonces volvemos nuevamente los ojos a la poesía tal como fue al comienzo: forma de conocimiento para la indagación del individuo y la transformación de la realidad que conduce al poeta –ya no lírico desencantado sino ciudadano disidente-, de la mano de los lectores que aún le quedan, a desempeñar en la sociedad una función cívica: la de portador de una utopía, que no sea, como quería Lamartine, un sueño irrealizable sino una verdad prematura, que ha de bastarnos para sobrevivir, puesto que ya no anuncia la felicidad.

Y si, como ha dicho Luis Cardozo y Aragón, la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, la América Latina está probando, pues necesita probárselo a si misma, que existe pese a todo cuanto le han hecho, pese a todo cuanto se lastima a si misma. Testimonio de una tentativa humilde de contribuir a ello a lo largo de una vida son estas páginas, llenas de dudas y fracasos. Llenas de certeza en el ser humano y en el porvenir de la poesía también.

Jorge Enrique Adoum

Lo íntimo y lo público en literatura

Lo íntimo y lo público en literatura " Todo se entreteje para formar un todo, unas cosas actúan y viven en las otras, suben y bajan como fuerzas celestes y se entrecruzan con sus cubos de oro, oscilan de un lado a otro, con benéfico impulso, bajan del cielo y atraviesan la tierra y resuenan armónicamente en todo el universo. Grandioso espectáculo " Goethe - Fausto -



Con la facilidad, y a veces con la extrañeza que regresamos del sueño a la vigilia, viajamos a través de la literatura y en especial de la poesía, de lo interior a lo exterior, del adentro al afuera, de lo íntimo y lo personal a lo colectivo y universal; y suceptible todo lo anterior de suceder a la inversa.

En ésta tarea alquímica y transfiguradora, de ver inscrita nuestra pequeñéz en el mundo macro y colectivo; nuestro norte, nuestro hilo de Ariadna es el símbolo. Solo él como herramienta mágica permite que lo íntimo adquiera un carácter universal. El símbolo, bella sustancia, por la cual todos los seres , por diversos que parezcan, logran una lectura próxima a lo divino.

El símbolo es el puente que nos admite el diálogo con lo invisible, lo innombrable que se hace promesa de lo posible a través de la palabra, lo numinoso como agua donde fluímos hacia el origen.

Lo acaecido en nuestra realidad tangible es recogido por el pensamiento , transformado por el verbo y vertido en el poema. En ésta faena de lo íntimo, en ésta batalla con la forma, estriba el logro último de develar esa realidad, a veces pequeña y doméstica, a veces simple y aparentemente fútil, en lo sagrado que le subyace, en lo grande, en lo universal de que participa toda cosa de la naturaleza.

Detrás de la experiencia cotidiana existe un orden superior de la realidad. A la literatura le corresponde asir ese orden, hablar su lengua, traer de su cielo la luz infinita que ilumina las cosas de la tierra, la vida de los seres. Es en ese instante donde lo íntimo, lo particular , lo único, pasa a ser universal , vasto , plural y diverso , y todo en virtud de ese tránsito por el símbolo testimoniado desde la metáfora y la comparación; he ahí la función poética.

Una verdadera literatura cuenta con la mirada del ser primordial, con la analogía perpetua , natural y espontánea , entre el afuera y el adentro, entre lo público y lo íntimo. Ese afuera cargado de paisajes itinerantes y de formas, de actos, y de la cosa realizada; y ese adentro cargado de onirismo, de la realidad del pensamiento y de la cosa por realizarse.

Entre éstas dos instancias, el hilaje que mantiene el tránsito vivo, vigente, pletórico de fuerzas en tensión, el viento que hace posible un lugar común, es el verbo que se hace carne, disolviendo el alma de un solo hombre, su sentimiento singular, en la gran alma de todas las cosas, en lo indiferenciado.

Así, lo arquetipal y lo simbólico son el gran fuego común que convocan éstas dos polaridades. Con ellas como puente, se hace posible que el inmenso y palpitante ojo del universo, habite con su escritura secreta en el latido diminuto de los pájaros, que el más tenue de los silencios o la más breve gota de lluvia, contenga toda el agua del océano y su canto rugiente.

En la poesía se viaja de manera inmediata desde el corazón a los asuntos. Mientras los ojos vierten la mirada en la piedra, las manos se ocupan de su talla divina y de su origen; o del viento azaroso y constelado que la trajo frente a sí.

El símbolo, hace que el barquito de papel, evoque el niño que duerme en todas las almas; o la rosa, evoque el enamorado que yace en todos los hombres; o la estrella, evoque la belleza toda que nos habita y nos circunda.

En la literatura como en la naturaleza, todo es rito. La nieve y el desierto en un poema, hablan de la soledad de un hombre, el verano y el fuego, de su pasión y su fuerza, el río es todos sus caminos o el tiempo infinito que fluye, el festejo de una melancolía es la desdicha entera de todos los espíritus, el cielo es el único cielo posible y el viento es todas las músicas y todas las flautas, un diminuto lugar de la tarde es todas las tardes y todos los lugares, y así el sol que brilla para uno solo , brilla para todos.

Todo lo que nos rodea es un verbo infinito, una correspondencia permanente e inmaterial con la belleza o con su ausencia, un aprendizaje del amor por el árbol y la piedra o una negación dolida por nuestra ceguera a su existencia. Todo viene y vá de nuestra pequeña madriguera del corazón hasta palpar la respiración del universo. Siempre en tensión de repetida creación, siempre el adentro un molde sagrado del afuera, siempre la distancia la suma de cercanías repetidas, el plan divino reiterado y multiplicado en el azar.

En la literatura , como en la naturaleza , un hombre es todos los hombres, cuando sueña o cuando vela, y una palabra contiene todas las lenguas y todos los poemas.

El mundo, inescrutable símbolo, vaso sagrado que todo lo contiene. Piadosa y misteriosa cifra que nos repite, que divulga nuestro secreto, nuestra intimidad a una eternidad permanente, para que el gran oído generoso nos albergue en su inmensidad, y nos devuelva en un regreso dulce, a morar el sencillo corazón de las cosas. Así será por siempre.


Claudia Cecilia Trujillo Barrera

Leer en voz alta

Leer en voz alta Muchas noches, antes de dormir, nos leíamos en voz alta la una a la otra. Me lo propuso ella. Decía que era una forma más de compartir. Yo siempre había concebido la lectura como un acto íntimo, pero ambas amábamos los libros y yo la amaba a ella, y no encontré ninguna razón para negarme.
A mí no me gusta leer en voz alta. El sonido de mi voz y el esfuerzo de leer despacio, pronunciando bien y entonando las frases, me distraen, y termino pensando en otra cosa mientras leo. Tampoco me gusta que me lean en voz alta. Si quien lee no consigue engancharme con un ritmo constante y una buena voz, se me va el santo al cielo enseguida.

Aun así, desde entonces, muchas noches, antes de dormir, nos leíamos en voz alta la una a la otra.

El primer libro lo eligió ella. No recuerdo el título, pero sí que el texto estaba lleno de términos franceses que yo no sabía pronunciar. No lo acabamos nunca porque nos aburrimos mucho antes.

Abandonamos aquel libro y escogimos una novela italiana que sólo nos duró una noche porque nos gustó tanto que leímos sin parar, turnándonos. Bueno, en realidad a quien le gustó mucho fue a mí, y era yo la que no podía dejar de leer. Así que leí y leí sin parar.

Seguramente aquella noche leí muy mal. Hacía horas que ya no estaba en ese apartamento caluroso y minúsculo de Madrid, sino en otra ciudad inventada. Y había dejado de preocuparme por la vocalización, la entonación o el ritmo: sólo quería conocer la suerte de los personajes. Sobre todo la de aquella mujer que abandonaba su vida entera para que se cumpliese su destino desconocido.

Así, leyendo sin parar, llegué al penúltimo capítulo. Y leí. Y lloré. Y lloré. Y leí. Y cuando llegué a la página siguiente, al final del capítulo, me detuve.

Ella se había quedado dormida.

Berna Wang

La quiebra del feminismo

La quiebra del feminismo Cuando el pensamiento único, versión Fukuyama, emergía como una palmera en el desierto de las ideas; cuando la globalización neoliberal iba vaciando de contenido los antiguos atributos del Estado y todo se privatizaba al grito de laissez faire, laissez passer, que el mercado lo regula todo; cuando el país más poderoso de la Tierra se estrenaba en el gobierno del Forrest Gump de la política... hete aquí que unos árabes desarrapados, sin otras armas que unos cuchillos de plástico, nos brindan la puesta en escena de una crisis mundial apocalíptica en medio de decorados evanescentes que pretendían hacerse pasar por la sólida realidad que nos cobijaba.

La demanda angustiosa de seguridad convierte en prioritarios a los servicios públicos tan denostados por el nuevo orden, y los valores que pretendían fundar una era de más y más riqueza se desploman con las torres. La sobrecogida sociedad americana clama venganza y se declara finalmente una guerra contra el Mal como si de una cruzada se tratase. Toda la confusión mental y política se ponen de manifiesto.

A falta de un pensamiento político coherente, comienza el otro bombardeo, el bombardeo mediático de los eufemismos: que si “defensa propia”, que si “justicia infinita”, “libertad duradera”, “solidaridad internacional”..., en fin. Europa, sin voces disidentes, se suma a la liturgia de la confusión con un timorato “amen” sin saber hacia dónde mirar. Y el antiguo Imperio británico toma el bastón de mando de los “aliados” con un pueril entusiasmo que evoca aventuras pretéritas a lo Lawrence de Arabia. Tras siglos de civilización, sólo queda en pie el valor de la guerra para confirmar la brillante lógica del bombero pirómano que ataja el fuego con gasolina.

Posiblemente no contemos con el diferido necesario para tener una visión clara de lo que “nos” ha sucedido. Mientras los políticos confían en que se recupere el consumo como una brillante salida de la crisis y otros brujulean por los dígitos del “parqué” a ver qué pueden embolsarse en el río revuelto, algunos comienzan a aventurar la necesidad de un cambio de paradigma, aunque nadie señale qué tipo de modelo es el que ha periclitado. ¿El capitalismo salvaje globalizado? ¿La partitocracia como sistema pseudo-representativo? ¿El concepto mismo de desarrollo frente al de calidad de vida? ¿La visión masculina del mundo como reincidencia en el atolladero de lo Mismo? Tal vez todo esto y por su orden, pero lo más claro para mí es el fracaso del pensamiento político y de los políticos. La guerra como solución y el consumo como esperanza evidencian esta hipótesis. Las guerras, jalones de una historia de la política entendida como dominio, nos alejan de cualquier ilusión evolutiva de progreso.

Esta obligada síntesis un tanto esquemática del momento actual me sirve de introducción al tema propuesto, simplemente porque, como escribía Hannah Arendt, “el pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia vivida y debe mantenerse vinculado a ellos como a los únicos indicadores para poder orientarse”.

Considerando que el Feminismo constituye un pensamiento y una práctica política, me pregunto si la quiebra actual no le afecta del mismo modo que a otras posiciones políticas para las que el mundo actual se ha tornado demasiado complejo en contraste con las soluciones tan simplistas que se le pretenden aplicar.

Los seguidores de Kuhn prevén un cambio de paradigma que siempre acaba por imponerse cuando el desfase entre problemas y soluciones se hace irreversible. Lo que sucede es que nos pilla con el paso cambiado después de dos décadas de aplicación de una política económica de hechos consumados y un vacío desolador en lo que a teoría se refiere. Esta conjunción promete decadencia total o imaginativas respuestas de última hora. Sea lo que sea, no valen regodeos, repeticiones ni autocomplacencias en lo ya conseguido a fin de “salvar los muebles” en un naufragio en el que lo que se debate es la supervivencia. Seguir pensando y actuando de la misma forma augura el desconcierto en el mundo que viene.

En cuanto a lo que nos ocupa, qué duda cabe de que el feminismo se ha ido consolidando en el último medio siglo pasado como un movimiento eficaz en cuanto a su expansión, interculturalidad e interclasismo, lo que ha supuesto para las mujeres del mundo un claro avance en relación a su emancipación. Un duro camino de reformas cualitativamente importantes que han mejorado la situación de muchas mujeres y que políticamente ha profundizado la democracia, pero que se ha revelado tremendamente débil frente a otras prioridades políticas que lo desbordan en lo que realmente importa.

Las feministas podemos crear un estado de opinión para que a las mujeres afganas les sea permitido quitarse la burka o volver a la escuela, pero somos impotentes ante una declaración de guerra. Podemos lanzar una campaña eficaz contra la ablación del clítoris en ciertas regiones, pero nada podemos hacer para modificar las exigencias de los créditos estructurales que hunden en la miseria a esos mismos países. Esto indica que el feminismo se ha centrado demasiado en “cuestiones femeninas” dejando el resto de los asuntos en manos de la incompetente competencia masculina. ¿Significa esto que el feminismo per se sólo puede aspirar a ser un movimiento reformista cuyos límites acaban donde comienzan las grandes cuestiones de Estado y los destinos del mundo? ¿Tendremos que refugiarnos en el intimismo de lo personal como reducto al margen del sistema? ¿O bien una crítica radical a ese sistema patriarcal nos legitima para crear una política propia como alternativa global? Veamos el estado de la cuestión.

- Del Sujeto fantasmagórico a la ética de rebajas

Un cierto feminismo igualitarista alimentado en los principios de la Ilustración renuncia de entrada, en aras de esa igualdad, a la libertad de acción y de creación que propicie un paradigma que dé cabida a un pensamiento feminista con alternativas propias.
Este feminismo de la igualdad se ocupa de hacer progresar en la marcha del mundo, en la política institucional y en la sociedad los principios ilustrados, pero incluyendo en ellos a las mujeres. Como si la Historia se hubiera parado dos siglos, se intenta recomenzar lo que se inició con una carencia fundamental. Por eso su tema estrella es el del Sujeto, cuya crisis les produce pavor al pulverizar sus cimientos argumentales, ya que como declara su principal mentora en España, Celia Amorós, “El feminismo apuesta por una sociedad de sujetos –por supuesto, de lo que hemos llamado sujetos verosímiles y no iniciáticos– en el orden del deber ser”. Y espera que esta homologación de las mujeres en dicha categoría nos libere de la jerarquía oprimente de los géneros, dotándonos de una mayor autonomía en lugar de la heteronomía del papel asignado. Lo cual queda muy bien salvo el pequeño detalle de que los sujetos femeninos acabarán siendo meros fantasmas, libres ¡al fin! de su propio sexo.

Intentando huir de cualquier esencialismo que sirva de coartada para marginar a las mujeres, el feminismo igualitarista se arroba con el desencarnado cogito cartesiano que, libre de particularidades, se universaliza, independiente ya de su sexo, de su género y de otras nimiedades para volar por la estratosfera del discurso. Para Descartes, el ser humano está escindido en cuerpo y alma, perteneciendo el cuerpo al universo material cuya esencia es la “extensión”, pero lo que define al alma, lo que constituye su esencia, es la “razón” que nos equipara a todos los seres humanos. ¡Eureka! Huimos de una esencia para caer en otra, pero, eso sí, universal ¡qué alivio! Ahora, las mujeres universalizadas ya sólo somos razón, una especie de seres fantasmales y desencarnados, pero “no diferenciadas” dentro de lo humano. Y el arrobo llega al éxtasis cuando descubren que Poulain de la Barre utiliza el dualismo cartesiano cuerpo-mente para fundamentar, en la mente pensante, la igualdad de derechos de las mujeres. De mujeres sin cuerpo, claro.

Sentadas las bases de una universalidad tan atractiva, sólo resta fundamentar la individualidad como el otro polo necesario del ser Sujeto. Muy fácil: Desde el nominalista “principio de individuación”, que viene nada menos que de la Baja Edad Media, también se combate el esencialismo porque únicamente existen las realidades individuales, que en los seres humanos no se reducen a la sustancia (el cuerpo), sino que esa sustancia se vuelve Sujeto sin adscripción a una esencia. Más alquimias para huir de la realidad mostrenca de un cuerpo que nos pueda diferenciar un ápice de los varones. En pos del sujeto universal llegamos a la esfera angélica de espíritus puros en viaje hacia su forma.

La apuesta por una sociedad de sujetos queda así argumentada, pero este feminismo, que también es una ética, postula la ética sartriana como la más convincente “en el orden del deber ser”, cuyo valor definitorio es la trascendencia, es decir, el ir más allá de lo “dado”, que son nuestras circunstancias, entre las que se encuentra, casualmente, la de ser mujer. Esta insistencia comienza a ser tan preocupante que se me antoja tema de diván.
Ahora bien, sin esencia sin cuerpo sin nada que nos identifique como mujeres, tan universales y tan individuas ¿cómo conjugar este proyecto con la necesidad de acción colectiva propia de cualquier movimiento político? Amelia Valcárcel recoge el guante para apuntar la primera dificultad, pues el estatuto de individuas no nos viene así como así: “La individualidad han de concederla los iguales que atribuyan fundamento a la voluntad que reconocen”. O sea, que antes de ser individuas hemos de hacer méritos para que el poder masculino nos otorgue el estatuto de tales ¡vaya por dios! En cuanto a la necesidad política de un “nosotras” en la lucha por la emancipación, las feministas hemos de huir como de la peste de dos tentaciones en las que podríamos caer: el esencialismo y el naturalismo. Para evitar tales peligros, Valcárcel plantea que las mujeres compartimos una gama infinita de formas de estar en el mundo, una fenomenología, pero nunca una esencia, lo que también me resulta paradójico, ya que la fenomenología nos remite a esa situación de género que tan opresiva les resulta. Sigue discurriendo que, partiendo del principio ilustrado de que la universalidad abstracta y formal es de suyo un valor, lo mejor que podemos hacer como individuas y como “nosotras” es actuar como lo haría un hombre, ya que “hoy por hoy, es el único poseedor de la universalidad”, que es lo mismo que decir que no hay que aspirar a ningún tipo de excelencia ni de cambio por el mero hecho de ser mujer o de ser feminista, pues el igualar, aunque sea por abajo, supone ya una superación del estadio anterior de la desigualdad. Y a esta fantástica conclusión le llama ingeniosamente “el derecho al mal”. O sea, una ética de rebajas para andar por casa.

Pues bien, si la individualidad sólo se adquiere por el reconocimiento masculino y el modelo de universalidad también radica en los variopintos comportamientos varoniles, me pregunto si en lugar de tanta reflexión metafísica y de tantas servidumbres en la mediación no sería más fácil un cambio de sexo, que simplificaría muchísimo las cosas.

Resulta finalmente que la excitante aventura de ser Sujeto se traduce en la triste renuncia a ser mujeres. Con semejantes presupuestos igualitarios no me extraña que nos sintamos desarmadas cuando es el rumbo de la humanidad el que está en cuestión. Y lo que pongo en duda es que con esos lastres de pensamiento se pueda plantear siquiera un cambio de paradigma que, para empezar, no significa pensar cosas nuevas, sino de modo diferente. Tanta metafísica me temo que ya no nos sirve.

Victoria Sendón de León

Yo, el libro

Yo, el libro Soy muy especial. Mi tecnología es insuperable. Funciono sin hilos, baterías, pilas o circuitos electrónicos. Soy útil incluso donde no hay energía eléctrica. Y puedo ser usado incluso por un niño: basta con abrirme.

Nunca fallo, no necesito manual de instrucciones, ni de técnicos que me reparen. Paso de oficinas y herramientas. Estoy exento de virus, aunque figure en el menú de los proyectos. Si hay algo que el lector no entienda en mí, hay otro colega que explica todos mis vocablos.

A través mío las personas viajan sin salir del lugar. ¿No es fantástico? Basta con abrirme y puedo llevarlas a la Roma de los Césares o a la India de los brahmanes, a los estudios de Hollywood o al Egipto de los Faraones, al modo como las ballenas cuidan de sus hijos o a los misterios de los agujeros negros.

Estoy hecho de papiro, pergamino, papel, plástico y, hoy, existo hasta como material virtual. Domino todas las ramas del conocimiento humano. Y, al contrario de los seres humanos, nunca olvido. Si me consultan, aclaro dudas, respondo preguntas, estimulo la reflexión, despierto emociones e ideas.

Pudo enseñar cualquier idioma: tupí, griego, chino o ruso. Incluso lenguas muertas, como el latín. Introduzco a las personas en la meditación zen-budista y en los secretos de la culinaria, en las partículas subatómicas y en la historia del automóvil, en las maravillas de los jardines colgantes de Babilonia y en las costumbres de los escorpiones.

Para utilizarme, la persona puede escoger el lugar más confortable: la cama, el sofá de la sala, una silla en la cocina, una grada de escalera o el asiento del bus. Le traigo los poemas de Fernando Pessoa y los salmos de la Biblia, las instrucciones para arreglar un monitor de televisión y la biografía de John Lennon, los viajes de marco Polo y los cálculos de la propulsión de las naves espaciales.

Trabajo en silencio y nunca incomodo a nadie, pues no insisto. Es mi lector el que se cansa y, en este caso, puede cerrarme y continuar la lectura horas o días después. No huyo, ni escapo del lugar, ni abandono a quien cuida de mí. Quedo allí a la espera, sobre una mesa o en un anaquel, sin alterar mi humor. Excepto cuando soy blanco de la codicia de algunas personas sin escrúpulos, que me roban a mis legítimos dueños.

Revelo a quien me busca lo que es de su interés: cómo cuidar el jardín o detalles de la guerra de Paraguay, la increíble pasión entre Romeo y Julieta o la atribulada vida amorosa de Elvis Presley, los secretos de la fabricación de un buen vino o las mil y una interpretaciones de Las mil y una noches.

Se puede estar conmigo y, al mismo tiempo, oír música o viajar en tren, barco o avión, sin necesidad de pagar mi pasaje. Soy transportable, manipulable y hasta descartable. Pero acostumbro a engañar a quien confía en las apariencias: no siempre mi rostro revela el contenido.

Sin mí la humanidad habría perdido la memoria. Y, posiblemente, no acabaría sabiendo que Dios se reveló a ella. Soy portador de epifanías y de sueños, de tragedias y esperanzas, de dolores y utopías. Y soy también una obra de arte, dependiendo de cómo mis autores tejen y bordan las letras que llenan mis páginas.

Libre y leído, soy libro.

Frei Betto

Abogados y escritores

Abogados y escritores En la casa de mi infancia había un cartelito colgado por mi madre que decía: “Dios mío, ojalá que en esta casa no entren ni médicos ni abogados”.

Sin embargo, un abogado entraba y salía todos los días de la casa. Era mi padre. Además, mamá tenía dos hermanos y un cuñado, médicos y dos hermanos abogados, Y por fin, muchos años después, yo recibiría el título que me recomienda defender “las mejores causas” y también lo haría en su momento mi hija Anabelí. Todo lo cual por un lado revela el excelente sentido del humor de mi madre y por el otro ofrece la evidencia de que existen ciertas enfermedades de familia.

Como es normal entre los abogados latinoamericanos, escribí poemas durante toda la adolescencia, y acudía con interés vehemente a las audiencias penales y a las clases de derecho de familia, pero tan sólo para inspirarme en ellas y escribir los que serían mis primeros relatos. Tiempo después colgaría en mi estudio el doctorado en literatura junto a mi poco usado título profesional de abogado, pero nunca olvidaría ciertas nociones jurídicas que han sido y son fundamentales en mi tarea de escritor y en mi pretensión de ser un hombre decente.

Ello se debe a un consejo que me dio mi padre cuando advirtió que, pese a mi afición por el derecho romano y por los teóricos alemanes, mis pasos avanzaban por el descarriado sendero de la literatura.“Es evidente que vas a ser escritor”- me dijo y añadió: “Por lo tanto, es preciso que leas con amor y atención el Código Civil. Fíjate bien cómo está escrito: no hay un solo adjetivo en sus páginas. No hay una sola palabra que sobre… y no hay ninguna que falte. Solamente cuando escribas así, serás de verdad un escritor”.

Y eso es justamente lo que he estado tratando de hacer toda la vida y lo que me ayuda a saber si mi prosa es limpia y si mi texto convence, deleita o inspira. Tal es también la madera de la que están contruidos los recursos del litigante cuando tratan de ser eficaces y los mandatos del juez cuando son completos, en ambos casos cuando los textos se escriben por apetito de justicia y no por gula de palabras.

En el Perú han estudiado Derecho, entre otros escritores, César Vallejo, Enrique López Albújar, Ciro Alegría, Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro, y eso se puede notar en sus obras. De la misma forma, excelentes abogados me han confesado que siempre quisieron ser escritores. Ocurre que, en países como los nuestros, quien nace escritor tiene que escoger una vocación para vivir junto a la desastrosa vocación para soñar, y generalmente aquella termina devorándose sus sueños.

Hay algo que mi padre añadió entonces: “Si de todas maneras también quieres ser abogado, estudia y aprende bien la noción del acto jurídico, y lo serás. De paso, eso te servirá para saber si eres un hombre correcto”. Para los profanos, al decir “acto jurídico”, mi padre se refería a las relaciones consensuales en mérito de las cuales dos o más partes se ponen de acuerdo para establecer un contrato, armar una empresa, casarse, arrendar una casa, comprar un bien u ofrecer un servicio, vale decir para que los hombres hagan el milagro cotidiano de edificar una sociedad y de vivir en armonía.

Cuatro son sus elementos: sujeto legal, objeto posible, fin lícito y observancia de la forma prescrita por la ley, y aunque este correo no pretende ser un artículo jurídico, creo que todos ellos se sintetizan en el respeto a la voluntad de las partes que es la expresión del primer bien existente en el universo, la libertad; y ella, la libertad, es la que nos junta incansablemente y la nos hace más humanos y mejores integrantes de un mundo en el que nuestra misión es obrar con amor y crear una sociedad realmente justa.

Poco tiempo he ejercido la profesión de abogado, pero todo el tiempo vuelvo a los principios jurídicos que me hacen saber si mis acciones son correctas, y siempre trato de escribir como lo aprendí en Código Civil, y por todo eso, esta tarde, vuelve a mi recuerdo la imagen de mi padre levantándose de la mesa del almuerzo para atender a un cliente. “Discúlpame- le dice a mi madre- pero debes entender que un abogado es como un sacerdote, y debe llevar la paz a quienes la necesitan”.

Eduardo González Viaña

De la máquina de escribir a la computadora

De la máquina de escribir a la computadora La computadora es un instrumento que se ha tornado imprescindible para la sociedad moderna. Tiene, con respecto a la vieja máquina de escribir, ventajas que muchos no acabamos de descubrir y que cada vez la tecnología las incrementa.
La computadora, una especie de objeto inteligente incorpora los usos y técnicas de otros medios como el correo, el teléfono, fax, libro, periódico, biblioteca, radio, televisión, cine y por supuesto es un campo de comunión y encuentro, comunicación y ligue entre ciudadanos de países tan remotos.

Lejos han quedado aquellos temores de que la computadora se convierta en amo de los humanos, tal como la planteara hace unas dos décadas la película Proteo, amén de otros filmes que ha creado Hollywood. Las computadoras y sus componentes cada vez se hacen más accesibles a los ciudadanos, además de fáciles de transportar. Atrás quedaron las primeras imágenes de computadoras que ocupaban sendos espacios y hasta varios pisos.

Hay quienes añoran su antigua máquina de teclazos. Incluso periodistas y escritores se niegan a dejar su vieja máquina y a sustituirla por una computadora u ordenador, en el léxico de los españoles.
El escritor Martín Luis Guzmán, en un ensayo titulado Mi amiga la incredulidad, nos narra los efectos que la primera Rémington generó en el escritor norteamericano Henry James, a principios del siglo pasado. Según las crónicas de entonces, el ruido de la máquina era su fuente de inspiración. Motivado por esas historias, Martín Luis Guzmán se vio impelido a cambiar su Underwood, preciosa máquina de escribir de colección ahora, por una Remington. Y como Henry James, para Martín Luis Guzmán, el ticlititla de su Remington generaba una sinfonía mecánica, despertando la curiosidad y los comentarios de sus vecinos y su familia. Hasta le servía para calmar al travieso de su hijuelo y le permitió, por supuesto, escribir obras tan connotadas como El Águila y la serpiente y La sombra del caudillo, entre otras.
Después de las máquinas de escribir mecánicas, vinieron las eléctricas, cuyos sonidos son, como se dice ahora, lighs. Y de estas apenas sobreviven algunas en viejos despachos de contadores, notarios o, principalmente, en las oficinas de burócratas que se niegan al cambio y a la modernización.

El antecedente más antiguo de la computadora es el Ábaco, cuya historia se remonta a la antigua civilización griega y romana. Pero es en el siglo XIX cuando Charles Babbage, profesor matemático de la Universidad de Cambridge coloca los cimientos de la primera computadora, denominada la máquina analítica, un dispositivo mecánico para efectuar sumas repetidas. Sólo hasta 1944, en plena guerra mundial, el equipo encabezado por Howard Aiken construyó la MARK1, en la Universidad de Harvard. Considerada como computadora electrónica, su funcionamiento estaba basado en dispositivos electrónicos llamados relevadores. En 1947, en la Universidad de Pennsylvania, se construyó la ENIAC (Electronical Numerical Integrator and Calculador) y ocupaba todo el sótano de esa universidad. Más tarde, el ingeniero matemático húngaro John Von Newman proporcionó ideas que resultaron fundamentales para el desarrollo posterior de estas máquinas, a tal grado que es considerado el padre de las computadoras modernas.

Desde entonces se vino una revolución en este instrumento, de tal suerte que han pasado varias generaciones y hoy vamos por la quinta generación de computadoras y sus ingenieros y la tecnología sorprenden a cada rato.

Las computadoras ya no hacen ruido. Son tan silenciosas y delicadas. Pueden hablar, indicarnos al momento cuando hemos escrito mal una palabra, nos dicen cómo arreglar el desajuste del vocabulario. Si queremos oír una sinfonía de Mozzart, basta con insertar un CD. Si el deseo es ligar o enviar una carta se conecta a la línea telefónica y se aprieta un botón. Inclusive sustituye algunas “cualidades” de las secretarias como archivar documentos, llevar la agenda, los directorios telefónicos, tiene machotes para cartas, calculadora y más linduras que mis pocos conocimientos no acaban de descifrar.

Y si añora los ticlititla de las antiguas máquinas de escribir, los ingenieros de sistemas han incorporado sonidos de teclas, si eso es lo que le inspira a escribir. Pronto, si no es que ya, habrá computadoras de bolsillo y, como en las películas de ciencia ficción, también computadoras que se acomoden en un reloj de mano. La inventiva del hombre es infinita, a grado tal que un personaje listo ha proporcionado un correo electrónico para comunicarse con Dios.

Prócoro Hernández Oropeza

¿Por qué nos dejamos manejar?

¿Por qué nos dejamos manejar? No hay movimiento. Somos corderitos controlados por un Gran Pastor. No nos rebelamos. Seguimos las reglas que nos dictan. Nada nos conmueve. La opulencia ha asesinado a la rebeldía. Solo nos quejamos de la mierda que nos rodea pero no actuamos contra ella sino que percutimos nuestras frustraciones contra el lado débil de nuestras vidas: algún amigo pusilánime, una mujer dependiente, un hijo aterido, un inocente aficionado que pasea los colores del equipo contrario. Para esto si valemos pero para insistir en la lucha contra la opresión disimulada (cada día menos) parece que no: nos falta constancia y unión. Nos importa muy poco lo que le pase al vecino mientras nosotros no nos veamos afectados. Lo grave del asunto es que este virus he infectado también a los privilegiados que poseen la capacidad para voltear la situación, esto es, a los que tienen las ideas válidas. Éstos, acomodados, tan solo disparan balas de fogueo con sus críticas en periódicos de tirada más o menos elevada, en reuniones elitistas de eruditos o en algún libro donde denuncian la situación sin darle nombres y apellidos: nada de mojarse. Solo palabras.

Y las palabras ya no bastan para hacer reaccionar al pueblo. Hay que desenchufarlo del televisor: se ha convertido en un electrodoméstico más, solo que no consume luz sino toda la batería de productos superfluos que la propia caja tonta tiene a bien ofrecerle. El pueblo, por su parte, piensa, equívocamente, que la culpa la tienen los mandamases actuales (en todas las épocas pasa lo mismo), a los que hay que sustituir por otros de valía superior (sic). Pero la verdadera revolución parte de lo personal y se consolida externamente y no al revés, como quieren hacernos creer los interesados en el cambio del collar al perro del Poder. Nos han convencido de que existe tan solo la posibilidad de estar a un lado de la balanza ideológica, o en el lado contrario. Exponen, convencidos, que no existe alternativa a la carne o al pescado que ellos ofrecen. Y los que ostentan el poder se encargan de recordárnoslo con implacable insistencia por si acaso se nos pasa por la cabeza la idea de olvidarlo.

“Eres un ‘sociata’ de mierda”
“Menudo ‘facha’ cabrón estás hecho”

Si permutamos ‘sociata’ por ‘culé’ y ‘facha’ por ‘merengón’ (o al contrario) las frases no pierden nada de su sentido bipolar.

La ironía del mensaje bipartidista radica en que te lo venden como una ‘opción libre’. ¿Cómo puede decirse que es libre una opción política cuando no se le puede criticar sus ‘flecos’, sus ideas equívocas, que las tiene, como cualquier ente controlado por humanos? Es como querer vendernos un disco porque alguien dice que es genial. “Bueno, señor, permítame valorar todas y cada una de las canciones a ver si es tan genial como usted dice”. No, no nos permiten la crítica a ninguna canción, nos endilgan todo el disco al completo y con esas lentejas hemos de tragar. Y ay Iluso si tienes la indecencia de contradecirles.

Hablamos tanto y tan ligeramente de Libertad que la hemos logrado encerrar en una suntuosa urna, en un recinto cerrado donde no la dejamos respirar, vivir y crecer por sus propios medios, donde le damos la forma que nos interesa sin contemplar la posibilidad de errar en nuestra concepción de la misma. Y allí, confinada, va deteriorando su esencia hasta pudrirse, hasta resultar insoportable su hedor. Queremos ponerle puertas al campo sin advertir que es una quimera.

Muchos aseguran, con la boca henchida de orgullo, que eligen su destino... y se quedan tan anchos: se creen su propia mentira. Están convencidos de ser muy diferentes al resto de los mortales por discrepar de la media, por no andar por el sendero trazado para la mayoría. Pero no analizan con detenimiento lo que significa vivir en sociedad: ceder parcelas de nuestra libertad individual en aras de la convivencia. La queremos toda, sin parar a pensar que los demás también pueden tener la misma aspiración.

Nadie puede asegurar que cuando realiza una acción ésta no esté condicionada por algo o alguien a su vez. Actos tan cotidianos como fumar, comer, leer, ver una película o comprarse ropa son imposibles de realizar (aun eligiendo sin presiones externas) con independencia absoluta; fumamos los cigarrillos que existen en el mercado, no plantamos y recolectamos el producto con nuestro esfuerzo; comemos lo que alguien nos prepara (o nos vende, o nos entrega), no prendemos de la Madre Naturaleza los alimentos que consumimos; leemos lo que se publica, lo que alguien quiere que leamos; vamos a ver las películas que hay en cartelera (incluso las independientes), o las que alguna persona nos enseña, porque hay un tipo que nos la prepara y sirve a su gusto; compramos la chaqueta que mejor nos sienta de entre el muestrario que una serie de diseñadores ha creado, no la creamos con nuestras propias manos y, aunque así sea, es con los tejidos que existen en el mercado. Siempre hay alguien detrás de cada acto optativo.

En toda elección subyacen componentes coercitivos, incluso si lo que se escoge es una pareja, que se podría pensar realizada con absoluta libertad. Seleccionamos de entre las personas que pertenecen a nuestro círculo vital (trabajo, ocio, amigos, familia), no perseguimos por todo el universo el prototipo de persona ideal que cada uno lleva impreso en su interior. La casualidad nos lleva por sus propios derroteros a la hora de coincidir con esa persona a la que consideramos tan especial. Y casualidad no es voluntad, por mucho que la vistamos con esos ropajes mediante frases del tenor de “es mi media naranja”.

Solo los pensamientos son libres (o deberían serlo) y por esa razón se cotiza tanto intentar manipularlos, adecuarlos a lo que a unos pocos interesa. Y contra esa domesticación de las ideas a la que nos quieren someter hay que luchar, cada cual con sus capacidades: nos va el futuro (y el orgullo) en ello. Y el futuro, nuestro o de quien de verdad nos importa, llega, y deseamos que sea el mejor. Pero para que ello sea posible hemos de sembrar una semilla: la planta del bienestar no crece sola. No podemos pretender que el edificio de la bonanza se construya solo, hemos de colocar ladrillo a ladrillo con tesón, sin desfallecer ante las adversidades, para que algún día luzca esplendoroso y no se derrumbe ante la mínima contrariedad.

Jose Luis Sánchez Piñero

El fin último: el lector

El fin último: el lector Olvidan muchos eruditos de las letras que el fin último de toda obra literaria es el lector y no los amigos ni los críticos oficiales ni el grupo literario que los acoge con aplausos ni los analistas que gustan disecar el texto como una cosa, quitándole toda humanidad.

Como lo olvidan, se llevan sorpresas.

Entre algunas, las que ciertos libros que ellos miran con desdén, son fácilmente cogidos por el mundo lector, y las obras que éstos mismos elevaron a las nubes en medio de ditirambos y loas pretenciosas, duermen el sueño de los justos en los anaqueles de las librerías, siendo adquiridos únicamente por amigos del autor, algunos parientes y ciertos sabihondos que gustan de las oscuridades.

Sobre este punto ciertamente hay posiciones contrarias.

Hay quienes se interesan en algo tan añoso como el nudo narrativo, la tensión dramática, el desenlace, etc. Algo así como la configuración principio, medio y fin. Si eso lo atrapa, no dejan el libro y se sumergen en un cosmos admirable y maravilloso, haciéndolos soñar, haciéndolos pensar. ¡Qué mejor!.

En cambio, los doctores que toman el texto y comienzan una vivisección de él, apartando, cortando, analizándolo por partes, buscando causas y analogías, encasillándolos en escuelas y modas, investigando cada detalle, cada palabra, cada asociación, ¡qué placer encontrarán! Ciertamente lo hallan en su tarea, pero ¿dónde está el brillo de los ojos de alguien que lee ensimismado, dónde el éxtasis de quien se arrebata por el interés de un libro, donde está la mística, el gozo, la alegría de leer?. Sí, seguramente también podrían tenerlo, pero nos mostramos escépticos con su naturalidad.

Esto, porque el lector es natural, recibe los embates de la lectura en forma normal. En cambio ellos, los eruditos, los académicos, los estudiosos, los investigadores...

El tema es complicado y admite matices. Evidentemente. Pero sostenemos que el fin último de toda creación literaria es el lector y hacia debe caminar el escritor, no desviarse. Los que encuentran placer, si lo encuentran, asesinando, perdón, auscultando fríamente el texto, allá ellos. Respetable posición. Nos alineamos, sin duda alguna, en el bando de los que gozan, sufren, lloran, ríen, se emocionan con los libros.

Jorge Arturo Flores

Una maravilla

Una maravilla Cuando leemos, alguien habla dentro de nuestra mente.
Siempre nos sucede. Alguien, que no somos nosotros, resuena en nuestra cabeza
al ritmo que avanzamos en la lectura.
En este mismo momento, ¿No estás escuchándome?
Si, estoy hablándote.
Es como si me hubiera instalado en tu cerebro y allí oyeras mi voz.
Pero, físicamente, estoy en el papel. Soy el fruto de tu conocimiento del
valor fonético de cada letra combinada en cada palabra hasta integrar las
oraciones que conformarán todo el texto.
Quizá, tomar conciencia de esta particularidad maravillosa -que yo hable
dentro de ti mientras lees-, te ayude a entender porqué la palabra tiene un
poder mágico.
Ahora mismo, puedo gritar muy fuerte: “¡Socorro!, ¡Ayúdenme!, ¡Estoy aquí!”
Puedo susurrar en tu oído: “¡Por favor, que nadie se entere de nuestro
secreto!”
Me escuchas recordarte: “¡Nunca bajes los brazos!”
Tan mágico es el poder de la palabra que, cuando termines de leer, ya no
escucharás mi voz.

Daniel Adrián Madeiro

El analfabeto político

El analfabeto político El peor analfabeto es el analfabeto político. Él no ve, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. Él no sabe que el costo de la vida, el precio del frijol, del pescado, de la harina, del alquiler, del calzado o de los medicamentos, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece e hincha el pecho diciendo que odia la política. No sabe el imbécil, que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.

Bertolt Brecht

Paradojas

Paradojas La mitad de los brasileños es pobre o muy pobre, pero el país de Lula es el segundo mercado mundial de las lapiceras Montblanc y el noveno comprador de autos Ferrari, y las tiendas Armani de Sao Paulo venden más que las de Nueva York.

Pinochet, el verdugo de Allende, rendía homenaje a su víctima cada vez que hablaba del "milagro chileno". El nunca lo confesó, ni tampoco lo han dicho los gobernantes democráticos que vinieron después, cuando el "milagro" se convirtió en "modelo": ¿qué sería de Chile si no fuera chileno el cobre, la viga maestra de la economía, que Allende nacionalizó y que nunca fue privatizado?

En América nacieron, no en la India, nuestros indios. También el pavo y el maíz nacieron en América, y no en Turquía, pero la lengua inglesa llama turkey al pavo y la lengua italiana llama granturco al maíz.

El Banco Mundial elogia la privatización de la salud pública en Zambia: "Es un modelo para el Africa. Ya no hay colas en los hospitales". El diario The Zambian Post completa la idea: "Ya no hay colas en los hospitales, porque la gente se muere en la casa".

Hace cuatro años, el periodista Richard Swift llegó a los campos del oeste de Ghana, donde se produce cacao barato para Suiza. En la mochila, el periodista llevaba unas barras de chocolate. Los cultivadores de cacao nunca habían probado el chocolate. Les encantó.

Los países ricos, que subsidian su agricultura a un ritmo de mil millones de dólares por día, prohíben los subsidios a la agricultura en los países pobres. Cosecha récord a orillas del río Mississippi: el algodón estadunidense inunda el mercado mundial y derrumba el precio. Cosecha récord a orillas del río Níger: el algodón africano paga tan poco que ni vale la pena recogerlo.

Las vacas del norte ganan el doble que los campesinos del sur. Los subsidios que recibe cada vaca en Europa y en Estados Unidos duplican la cantidad de dinero que en promedio gana, por un año entero de trabajo, cada granjero de los países pobres.

Los productores del sur acuden desunidos al mercado mundial. Los compradores del norte imponen precios de monopolio. Desde que en 1989 murió la Organización Internacional del Café y se acabó el sistema de cuotas de producción, el precio del café anda por los suelos. En estos últimos tiempos, peor que nunca: en América Central, quien siembra café cosecha hambre. Pero no se ha rebajado ni un poquito, que yo sepa, lo que uno paga por beberlo.

Carlomagno, creador de la primera gran biblioteca de Europa, era analfabeto.

Joshua Slocum, el primer hombre que dio la vuelta al mundo navegando en solitario, no sabía nadar.

Hay en el mundo tantos hambrientos como gordos. Los hambrientos comen basura en los basurales; los gordos comen basura en McDonald's.

El progreso infla. Rarotonga es la más próspera de las islas Cook, en el Pacífico sur, con asombrosos índices de crecimiento económico. Pero más asombroso es el crecimiento de la obesidad entre sus hombres jóvenes. Hace 40 años eran gordos 11 de cada 100. Ahora, son gordos todos.

Desde que China se abrió a esta cosa que llaman "economía de mercado", el menú tradicional de arroz con verduras ha sido velozmente desplazado por las hamburguesas. El gobierno chino no ha tenido más remedio que declarar la guerra contra la obesidad, convertida en epidemia nacional. La campaña de propaganda difunde el ejemplo del joven Liang Shun, que adelgazó 115 kilos el año pasado.

La frase más famosa atribuida a Don Quijote ("Ladran, Sancho, señal que cabalgamos") no aparece en la novela de Cervantes; y Humphrey Bogart no dice la frase más famosa atribuida a la película Casablanca (Play it again, Sam).

Contra lo que se cree, Alí Babá no era el jefe de los 40 ladrones, sino su enemigo; y Frankenstein no era el monstruo, sino su involuntario inventor.

A primera vista, parece incomprensible, y a segunda vista, también: donde más progresa el progreso, más horas trabaja la gente. La enfermedad por exceso de trabajo conduce a la muerte. En japonés se llama karoshi. Ahora los japoneses están incorporando otra palabra al diccionario de la civilización tecnológica: karojsatsu es el nombre de los suicidios por hiperactividad, cada vez más frecuentes.

En mayo de 1998, Francia redujo la semana laboral de 39 a 35 horas. Esa ley no sólo resultó eficaz contra la desocupación, sino que además dio un ejemplo de rara cordura en este mundo que ha perdido un tornillo, o varios, o todos: ¿para qué sirven las máquinas, si no reducen el tiempo humano de trabajo? Pero los socialistas perdieron las elecciones y Francia retornó a la anormal normalidad de nuestro tiempo. Ya se está evaporando la ley que había sido dictada por el sentido común.

La tecnología produce sandías cuadradas, pollos sin plumas y mano de obra sin carne ni hueso. En unos cuantos hospitales de Estados Unidos los robots cumplen tareas de enfermería. Según el diario The Washington Post, los robots trabajan 24 horas por día, pero no pueden tomar decisiones, porque carecen de sentido común: un involuntario retrato del obrero ejemplar en el mundo que viene.

Según los evangelios, Cristo nació cuando Herodes era rey. Como Herodes murió cuatro años antes de la era cristiana, Cristo nació por lo menos cuatro años antes de Cristo.

Con truenos de guerra se celebra, en muchos países, la Nochebuena. Noche de paz, noche de amor: la cohetería enloquece a los perros y deja sordos a las mujeres y los hombres de buena voluntad.

La cruz esvástica, que los nazis identificaron con la guerra y la muerte, había sido un símbolo de la vida en la Mesopotamia, la India y América.

Cuando George W. Bush propuso talar los bosques para acabar con los incendios forestales, no fue comprendido. El presidente parecía un poco más incoherente que de costumbre. Pero él estaba siendo consecuente con sus ideas. Son sus santos remedios: para acabar con el dolor de cabeza, hay que decapitar al sufriente; para salvar al pueblo de Irak, vamos a bombardearlo hasta hacerlo puré.

El mundo es una gran paradoja que gira en el universo. A este paso, de aquí a poco los propietarios del planeta prohibirán el hambre y la sed, para que no falten el pan ni el agua.

Eduardo Galeano