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Notas sobre teatro romántico en hispanoamérica

Para hablar del teatro romántico en Hispanoamérica, es necesario comenzar con sus orígenes en España. E. Allison Peers dice que en el teatro, el romanticismo empezó mucho antes de 1800. Para entonces había varios tipos de obras teatrales agrupadas bajo el epígrafe de no literarias. Algunos tipos de esas obras no literarias fueron: la comedia, la magia, la lacrimosa tragedia urbana y la comedia heroica.

 

La muestra de este tipo de teatros era como lo quería el público; es decir, tenía que ser de diálogo natural, con esas escenas y expresiones que sólo escriben los ingenios creadores capaces de crear novedad en el enredo, así como chisme en la expresión, y gracia cómica en la fábula, con caracteres y costumbres bien ridiculizados. La gente, naturalmente, tenía que acudir a esas comedias, y de manera muy especial a las que llamaban de capa y espada.

 

En el teatro había que vencer más oposiciones que en el verso no dramático o en la novela; esto por la existencia de cuadros de moral pesados que fastidiaban. Así pues, el melodrama de fines del siglo XVIII iba preparando poco a poco al público para el drama romántico del XIX.

 

Felipe A. Pedraza Jiménez expresa que, en España, el teatro de la época romántica sufrió un estancamiento durante el reinado de Fernando VII, pero inició un rápido desarrollo a partir de su muerte, y experimentó un crecimiento que primero fue sólo de aficionados y que en 1835, en su prosperidad pasó a ser profesional.

 

Ya en los años posteriores a 1840, según Allison Peers, se da en España la lenta aparición de la Rebelión. Ahora el teatro empieza a presentar muchos síntomas de renovación, no ya en la gran variedad de tipos, sino también en la gradual aparición de lo que en años subsiguientes se consideraron los elementos del romanticismo. Donde mejor se realizó la rebelión fue en el drama, teniendo un descontento cada vez mayor con respecto a los metros tradicionales. Los autores escribieron drama en verso de métrica diversa con mezcolanza de tragedia y comedia y, se dio también el empleo de clichés.

 

Para J. B. Pedraza el género romántico por excelencia es el drama histórico, que es simultáneamente una recuperación del teatro barroco y una rebelión contra las normas impuestas por el neoclasicismo de la literatura francesa; además de que el drama histórico sí es la creación más característica del período, porque este tipo de drama es la fórmula que rompe con los planteamientos precedentes. Esta ruptura con las unidades es, así mismo, la coincidencia más clara y llamativa, donde los espacios pueden ser múltiples y en ellos el tiempo se alarga o se acorta al gusto del dramaturgo.

 

Guillermo Díaz Plaja afirma que en el mundo incierto de los dramas románticos, es muy frecuente ver que el lenguaje de diversos personajes esté formado por palabras que se pierden en el vacío. Ya que desde sus inicios el teatro romántico presenta situaciones de esta clase, podemos encontrar que todos sus personajes tropiezan con una insuperable dificultad para dialogar entre sí.

 

En cuanto a la escenografía de un teatro romántico, tenemos las opiniones de Roberto G. Sánchez y Richard A. Cardwel, quienes anotan, a manera de ejemplo, que en un cuadro de figuras el marco es el proscenio, su espacio el escenario y sus figuras los actores. En otras palabras, el pintor se torna escenógrafo, y es ahí donde la luz crea ambiente y sorprende; y hasta se puede decir que es una sensibilidad esencialmente teatral la que imagina el efecto que produce un escenario en penumbra. Ese detallismo visual es pintoresquismo, e incluye artículos accesorios que son elementos del decorado. Como parte misma de la escenografía, el vestuario cobra gran importancia al agregar su colorido al efecto plástico total, pero se sugiere en los cambios de trajes el desarrollo anímico de los personajes, los cuales están concebidos en forma plástica, como esculturas que asumen poses y se mueven con ritmo mesurado o vivo. Mesoneros Romanos encuentra que las decoraciones eran siempre las obligadas: salones de baile, bosques, capillas, subterráneos, alcobas y cementerios. Guillermo Díaz Plaja coincide en que los dramas románticos abundan en símbolos que sugieren la idea de sombría soledad. Así se pueden presentar la ermita, la celda de un convento, una cárcel o una cámara ardiente. Daniel Poyán observa que la acción escénica va descendiendo, ya que inicia desde el castillo y palacio románticos, pasa a través del salón de la alta comedia y la casa burguesa hasta parar, finalmente, en la calle. Ya no importa el lugar de la acción, ni el choque de las pasiones; la verdadera lucha romántica sucede ahora entre los conceptos: son conflictos de ideas y no de pasiones.

 

Hablando ya, del romanticismo en América, Emilio Carilla, al tratar de la independencia política y romanticismo, escribe que las regiones donde el romanticismo triunfó con más vigor y donde se impusieron preferentemente modelos europeos, no españoles -salvo Espronceda y Larra- fueron aquellas que habían tenido una pobre literatura colonial.

 

En cambio países de rica producción literaria durante la época colonial, como México, Perú y Colombia, son más conservadores y por lo tanto el romanticismo es allí menos ruidoso y los modelos españoles son mucho más numerosos; lo cual afirma que la independencia política de la América Hispánica no significa, ni menos presupone, una independencia cultural.

 

El siglo XIX hispanoamericano fue el más influenciado, sobre todo literariamente hablando, por el prototipo preferido de los franceses, ya que la base de ambas partes coincidía en costumbres, modas y educación. No obstante, los franceses no fueron los únicos que influyeron desde el punto de vista literario en los autores románticos hispanoamericanos; también lo hicieron escritores ingleses, alemanes, italianos y norteamericanos. Muchas veces la influencia de una literatura, de un autor o autores extranjeros sobre los románticos hispanoamericanos no es sino la consecuencia de débiles bases propias que procuran de esa manera animarse o reanimarse; y otras es, simplemente, la moda, la señal de los tiempos que impone los nombres y las obras.

 

También María Edmeé advierte que con la llegada del romanticismo al teatro de Hispanoamérica, la división social se manifestó en la literatura de un modo evidente. Eran entonces los de la clase media, quienes habían sido beneficiados con la Independencia, los que presentaban a sus literatos y poetas poseedores de mayor espontaneidad y sinceridad; es decir, francamente románticos, y que salieron desenfrenados, incorrectos; desbaratando reglas, rompiendo disciplinas en un libertinaje retórico y prosódico, que tanto desagradaba al lado aristocrático de los clásicos.

 

En muchos de estos románticos que escribieron alrededor de 1880, está presente el ansia de renovación, los deseos de reanimar viejas tierras gastadas, de ajustar la expresión, y de cuidar la lengua. Son románticos por su concepción del mundo y de la vida, por el espíritu de la obra, por el enfoque de los temas y, sin embargo, en ellos se nota la búsqueda pertinaz de una expresión menos transmitida. Trataban de ser más originales.

 

Finalmente diremos que, la diferencia entre este último romanticismo, con respecto al inicial, en cuanto a géneros y temas, no es muy acentuada; sin embargo, sí señaló el debilitamiento de las obras teatrales, o mejor dicho, de escritores de obras de teatro, peligrando toda la gran generación. Pero esto, no supone una variante fundamental dentro del ya para entonces pobre teatro romántico.

 

Marina Ruano Gutiérrez

 

Notas sobre la derivación en castellano

Escuché en una plática: ¡Pobres costarricenses...! En otra ocasión, alguien habló de la logicidad de un suceso. Otro más habló de la historicidad de un hecho.

 

Estas derivaciones: costarricense, logicidad e historicidad me hicieron reflexionar sobra algunos principios fundamentales de la derivación de en la lengua castellana.

 

Derivar, en morfología, es formar una nueva palabra añadiendo un sufijo a un lexema. Es muy oportuno indicar que el lexema es el principal elemento con semántica dependiente que entraña el significado esencial de la palabra. Poseer semántica dependiente significa que el lexema, en cuanto tal, tiene significado sólo considerando toda la voz o lexía.

 

El sufijo sólo significa algo considerando la unidad léxica; v.gr.: La voz manita la integran dos elementos morfológicos: el lexema man- que manifiesta el conjunto de propiedades esenciales de la mano y el sufijo: -ita que ostenta la disminución del sustantivo mano.

 

Helos aquí esos principios básicos para derivar con éxito:

 

1- La derivación, en lengua castellana, se verifica en el habla; esto es, al emitir los sonidos y no al escribir.

 

2- En la derivación de una voz, intervienen dos morfemas: el lexema y un gramema facultativo que, en este caso, son los sufijos. Algunas veces, en su derivación, además del lexema y el sufijo, requieren de un infijo eufonizante o precisador semántico.

 

Por definición, morfema es cada uno de los elementos, con semántica dependiente, que intervienen en la formación de una palabra.

 

Lexema es el morfema con significado dependiente, que manifiesta la semántica esencial y que aptifica una palabra para derivar de ella.

 

Sufijo es el morfema, con significado dependiente que precisa la semántica del lexema.

 

Si alguien se apoya en estos principios, podrá lograr la derivación sin tropiezos, siempre y cuando, en su inteligencia, los vea claros.

 

He aquí la ejemplificación:

 

Se tiene la voz: "lógico" en la cual la c de lógico suena como k; por lo tanto, el lexema de lógico suena lógik-. A este lexema, se le añade el sufijo -idad y ya se tiene la palabra logikidad, pues, el sonido logik- más el sonido -idad, da logikidad y no logicidad. Al hacer las correcciones ortográficas necesarias, se escribirá logiquidad.

 

Veamos este mismo proceso en la palabra costarricense para detectar lo equivocado de la derivación: Tenemos el nombre propio Costa Rica en la cual la c tiene sonido fuerte; esto es, sonido de k; para derivar el gentilicio, se unen las dos voces Costa y Rica y así formar el lexema de la palabra compuesta cuyo sonido es costarrik-; a este lexema se añade el sufijo -ense para que, a la postre, dé la voz costarrikense y no costarricense, la cual escribiéndola con la ortografía correcta, queda así: costarriquense y no costarricense, como algunos creen. De la voz "histórico" se deriva historiquidad cuyo lexema suena historik- y al agregar el sufijo: -idad, sonará historikidad y no historicidad. Adaptando la correcta ortografía se escribirá: historiquidad.

 

Con los principios antes mencionados, es fácil derivar de benéfico benefiquidad y no beneficidad, pues, el lexema de benéfico suena benefik- más el sufijo -idad se tiene el sonido: benefikidad. haciendo las adecuaciones ortográficas, se tiene: benefiquidad en la escritura; de católico, con el mismo proceso, se deriva catoliquidad y no catolicidad; de específico se tiene el lexema especifik- al cual se añade el sufijo -idad cuya voz suena especifikidad que, en la escritura, haciendo las adecuaciones requeridas, se tiene; especifiquidad y no especificidad, etc., etc.

 

De lo anterior, se colige que siempre que el lexema termine en c con sonido fuerte, éste se conservará en la derivación. Ésta es una regla fundamental de la Lingüística Derivativa.

 

Ya se dijo: Se deriva del HABLA y no de la escritura.

 

He aquí algunos ejemplos correctamente derivados:

 

El diminutivo de puerco es puerquito y no puercito. De vaca se deriva vaquería y no vacería: el lexema suena vak- y los sufijos -ero e -ía que sumados dan vakería. Adecuando la ortografía, da vaquería. Muñeco da muñequico y no muñecito; lumínico da luminiquidad y no luminicidad; esférico, esferiquidad y no esfericidad.

 

Si se siguen estas sencillas reglas en la derivación, se está coadyuvando en el mantenimiento casto y puro de la lengua.

 

Eusebio Padilla Gutiérrez

 

La medida del odio

- Yo no fui, palabra de hombre -dijo y se dejó caer sobre el asiento más próximo. Sus manos huesudas hurgaron en los bolsillos del saco de pana gris; puso un cigarrillo en sus labios y luego, con un movimiento imperceptible, mecánico, que denotaba sus años de fumador empedernido, accionó el encendedor desechable; con desesperación aspiró a través del filtro que, según la publicidad que avalaba su prestigio, evitaba el cáncer y otras molestias dolorosas.

 

- Te juro que no fui yo. Acabo de llegar, créeme -volvió a insistir. Luego a caminar de uno a otro lado de la recámara que compartíamos desde hacía ya un año. Sus largas piernas se destacaron a través del pantalón. Yo lo miré con odio porque, aún sin desearlo, Axel demostraba vitalidad, pujanza, juventud. Sus pasos resonaban en las duelas en cada ida y venida. Con disimulo observé aquel rostro reflejado en el cristal de la ventana y sentí rabia al compararme con él; fue cuando sin poder evitarlo envidié los 18 vigorosos años de Axel (la edad empezaba a morder con furia cada punto de mi cuerpo). Entonces la rabia me cegó y maldije al que según mi ego era el causante de mi desgracia, de lo que me hacía sentir frustrado. Lo maldije una y otra vez en mi interior, luego me arrepentí porque llevado por esa fuerza concentrada en mis celdillas cerebrales, Axel pareció desvanecerse. Creo que él sintió la carga de odio que puse en la mirada porque empezó a temblar, en tanto una lágrima se deslizaba por sus mejillas, Se arrinconó sobre el sofá que le servía de cama, ovillado de miedo, desconcertado por la embestida.

 

- Por favor -gimoteó-; ya te dije que yo no fui. Por mi madre que no -y volvió a escupir las mismas fórmulas que se dicen cuando alguien es acusado de realizar un acto indebido. Por un momento yo también me desconcerté cuando lo vi a punto de derrumbarse, aunque si él no hubiera insistido en sus súplicas, tal vez mi rabia se hubiese detenido, o al menos yo hubiera entrado en razón.

 

Dicen que cuando uno se ofusca lo mejor es tranquilizarse, contar mentalmente hasta diez mientras se aspira hondo. El remedio es efectivo porque de acuerdo con los médicos, la sangre -o mejor: el pulso- se normaliza debido a la oxigenación del cerebro. La verdad es que yo no sé de estas cosas, a mí la medicina me parece algo del otro mundo, como la filosofía y las matemáticas; pero qué se puede esperar de un simple burócrata, de un pobre diablo esperanzado a sus quincenas, a los escasos pesos que llegan cada dos semanas para que la casera se apodere de ellos, al igual que el dueño de la fonda donde dizque come uno y la vieja chismosa del estanquillo donde compro mis cigarros y mis jabones y todo lo que uno necesita a los cincuentaitantos años. Yo creo que Axel se dio cuenta de que la cosa iba en serio, porque empezó a sudar, a ponerse pálido. Todavía recuerdo sus burlas al principio, cuando le dije que yo no temía morir porque la muerte no existía; pero él sí debía preocuparse y no andarme provocando, escondiendo mis cosas o haciendo bromas a costillas de mi edad y mi soltería. Le insistí que por eso yo no me metía con nadie, porque ya me conocía: cuando me encanijo es como si un volcán naciera en mi cerebro y entonces... Axel se carcajeó. Yo conservé la serenidad porque de alguna manera tenía que explicarle. La muerte -insistí- es un simple paso natural, biológico. Axel volvió a carcajearse. Dijo que eso todo mundo lo sabía, hasta los niños recién nacidos y que si lo quería vacilar con esas cosas que mejor me fuera con mis tonterías a otra parte; la chochez empieza a perforarte el coco, remarcó sus palabras, luego hipó en medio de sus carcajadas. Yo lo miré con rabia, pero todavía tuve ánimos para replicarle que la muerte es desplazarse a otro plano energético, más vital e intenso y que incluso yo podía demostrarle la existencia de ese fluido, esa energía de que están hechas todas las cosas y que lo que la gente llama "lo sobrenatural" es cotidiano, sólo que no ha tenido oportunidad de comprobarlo o simplemente no cree en eso.

 

- A ver, demuéstrame que eres capaz de no morir -me retó.

 

Realmente -le dije- hay cosas naturales aún desconocidas. Mira, si froto las palmas de mis manos y te las pongo en cualquier parte del cuerpo, sentirás un calorcito que sale por las puntas de mis dedos. Si le miento la madre a alguien, si lo hago con sinceridad impulsado por el coraje, a ese tipo le va mal. Existen fuerzas que uno a veces no sabe controlar, insistí.

 

- ¡Yaa! A poco me vas a salir con que eres brujo y que me vas a alejar los malos espíritus -volvió a burlarse. El colmo fue cuando afirmó que hasta él cuando tiene frío, se frota las manos y entra en calor. Yo no respondí, simplemente le di la espalda, pero en el fondo de mi alma deseé que se callara, que se largara muy lejos, que desapareciera. Y empecé a sudar con intensidad, como sucede cada vez que me enojo. Mi cuerpo vibró y entonces vi los puntos luminosos que salían de mi cabeza, caliente ya, a punto de estallar. Fue cuando Axel, el maldito güero, empezó a gimotear. Tal vez sintió la fuerza, esa oleada de calor que llegaba de no sé dónde, devastando todo lo que tocaba. Axel se arrinconó en el sofá. Sus ojos amarillos se agrandaron como esos conejos cuando son sorprendidos por la fuerza hipnótica de la serpiente. Yo sé que él lo advirtió, porque levantó la vista al techo y me pidió perdón.

 

- Te digo que yo no fui -insistió una vez más, hurgándose las fosas nasales. Y se quitó el saco gris de pana. En sus pupilas vi reflejado el miedo. Pero también un dejo de mofa. Sí, en el fondo se burlaba, como que se sabía culpable. Y yo puedo jurar que sí lo era, si no, creo que no hubiera ocurrido nada. Sus palabras, no obstante, lo negaban:

 

- Por Dios que yo no fui, ya te lo dije -replicó a mis amenazas-. Te juro por Dios que yo no fui. Que Él me castigue si miento -casi gritó. Y yo me enfadé, sentí que el calor llegaba a mí, que la fuerza esa que está agazapada en cada uno de nosotros aguardando el instante para abalanzarse, se acumulaba en mi cerebro. Y lo maldije una y otra vez, como si mis palabras fueran la medida del odio, como si el calor que aumentaba en el interior de mi cabeza me impulsara a concentrarme en la figura larga de Axel. El calor aumentó en un momento y su cuerpo se cimbró, poseído por el odio, esa fuerza que se aferraba a cada uno de sus átomos, disolviéndolos.

 

- Yo no fui, lo juro -tuvo el descaro de exclamar mientras se fundía en el aire. Lentamente.

 

Todavía con esa extraña vibración que me recorría de arriba abajo, empapado en sudor, me acerqué al sitio donde Axel estaba hacía apenas unos instantes. Entonces lo vi: ahí, abajo del sofá, estaba el libro ese que según él jamás había tomado pero que yo, estaba seguro, sabía que lo había hecho. Me agaché para tomarlo. Recordé la sonrisa nerviosa de Axel transfigurada por el miedo; ya no tendría caso arrepentirse, dije, guardándome el libro en el bolsillo.

 

Óscar Wong

Papeles

Una cuartilla en blanco es mi regalo,
Rolando
Una cuartilla para que la llenes de nubes,
de hojas
y de filos.
Para que le escribas colores
para que la llenes de esquinas,
de ojos.
Para que camines sobre su tallo de magnolia
porque una cuartilla en blanco es tu poema,
Rolando.
Una cuartilla en blanco es mi regalo
para que me digas
que una vida cabe en ella
y me lo digas con razón.
Para que sigas viajando
sin moverte de tu invento
para que me cuentes del lobo
y le inventes un aura
y un conejo.
Una cuartilla es blanco es tu anillo.
Tu jaula
de palabras extraviadas
y de comas impuestas.
Y por eso yo te regalo una cuartilla.
Porque en una cuartilla en blanco cabe todo,
Rolando,
menos tú,
Una cuartilla en blanco es tu dominio.

Paz Lucio Diez

La tortuga gigante

La tortuga gigante

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

—Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.

La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.

El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.

La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.

Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.

Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:

—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.

El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.

Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.

Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.

Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.

—¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?

—No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.

—¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.

—Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...

—¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.

Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.

Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

Horacio Quiroga

Marcha triunfal

¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines,
la espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,
los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas
la gloria solemne de los estandartes,
llevados por manos robustas de heroicos atletas.
Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,
los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,
los cascos que hieren la tierra
y los timbaleros,
que el paso acompasan con ritmos marciales.
¡Tal pasan los fieros guerreros
debajo los arcos triunfales!

Los claros clarines de pronto levantan sus sones,
su canto sonoro,
su cálido coro,
que envuelve en su trueno de oro
la augusta soberbia de los pabellones.
Él dice la lucha, la herida venganza,
las ásperas crines,
los rudos penachos, la pica, la lanza,
la sangre que riega de heroicos carmines
la tierra;
de negros mastines
que azuza la muerte, que rige la guerra.

Los áureos sonidos
anuncian el advenimiento
triunfal de la Gloria;
dejando el picacho que guarda sus nidos,
tendiendo sus alas enormes al viento,
los cóndores llegan. ¡Llegó la victoria!

Ya pasa el cortejo.
Señala el abuelo los héroes al niño.
Ved cómo la barba del viejo
los bucles de oro circunda de armiño.
Las bellas mujeres aprestan coronas de flores,
y bajo los pórticos vense sus rostros de rosa;
y la más hermosa
sonríe al más fiero de los vencedores.
¡Honor al que trae cautiva la extraña bandera
honor al herido y honor a los fieles
soldados que muerte encontraron por mano extranjera!

¡Clarines! ¡Laureles!

Los nobles espadas de tiempos gloriosos,
desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros
—las viejas espadas de los granaderos, más fuertes que osos,
hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros—.
Las trompas guerreras resuenan:
de voces los aires se llenan...

—A aquellas antiguas espadas,
a aquellos ilustres aceros,
que encaman las glorias pasadas...
Y al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas,
y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros,
al que ama la insignia del suelo materno,
al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano,
los soles del rojo verano,
las nieves y vientos del gélido invierno,
la noche, la escarcha
y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,
¡saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha triunfal!...

 

Rubén Darío

La soledad de los escritores

La soledad de los escritores

En una entrevista realizada al escritor Edmundo Concha, uno de los pocos que "trabajan el estilo", éste hablaba sobre la soledad, específìcamente, su soledad. Decía:" soy solitario, no por voluntad, sino por naturaleza. Yo no lo he decidido. Esos solitarios que deciden por su voluntad, son falsos".

Y agregaba:" la soledad en ciertos intelectuales es una pose".

Su planteamiento puede resultar inclasificable para la mayoría: ¿Cómo una persona se desliga del mundo exterior y lo pasa mejor en el silencio de su casa?, ¿y la tele, los malls, la política, los préstamos financieros, la gimnasia bancaria, los negocios, las radiofusoras, el copucheo, etc.?

Cuesta pensar que existan personas que se aíslan y sólo cultivan su espiritualidad, en este caso leer y escribir (como Alone).

Sin duda son personas hipersensibles, con gran riqueza interior, y eso los hace capaces de no importarle las cosas que al común le interesa, sino abocarse a la lectura y a escribir.

Existen y han existido siempre. Y siempre han chocado con el exterior, vulgo masa, porque a ésta no le cabe el desligamiento de alguna de sus partes, ya que constantemente lucubra que el mundo está inmerso en la mayoría.

Distinto es el caso de los que "posan" de intelectuales, escritores o artistas, vistiéndose ex profeso de maneras informarles, adoptando modos de expresarse que suponen originales y buscando una soledad que es falsa, porque no la sienten ni va con ellos, sino es solamente una forma de parecer antes que ser.

El espectáculo de tanto artista extraño en su formar de vestir y que sólo busca destacarse para llenar el vacío que transportan, es común en todas partes, y, al observarlos, sólo cabe la sonrisa.

Ciertamente los artistas en general necesitan de algún sosiego para realizar su trabajo y esa quietud, obviamente, importa la soledad. Es imprescindible. Sólo las personas inteligentes y cultas entienden esto y lo respetan. Los tontos, los huecos, los mediocres, no pueden y le saben a "rareza", a cuestión de locura.

Por eso los verdaderos artistas se rodean de seres que los comprenden y se amoldan a sus costumbres. De lo contrario, pierden.

Interesante el tema de la soledumbre en los escritores, en especial porque toca un punto exclusivo que conviene tener en cuenta.

En nuestra vida, hemos percibido la diferencia que marca la clausura interior.

No ha sido fácil, porque se tiene que lidiar a diario con las obligaciones, los deberes, "las cosas simples de la vida".

En el fondo, nadie entiende.

Arturo Flores

 

Libros, magia y censura

Libros, magia y censura

En los distintos foros, jaleos, charlas y saraos a los que me invitan para dar labia sobre literatura y libros nunca falta la pregunta, ¿para qué sirve la literatura? Me mosqueo y para no proporcionarle ideas a los censores e inquisidores de siempre, trato de acercarme al ojo del huracán de la respuesta guardándome un as en la manga y respondo: la literatura no sirve para nada.

Los libros han alimentado muchas hogueras a lo largo de la historia humana, siempre, para fanáticos y censores, son objetos dañinos los cuales hay que mantener cerrados, mutilados y prohibidos. Los enemigos de los libros, que son más de los que ingenuamente se cree, están convencidos que los libros poseen algo perverso, un extraño sortilegio que de alguna manera puede cambiar la estructura mental de los lectores y la de la realidad. (De igual manera muchos piensan en las pasiones perversas que despierta la televisión).

Vladimir Nabokov, aseguró, en alguna de sus clases en la universidad, que las grandes novelas de la literatura no eran otra cosa de cuentos de hadas, ficciones creadas por la imaginación artística. Y él mismo demostró esta tesis con su “Lolita”, novela que le proporcionó sus cinco minutos de fama. Nabokov, lo confirmó en algunas entrevistas, en “Lolita” se lo inventó todo. Su imaginación insuflo vida al viejo baboso al que le gustan las niñas en flor; de igual modo se inventó el ambiente y la Norteamérica, de moteles y lugares de comida rápida, es sólo una escenografía de su intuición creadora. La novela fue censurada y vilipendiada. Hay gente a la que le gusta creer que las novelas son un fiel reflejo de la realidad, personas que se traspapelan con los personajes y a los que el escritor denomina como filisteos o como lo escribe Nabokov: “El filisteo ni sabe ni se le da nada del arte, incluida la literatura; su naturaleza esencial es antiartística, pero quiere información y está educado en la lectura de revistas. Es lector asiduo del Saturday Evenig Post, y al leer se identifica con los personajes”. Es bueno hacer distinciones. Claro que los arribistas que presenta Balzac, en sus novelas, o esa adultera incomparable de Madame Bovary, poseen pinceladas especiales muy por encima a los arribistas y adulteras que uno ha padecido en la vida ordinaria. No sé, pero en verdad hay personajes de novelas inolvidables; en cambio en la vida hay personas, que aunque hayan cruzado el campo de visión de nuestra existencia, son menos reales, tienen menos humanidad, menos carnadura poética y de los cuales con facilidad se olvidan y nunca más existe la necesidad de tomarse la molestia en recordarlas. No obstante hay personajes que siempre resuenan en nuestra alma.

Para censores e inquisidores los libros no sólo reflejan la vida, sino que de alguna manera son responsables de trastocar la vida, la historia, el destino e incluso la realidad gris y obstinada donde nos movemos a diario. Don Quijote quiso llevar a la práctica lo leído en los libros, para darle un viraje a la realidad sin magia que le tocó en suerte y todo el mundo sabe como terminó la osadía del caballero de la triste figura.

Pero dejemos a Don Quijote y volvamos al mundo real. Hace poco en los Estados Unidos se ha desatado una oleada de censura contra los libros de Harry Potter. En algunas escuelas han sido prohibidos y en una que otra localidad han osado quemar el libro. Los argumentos para semejante salvajada son más bien insólitos. Aducen que los libros no son más que manuales de magia y brujería. Que la marca en forma de s en la frente de Harry lo conecta con el mundo perverso de Hitler y su policía política llamada SS. Una de las fieles lectoras de Potter, con apenas nueve años, coincidiendo por casualidad con Nabokov afirmó: “Mis amigos y yo sabemos que los libros de Harry Potter son historias irreales, son sólo historias de ficción entretenidas y emocionantes; nada es verdad y son sólo eso: historias de ficción”.

La autora J.K. Rowling dista bastante de ser una bruja siniestra. Divorciada y con una hija la vida se le convirtió en un laberinto de estrecheses económicas y para salir a flote tuvo que dar clases de inglés. Decide escribir el libro para sacudirse la depresión. Con lo justo para tomarse un café deambula por una que otra cafetería escribiendo el primer libro de Harry. Sus antecedentes bibliográficos inmediatos son los libros de Tolkien. Luego de terminar el libro escribe varias copias a mano, ya que no tiene el dinero necesario para fotocopiarlo. Va de editorial en editorial hasta que en el año 1997, Bloomsbury lo compra en la Feria del Libro de Bolonia. El libro ha puesto a leer a niños, jóvenes y viejos por igual.

El culto y temor por los libros se inicia, por paradójico que resulte, en los albores de la Edad Media y la enseñanza en monasterios de artes liberales. Para la antigüedad, hay un texto de Borges que ahonda sobre este aspecto, tenía más valor la palabra oral que la escrita. Ese axioma de Clemente de Alejandría podría ser el sello de ese recelo a los libros: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda”.

Este temor por los libros y la palabra escrita fue disipándose en la Edad Media con la creación de las Universidades y las bibliotecas. Ernets Robert Curtis escribió que «el empleo de la escritura y del libro en el lenguaje metafórico se encuentra en todas las épocas de la literatura universal...” El libro se tuvo por bastante tiempo como un medio para la perfección del espíritu. Para Shakespeare el libro tiene un valor menos rotundo y envarado. A la sazón Curtis escribe: “Shakespeare no concibe la escritura ni el libro como un contenido vital, como atmósfera, como representante simbólico del conocimiento y de la sabiduría; para sus metáforas del libro acude al estilo retórico de la poesía contemporánea y la transforma en múltiple y variadísimo juego de ideas...”

Con el afianzamiento feroz del cristianismo como nueva concepción de Dios y el mundo la Biblia pasa a convertirse en un libro sagrado; centro de la verdad y columna vertebral de la inspiración divina. Los otros libros, considerados profanos, ya no tienen interés alguno. Gerard-Georges Lemaire acota: “Durante la Alta Edad Media, la enseñanza monacal se encaminó a la abolición de las artes liberales, y en el siglo VI se prohibió la lectura de textos profanos tanto a os neófitos como a los clérigos.” El Santo Oficio de la Inquisición en 1558 crea el Index Librorum Prohibitorum, una guía exhaustiva de los libros tachados de nocivos y contrarios a los preceptos eclesiásticos. El fanatismo clerical comenzó tímidamente quemando libros y objetos (en la actualidad la histórica pira propiciada por Savonarola en Florencia, llamada “la hoguera de las vanidades”, sirve de alimento para los turistas) y luego, sin el menor asomo de humanidad, pasaría a quemar los cuerpos en una empresa policial modelo a futuro.

El 10 de marzo de 1933 los nazis realizaron unos de los autos de fe más emblemáticos de la historia. Más de veinte mil libros amontonados en varias montañas fueron sometidos al fuego, bajo la mirada vigilante de los bomberos para evitar cualquier accidente. En la dictadura de Augusto Pinochet la cesura y quema de libros se hizo con una eficacia sistemática de relojería. En Afganistán los Talibanes no sólo destruyeron obras de arte monumentales, sino que destruyeron todos los libros que cayeron en sus funestas manos. En el País Vasco, la librería “Lagun” tiene record de ser una de las más bombardeadas por ETA.

En el prólogo de su libro “Cómo leer y por qué”, Harold Bloom escribe: “Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y mucho más”. Los libros de alguna manera ensanchan nuestra existencia, expanden nuestra visión del mundo y sobre todo nos enseñan las posibilidades de la imaginación y la memoria.

Los libros siempre serán objetos peligrosos para ciertas mentes estrechas y triviales/tribales. No obstante el lector es el mejor aliado del libro y de los autores o como lo ha escrito Nabokov: “Es él, el buen lector, el lector excelente, el que una y otra vez ha salvado al artista de su destrucción a manos de emperadores, dictadores, sacerdotes, puritanos, filisteos, moralistas, políticos, policías, administradores de correo y mojigatos”.

Carlos Yusti

El olvido

El olvido

La tarde había comenzado a despojarse de sus luces, dejando que la noche se impusiera lentamente como una mancha de tinta en un papel rojizo. Douglas Ellsworth, un joven librero londinense, habría cerrado mucho antes su comercio si la Anábasis, en su versión original griega, no le hubiera acaparado tan profundamente la atención. Fue un pausado crujir de pasos sobre el piso de madera lo que le obligó a levantar la vista de las páginas de Jenofonte y traer nuevamente su atención hacia aquel ordenado imperio de repletos anaqueles.

-Quiero el libro que tan celosamente le fuera confiado -dijo el hombre que recién había entrado. En su voz había un ligero tono impersonal.

Las palabras del desconocido le sorprendieron. Le molestó la falta de cortesía de ese sujeto cuyas ropas exhalaban un vago aroma que le hizo recordar levemente los jardines donde había aprendido a caminar. Hubiera preferido un saludo, una sonrisa que le permitiera desplegar sus dotes de anfitrión. Sin poder ocultar su molestia, incluso consigo mismo porque notó que llegaría tarde a su partida de cartas de los martes, dejó sobre el escritorio el ejemplar que estaba leyendo. Señaló -en una frase llena de ironía que le hizo deleitarse íntimamente con sus dotes retóricas- que eran demasiados los libros que poblaban aquellas paredes, y a los cuales celaba por igual, como para pretender encontrar el volumen correcto con una descripción tan poco afortunada.

-Quiero el libro de Abdul Rayat -dijo el desconocido sin molestarse en responder el sarcástico comentario del librero.

El joven Ellsworth no supo si dejar que el cuerpo entero diera muestras del escalofrío que le recorrió los huesos o si ponerse a reír a carcajadas, como solía hacer cuando uno broma le parecía digna de alabanza. Hacía demasiado tiempo que no escuchaba hablar de esa obra. La rapidez con la que logró recordarla le hizo saber que nunca la había olvidado realmente. Pudo volver a sentir aquella mañana en que, siendo él aún un adolescente, su abuelo se la entregó en secreto. Estaba envuelta en un papel amarillento que el tiempo había ennegrecido. Un grueso hilo alrededor acrecentaba el misterio. Entre susurros le fue dicho que la lectura de aquel extraño texto tenía la facultad de quitar la inmortalidad a quien la poseyera, incluso a Dios, si es que existía. Su abuelo le había hecho jurar que cuidaría el libro por si alguna vez alguien pudiera necesitarlo y que por ningún motivo intentaría destruirlo o recibir dinero a cambio de él. Douglas jamás mencionó nada acerca de ese libro, ni siquiera cuando unas semanas después su abuelo fue llevado a una clínica donde eran recluidos algunos ancianos seniles. Guardó silencio no porque creyera estar en posesión de algo valioso, sino porque de esa forma se demostraba a sí mismo ser capaz de cumplir su palabra a la vez que evitaba agregar un nuevo comentario vergonzoso a los muchos que ya su familia pronunciaba acerca de su abuelo.

Todo ello volvió de manera confusa a su mente, como si de pronto adquiriese un significado que no había podido prever. Maquinalmente se dirigió hacia la puerta, caminando torpemente mientras prestaba atención a tanto recuerdo. Tras cerrar con llave la puerta, lo cual hizo no sin cierto temor, escuchó nuevamente la voz de aquel extraño sujeto que comentó algunas cosas sobre su vida, con la esperanza de ser creído.

Comenzó diciendo que el primer nombre que reconoce haber tenido fue Plubio Marcio. Estableció su nacimiento en la antigua Roma, durante el gobierno de Nerón. Eso había ocurrido el mismo día en que alguien diera el aviso de que la higuera ruminal, que mucho antes había dado sombra a Rómulo y Remo, volvía a reverdecer. Todos creyeron que esa coincidencia era el augurio de que tendría un destino sin igual. Nadie había logrado acertar la increíble forma en que eso terminaría por ser cierto.

Contó también, que como integrante de las legiones romanas fue enviado a la extraña Armenia. Allí tuvo oportunidad de escuchar comentarios de viajeros referidos a tierras llenas de enormes riquezas, las cuales eran atravesadas por un río cuyas aguas otorgaban la inmortalidad. Decían quienes contaban esas historias que los habitantes de ese lugar eran seres desgraciados, hastiados del tiempo y que todo lo despreciaban.

Movidos por la codicia, él y otros cuatro legionarios abandonaron las filas del ejército. Decidieron ir a la búsqueda de aquellos sitios esperando obtener un fácil botín y poder regresar enriquecidos a Roma. Pero a poco de andar se extraviaron en tierras agrestes y peligrosas. Vagaron sin rumbo entre el dolor y la muerte. La muerte logró vencer a sus compañeros, no a él. Un día, resignado a que todo había sido un error, sacó su espada y la clavó justo en su corazón. Sintió en la cansada carne el ardor del acerado filo. Hubo también unas gotas de sangre, pero continuó con vida. Comprendió entonces que se había convertido en inmortal aunque en su trayecto no había encontrado río alguno. Nunca conoció la causa del aciago prodigio, pero entendió los peligros de tan sólo atender a las palabras que no hacen el centro de lo que se cuenta.

La voz de Plubio Marcio sonaba sin entonación alguna, como si no hablara de sí, sino de otro, de algo que había escuchado y repetido hasta el cansancio. Si alguna vez se había alegrado de su particular condición de inmortal, ya nada quedaba de esa alegría. Había descubierto que quien no puede morir, condenado a perderlo todo, está obligado a no amar nada para hacer menor el sufrimiento.

Poco comentó del tortuoso recorrido desde aquel día en que su espada no le quitó la vida hasta ese otro día del siglo XIX en que pedía a un joven librero londinense un texto para devolverse la muerte. Poco comentó y mucho dejó entrever.

Había conocido todos los placeres y todos los tormentos. Ejerció la vida y la muerte en todas sus dimensiones. Recordaba algunas cosas aunque había olvidado la inmensa mayoría, lo cual agradecía señalando que el olvido es una forma de la muerte. De todo cuanto existía eran los libros lo que más amaba y lo que más profundamente detestaba. Alguna vez creyó poder encontrar en ellos la sabiduría. Luego se daría cuenta que la imprenta, ese invento que él había ayudado a perfeccionar, había cometido el pecado de hacer del mundo un laberinto infinito mediante la multiplicación de lo que ni siquiera merecía ser mencionado. Confesó, no sin arrepentimiento, haber escrito un poema de amor. Sólo podía recordar un único verso que decía "soy un ciego palpándote el alma".

Nada explicó acerca de cómo descubrió el paradero de esas páginas de insólitos poderes. No importaba. Ante el fantástico e incomprobable relato de Plubio Marcio, Douglas Ellsworth sintió la misma pena que había sentido antes por su abuelo. Por eso, sin preguntar ni garantizarle nada, le pidió al inusitado visitante que lo acompañara hasta el sótano. Ese era el único sitio donde aún podía estar el texto de Abdul Rayat.

El sótano era un lugar oscuro, húmedo, repleto de volúmenes sin valor de los cuales Douglas nunca se había atrevido a deshacerse, acaso por un sentimiento de pudor o de piedad. Cuando estuvieron allí, mientras él se ensuciaba las manos apartando cajones, escuchó que Plubio Marcio dijo unas palabras, o algo que él creyó eran palabras, en un lenguaje que nunca antes había escuchado ni volvería a escuchar después. Luego, un pesado paquete cayó al piso. Douglas recordó que ese era el mismo atado que su abuelo le entregara. Al abrirlo, el joven librero vio por primera vez las tapas de tan singular libro, las cuales estaban trabajadas a mano. Plubio Marcio pidió que lo dejara a solas y el joven Ellsworth, salió cerrando la puerta tras de sí.

Durante horas Douglas permaneció inquieto, pero sin atreverse a molestar a su visitante. A medida que la hora pasaba, más fantasías distraían su pensamiento, sin acertar a decidir cómo obraría aquella obra. Ya cerca del alba, sin haber podido dormir, se animó a espiar. No vio nada. Es decir, vio tan sólo el libro abierto y colocado sobre el suelo. Abrió la puerta. No encontró ningún rastro de Plubio Marcio. El volumen estaba abierto en hojas donde no había nada escrito y en las que creyó notar unas pequeñas manchas de color sangre que poco a poco se fueron borrando hasta que desaparecieron por completo.Lo que pasó aquella noche siempre le parecería muy extraño a Douglas Ellsworth. Esto sin mencionar que, luego de haberla guardado cuidadosamente, jamás volvió a encontrar la obra de Abdul Rayat. No se animó a comentar lo ocurrido con nadie.

Muchos años después, durante una mañana de octubre, el barco en el que viajaba Douglas Ellsworth, ya casi un anciano, se hundía atrapado en una feroz tormenta. Ante el peligro de la muerte, Douglas recordó toda su vida, deteniéndose en aquel incidente con un hombre que dijo llamarse Plubio Marcio. Ya en el agua, tratando de asirse a cualquier cosa que flotara, Douglas quiso encontrar cuál era la verdadera relación de aquellos sucesos con su vida. Pensó nuevamente en su abuelo. Por primera vez reparó en que el incendio que había destruido el hospital donde estaba el anciano hizo imposible reconocer ningún cadáver. Vinieron a su mente un tropel de preguntas que no pudo contestar. La certeza le pareció algo lejano e intangible. Recordó que Plubio Marcio había señalado que el olvido era una forma de la muerte, creyó recordar que dijo también que la memoria era la única manera de comprobarnos nuestra existencia. Pero fue incapaz de recordar si todo aquello lo había soñado o vivido o leído o, acaso, se lo habían contado. Estuvo a punto de gritar un insulto por no poder determinar qué era lo que en verdad había pasado. Pero antes de que pudiera decir nada las aguas lo cubrieron para siempre.

Gonzalo Hernández Sanjorge

 

Aquiles

Cuando el espléndido regresa del fragor acompañado

entre humores surgidos en la lucha

reclama mi presencia

allí donde se tocan las manos enfebrecidas

al abrigo de aquel pecho cuyo aroma enciende

el deseo galopante

el presagio de la luna conquistada sobre un lecho

con sabor a hierbas silvestres

inicio como llama o como lirio

el sutil recorrido

marco voraz  con cera derretida los espacios valles

y hendiduras donde  pasta la silenciosa  estrella

de los momentos en que el ardor me eleva al

límite mismo de las constelaciones.

El rastro sinuoso brillante que sobre la piel va dejando

la estrella convertida en húmedo molusco

precede al paroxismo de los candados

que saltan

reventando dinteles marquesinas

arrojando burbujeante ese efluvio

vital que me calcina.

Ubaldina Díaz Romero

Máquina de escribir

Máquina de escribir

En las primeras máquinas de escribir, el alfabeto aparecía de la A a la Z de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo de forma continua, hasta que Christopher Sholes redistribuyó las teclas que más se utilizan lejos unas de otras para escribir rápidamente en su modelo de 1867 que fue distribuida por la Remington  Company.

 

Anuncio

Anuncio

El primer anuncio escrito que se conoce data del 3000 a.C. Se trata de un cartel aparecido en las ruinas de la ciudad egipcia de Tebas, en el que se ofrece recompensa de una moneda de oro a quien capture y devuelva a su amo un esclavo huido llamado Shem.

 

Rainer Maria Rilke

Rainer Maria Rilke

Escritor austriaco Rainer Maria Rilke murió de una leucemia en diciembre de 1926. El empeoramiento de su estado físico se produjo a raíz de haberse pinchado con la espina de una rosa mientras cuidaba el jardín del castillo Muzot, en Suiza, donde vivió retirado los últimos años de su vida. En su tumba un epitafio, que él mismo escribió, reza así: "Rosa, oh contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo tantos párpados".

 

El sexo de los ángeles

El sexo de los ángeles

Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato nunca confirmado de que los ángeles no hacen el amor, quizás signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales. Otra versión, tampoco confirmada, pero más verosímil sugiere que, si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos por la mera razón que carecen de erotismo lo celebran, en cambio, con palabras, vale decir, con las orejas. Así, cada vez que Angel y Angela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y sentarse mediante el intercambio de miradas, que, por supuesto, son angelicales. Y si Angel para abrir el fuego dice "Semilla", Angela para atizarlo responde "Surco". El dice "Alud" y ella tiernamente "Abismo". Las palabras se cruzan vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos, Angel dice "Madero" y Angela "Caverna". Aletean por ahí un ángel de la guarda misógino y silente y un ángel de la muerte viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe. Sigue silabeando su amor. El dice "Manantial" y ella " Cuenca". Las sílabas se impregnan de rocío y aquí y allá, entre cristales de nieve, circula en el aire, sus expectativas. Angel dice "Estoqueo" y Angela radiante, "Herida", el dice "Tañido" y ella dice "Relato". Y en el preciso instante del orgasmo intraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos se estremecen, entremolan, estallan y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.

Mario Benedetti

Invitación al vómito

Cúbrete el rostro
y llora.
Vomita.
¡Si!
Vomita,
largos trozos de vidrio,
amargos alfileres,
turbios gritos de espanto
vocablos carcomidos;
sobre este purulento desborde de inocencia,
ante esta nauseabunda iniquidad sin cauce,
y esta castrada y fétida sumisión cultivada
en flatulentos caldos de terror y de ayuno.

Cúbrete el rostro
y llora...
pero no te contengas.
Vomita.
¡Sí!
Vomita,
ante esta paranoica estupidez macabra,
sobre este delirante cretinismo estentóreo
y esta senil orgía de egoísmo prostático:
lacios coágulos de asco,
macerada impotencia,
rancios jugos de hastío
trozos de amarga espera...
horas entrecortadas por relinchos de angustia.

Oliverio Girondo

Literatura, amor, erotismo

Literatura, amor, erotismo

Relacionar literatura con erotismo me surge como un tema muy natural, porque desde siempre he visto en la primera los indicios del segundo, incluso desde antes de aprender a descifrar los signos escritos del lenguaje, cuando la relación con el libro era un mero hecho táctil, sensual, curioso, excitante, un roce de los dedos contra las tapas finas de los libros empastados que atraían mis dedos infantiles a la zona más prohibida de la biblioteca de mis padres. Una oportunidad de acariciarlos como forma de preparación a torturas inocentes: unas rayas de colores, unos ideogramas que puedo apreciar después de los años sobre aquellas páginas enigmáticas e indescifrables. Sin embargo operaba un magnetismo, una necesidad de contacto con los libros que era el anuncio de una pasión más salvaje y más racional que iba a devorar buena parte de mi infancia y mi adolescencia: la lectura.

Sin asomo de duda, declaro que la lectura fue mi primer amante, o digo mejor los libros, cientos miles de ellos, en un desfile de diversidad insondable, pleno de perversiones e infidelidades atroces. Saltaba de un amor a otro, sin remordimientos, con una ansia creciente, con un fervor inagotable. Quería poseer a cuanto libro se me cruzaba en el camino, me erigí en macho cabrío de la lectura. Mi madre había de ofrecer excusas a los amigos que osaban venir a buscarme para jugar, porque yo prefería quedarme botado en el lecho, enredado en las sábanas y en las piernas del amor de turno, embebido de lujuria, interrumpiendo las sesiones eróticas para la visita al colegio y para comer y beber, tareas imprescindibles que pronto aprendí a hacer mientras leía, mezclando tales goces en un solo acto mixturado, dionisíaco.

El inevitable camino del crecimiento fue poniéndome ante ciertos textos que me ofrecían misterios suculentos que estaban vedados para mis coetáneos, quienes apenas podían enarbolar groserías cuyo significado les era de verdad incomprensible. La coprolalia hacía de lo sublime un acto grosero, casi despreciable, simplificado, aberrante. El significado de lo sexual se transmite en susurros en los recreos, pleno de distorsiones, como una práctica más del rito machista de los colegios de varones, como un código de honor de caballeros brutales que poseen doncellas con arietes indomables para adormecer las avideces femeninas insaciables.

Mas en los libros yo encontré información confidencial que contradecía de manera profunda ese universo simplificado y pedestre del cual tenía que formar parte por conveniencia social. No me excluía de los juicios duros, no me restaba al lenguaje soez, por el contrario, aunque con cierta vergüenza me adherí al ejército escatológico, a la adoración de divinidades obscenas, a los propugnadores del coito bestial. En silencio, dudaba de estas prácticas, en soledad la lectura me redimía de tales pecados. La literatura me ofrecía la redención y me hacía saber de un mundo más complejo, más excitante, donde la piel podía arder al compás de la imaginación en el campo de batalla de Eros y Thanatos.

Por fin llegó a mis manos temblorosas una buena edición - quiero decir una edición no pacata - de Las Mil y una Noches, frente a cuyos encantos caí embelesado, embrujado por la fábula de un mundo donde convivían magos, princesas de formas opulentas, ogros brutales, aves gigantescas y demonios carniceros, héroes indomables y hermosos. Soñé dormido y despierto - perturbado por esta lectura prohibida - con Scherazade narrando la trama interminable a Schahriar, domeñando su sed de sangre, derrotando su convicción sangrienta de desposar cada noche una mujer que no veía la luz del amanecer siguiente, para vengar la afrenta de una infidelidad pasada, pero vigente por el dolor engendrado. Me prosterné tempranamente ante ese libro maravilloso donde la sensualidad emergía a cada paso, en una mezcla extraña de realidad y fantasía, magia y materialidad, lucha por la supervivencia y goce carnal. Me sedujo a morir esa historia con otras historias que a su vez contienen otras, es como la metáfora de la posesión inteligente.

La lucha de Schahriar contra su curiosidad insaciable se opone a la venganza implacable y eterna, y abre espacio a Scherazade a la vida a lo largo de las mil y una noches, como metáfora del amor donde la inteligencia tiene un rol que desmiente el simple culto al sexo físicoculturista. El erotismo es por esencia inteligencia aplicada al cuerpo, y no simple carnalidad desatada; el erotismo sobre todo reside en la imaginación, en la búsqueda de lo nuevo, en la sorpresa más que en el rito. Eso me enseñó ese libro, antes de tiempo en opinión de mis padres que lo requisaron sin explicaciones, obligándome a desarrollar mi primera rebelión y a adoptar mi primer clandestinaje. Mis primeros sueños sexuales fueron con Scherazade, a quien imaginaba como una morena de ojos almendrados, senos despampanantes de aguzados pezones, labios eternamente húmedos, piernas largas y bien formadas, piel suave y tibia, y vulva ansiosa de recibirme a mí y a mis propias historias. Y en mi propia imaginación, potenciada por aquellas lecturas prohibidas, eyaculé mil y una veces adornando mis sábanas de manchas sospechosas y vergonzantes.

Con el tiempo llegaron las otras lecturas obligadas: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las novelas de Henry Miller, las historias de Bukowski el boca sucia, la fantasía inquietante de Norman Mailer, el frenesí intelectual de la poesía de Gonzalo Rojas, la sensualidad telúrica de Neruda, la lujuria mágica de García Márquez, el desborde de Jorge Amado… Todas ellas lecturas deliciosas, plenas de placer, donde el lenguaje juega un rol descollante como gatillador de la emoción amorosa, detonándola y desatando los engranajes de la imaginación, porque más que descripción pormenorizada lo que puede ser realmente incitante es la sugerencia.

Mi propia experiencia literaria con el erotismo y con el amor se materializan en diversas formas, desde algunos cuentos con momentos intensos donde más que arrastrar al lector por un sendero explícito prefiero optar por empujarlo a un vórtice de seducción imaginaria, hasta la novela que llamé precisamente Todo el amor en sus ojos, reuniendo bajo ese título un significante de amor por los demás, de entrega, al tiempo que de sensualidad un poco a ritmo de locura, que es como de verdad siento que debe ser la vida. Difícil me resulta distinguir entre las distintas formas del amor: la ternura, la solidaridad, el compañerismo, el encuentro de los cuerpos que se desean, todos forman parte de la diversidad que integra al ser humano en su dimensión maravillosa.

El lenguaje literario nos pone en contacto con otras épocas para descubrir que los problemas del ser humano son eternos y permanentes. El amor siempre seguirá siendo un protagonista permanente de la escritura, imperecedero como Penélope que hace y deshace su tejido sin perder la esperanza de reencontrarse con el esperado Ulises, sin desfallecer ante la insistencia ni ante la desesperanza. El amor que es también el erotismo, pero que no se reduce a éste, que asume mil formas que se encarnan en la literatura.

Una obra literaria asume corporeidad cuando un lector abre un libro y se pone en contacto con la sensibilidad del autor y recrea las imágenes y los significantes, los filtra a través de sus propias sensaciones y experiencias, interpreta, imagina y completa a partir de la sugerencia, conducido por las palabras de ese guía invisible y omnipresente que es el escritor. El texto es revivido y convocado cada vez que un lector abre el libro, en el intertanto no existe, es apenas un objeto cuya existencia material no determina nada. La lectura otorga nueva vida, por un instante se produce una suerte de encarnación a través del vínculo autor-lector, un espacio donde ambos crean e imaginan unidos por enlaces tan tenues como firmes, tan sutiles como vigorosos, y generan algo nuevo, único, irrepetible, que además puede establecer hondas raíces en una persona. Así es como uno va recogiendo frases, sensaciones, imágenes de esas historias y esos personajes de ficción que adquieren una realidad incluso más real que aquella en que vivimos.

En la lectura y en la escritura está implícito el amor en el sentido de ser otros, de vivir otras vidas con profundidad, no con la mera mirada superficial. Está implícito el respeto ante los demás, el hecho de maravillarse ante cada existencia particular como resultado de una experiencia original, construida a partir de miles, millones de hechos, sensaciones, momentos. Al leer y al escribir uno invade otros campos, otras personas, tenemos por un instante la capacidad de mirar a otros, incluso hasta la posibilidad de aproximarse tanto que se llegue a sentir ser ellos, es el voyeurismo más pleno en acción, una suma de todas las formas de amor juntas: erotismo, solidaridad, amistad, compañerismo, ternura, caricia, fraternidad, devoción, sensualidad.

Chejov, maravilloso autor de atmósferas subyugantes, expresó que "la literatura era su amante". Me adhiero a ese concepto, fue mi primera amante y adivino también que será la última. Sin olvidarse que el tramo entre la primera y la última ha de ser alimentado de otras pasiones. Schahriar nos escucha, Scherazade nos narra. Somos el uno o el otro, unidos en el eterno círculo que nos separa de la muerte postergada con cada historia, somos el sueño de alguien que nos relata o somos los constructores del sueño. Termino con el cuento de veinticuatro siglos de Chuang Tzu, que viene a ser la mejor representación de lo dicho: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Diego Muñoz Valenzuela

El intríngulis de la creación

El intríngulis de la creación

En tiempos remotos, cuando ciertos hombres –pocos, por cierto–, mejor preparados que la mayoría, se empeñaron en adaptar esa mayoría a las exigencias que toda sociedad demanda,  se enfrentaron con una cruda realidad: el hombre no estaba preparado para vivir en comunidad.  Era (y sigue siéndolo) díscolo, malo, perverso, egoísta (“más conozco al hombre, más quiero a mi perro”), pero dichosamente ingenuo y crédulo.  Entonces aquellos carismáticos líderes (apóstoles) se dijeron: ¿Cómo hacer para que el hombre respete al hombre, logre la convivencia y disfrute los beneficios propios del trabajo comunitario?  Pues aprovechemos su propia ignorancia y credulidad  – dijeron entre sí –, convenzámoslo de que hay un dios omnisciente que castigará con el infierno a todo aquel que quebrante las leyes básicas de la convivencia (mandamientos) y que, por el contrario, premiará con la vida eterna (cielo) a quien las respete íntegramente.  Claro, para evitar conjeturas, digámosle que quien castiga es el diablo (nombre dado a Dios por puro eufemismo cuando de castigos se trata) y quien premia es Dios.  Así convenceremos a esos bárbaros y perversos ignorantes pues, en su egoísmo, no pueden aceptar la certidumbre de su inexorable muerte (como si fuesen diferentes del resto de las especies) y, por otra parte, aceptarán crédulos, en su ignorancia, la idea de que un ser supremo es la respuesta a la interrogante irresoluta: el origen de todas las cosas.  Y para venderle fácil esta idea (mercadeo a ultranza), digámosle que él mismo fue hecho a imagen y semejanza de ese ser sobrenatural.  De esta forma mataremos varios pájaros de un tiro: logramos el respeto entre los hombres y no tenemos que devanarnos los sesos buscando respuestas que nosotros mismos ignoramos. ¿Quién hizo la vida?, pues Dios... y punto.

Todo aquello fue ampliamente discutido, aprobado y escrito – con el rimbombante nombre de Sagradas Escrituras –para que nunca se olvidara.

Y, en efecto, aunque a duras penas, el hombre se adaptó mejor y empezó, paulatinamente, a prosperar (veleidades del consumismo) gracias a los conceptos – al principio muy rudimentarios –  de la vida comunitaria (comunismo, capitalismo, cooperativismo, sindicalismo, solidarismo, hermandades, comunas, industrialización, ajuste estructural, planeamiento estratégico, administración por objetivos, círculos de calidad, globalización, etc., etc.).  Para ello, por supuesto, los apóstoles se tiraron a la calle (adoctrinamiento); pero luego, ante las mayores exigencias de la vida urbana, tuvieron que hacerse maestros.  Mas, poco tiempo después, aquella preparación fue insuficiente y entonces crearon universidades (al principio públicas; después privadas en función del lucro desmedido de los hombres mismos) para preparar licenciados, luego doctores, después “masteres”, últimamente PHD (¿qué vendrá después cuando la mayoría alcance este nivel?).  Es que la especialización cada vez es más específica (empero, “un generalista es alguien que sabe muy poco de todo y un especialista, en cambio, sabe mucho de muy poco”).

Pero, retomando el hilo desovillado, los apóstoles se regocijaron con la idea de su Dios, idea que resultó eficaz y eficiente... por lo menos hasta que la gente, por su propia convicción y a pesar de las mundanas instancias judiciales – burocráticas, lentas y benévolas, como algunas salas constitucionales latinoamericanas – , empezó a respetar los derechos ajenos para que le respetaran los suyos y no por atrición.  Aquí los apóstoles y sus secuaces hicieron una encerrona: les preocupó sobremanera que la moral del ateo fuese más sólida y sincera que la del creyente, pues la de este estaba condicionada a la peregrina esperanza de una vida eterna.  Su preocupación llegó al extremo cuando, en las postrimerías del siglo veinte (ese que no termina sino hasta el 31 de diciembre del año 2000), uno de aquellos apóstoles  – octogenario probo y sincero –   confesó con humildad que, en efecto, lo del cielo e infierno había sido una patraña.  Esto decepcionó a más de un feligrés, fundamentalmente a quienes habían aceptado a pie juntillas el precepto religioso.  Los mismos que, durante cientos de años, hicieron el bien (solo a algunos y, aún así, con mucha hipocresía) para evitar el infierno y para trascender a la vida eterna.  Eran los mismos que, cual dioses omniscientes, condenaban al adúltero (mientras deseaban a la mujer del prójimo), a las prostitutas (mientras las llevaban con sigilo a los moteles), a la pornografía (mientras se deleitaban con películas de no sé cuántas x), a la que abortaba (pero si el hijo de esta nacía, le encaramaban motes ofensivos – patae’banco – o identificaban discriminatoriamente – bastardo, hijo espurio, hijo natural –  pues había nacido al margen de sus convencionales instituciones), al ladrón (mientras dejaban de pagar sus propios impuestos), al asesino mientras condecoraban a sus hijos que, en ultramarinas guerras injustificadas, habían dado muerte a chinitos arroceros y a musulmanes patrioteros), al déspota agresor (mientras suscribía bloqueos comerciales en perjuicio de un pueblo hermano por no compartir su ideología), a la tiranía (cuando esta era de izquierda)...  Eran los mismos cuyos líderes religiosos, comprometidos con principios solidarios, gozaban de exoneraciones de impuestos, exhibían exclusivos anillos y remodelaban sus templos con fastuosidad mundana.  Eran, en fin, los mismos que exudaban incondicional amor al prójimo (mientras, en las fiestas con sus amigos, hacían chistes sobre negros e inmigrantes refugiados, chistes que sus beatas esposas reían estrepitosamente).  Sí, de momento se desilusionaron, pero pronto reafirmaron sus convenientes convicciones en vista de la bondad del dogma de la confesión (“borrón y cuenta nueva”).

Comoquiera, ya era demasiado tarde...  La mayoría comprendió que, por siglos, había sido víctima de su propia estulticia y empezaron a rebelarse.  Solo entonces comprendieron que había sido una arrogancia considerarse el centro de la creación, que había sido una ingenuidad adorar iconos pintarrajeados, que había sido una injusticia irrespetar a su prójimo, que había sido una estupidez desdeñar el proceso evolutivo, que había sido una ridícula prepotencia considerarse hecho a imagen y semejanza de su Dios, que había sido... el hazmerreír de otras culturas extraterrenas.

Entonces, ¿no es divina la creación?  Bueno – y esto es un buen corolario –, si el hombre fuese imperfecto, como en realidad lo es, sería decepcionante atribuirle su responsabilidad a Dios.  Si Dios lo hizo así a propósito, para juzgar su libre albedrío, sería injusto cuestionarle a alguien su incredulidad.  Si Dios hizo al mundo y a las especies, habría sido un desperdicio injustificado el haber consentido que los dinosaurios reinaran durante un tiempo mucho mayor que el que ha reinado el hombre (por lo menos hasta ahora).  Si Dios hizo el universo tan complejo, sería ingenuo considerar que no haya vida en otros planetas, en otras galaxias.  Si hay vida extraterrena, sería vanidoso e ilógico suponerla idéntica a la nuestra.  Si existen otros seres inteligentes diferentes al hombre, sería ridículo suponer que su idea de Dios sea la misma nuestra (¿no que también ellos fueron hechos a su imagen y semejanza?)  Pero, fundamental, ¿qué es Dios?  Pues este es el quid y no el carácter divino de la creación.  Dios podrá ser solo una idea fabulosa del hombre y, aún así, la creación sería siempre divina en función de nuestra propia ignorancia... al menos hasta que alguien, fehacientemente, dilucide el origen del universo.  Para entonces la evolución habrá sustituido al hombre como rector de la vida terrestre y ya será otra especie la que se atribuya su semejanza con un Dios muy diferente al que concibieron los humanos.
 

Adrián Rodríguez Solórzano

Obsesión fatal

Obsesión fatal

Aceptó, como única alternativa, que el matrimonio solucionaría el enfermizo problema de su dominante madre. Ella la seguía por todas partes como lo hace el perro guardián con su amo. Sentía en su enjuto cuerpo la viscosa presencia de esos ojos que la trastornaban por completo. Acosada siempre por esa inmensa mirada, le resultaba imposible la búsqueda de un espacio apropiado para ocultarse de esa inquisidora guardiana. Ahora, pensaba, al término de sus estudios de normalista, que encontraría su ansiada libertad.

Pero todo se desvaneció el mismo día de su graduación. Allí estaban, fijos en su rostro, esos ojos escrutadores, aniquilantes. Sin embargo, la buena estrella anduvo siempre a su lado. A los pocos meses de recibir el cartón que la acreditaba como maestra, el gobierno departamental la vinculó como profesora de tiempo completo en un destacado colegio de bachillerato de la ciudad. No obstante, su vida interior crecía en desasosiego, en desesperación. Sentía que su espacio vital íntimo era violentado por esos profundos y martirizantes ojos malignos de la madre.

Desesperada, buscó refugio en la universidad. Allí cursó estudios superiores en Administración Educativa. Cuatro años de intensos desvelos. Cuatro largos años de ausencias y escapatorias. Pero nada atenuaba la urticante inquisitoria de aquellos ojos. Recostada en su cama, pensaba en el suicidio como la respuesta más expedita para darle un final feliz a su problema.

Una mañana de junio, de resplandeciente sol, apareció él. La angustiosa desesperación precipitó los acontecimientos. La boda se celebró a los pocos meses de noviazgo. Fijaron su residencia en otro municipio del departamento. Sin embargo, la distancia y su nuevo estado de mujer casada, en nada cambió su tormentoso mundo interior. El cerco de los celos de la madre la asfixiaban hasta el colmo de la desesperación, del fastidio.

Justo a los dos años llegó el fruto de la rutina conyugal. Pero Helena no sufrió cambio alguno en su interioridad. Allí seguía agazapado ese angustioso sentimiento de dolor, desdicha y sufrimiento. La madre, con el pretexto del nieto, aprovechaba toda ocasión para acercarse a su idolatrada hija. Preguntas, comentarios, observaciones, todo cuanto pudiera dibujar un cuadro de las actividades de su niña mimada. El nieto crecía inocentemente. Helena, mientras tanto, buscaba refugio en las juergas de los viernes culturales organizados por sus colegas. Pronto estallaría lo predecible.

Una noche, mientras cenaban, Helena miraba fijamente a Marcos, su esposo, quien se sentía incómodo. Él ya presagiaba la tormenta. Sus relaciones íntimas no funcionaban desde hacía mucho tiempo. Así permanecieron largos minutos. Silenciosos, abstraídos. Ella rompió la tensión del momento. Con voz segura, le manifestó que no la tocase más ni le insinuara nada que tuviera que ver con la palabra sexo porque sentía asco y hastío. Él, con exasperante sumisión, asintió mudamente con una inclinación de cabeza.

En la ciudad, Helena compartía un pequeño apartamento con otro hombre que la satisfacía como mujer. Las relaciones con Sergio comenzaron una noche de angustia y desenfreno etílico. Él llegó hasta ella, se sentó y pidió de beber. Charlaron y bailaron toda la noche. Ella, por los efectos del licor, soltó las bridas de su lengua. Él la escuchaba con suma atención.

Pasó el tiempo. Helena abandonó su barra de amigos. Sólo Sergio la colmaba de mimos y caricias. Desde entonces, su mente había bloqueado la presencia de los ojos de la madre. Ahora, disfrutaba hasta el éxtasis el placer del dolor y el goce de la carne.

Aquella mañana despertó intranquila por la tormentosa pesadilla de un sueño terrorífico. Se levantó y corrió como loca hacia el aposento de su esposo. Pero, como siempre, había madrugado a sacar su taxi del garaje. El presentimiento desapareció como por encanto. Tomó un refrescante baño y desayunó. Organizó su material de trabajo. Minutos más tarde, ya para salir con rumbo a sus labores, recibió la fatídica noticia. Marcos había sido asesinado cuando intentaron robarle su automotor.

Permaneció impertérrita. Cerró la puerta de su casa y se dirigió a la morgue. Allí reconoció el cadáver de su esposo. Adelantó todas las diligencias necesarias para el sepelio. Una vez más, sintió ese desasosiego irritante que recorría todo su cuerpo.

En los oficios fúnebres, soportó estoicamente la acusadora mirada de su madre que la contemplaba desde lejos. Ni antes ni después de la ceremonia se cruzaron palabra alguna. Pero ella percibía en su interior el desprecio que destilaba su progenitora. Terminado el ritual, dirigió sus pasos hacia su nido de amor.

Se tiró en la cama. Quiso llorar pero sus ojos se rebelaron. Repasó mentalmente todos y cada uno de los actos de su vida de soltera y de casada. Se levantó y escanció una copa de whisky. Sorbió con fruición el embriagante licor. Encendió un cigarrillo. Distraídamente miraba cómo las volutas de humo danzaban al ritmo de la tenue y cálida brisa que se filtraba por una de las ventanas del apartamento. El reloj marcaba las ocho de la noche. De pronto, escuchó el sonido de una llave en la cerradura de la puerta.

Era él, con su rostro recién afeitado, su boca sensual, su copioso bigote, su nariz aguileña, sus ojos de miel y su ensortijada cabellera. Como jalonada por un invisible resorte, se lanzó a sus brazos. Buscó ávidamente su boca y desahogó en ella toda la fuerza volcánica de su dolor. Sergió extrañó este comportamiento. Luego, ella le contó serenamente lo que había ocurrido en este trágico día. Hubo un momento de prolongado silencio. Mudamente se dirigieron a la cama. Fue una noche de desenfrenos y desinhibiciones sexuales.

El tiempo continuó su inexorable marcha. La gran ciudad no alteró su ritmo de vida. Helena reanudó su rutinaria labor. Su pasión por Sergio crecía cada minuto de su vida. Pero no podía apartar la mirada de la madre. Imposible apartar esos ojos acusadores. Esos ojos fríos, metálicos. Helena quería correr, gritar, pero su cuerpo no obedecía en absoluto la orden de su cerebro.

Una tarde, en su apartamento de placer, después de una refrescante ducha, una extraña llamada telefónica la trastornó por completo. Sus ojos, estériles para el llanto, lanzaban llamas de ira y de dolor. Sus manos tiraban con fuerza de sus cabellos rubios. Daba vueltas y vueltas en el estrecho espacio de su dormitorio. Lenta, muy lentamente, recobró la calma.

Tomó la botella de whisky y se sirvió un vaso lleno. Bebió todo su contenido de un solo trago. Repitió la acción, dos... tres... muchas veces sin parar. Y rodó por el suelo, totalmente ebria. El sonido de unas lejanas campanas la trajeron de nuevo a la realidad. Recordó la llamada. ¿Por qué? -gimoteaba entrecortadamente-.

Afuera, llovía torrencialmente con rayos y truenos espantosos. Trabajosamente se levantó del piso. Trastabillando, tomó la botella de whisky y se dejó caer en la cama. Buscó bajo la almohada. Allí estaba, fría y silenciosa. Empinó la botella y tomó un largo trago. Pensó mucho rato en su decisión. No encontraba explicaciones válidas para que todo hubiera terminado en esa forma. ¡Sergio acribillado a balas en un operativo de la policía!

Levantó nuevamente la botella de whisky... y... ¡Horror! En el fondo, allá, en lo más profundo...estaban ellos. Eran los ojos de su madre. Fuera de sí, tomó el revólver... Un estruendoso trueno acalló la mortal detonación.

Napoleón Mejía Ríos

Frida Kahlo

Atrapada en su cuerpo
esparce tristezas sobre lona
y se convierten en pájaros floridos.

Niña, siempre niña
llena de promesas de tierra adentro:
azul y concha marina
para su barco escondido.

Clara Valverde

Plagiario descubierto

Plagiario descubierto

Lo cuenta Juan Gelman: "Una vez me pasó algo genial. Estaba con Mario Benedetti y Daniel Viglietti haciendo un reportaje en una radio. Había chicas y muchachos entre el público. Mario leyó un poema, luego yo leí un poema de amor. Cuando terminó la grabación, una chica que estaba allí se me acercó y me dijo: "¿Ese poema es suyo?", le digo: "Sí". Me dice: "¡Hijo de puta!". Le digo: "Mire, yo sé que no es muy bueno, pero soy una buena persona". Ella dice: "No, no lo digo por usted, estoy hablando de un novio que tuve, que me mintió diciendo que lo había escrito él".