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El otro lado de la línea

El otro lado de la línea Al otro lado de esta línea estás tú, aunque yo no te vea: un renglón es un horizonte. Nada termina ahí. Extiendo mi brazo delante de mí y, con una uña afilada, abro la línea donde termina el mar y rasgo el azul. Sigue el mar.

Algunas palabras son tatuajes en los ojos. No terminan al dejar de leer. Yo sé que estás ahí. Gracias J. Nada hay tan pretencioso como un punto y final. Éste que viene ahora, por ejemplo, cree que con él terminará todo. Tu y yo sabemos que no será así.

Ergaster

Carta imposible a Adolfo

Carta imposible a Adolfo Adolfo:

Más de media vida llevamos juntos y, sin embargo, atendiendo a los últimos tiempos en que la apatía ha degradado aquel sentimiento eterno a un contrato vitalicio que tú y yo decoramos con buenos modales, podríamos concluir en que cada día que transcurre es un témpano de hielo que se incorpora al ya grueso muro de nuestro recíproco distanciamiento, tan espeso que no sólo nos ha arrebatado las ganas de atravesarlo para de nuevo encontrarnos uno en el otro, sino que incluso nos ha secuestrado el coraje para referirnos a él.

No es hora ya de buscar culpabilidades en este desaguisado, pues si lo hiciéramos seguro que nos encontraríamos enfrentados uno al otro con la mano en forma de pistola apuntando al contrario y, además, estoy convencida de que ninguno de los dos sentimos odio, rencor o afán de revancha por cuestiones que ahora, conforme pardean los colores del arco iris de cada cual, se tornan más y más irrelevantes. No es hora de atormentarnos en todo lo que pudo haber sido y no fue, o en lo que fue y no debió haber sucedido, ni de buscar en el fondo de nuestro desgastado baúl de las segundas oportunidades una nueva esperanza para esta convivencia de muerta paz que nos niega el derecho a volver a tomar parte en la ruleta del amor.

Adolfo, hemos de ser valientes para el dolor de escapar de este cloroformo que nos aisla de la esperanza, que en cada vuelta de reloj nos estrangula contra el silencio, contra la rutina, contra la mortaja que tenemos que abrir para, dignamente, enterrar este cadáver de incomunicación que nos está devorando a los dos, que en su imparable avanzar por los arabescos de la melancolía, terminará por hacernos olvidar los hermosos momentos en que tú y yo fuimos todo aquello que bien merecimos vivir y cuya memoria no podemos profanar cubriéndola de sucia hojarasca embarrada. Porque eso, Adolfo, sería negar que estuvimos vivos, que engendramos raudales de pasión y ternura para intercambiar sin fecha ni horario, para alimentar nuestra complicidad, para amortiguar los fracasos, para celebrar los triunfos, para creer y crecer uno en el otro...

Te escribo desde el amor Adolfo, aunque no puedo garantizarte por cuántas semanas más me será posible hacerlo. Te escribo antes de que la amargazón me gane la partida, antes de que me visite el pesimismo, antes de que los caprichos de la menopausia y los tópicos adheridos a este vocablo vengan a hincarme la espuela de su bandera. Te escribo porque el papel ha de ser el mensajero que hable por mí, el mediador que te plantee en mi nombre todo esto que tantas veces, apenas he esbozado una insinuación, me has obligado a callar, refugiándote en tu elegido silencio -y yo en el mío impuesto por tí-, como exquisito y cortés final a una conversación que, repetitivamente, no llegaba ni a nacer.

Vegetamos como si estuviéramos condenados a una perpetuidad que nos lastra los impulsos, como si fuéramos cangilones de la dictadura de un destino donde todo hubiera sido fijado de antemano. Pero la libertad hace ya mucho que golpea a nuestra puerta, Adolfo, y cuanto más sordos nos fingimos, con más calor redobla su latido multiplicándolo en una espiral que puede enloquecernos, que nos está aislando de participar plenamente de todo lo que nos rodea, de las páginas de nuestra historia que nos corresponden, de las sensaciones, de las sorpresas que en el amplio abanico que se extiende entre lo positivo y lo negativo, aguardan para tí y para mí.

Te quiero Adolfo, te quiero por lo que fuiste, por lo que ya no eres, por lo que puedes volver a ser en esta etapa que comenzamos por separado. Te quiero en esta carta de amor ya imposible, te quiero desde el respeto a las circunstancias que a partir de ahora decoren tu alma, desde lo que ya no se repetirá entre nosotros, desde la última ocasión ya olvidada en que nos amamos, desde aquella juventud que no renacerá hasta que no soltemos amarras, hasta que no recuperemos la valentía para luchar por la felicidad.

Se acabó el amor, Adolfo y para ninguno de los dos resultará fácil llenar el vacío que su ausencia deja en la trastienda, pero nada es tan letal como este morir sin fin en esta agonía de respiración asistida e interminable encefalograma plano. Sonriamos a la verdad, Adolfo, pongamos pie en el estribo y preservemos inmaculado el bagaje de lo mucho que nos quisimos y que ahora, cuando se baja el telón, cuando ya no restan más escenas en común para nosotros, yo deseo culminar con un apretado abrazo, como colofón de todo aquello tan grande y tan hermoso que un día ya bastante lejano existió entre los dos.

Francisca

Mª Victoria Trigo

Un cuento de amor

Un cuento de amor Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió.

Marcial Fernández

Navidad en los Territorios Ocupados

Navidad en los Territorios Ocupados La aldea estaba ocupada, las tiendas cerradas, las oficinas de asistencia social bombardeadas, su propio hogar en ruinas y José sin trabajo. Nadie tenía suficiente dinero para contratar a un carpintero. Y aunque lo hubieran tenido, los ocupantes no permitían ni nuevas construcciones ni reparaciones, ni siquiera poseer materiales de construcción.

Cuando María salió al alba, el aire gélido le mordió la piel y se envolvió estrechamente el cuello y las mejillas con su chal. Fue al pozo y llenó su cubo con agua. Le costó agacharse, su voluminoso abdomen era un obstáculo. Toda la noche había tenido espasmos y sabía que el momento decisivo se acercaba. Habían tratado de encontrar un sitio donde estar, pero sus parientes vivían en la aldea vecina, en un sitio llamado Belén. Los caminos principales estaban bloqueados por tanques y vehículos blindados, con soldados armados de fusiles automáticos.

José se lavó la cara y le ayudó a acostarse sobre la frazada que cubría el piso de tierra de su tienda de campaña improvisada. Le pasó su mano callosa por los cabellos y le dio unas cariñosas palmaditas en el estómago. María sonrió, a pesar de su malestar. Era sólo una muchacha, de unos dieciocho o diecinueve años, más joven que el barbudo José.

-Hablé con Sami, el pastor. Acepta llevarnos por los senderos a Belén esta noche. José empaquetó sus pocas pertenencias. A medianoche, María montó el burro, José cargó sus cosas y Sami los guió por los campos. Cada paso por el rocoso sendero por el que ascendían, era una cuchillada en las entrañas y piernas de María.

Al aproximarse a Belén vieron una potente luz que escudriñaba las afueras de la ciudad. Sami les señaló una reja en el perímetro:

-Hay un espacio entre la reja y las rocas y pueden irse por ahí, pero tienen que abandonar el burro.

-¿Abandonar el burro...? ¡Jamás! -José lo miró con desconfianza.

Sami se sintió ofendido por las sospechas de José:

-¡Entonces van a tener que pasar por el puesto de control israelí! Yo los dejo aquí. Que Dios los acompañe.

José miró a su alrededor. María dormitaba. Condujo el burro por la ladera del cerro hasta la ruta principal. La luz los encandiló. Una voz fuerte, áspera resonó por un altavoz:

-¡Deténganse o disparamos! ¡Ahora mismo!

-¡Desmonten, tiren su bolsa y levanten las manos! ¡Rápido, o disparamos! -ladró la voz invisible.

José colocó su bolsa en el suelo y ayudó a desmontar a María. Sus movimientos eran torpes. Estaba semidormida y muy asustada.

-¡Avancen con las manos en alto, especialmente tú, el árabe gordo!

María, con sus brazos bien arriba, sintió de repente que tenía que orinar, mitigar la presión en su pesada barriga.

Cuando un soldado le ordenó a José que avanzara, gritando, "Ponte las manos arriba de la cabeza!," María se sintió abandonada.

Le ordenaron que avanzara, lentamente. Los soldados acariciaban los gatillos de sus Uzis, apuntando a su cabeza y su abdomen.

-¡Abre tu abrigo y levántate el vestido! -gritó una voz oculta por la oscuridad. Hubo una pausa. Sólo José la había visto desnuda. Alzó su vestido.

Un soldado apuntó sus binoculares hacia su abdomen.

-No hay bombas... sólo grasa o una barriga cargada de bebé.

Pasó los binoculares a su jefe. Éste miró y gritó furioso:

-¡Levántate esa enagua, no te vengas a hacer la virgen con nosotros!

María estaba confundida, su cara enrojecida. Levantó su enagua y una linterna alumbró su inmenso abdomen que colgaba por sobre sus bragas.

-¡Quiero verlo todo, puta árabe de mierda, podrías esconder algo entre tus piernas fuera del pijo de tu marido!

María hubiera preferido morir al bajarse los calzones. La luz alumbró su oscuro púbico.

-¡Date vuelta!

Se dio vuelta,

-¡Ahora vístete! ¡Y tú, el de la barba, levántate!

Dos soldados se le acercaron e hicieron señas a María para que avanzara.

María y José fueron interrogados durante varias horas. Que de dónde venían, que por qué se habían ido, que por qué su casa había sido destruida.

-¡Tienen que haber hecho algo! -lanzó el oficial israelí -dónde iban, por qué viajaban de noche y por senderos perdidos, con quién se iban a quedar, por cuánto tiempo, y sobre todo su relación con la Autoridad Palestina, Hamás, Yihád, el FPLP. Cada respuesta directa y simple provocaba muecas sospechosas.

María sentía que las contracciones se hacían más y más frecuentes. Sus pies estaban entumecidos de frío. José, un carpintero con poca educación que jamás había pertenecido a alguna organización, y María, que nunca había expresado una opinión política, estaban totalmente confundidos.

El oficial apuntó con su pulgar al abdomen de María:

-Otro subversivo. Ustedes los terroristas se reproducen como conejos.

María apretó los dientes. Una contracción violenta y prolongada atravesó su cuerpo. Los oficiales israelíes se consultaron.

-Está claro que son agentes. Soltémoslos y los seguimos hasta llegar a sus jefes.

El oficial superior les dijo que pasaran.

Aún era oscuro cuando entraron a Belén y María apenas podía continuar por las contracciones. José estaba desorientado. No podía encontrar ni la calle ni la casa. No había nadie en la calle, por el toque de queda. El burro sacudió su hocico y los llevó a un establo en el que algunas cabras y ovejas yacían en el heno. José ayudó a acostarse a María y ella se recostó con la cabeza apoyada en un fardo de heno. El burro comenzó a mordisquear la paja.

María estaba en pleno trabajo de parto y se le escapó un grito por entre sus dientes apretados. José le ayudó lo mejor que podía. Milagrosamente, un bebé nació y comenzó a gritar de inmediato. Se encendió una luz, los dueños salieron. Una pareja palestina. La mujer limpió el bebé y cubrió a María con unas mantas.

La casa estaba repleta de parientes que habían huido de Nablus y Ramala para evitar los mísiles israelíes. Se encontraban entre palestinos cristianos de Belén, seguramente sería más seguro.

A la noche siguiente, una resplandeciente estrella brilló en el firmamento y los Tres Reyes, que venían de ultramar, pasaron los puestos de control israelíes sin que los vieran, protegidos por el Señor -pensaban. Y llegaron al establo que albergaba al recién nacido, llamado Jesús, y le llevaron regalos y se arrodillaron ante su Salvador que dormía en un pesebre improvisado hecho por José.

De repente hubo gritos y culatas de fusiles que destrozaban las puertas y rompían los cristales. Un helicóptero pasó rugiente y de pronto hubo una explosión, y el establo estalló. Brazos, piernas, cabezas de ovejas, piernas de cabras, torsos humanos y la cabeza de un bebé, volaron hacia el oscuro cielo aterciopelado.

La radio israelí anunció que tres terroristas árabes sospechosos, huyendo de Afganistán, habían sido muertos en un escondite en Belén, después de cruzar la frontera. El gobierno israelí se disculpó por toda muerte de civiles. Los medios estadounidenses repitieron la historia, mientras Washington felicitaba al gobierno israelí por su papel en la lucha contra el terrorismo internacional. Jesús vivió un solo día.

James Petras

Un camino al poniente

Un camino al poniente Carlos Rivera conducía por la Ruta 11 hacia el norte, aquella calurosa tarde de diciembre de 1980, y su ansiedad corría más que su coche, viajando hacia Asunción. Por cuestiones de trabajo, en el otoño pasado había estado unos días en la capital paraguaya... y allí conoció a María Teresa.

Le agradaban las mujeres que tenían resabios de raza india en la sangre ardiente, en la piel morena, en el cabello lacio muy negro, y en el corazón noble. Y la paraguayita de Villa Rica que estudiaba en Asunción, tenía esos atributos.

Desde chico, Carlos decía que se casaría con una mujer que cantara... y María Teresa cantaba; por eso, mirando el camino que la luna dibujaba sobre el río Paraguay, escuchó guaranias que junto a la emoción de un beso inolvidable, le llenaron el alma. Pero tuvo que volver a Rosario, y al despedirse, dejó temblando en el corazón de su enamorada, la solemne promesa del regreso.

Se escribieron frecuentemente. Carlos sabía que el romance epistolar no podía durar indefinidamente, de manera que en la última carta, le contó su intención de casarse para fin de año; María Teresa le contestó que sí, que fuera a buscarla. Y ahora, Carlos Rivera iba para Asunción, llevando en los labios la polca que ella le enseñó, una sonrisa, y un dulce recuerdo...

Habiendo dejado atrás Las Toscas, un camino pavimentado que nacía a la izquierda de la Ruta 11, y un pequeño cartel indicador, llamaron su atención: VILLA GUILLERMINA 22 K, decía el humilde señalador. ¡Villa Guillermina!, la de la canción, lo invitaba con rara elocuencia... No queriendo ignorar el llamado, tomó decidido ese camino que llevaba al poniente...

Talas, algunos algarrobos y antiguos quebrachos sobrevivientes de un conocido ayer, seguían hablando el idioma común del agreste panorama de la "cuña boscosa". En cualquier momento debía aparecer el arroyo Los Amores, y así fue... El sol se incendiaba en el oeste dorando el apacible curso, y con las palmeras de la ribera, inventaba un paisaje tropical en ese paraje del norte de Santa Fe.

Despues de unos instantes de contemplación, prosiguió la marcha y enseguida llegó: Ahí estaba... esa era Villa Guillermina; testigo del pasado casi legendario de la tristemente célebre "Forestal". Como un signo distintivo, apareció a la derecha la postal inconfundible de la "maderera". Fue andando y desandando las tranquilas calles del pueblo. Por su acogedora quietud, por el techo rojo de sus típicas construcciones de estilo europeo, por el pausado andar de quienes transitaban las veredas, el tiempo parecía detenido en ese rincón del Chaco Santafecino.

Ya dispuesto a regresar, vio a dos mujeres en la puerta de una casa. La chica que hablaba con una señora mayor, lo impresionó inesperadamente... Detuvo el auto, se bajó resueltamente, y utilizó su condición de forastero como pretexto para entablar un amable diálogo.

-¡Viste Cristina!, -comentó la mujer de más edad-, no siempre una persona de "afuera" se interesa por nuestras cosas.

-Es verdad, ¿de dónde es usted señor?

-Yo soy de Rosario.

-¿Y vuelve para allá?

-No Cristina, voy... a Formosa... por negocios -mintió.

¿Por qué no dijo la verdad? ¿Por qué pronunció su nombre con sensualidad? ¿Qué estaba sucediendo? Sí, Cristina era hermosa, tenía el cabello azabache muy largo; era delgada, de piel tersa y morena, pero... ¿y María Teresa?

Siguieron conversando unos minutos más, hasta que Cristina explicó su necesidad de irse.

-Hasta mañana Inés; que tenga usted buen viaje señor -dijo ceremoniosamente. El le contestó con un sugestivo "hasta luego", y se despidió apresuradamente de la señora; es que ya el impulso, dominaba a la razón...

Cristina caminaba despacio; el vestido blanco se balanceaba graciosamente y su pelo lacio, incomparablemente sedoso, jugaba con la brisa que llegaba del sur prometiendo frescura. Carlos la siguió sabiendo que no iba tras un juego inocente o una aventura fugaz; llevaba una determinación sustentada en un sentimiento nacido insólitamente. La alcanzó y siguió caminando junto a ella, que no pareció sorprenderse...

-Decime Cristina, ¿cómo hacés para ser tan linda?

-Yo no hago nada señor... ¡me hicieron linda!

La inmodesta contestación, dicha con un candor conmovedor como nunca había percibido en otras mujeres, lo dejó sin palabras por unos segundos; las reemplazó por su mejor sonrisa y la tomó de la mano. Fue el contacto elemental; el primer encuentro de dos manos ansiosas. Después de unos segundos él reinició la charla.

-Podés tutearme Cristina.

-De acuerdo, ¿cómo te llamás?

-Carlos... -dijo él, y a su vez preguntó- ¿Vivís aquí?

-No, mi casa queda como a un kilómetro del puente, para el lado de "la 11".

Así, hablando de cosas propias de dos personas que recién se conocen, llegaron al puente sobre "Los Amores".

-Bueno Carlos, me voy, espero que tengas buen...

La interrumpió abrazándola tiernamente; la agonizante claridad le bastaba para contemplar su mirada cautivante. Sus labios se aproximaron tanto, que el beso aleteaba dispuesto a volar... pero ella le cortó las alas con una sonrisa encantadora.

-Se te hace tarde y tenés que seguir para Formosa -le recordó con angelical picardía.

-No Cristina, no voy a viajar; pasaré la noche en el pueblo y mañana quiero que estemos juntos -dijo con tono imperativo y ansioso. La bella desconocida se desprendió suavemente y respondió con naturalidad.

-Está bien, ¿nos vemos aquí al medio día?

-Cómo no -asintió con fingida serenidad.

La lugareña bajó ágilmente hasta la costa. Alcanzó a verla corriendo como una chiquilla contenta, saltando los charcos y piedras de la orilla.

Volvió a la villa y alquiló una pieza. Luego cenó, y se acostó con su cansancio, su confusión, y sus sueños nuevos, porque un anhelo creciente desterraba a cualquier otro...

Se levantó inquieto... se arregló prolijamente y sin siquiera desayunar, se dirigió al puente presintiendo un día imborrable...

LLegó, bajó hasta el arroyo y entonces la vio. Estaba descalza, con una pollera corta y la blusa suelta; una cinta celeste le sujetaba el pelo. "Como una diosa escapada de una leyenda guaraní", se dijo, y repitió la pregunta secretamente, para sí: "¡Cómo hacés para ser tan linda!".

-¡Hola!, qué puntual -saludó la chica.

-Qué tal Cristina, vení, vamos a la sombra.

La tomó de la cintura y así fueron caminando hasta un frondoso algarrobo; una gruesa rama desgajada les sirvió de asiento.

En ese ámbito montaraz, Carlos le confesó lo que sentía. Cristina, con la mirada encendida y la boca entreabierta, lo incitaba a besarla. Respondiendo a ese ruego callado y sublime, fue acercando sus labios para anidar en los de ella un beso primoroso... que se iría transformando hasta alcanzar la intensidad de todos los besos de amor.

Cristina parecía subyugada pero súbitamente, se separó y dijo angustiada.

-¡No por favor!... ¡No es posible!

-Pero... ¡por qué Cristina! ¡qué pasa! ¿Acaso no sos libre?

-Yo sí Carlos, pero vos no.

Sintió que un temor indescifrable lo cercaba; que se desvanecía esa ilusión modelada en pocas horas, tan grande, como impensable hasta el día anterior.

-¡Qué estás diciendo!, si yo soy absolutamente li...

-No... no sos libre -lo contradijo ella interrumpiéndolo-, María Teresa te está esperando en Asunción -agregó con desconcertante seguridad.

El se estremeció. ¡Qué era eso! ¿De dónde sacaba esas precisiones?

"Mi princesa india, ¿quién sos en realidad?", se preguntó; y se aferró a la única explicación posible: estaba soñando, ¡eso era una pesadilla!, y para despertar, se lastimó la mano con la rama de un espinillo; pero fue en vano; el arroyo, el puente, la sombra del algarrobo y ella... seguían allí.

Mareado y confuso, pudo ver que Cristina se hallaba extrañamente serena, mirándolo desde la belleza de sus ojos oscuros con inmensa ternura. Y le oyó agregar.

-Además hay otra cosa.

Pretendió preguntarle quién era, qué hacía, de dónde venía, pero sólo atinó a decir.

-¡Qué otra cosa!

-Que yo no sé cantar Carlos...

No fue una afirmación; no fue un detalle; fue la puñalada final que hizo girar el monte ante su vista.

Qué significaba esa impiadosa y certera adivinación; ¿era una mensajera diabólica?, o bajo su aspecto se ocultaba un duende de la selva que conocía hasta lo más recóndito de su vida. Aferrado a esa hipótesis fantasiosa, siguió escuchándola.

-Yo sé que van a ser felices.-aseguró apoyada en el viejo árbol.

La insondable muchacha tenía una expresión de infinita tristeza, y dos arroyitos tibios le mojaban la cara.

"Van a ser felices": Esa afirmación se parecía a una profecía. Entonces, supuso que se trataba de una gitana, vidente, y de extraordinaria percepción. Pero por fin, recuperada su lucidez, con profunda amargura y alivio descubrió que no le importaba quién era realmente. La pollera insinuante, el cabello largo, la boca prometedora, y esas lágrimas que le dejaban dos caminos húmedos en el rostro, ya nada representaban... ¡se había roto el hechizo!; se derrumbó con la rapidez conque comenzara; no la quería ni la odiaba.

Cristina seguía allí; síntesis silenciosa de pena y misterio. Por eso, en una actitud final de romanticismo, cortó unas berbenas rojas y levantándose con desaliento se las dio.

En tu pelo van a estar mejor -le dijo sin nombrarla. Cuando las recibió agradecida se rozaron las manos, y él no se conmovió... todo había terminado.

Retornó al camino y al llegar a la Ruta 11, no supo para donde ir. Unas garzas que levantaron vuelo como flechas blancas en el aire, le señalaron el rumbo: el del norte, el que llevaba a Asunción. Y comenzó a andar, acelerando instintivamente... Estaba confundido y arrepentido, pero fundamentalmente, avergonzado. Encendió el "stereo", y escuchó la frase de la canción que tendría eterna significación para él:

"¡Cómo olvidarte, Villa Guillermina!"

Ni el tiempo, ni la distancia, ni María Teresa, podrían borrar la turbadora recordación de ese acontecer inescrutable, ocurrido por haber tomado... un camino al poniente.

Edgardo Urraco

Noviembre

Noviembre Ella.

Una mañana más se levanta Noviembre, porque ella es Noviembre, sin nada que le empuje a hacerlo, cansada y apelmazada tras un sueño largo y repetitivo... Lleva un tiempo soñando con lo mismo, siempre lo mismo, que todo lo que pasa por su cabeza se soluciona o se complica... Pero resopla y sigue, es hora de lavarse la cara y vestirse, tiene que seguir.

Se viste sencilla y decidida, unos vaqueros, una camiseta, ese jersey con un 23 y una capucha que a pesar de resultar inútil tanto le gusta, su despertar es una canción de los Strokes cuando piensa que hoy todo va a ser diferente, pero acaba por apagarse poco a poco camino del autobús, porque mirando al suelo sólo ve sus zapatillas blancas, una delante de la otra y al revés, turnándose, siempre el mismo camino y el mismo ritmo... Quien la ve por la calle caminando pensativa, mirando al suelo, a ratos mirando hacia delante pero sin ver realmente, con esa eterna postura suya que sitúa sus manos en los bolsillos y sus piernas dando grandes y pausadas zancadas.

Su pelo, liso y castaño, y ella misma se calman dentro del autobús, con suerte se sienta, y con más suerte todavía lo hace junto a una ventana... Y se pierde mirando, ¿qué pensará mientras mira por la ventana? ahí está, la miro, está plácida, pálida, como si fuese inmune a todo en su pequeño asiento junto a la ventana, a veces mueve la mano como si tuviese una guitarra y tocase, otras se limita a ver como pasa la calle, le permite no pensar en cómo pasan las cosas en su "cada día", y a veces hasta sonríe... Ella es Noviembre y yo quiero ser Otoño... Ojalá supiese en qué está pensando.

Relega sus ojos al suelo cuando vuelve al sol, no puede, quiere pero el sol y alguna otra razón que no conozco no dejan que mire al frente y menos arriba, a lo mejor por eso resulta triste a veces su caminar, ¿Quién sabe?... Pero a mi no me importa, la miro y me parece armonía su mirada baja, sus manos en los bolsillos y sus pasos largos, tiene algo de magia que no tienen otras personas.

Y armonía sus manos, cuando habla, porque las mueve de forma que te es imposible no prestar atención, te mira a los ojos con los suyos bien abiertos y bien azules, un azul que sabe a algodón dulce, un azul que de tan azul te obliga a apartar la mirada y bajarla a sus manos, y observar como las mueve y las balancea con ritmo, con gracia, con rapidez, a veces incluso parecen nerviosas, finas, ágiles, y yo que nunca había mirado unas manos con admiración.

Avanza el día y ahora es una canción melancólica de algún grupo extraño de los que ella suele escuchar, y sonríe y se ríe si le hablas, y te habla pausadamente y sonriendo, y cuando se queda callada sólo mira a algún punto pensando, tengo ganas de saber qué le sucede desde hace un tiempo, quizá algún día le pregunte por qué se toca los labios o rasca incesante las yemas de su mano izquierda, o no... Mejor seguiré sin hablarle...

¿Por qué sonreirá sin más cuando en realidad siente que tiene un mundo sobre su espalda? ¡¡ Sonríe de nuevo !! Tengo que dejar de mirar y quedarme apartado a unos metros, tengo ganas de acercarme y decirle que llore o que grite o que se enfade, seguro que eso le gustaría, pero mejor no... Mejor seguiré en mi asiento dos mesas por delante de la suya.

Y mientras pienso esto ya se ha hecho de noche y ya se marcha, preciosa, ahora sí mirando al frente sin que nada se lo impida, plácida y pálida de nuevo, y aunque no me he fijado apuesto a que camina con las manos en los bolsillos guardando su poquito de magia... Y va a hacer un año que me fijo en ella, desde el Noviembre pasado, quizá hoy sea el día de acercarme... No, mejor no, mejor me quedo aquí.

Jota

Versión publicable

Versión publicable Empezaba a sentir la inquietante sensación de que se trataba de una broma cuando por fin me hicieron pasar al escritorio. El personaje me saludó sin levantarse de su silla y me clavó una mirada penetrante que fue suficiente para derrumbar mi escepticismo. Su actitud bastó para convencerme de que si lo que tenía para decir no era inmediatamente verificable, era para él una verdad absoluta.

En esa primera entrevista, que ni siquiera fue publicada, lo mencionó como al pasar y cuando la desgrabé no me pareció importante. Por suerte acostumbro a conservar todas las cintas y el documento original no se perdió.

La segunda vez fue bien diferente: no paraba de hablar de Intimahuida. Todo lo que le quedaba por saber que, según sus propias palabras, era tanto como lo que ya sabía, lo encontraría en ese lugar. Tenía todo listo para el viaje y se mostraba eufórico. De eso se publicaron unas líneas dentro de un recuadro que no sabían en que sección incluir. Tuve que discutir arduamente para que le dieran un lugar junto a la ciencia.

Cuando me enteré que había vuelto de Intimahuida fui a entrevistarlo por mi cuenta, nadie en el diario pensó que valiera la pena molestarse por conseguir esa nota. Realmente había cambiado. Su mirada era huidiza y hablaba muy lentamente. De su viaje apenas dijo tres o cuatro cosas. Elegía cada palabra con mucho cuidado y parecía interesado en ser comprendido de la manera mas exacta posible. Yo, por mi parte, lo escuchaba con toda atención pero no fui capaz de entender cabalmente de que me estaba hablando ni mucho menos armar un texto que se pudiera publicar. Decidi olvidarme del asunto pero de todos modos, tal mi costumbre, conservé aquella cinta donde se decía aquello de los animales fantásticos, de Intimahuida y de la causa incausada.

No sé cómo vino a mis manos aquella revista de poesía. Lo notable fue que inesperadamente vi mencionado al alquimista y me enteré de su internación en el manicomio. A pesar de que no me interesa la poesía se me ocurrió leer algunas. La última, que firmaba un tal Mosquera, se titulaba "Viaje a Intimahida".

No sé cómo pude ir a verlo al manicomio. Un simple hospital me deprime terriblemente. Además, no tenía nada que ver con mi profesión, del diario ya me habían echado.

Aquella tarde me contó todo lo que no se había atrevido a decir en la entrevista anterior y me atreví a escucharlo. No había cerca ningún cuerdo que pudiera censurarnos y yo ya estaba libre de la obligación de extraer de su discurso una versión publicable. Su relato fue verdaderamente impresionante, pero no puedo decir que cambiase mi vida, tal mi secreta esperanza. Lo que sí la cambió fue un gesto que tuvo cuando nos despedíamos: me entregó un cuaderno que guardaba debajo de su cama y me pidió que lo conservara porque -según dijo- no escribiría más.

La publicación de sus poesías con un prólogo mio no me reportó ningún dinero pero si una cierta notoriedad en el ambiente literario y editorial que se acrecentó cuando alguien pretendió hablar directamente con el autor. Sólo lograban que contestara frases sueltas e incoherentes. Esto me convirtió en una suerte de heredero de su obra e incluso se llego a sospechar que en realidad la había escrito yo. Así fue como volvieron a ofrecerme interesantes trabajos como periodista y hasta conseguí publicar también unos cuentos que había escrito durante unas vacaciones.

Desde entonces paso mis días sin sobresaltos, aunque de las noches no puedo decir lo mismo. Nunca dejo de sonar que unos animales extraños y enormes me persiguen por un bosque o una selva. Ni siquiera pude salvarme esta mañana de vuelta de los festejos por el casamiento de mi hija: los monstruos me estaban esperando.

Por la tarde, mientras tomaba mate en silencio con mi mujer, terminé de decidirme: el lunes sin falta emprendo el viaje a Intimahuida. Después de todo ya pasé mucho tiempo siendo un hombre responsable y ahora tengo una hija convenientemente casada y un hijo con un buen empleo. Mi mujer tendrá que perdonarme y seguramente se va a consolar pensando que podrá traer a casa a alguna de sus tías indigentes.

A quien desee saber algo acerca de ese territorio misterioso llamado Intimahida lo remito al volumen de poesías del alquimista que me enorgullezco de haber prologado en su primera edición. Para el buen entendedor allí está todo. Yo saldré caminando por la vía, sin apuro. No esperen que les cuente el final de mi historia porque no pienso volver.

Ángel del Canto

Pesadilla

Pesadilla Cada diez días es el mismo sueño. No sé dónde sucede; creo que es un hotel de Amiens, o de Colonia, o de Tetuán. Una mujer muy joven y muy hermosa, desnuda, sentada en una cama cubierta con una sábana roja, lee frente a mí, en una hoja de papel A-3, uno de mis poemas (no sé cuál). Tiene los ojos empañados y me dice: "Es precioso, Elías, es precioso..." Repite esta frase continuamente, con una pausa de algunos segundos, y sin decir ninguna otra cosa.

Yo no me canso de oírla ni de mirarla, pero pasados diez años tengo que admitir algo de lo que me di cuenta al poco tiempo: dos o tres centímetros por debajo de la rodilla, sus bellísimas y largas piernas se transforman en patas que terminan en pezuñas de un marrón oscuro casi negro.

Entonces tengo miedo y quiero salir de la habitación, pero la habitación no tiene puertas ni ventanas. Me doy vuelta para no mirarla; quiero estar en mi casa, con mi gente, escribiendo en la vieja mesa; busco mi bolígrafo y mi libreta, pero cuando miro mi mano veo que no está, que el brazo termina en la articulación de la muñeca. La muchacha no ha parado de repetir la misma frase. La miro de nuevo y veo que sigue igual, pero su cabeza está invertida, y las lágrimas caen por la frente y por el largo cabello rubio que se derrama sobre los senos.

Me despierto físicamente enfermo, y con deseos de que mis compañeras falten al trabajo y esté yo solo y haya mucho quehacer, y me doy una ducha helada y recorro todos los canales de televisión y me acuerdo de mi infancia, cuando rezaba.

Elías Gómez García

Cruzan la plaza

Cruzan la plaza Un hombre y una mujer cruzan la plaza. Van tomados de la mano. Es de noche en una ciudad ajena, hace sólo unos instantes que las manos se encontraron, y así el andar uno al lado del otro, pareciera un proceder familiar. Apenas se conocen, dos días hay en su haber, y es tan dulce y desesperado ese cruzar la plaza tomados de la mano que es de pronto esperanza como final. ¿Qué hay en esa toma que se repite una y otra vez? Entran a la plaza como a un ruedo; caminan altivos, las manos entrelazadas, orgullosos de poseerse en ese espacio anónimo y solitario de la ciudad. Y aunque sólo se estrujan las manos, la posesión de los más callados anhelos ha quedado atrapada entre sus palmas, soltarse es impensable, soltarse es comenzar la despedida. Un hombre y una mujer con abrigo cruzan la plaza: poderosa estampa que destapa futuros inciertos y abismos no invocados.

En la discoteca las sillas están puestas sobre las mesas, alguien barre y la música ha cesado. Los últimos habitantes del bar se levantan de las mesas donde una música se ha encargado de dar a la pareja la posibilidad del abrazo. Ella puede recargarse en el hombro y sentir el calor tibio de su mejilla, él la puede tomar por la cintura mientras la otra mano se anuda con firmeza con la de ella, las bocas audaces, sedientas se separan y vuelven a su deseo palpitante, al pudor sometido, a la duda del encuentro. Regresan a la mesa donde comienzan los primeros acordes de una música suave.

Se sientan en el taxi donde sus manos sobre el sillón apenas rozan los dedos, es el inicio de la complicidad. Al llegar al bar se unen al resto que no sospecha que suben por la escalera donde ella lo ha esperado y él la ha alcanzado. Bailan un ritmo latino y ella le explica cómo moverse, beben hasta volver al restaurante donde a los postres siguen la carne y el paté de salmón. Caminan uno al lado del otro, platican, él la presenta a otras personas pronunciado su nombre con precisión. Ella lo mira y se acerca. Hola. Él finge no darse cuenta cuando ella entra y se sigue de largo, ella siente un salto en el corazón cuando descubre que allí está. Toma el elevador y en el cuarto se cepilla el pelo muchas veces, se pone perfume, se quita el vestido y lo cuelga, guarda las medias negras en un cajón; se despinta el carmín y la ralla del ojo, por último el maquillaje. Se da un duchazo. Guarda en su piel la algarabía del encuentro, se sume en el ritual de la espera.

El día es tan largo, ha dormido muy poco, la noche ha sido ocupada por la presencia de un hombre intrigante y abrazable. Es de madrugada cuando sube al tren, él duerme ajeno. Ella se mira en el espejo, tiene una brizna blanca en los labios, le preocupa no saber desde cuando la trae allí colocada y que él no se haya atrevido a quitársela. Él viene por el pasillo, con el deseo de no alejarse muy rápido, no vaya a ser que el beso se le caiga entre las vías. La mujer sale de su dormitorio con el deseo de que él vuelva sobre sus pasos. En el pasillo él le da un beso tímido junto a los labios y le dice que espera con ansias volverla a ver. Caminan juntos por el pasillo que los hace contonearse suavemente. Ella quiere que la detenga, él no sabe lo que ella quiere pero siguen hasta el salón fumador y hablan de lo que hacen, del mundo, están solos y eso les agrada. Se acercan a la barra y beben coñac, platican con otras personas, pero se miran de cuando en cuando, se escuchan como si los demás no existieran. Se van al carro comedor a cenar y cada cual está por su lado. Ella lo busca con la mirada, no puede ser muy obvia, nadie lo es después de cruzar una plaza de la mano al cobijo de la noche. Lo busca con la mirada como la noche siguiente cuando tocan esa música y algunos bailan, lo busca pidiendo el encuentro de los ojos. Tan sólo una hora después están en la misma mesa cada cual diciendo su nombre y su procedencia, añorando ya la caminata en la plaza dos días antes, con el silencio de sus manos aferradas.

Cruzan la plaza y llegan al lobby de un hermoso hotel y él la acompaña a su habitación. Ella deja que él la acompañe. Las manos siguen atadas entre alfombras y números del elevador. El corazón late con prisa. Pasan besos, pasan frases y los deseos los sofoca el reloj y la despedida. Ella piensa que fue bueno compartir la misma mesa, él dice que se hubieran encontrado de cualquier manera. Las manos se desatan y la tristeza se instala mientras él cruza la plaza de nuevo y ella lo mira desde la ventana de la habitación.

Una pareja cruza la plaza, se poseen las manos un instante y en ese instante el mundo es todo suyo, y en ese instante el mundo se ha detenido, sólo por ese instante, sólo por ellos que cruzan la plaza de la mano.

Mónica Lavín

Romance playero

Romance playero Una cadena de oro al cuello, la piel morena, el cabello corto, los ojos verdes y el cuerpo perfecto. Soy un monstruo de la especie humana, un demonio con el que todo el universo quiere hacer el amor.

Es mediodía. La playa se cubre de mujeres jóvenes, de todas nacionalidades. Es extraño que entre tanto cuerpo semidesnudo, todavía ninguna pájara, blanca o roja, no me haya invitado a su cuarto de hotel.

Mi desconcierto crece; empero, no tanto para perder la paciencia: en cualquier momento alguna vampira diurna caerá ante mi simpatía, ante mi indudable soberbia.

Me acomodo en la tumbona y miro con indiferencia el mar. Mis labios arden de sal cuando siento un aguijonazo en la espalda: una trigueña, exuberante, me contempla extasiada.

Le echo un vistazo de reojo; inicio sabiamente el juego. Leo sus pensamientos: no sabe qué decirme; cómo acercárseme. Duda si seducirme o comprarme. Está a punto de enloquecer de deseo.

La siento como un pescador en pos del pez espada, ese mismo que por un ardid de la suerte le puede llenar de fortuna; ella lo sabe.

Pasan veinte minutos deliciosos. Es sobrehumano mostrarse admirable y a la vez, hipócritamente intocable, cual Dios. Sin embargo, es una pena que algunas mujeres tarden tanto tiempo en decidirse.

Por fin se levanta. Encamina cadenciosos movimientos hacia el bar. Pide dos martinis. Copas en manos me acecha. Seguro es modelo de cine o algo así. Viene a donde estoy. Todavía duda un poco pero finalmente no hace caso a mi displicencia. Está a unos pasos del ligue perfecto. Pasa de largo, sí, pasa de largo y le ofrece uno de los martinis al subnormal que toma el sol atrás de mi sombra.

Marcial Fernández

La herencia de Medusa

La herencia de Medusa Estas piezas, damas y caballeros, pertenecen a una época oscura de la cultura griega. Su autor, autora mejor dicho, respondía al nombre de Medusa. De ella se dicen muchas cosas, la mayoría falsas. Sin embargo, lo cierto es que puede ser considerada la madre de la escultura realista, como lo demuestra este grupo de cuerpos humanos. También se dice que fue muerta por un maniático llamado Perseo, quien celoso del buen arte de la señora le cortó la cabeza.

Marcial Fernández

Música loca

Música loca Música loca y luces parpadeantes arrullan mis ojos cuando barren sin prisas el oscuro espacio de este antro para posarlos en las multicolores nalgas de mujeres pintarrajeadas y vestidas para satisfacer cualquier fantasía, esta noche embriagada que la ciudad de México ofrece a mi persona: pura fiebre de sueños impacientes.

Bebo mi copa sin darme cuenta y beso su boca roja mientras la despeino un poco más. Al límite de lo posible cuando un pensamiento súbito me invade: parecemos dos payasos alcoholizados, con el maquillaje embarrado en unas caras impúdicas, máscaras de los habitantes de esta flor marchita.

Estamos bailando algo que suena duro y desafinado. Apenas se entiende lo que canta el desgañitado líder de una banda pobre y cansada. A través del extraordinario caleidoscopio de la gente que baila logro ver los ojos casi sin vida de los miembros del conjunto y sé sin lugar a dudas que se encuentran aterrados de una vida sin explicación y sin esperanza, como nosotros.

Cuando digo esto, la mujer que me acompaña me aconseja sabiamente que me deje de mamadas y que goce la vida como tiene que ser: a lo cabrón. Que si quiero mamadas ella tiene 25 años de experiencia y se las sabe todas. No lo dudo ni tantito y en un rapto de lucidez toco aliviado mi cartera. Hay muchos tipos de mamadas, me digo a mí mismo.

No hay remilgos en nuestra danza de las cuatro de la mañana. Estoy seguro que hemos dejado atrás, y por mucho, esas niñerías de una sociedad mojigata y gazmoña: el bump, la lambada y el danzón, por nombrar algunos, son juegos de niños comparados con nuestros cuerpos furiosamente entrelazados, convocados al movimiento por una fuerza inexplicable que no admite negativas o dilaciones y que nos lleva a salir del antro y buscar un hotel en donde poder exorcizarla.

Una vez en el cuarto oloroso a insecticida, los besos y las caricias obscenas suben de tono hasta que la veo desnuda frente a mis ojos atónitos. Parece que regreso de un viaje, que salgo de un trance o algo parecido porque no la reconozco. He bebido con ella desde las diez de la noche y no creo lo que veo. Su cuerpo es una red de moretones. Los golpes se confunden con viejas cicatrices, vacunas y cesáreas entreveradas en un diseño intrincado y nauseabundo. Es una cubetada helada al corazón de mi deseo. No sé que hacer o que decir. Salir de ahí. Huir. Un terror primitivo se apodera de mi mente y me echo para atrás listo para salir corriendo. ¿Qué tienes?, me pregunta. Nada, nada, no pasa nada. Voy por unas cubas, ahora vuelvo.

El viento de la madrugada me regresa a la realidad. Acelero como un loco en la autopista, las ventanas abiertas. Me retumba el pecho en los oídos. Tengo miedo. Escapo de un demonio y tengo miedo de encontrarlo la próxima vez que vea un espejo.

José Ángel Domínguez

Ángel caído

Ángel caído AQUEL HOMBRE proclama el amor que le tiene a aquella mujer, jura ser capaz de hacer cualquier cosa por ella, de alcanzar la sublimación o degradarse hasta la ignominia con tal de conseguirla. "Por tu amor haría lo que fuera; daría mi vida por ti", insiste, convencido. Y lo cree.

AQUELLA MUJER no considera sinceras las palabras de aquel hombre que proclama el amor que le tiene, que jura ser capaz de hacer cualquier cosa por ella, de alcanzar la sublimación o degradarse hasta la ignominia con tal de conseguirla. "¿Realmente darías tu vida por mí? ¿Harías lo que fuera?", inquiere, dubitativa. Y no lo cree.

AQUELLOS EXTRAÑOS llegan hasta el borde de la azotea de ese edificio de siete pisos, siete. El viento sopla allí como un fúrico endemoniado o un amante presa de la asfixia. Abajo espera el asfalto. Ella lo mira con sus ojos capataces y comenta solemnemente (porque siente que aquel es un instante decisivo que amerita gran solemnidad), la frase destinada a terminar con el asedio: "No estaré segura de que me amas ni creeré en tu afirmación hasta que, sin haberme tenido, seas capaz de sacrificarte sin dudarlo. Entonces yo sabré que realmente me quisiste más que nadie". Él palidece. Ella mira hacia el vacío. El sol brilla sobre sus cabezas coronadas de polvo, coronadas de luz. Intentando parecer sereno (porque intuye que aquel es un momento supremo que requiere enorme serenidad), él contesta lo que concluirá de tajo con su lucha: "Si lo hago, moriré. ¿De qué servirá el que sepas que en verdad te amo, si ya nunca podrás ser mía?". Ella sonríe. Mide con cuidado cada sílaba pronunciada: "¿Ves cómo no era verdad que estuvieses dispuesto a todo por mí? ¿Te das cuenta de la manera en que tu supuesto amor flaquea ante la primera prueba? ¿Aceptas ahora que en realidad no me quieres al grado de dar tu vida por demostrarlo?". Él parpadea con nerviosismo. Ella mira el filo de la azotea. El sol no cesa de brillar sobre sus rostros bañados de sudor, bañados de reflejos. Él la ama. Se dirige hacia la orilla. Sube al borde y voltea a mirarla. Espera que lo detenga aunque sabe que no lo hará. Ella solamente observa. "Te amo", afirma él con tono inseguro, se persigna y salta. Durante su caída da vueltas en el aire, casi con gracia, antes de estrellarse. El sol no cesa de brillar. Ella mira hacia abajo. Ahora le cree. Pero no lo ama. Y en el funeral, que se celebrará al otro día, portará luto, llorando inconsolablemente por haber perdido al único hombre que realmente la amó.

Carlos Manuel Cruz Meza

Escrito a mano

Escrito a mano Porque lo hice, porque experimenté con mi propio cuerpo y mis aspiraciones, por eso lo cuento todo. Lo que aquí se dice, desde la letra "p" mayúscula del inicio hasta la letra "a" minúscula del final, no es más que la verdad; la verdad a secas, la verdad sin adjetivos ni modificaciones. No podría ser de otra forma, cada vez estoy más convencido de mi soledad. Si hasta la mentira, que hasta hace unos días era fiel compañera de cama, me ha abandonado. Ahora andará en boca de todos, la muy perra, la muy hija de su rechingadamadre -perdón, se supondría que no debía haber malas palabras en este escrito, pero es mayor el miedo de perder dos líneas en momentos en que no se garantiza su reemplazo. Yo pensaba que todo iría bien, que los sacrificios, aunque dolorosos, habían valido la pena. Pero tenía que venir esto; tenía que venir su partida y con ella acabaron por irse todas mis aspiraciones de ser un gran escritor. Ya lo decía el insigne escritor mexicano, Sergio Carmona: para ser un buen escritor se necesita ser un buen mentiroso. Yo ya no tengo ni eso. Por ello lo cuento todo. Para que el mundo conozca mi historia y éste, el que quizá sea mi último texto.

Yo era un escritor común y corriente, como los miles de escritores que pueblan las ciudades y los campos: esos que sueñan con publicar en prestigiadas revistas, con escribir dos libros por año y con ganar uno de los tantos premios que pululan alrededor del mundo. Vivía modestamente, al día: apenas para comer. Eso fue al principio. Después se presentó lo que creí era mi gran oportunidad. Comencé por publicar algunos poemas y uno que otro cuento en una revista marginal. Sí, yo soy aquel que escribió el cuento que lleva por nombre Detractogénesis; ése en el que se narra como un hombre, cargado de ira, se va matando poco a poco hasta que sólo queda su cabeza colgada de un árbol. El cuento hace alusión a los hombres que, segados por lo... ¡De nuevo me estoy saliendo del tema! -No borraré nada de lo dicho por lo ya expuesto; aquel que desee leer el cuento completo debe recurrir al número 60 de la Revista Moho, página doce.

Mi gran oportunidad llegó con mi primera novela. Tengo que reconocer que por aquellos tiempos las cosas no se veían muy claras. Publicaba muy esporádicamente y, como era de esperarse, no lograba que mi carrera despegara. Fue cuando encontré aquel libro: Zona de escritores: sólo para aquellos que no han ganado un premio Nobel, de J. Martínez. La principal tesis de la autora, sostiene que los grandes escritores se han formado en el dolor. A mayor dolor, mayor creatividad. La posteridad se escribe con lágrimas, finaliza rotundamente el ensayo.

No puedo negar que el ensayo me conmocionó demasiado. Aún ahora no sé si fue el momento en que lo leí, o si fue la prosa fluida y tajante, o cualquier otra cosa, lo que cinceló el mensaje en mi cabeza. Lo cierto es que comencé a planear la manera de causarme un gran dolor. Justo es reconocer que hasta entonces mi vida era tranquila y sin grandes pesares. Ya he dicho que mis mayores sufrimientos eran la pobreza y la falta de oportunidades para ingresar al selecto y mil veces exquisito mundo de la pluma y el papel. Salvo esto, mi vida era estable: un canario, un perro, un departamento y un coche que mal que bien, servía para transportarme. Hasta aquí alguien podría decir que la pobreza y la frustración artística son razones suficientes para el sufrimiento. Estoy de acuerdo a medias pues, si bien me encontraba acongojado, tal parecía que el dolor no era suficiente para desencadenar la creación masiva.

Así fue como decidí sacrificar algunas cosas en pos de la gloria. Primero, fue el canario, al que sometí a un régimen grotesco privándolo de su dotación diaria de alpiste y agua. Al cabo de una semana, murió. Estuve triste un par de días y sin embargo los resultados no se materializaron en el papel. Todo parecía indicar que necesitaba algo más, si de verdad quería trascender. El siguiente fue mi perro. A Gus le suministré veneno para ratas en su comida. Fueron horas de agonía. Cuando creí que ya había muerto me sorprendía con un débil gemido o con un leve respiro que se fue haciendo más esporádico y lento hasta que por fin se desapareció. Lloré por horas. Él confiaba en mí y yo lo asesiné. En su agonía me buscaba con la mirada, con esos ojos vidriosos que no he podido olvidar; solicitaba mi ayuda, imploraba mi consuelo, sin saber que aquel hombre que tenía ante sí era el mismo que había causado su desgracia.

Esta vez el sacrificio si rindió frutos, aunque sólo fuera por un tiempo. Comencé a escribir lo que después sería mi novela. Todo salió de maravilla. El libro obtuvo el Premio Nacional, por la publicación de primera novela, de una prestigiada editorial mexicana. Fui popular por un tiempo.

Lo malo vino después; después de las presentaciones, los autógrafos y los aplausos. Fue allí, sentado frente a la hoja en blanco, donde supe que el escritor se prueba en la constancia. Y no valió un ápice sufrir por ello. De nada sirvió el llanto, los jalones de cabello y las maldiciones al vacío de la hoja que amenazaba con devorarme. La prolija blancura se burlaba, día y noche, de mi escasa inspiración.

Creí volverme loco; sin embargo, a punto de caer pude asirme de una cuerda que logró sacarme, momentáneamente, del pantano. Aquel día salí de casa con la esperanza de hallar afuera un remedio: una evasión. Caminé hacia el centro de la ciudad, buscando el bullicio que me permitiera fundirme con los otros. Fue una gran idea. Comencé a relajarme, a tal punto que acepté que una mujer leyera mi mano. Me dijo que había tenido suerte pero que en escritores mediocres como yo esa era una gracia pasajera. Me alejé de allí lanzándole maldiciones. No volví a casa hasta que encontré otra adivina que leyera mi mano. En un primer momento titubeó. Le exigí que me dijera la verdad: su dictamen fue más o menos el mismo.

Llegué a casa sopesando la posibilidad. Si todo estaba en la mano ¿no podía yo cambiar mi destino deshaciéndome de ella? Además, esto me causaría un gran dolor que redundaría, según yo, en una gran obra: mi tan anhelada obra maestra. Quizá con ella llegaría la gloria. Bien valía la pena el sacrificio.

Al día siguiente dibuje con un cuchillo una línea más en la palma de mi mano izquierda. La herida, aunque poco profunda era grande. Me apliqué un torniquete en la muñeca apretándolo con fuerza. Los siguientes tres días no lo afloje ni un momento. Los resultados no se hicieron esperar: la carne de mi mano comenzó a gangrenarse. Dos días más tarde fui al hospital: ahora les tocaba a ellos hacer lo suyo.

Esta por demás decir que el dolor que sentí esos días fue tremendo. Ahora ya no hay dolor; ahora, a una semana de la amputación, me encuentro aquí, en éste sucio hospital: manco, pobre y sin inventiva...

David García Contreras

La cosa

La cosa La cosa sucedió más o menos así:

Carlos le dijo a Gustavo que el otro día había visto a Óscar platicando con una mujer más bien feíta pero simpática, que si la conocía. Gustavo respondió que no y cambió de tema, pero una hora después le dijo a Bárbara que si ya sabía que Óscar estaba saliendo con un cuero que, por supuesto, no era Lilia. Bárbara le contestó que era de esperarse, y le habló por teléfono a Martha para decirle que se había enterado de que Óscar tenía amoríos con una fulana que trabajaba con él. Apenas colgó, Martha le dijo a Rodolfo que Bárbara le había dicho que el cabrón de Óscar engañaba a Lilia, y que probablemente se divorciarían. Rodolfo, por su parte, le comentó a Martín que alguien le había dicho que Óscar mantenía relaciones con una rubia fenomenal, y que Lilia lo sabía pero que no le reclamaba nada a Óscar por temor a que la abandonara. Martín le anunció a Lorena la inminente separación de Lilia y Óscar, por lo que Lorena se apresuró a llamarle a Nuria para que viera la posibilidad de que Jacobo asesorara a Lilia ahora que, por culpa de una mujerzuela sin escrúpulos, tenía que divorciarse de Óscar. Nuria, claro, dijo que sí, que cómo no, y a continuación, y entre beso y beso, le pidió a Jacobo, quien de casualidad se encontraba de visita en su casa, que no fuera malito, que le ayudara a Lilia a divorciarse del monstruo de Óscar. Jacobo, entonces, no pudo ni quiso negarse a satisfacer la petición de Nuria y de inmediato le telefoneó a Sergio para decirle que empezara a hacerse cargo del asunto en cuestión, aunque, hemos de aclarar, no tenía la menor idea de quiénes eran Lilia y Óscar. Éstos, entretanto, no supieron que estaban en vías de divorciarse, sino una o dos semanas después.

Roberto Gutiérrez Alcalá

El hombre invisible

El hombre invisible Hace muchos, muchísimos años, en una tarde invernal, mientras caía intensa nevada, el Hombre Visible llegó a un albergue situado en los confines septentrionales del reino de los Hombres Invisibles. Pidió una habitación y una copa de coñac al dueño del albergue. Y cuando éste la hubo traído, sentóse a descansar a la orilla de la chimenea, donde ardía un hipnótico fuego.

Esa noche durmió sin sobresaltos. Pero a la mañana siguiente, cuando desde el baño vio cómo, por manos invisibles, la cama se hacía sola; y cuando, a la hora del almuerzo, bajó al comedor, y observó cómo los platos, los cubiertos, las copas y servilletas volaban por los aires, se sintió, sino sorprendido, por lo menos desconcertado. Al fin y al cabo, el Hombre Visible sabía en qué país estaba y quiénes lo habitaban. Pero fue una extraña sensación sentir que, aunque todo guardaba un orden perfecto, era imposible saber quiénes lo atendían y miraban. Pues, además, hasta ese momento, no había escuchado voces, ni siquiera murmullos.

Salió a la calle. Era un pequeño pueblo que estaba cerca de un largo río, en cuyas orillas crecían abedules. Había en ese pueblo un maravilloso silencio, acentuado por la nieve que caía. El Hombre Visible entró en los almacenes, en los bares, en la iglesia, cuyos techos inclinados brillaban con la luz de la nieve, y recorrió, una tras otra, las casas. Y vio sillas que se arrastraban solas, cepillos de dientes que se movían rítmicamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, autos y buses que marchaban sin que nadie los condujera, periódicos que trazaban curvas en el aire, y máquinas de escribir cuyas teclas nadie pulsaba. Observó cómo, sobre la mesa de mármol de un café, había un tablero de ajedrez, sobre el cual se desplazaban caballos, peones, torres y alfiles. Y aunque sabía que detrás de todas esas cosas y movimientos había hombres y mujeres, nunca pudo verlos. Comprendió que, además, no podría hablar con ellos.

Un mes después de haber llegado al pueblo, sintió que alguien le daba una bofetada. Segundos más tarde, una taza voló por el aire y cayó a dos metros de donde se hallaba. Cuando quiso entrar en su habitación, alguien le hizo una zancadilla, y rodó por el suelo. Salió a la calle: lo sujetaron invisibles brazos, y lo lanzaron sobre la nieve, después de golpearlo. Vio cómo su sangre corría sobre la nieve. Y todas las puertas se cerraron, silenciosa e invisiblemente, para él. Sentóse sobre el banco de, una plaza, y se durmió luego de ver cómo, allá lejos, envuelta por las suavísimas plumas de la nieve, se acercaba una niña cantando: una niña visible.

Cuando amanecía, el Hombre Visible abrió los ojos, y miró una de sus manos: había desaparecido. Y luego se esfumaron su otra mano, sus brazos, sus piernas, sus hombros. Cogió un espejo, y trató de buscar su rostro. No lo halló. Se estaba haciendo invisible.

Dos horas después, lo encontraron muerto. A su lado, aún estaba la niña. Brilló el sol otra vez. Pero ahora sobre hombres y mujeres que lentamente comenzaban a hacerse visibles.

A Alfredo Jolly Monje.

Miguel Arteche

Pluscuamperfecto

Pluscuamperfecto En Tecuto nunca nadie ha recibido un engaño en los últimos 70 años. Al menos no uno, sino tres o cuatro en cada ocasión. Así es la vida en Tecuto, un país como cualquier otro gobernado por hombres y mujeres aleccionados en las más prestigiadas universidades del mundo. Los futuros gobernantes se forman bajo las más estrictas normas de calidad educativa, con un solo objetivo en mente: crear líderes sociales. De tal forma que cuando alguien es clasificado como parte de la clase política se le asocia, automáticamente, con un grupo de expertos en el arte de gobernar. Y es por ello que se considera imprescindible el estudio de una materia, muy de moda entre las altas esferas de la intelectualidad tecutense: la estadística. Por eso no es extraño escuchar a los políticos con motivo de un discurso, en una entrevista de banqueta, en medio de un acalorado debate televisivo o a lo largo de un tedioso y siempre exaltado informe de gobierno, hablar de estadísticas. Se les oye hablar de medidas de tendencia central, de medidas de dispersión, de polígonos de frecuencia, de histogramas, de prismogramas, de diagramas figurados, de logarítmicos, de curvas de tiempo, de índices de preferencia y de ecuaciones compensadoras que, muy pocos fuera de un reducido grupo, entienden.

Los habitantes de Tecuto son personas bombardeadas, en todo momento, por datos y cifras que se van enriqueciendo con datos y cifras del minuto siguiente. Todo ello con el fin de expresar los logros, que siempre se presume son muchos, en los diversos campos de la vida tecutense y que pocas veces corresponden con la realidad.

Pero el problema nodal de Tecuto no es la estadística, una materia como otras inventadas por el hombre, sino su uso. Y es que esta claro que todos estos años los gobernantes del país han vívido creyendo, con abnegada vehemencia, que la estadística es la ciencia del Estadista. Fuera de esto, todo es perfecto en Tecuto.

David García Contreras

El bar de Miguelillo

El bar de Miguelillo Después de muerto, mi abuelo Pablo siguió frecuentando el bar de Miguelillo, por lo que tuve la oportunidad de encontrarlo varias veces en mis escapadas nocturnas de alcohol y olvido.

Al principio, ambos simulamos no vernos. A él parecía darle vergüenza no ser capaz de soportar la soledad de la mortaja ni la sosería de los otros muertos, muchos de ellos abstemios, y a mí, claro está, no me apetecía dar explicaciones a mis acompañantes, algunos impresentables hasta para sus propias familias, sobre el abuelo crápula que seguía a lo suyo, esto es, de putero borracho incluso después de muerto. Pero nos mirábamos de reojo, desde los ángulos del bar, controlados por la cómplice mirada de Miguelillo, el dueño del local, que conocía la retorcida historia de nuestra familia desde los tiempos de la venta ambulante de sal y que sabía más que cualquiera, no sólo por ser camarero y por tanto confidente de la mayor parte de las miserias de nuestro triste pueblo, sino porque él también estaba ya en las últimas. Mi abuelo, que lo sabía, le animaba y preparaba con animosa camaradería. Poco a poco, sospeché que lo que quería mi abuelo, además del alcohol y de las fulanas del lugar, era hablar conmigo, lo que me hacía sentirme, por cierto, bastante mal. Pagaba mis consumiciones y las de mis acompañantes, me saludaba con un antiguo gesto familiar cuando llegaba al lugar y cuando me iba, me guiñaba un ojo si creía que estaba de plan esa noche, e incluso se permitía darme, de vez en cuando, una palmadita en la espalda, todo ello sin hablarme. Aquello me fastidiaba mucho, es verdad, sobre todo por puro egoísmo. Después de trabajar todo el día en la sedería, cuando más me apetecía divertirme y olvidarme del mundo, llegaba aquel calvo con boina, fumador incansable, los dientes negros, y me obligaba a un doble ejercicio: atender con fingido interés a mis acompañantes y controlar sus movimientos, no fuera a inmiscuirse en mi círculo y lo arruinase. No es preciso decir que no me divertía ir al bar de Miguelillo, pero tampoco era posible suprimirlo de nuestra ronda nocturna, porque los bares en mi pueblo no son muchos y dejar de frecuentar alguno levanta muchas murmuraciones. Fue en una noche de primavera, el bar bajo la cortina espesa de lluvia que cristalizaba en los ventanales, cuando Miguelillo me trajo el primer mensaje directo de mi abuelo: tenía que hablar conmigo, a ser posible en ese mismo momento, y lo sentía mucho, porque aquella no era noche ni para confidencias ni sufrimientos, pero la muerte era muy difícil y no podía esperar más. Me las arreglé para separarme de mis amigos con un pretexto cualquiera. Me senté con mi abuelo, muertos los dos, en el ventanal que nos permitía ver la antigua casa familiar, donde aún viven, en la mediocridad, mis nietos y mis biznietos. Le miré a los ojos y levanté los hombros, para expresar resignación y prisa. No tardó en hablar. - La lluvia me ha entristecido. Me ha recordado el día en que morí: aquella humedad viscosa invadiendo el aire, las gotas golpeando contra el ataúd en su descenso hacia la fosa, y las lágrimas, cayendo, el mundo resuelto en agua, agua para lavar las culpas y las heridas causadas, para lavar los amores cicatrizados en la piel, para descongestionar los pulmones enmarañados por el asma. Con la lluvia se filtró casi toda mi vida hasta el subsuelo, pero algunos deseos y cuentas pendientes quedaron en la superficie y me detuvieron, como a ti mismo, en esta tierra de nadie. Sólo me resta una pregunta para poder marchar definitivamente, cuya respuesta sólo tú conoces y sólo tú puedes dar: ¿Por qué no me has querido nunca? Vi la lluvia gris reflejada en sus ojos y no me atreví a levantar los hombros para expresar ignorancia. - A mí me mataron a los treinta años, poco después de tu muerte. Me acuchilló un desconocido. No sé cuáles fueron sus motivos, ni cuáles los míos para dejarme matar pasivamente. Mi muerte fue como mi vida: un caos, una suma de acciones estúpidas e ilógicas. ¿Qué sé yo de tus sentimientos? ¿Qué puedes tú saber de los míos? Recuerdo nuestros paseos en mi infancia: ¿acaso no me decías siempre que no me fiara de nadie, que siempre estaría solo, que no hay motivo alguno para querer a nadie? Tenías razón. Paró de llover. Apuré mi vaso de vino, me levanté y me fui, sin despedirme ni volver la cabeza para verlo por última vez. Aún sigo frecuentando el bar de Miguelillo, por el que pasan amigos, parientes, conocidos y desconocidos, cada cual con su muerte y el poco de vida que les resta, todos haciendo preguntas. Algunos como mi abuelo tienen suerte y se van pronto. A otros nos quedan más cuentas pendientes y las vamos saldando de poco a poco.

Jesús Jiménez Reinaldo

El arte del novelista

El arte del novelista El arte del novelista es el más simple y, al mismo tiempo, el más huidizo de los actos creativos. El más susceptible de resultar oscurecido por los escrúpulos de quienes lo sirven y veneran, el que está más preeminentemente destinado a llevar más turbulencia a la mente y al corazón del artista. Después de todo, la creación de un mundo no es empresa fácil. Abarcarlo todo en una concepción armoniosa es un logro no poco importante; incluso, intentarlo deliberadamente con ánimo serio y cabal, no por impulso inane de un corazón ignorante, representa una honorable ambición. La búsqueda de la felicidad, por medios legítimos o no, por vía de resignación o de rebeldía, mediante la sagaz manipulación de convencionalismos, es el único tema que puede ser justamente desarrollado por el novelista, cronista de las aventuras de la humanidad en medio de los peligros del reino de la tierra.

Donde el novelista se encuentra con ventajas sobre otros que laboran en otros terrenos del pensamiento es en lo que hace al privilegio de su libertad —la libertad de expresión y la de confesar las creencias más íntimas— que debiera consolarlo de la dura esclavitud que le impone la pluma. La libertad de imaginar debiera ser la posesión más preciada del novelista. No debe entenderse que reivindico para el artista en ficción la libertad del nihilismo moral. Esperaría de él, más bien, numerosos actos de fe, el primero de los cuales sería alimentar y mimar una esperanza eterna; y esperanza, incontestablemente, implica toda la piedad del esfuerzo y de la renuncia.

Es la forma de confianza (...) en la fuerza e inspiración mágicas inherentes a la vida en esta tierra. Tendemos a olvidar que el camino de lo excelso es en lo intelectual a diferencia de lo emocional, la humildad. Lo que uno siente tan irremediablemente estéril en el pesimismo declarado es tan sólo arrogancia. Ser esperanzado en un sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. Basta con creer que no es imposible que sea así. Si cabe permitir que el vuelo del pensamiento imaginativo discurra por encima de muchas de las moralidades corrientes entre los hombres, el novelista que se tuviere por hecho de esencia superior a la de otros faltaría a la primera condición de su oficio. El poseer el don de la palabra no es tan importante. Un hombre provisto de un arma de largo alcance no se convierte automáticamente en cazador o guerrero; muchas otras cualidades de carácter y temperamento son para ello necesarias. Del que de su arsenal de frases, una entre cien mil acierte la huidiza y distante diana del arte, exigiría que en su trato con la humanidad fuera capaz de dar un alegre reconocimiento a las oscuras virtudes de ésta.

Por ello desearía que se contemplara con enorme tolerancia las ideas y prejuicios de los hombres, que en absoluto representan el producto de la malevolencia sino que dependen de su educación, de su rango social y hasta de su profesión respectiva.

El buen artista no debiera esperar reconocimiento alguno por su labor ni admiración para su genio, porque la primera puede ser valorada sólo con dificultad, y la segunda no significa nada para un salvaje. Me gustaría, en cambio, que ampliara el campo de su simpatía mediante una observación paciente y amable, al tiempo que acrecienta su poder mental. Es en la práctica imparcial de la vida, donde se hace la promesa de perfección en el arte que se ejerce, más que en esas fórmulas absurdas que tratan de describir ese o aquel método, técnica o concepción popular. Que madure la fuerza de la imaginación entre las demás cosas de esta tierra, cuyo deber es mimar y conocer, y que se abstenga de convocar a su inspiración, lista para el uso, de algún edén de perfecciones del que lo ignora todo.

Joseph Conrad

El amante

El amante Nunca antes una mujer me había llamado tanto la atención. Pretendí que no era cierto, pero antes de que me diera cuenta me encontré regresando sobre mis pasos hasta que estuve de nuevo frente a ella. Había algo en su rostro, algo que me sedujo, algo como el silencioso reflejo de una pena. No supe por qué se encontraba allí. No anduve hurgando en su interior para saber razones.

Sin poder resistir el trazo suave con que dejaba que el frío le ganara el cuerpo, la subí a mi auto. Nos dirigimos rumbo a mi casa y durante el trayecto su peso se recostó contra mi hombro.

Sus ojos color miel permanecieron fijos en algún lugar del techo mientras preparé la cena. Le conté del barrio donde nací, de mis estudios -tan inútiles como mis sueños- y también de mi gusto por coleccionar latas de cerveza. Le mostré mi última adquisición: un envase traído del Asia. Le conté los detalles con tanto entusiasmo que hice variados ademanes hasta que mis dedos le acariciaron el rostro y le obligaron una sonrisa.

Cautivo de sus labios, la besé. Apreté su cuerpo contra el mío hasta que sus pezones endurecidos se clavaron en mi pecho. Terminé haciéndole el amor furiosamente, como un lobo encadenado y sin consuelo.

A la madrugada, ellos nos interrumpieron el descanso. Fue horrible. Los policías patearon la puerta y traían sus armas en la mano. Quise detenerlos pero era tarde. Sabían mi nombre y al parecer alguien me había visto cuando la subí a ella al auto. Me tiraron al suelo y me amenazaron. Afirmaron que ella estaba muerta. La miré nuevamente y volví a sentir que era bella como un ángel.

-Los ángeles no mueren, sólo duermen profundamente -grité entristecido, sabiendo que no entenderían.

Cuando tomaron su cuerpo para subirlo a una ambulancia me alteré y me golpearon.

Han transcurrido los años y no la olvido. No puedo entender qué pasó. Era la primera vez que me ocurría una cosa así en todos los años que trabajé en la morgue.

Gonzalo Hernández Sanjorge