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pro-scrito

Crepúsculos

Los crepúsculos hacia la tarde;
ya ha quedado roja la muerte del sol.
Mientras quedan abajo las rosas,
que preparan diáfanas los rocíos.
Y en los otoños
las hojas caen
en áureas manchas,
a las que luego llega, y blanca, la calma lunar.
Calma alta, soberbia entre albinos cielos.
Tiene, pues, razón en su amor
el azul aroma del invierno,
cuando toca y besa las aguas bajo la luna,
cuando acaricia los arroyos,
en su blanca, blanda espuma.
Noche:
el cielo sueña altas a las estrellas;
rocíos de plata, sangres y jugos del marfil.
Y tocan, en el alba,
los florestas
a la verde desnudez de los cuerpos.
Allí han de amarse las soledades humanas;
allí han de soñar, también, los bosques,
y surgir vientos,
y heladas y nocturnas brisas.
Sentir el tacto de la sombra.
Y se siente, además, el olor
acezante del mar, allá lejano; y están cantando
sus marejadas que ruegan la sal:
orillas buscando, plateadas, a las espumas.
En los inviernos, férreas y crujientes marejadas,
cruentos y valientes oleajes de los fríos.
Hay vientos, cenizas de nubes, calmos
y verdes se levantan los árboles.
Y es así el crepúsculo de estas imágenes,
con sus venas que mueren,
que mueren
cargadas de rojas nubes en paz.

Daniel Alejandro Gómez

Justicia popular

Son las diez de la mañana y el sol quema, abrasa en el valle. Llueve en la rambla del cercano río y la neblina principia a extender sus velos en la llanura y envuelve en gasas las montañas. Ni el vientecillo más leve mueve las frondas. Zumba la chicharra en las espesuras, y el carpintero golpea el duro tronco de las ceibas. En las arenas diamantinas de la ribera centellea el sol, y en pintoresca ronda un enjambre de mariposas de mil colores, busca en los charcos humedad y frescura.

El bosque de huarumbos de higueras bravías, de sonantes bananeros y de floridos jonotes, convida al reposo, y las orquídeas de aroma matinal embalsaman el ambiente.

En el cafetal sombrío, húmedo y fresco, todo es bullicio y algazara, ruido de follaje, risas juveniles, canciones dichas entre dientes, carcajadas festivas.

Temprano empezó el corte, y buena parte del plantío quedó despojado de sus frutos purpúreos.

Límite del cafetal es un riachuelo de pocas y límpidas aguas, protegido por un toldo de pasionarias silvestres que de un lado al otro extienden sus guías y forman tupidísima red florida, entre la cual cuelgan sus maduros globos las nectáreas campesinas. En las pozas, bajo los cacaos, media docena de chicos, caña en mano, y el rostro ardiente de alegría, pescan regocijados. Cada pececillo que cae en el anzuelo merece un saludo. En tanto, en el cafetal sigue el trabajo, se enreda la conversación entre mozas y mozos, y en los cestos sube hasta desbordarse la roja cereza.

Cuando calla la gente en la espesura, y los granujas, atentos a la pesca, se están quedos, resuena allá a lo lejos sordo ruido, el golpe acompasado de los majadores: ¡tan! ¡tan! ¡tan!

¡Buena cosecha! Antonio, el dueño del rancho, está contento. El año ha sido próvido; los cafetos se rinden al peso de los frutos, y ya están listos, en bodega, quince quintales completos que darán a su dueño, vendidos en Pluviosilla o en Villaverde, cuatrocientos veinticinco duros... ¡Y lo que falta por levantar!

En el rancho, todo es alegría. Trabaja mucha gente. Delante de la casa, en grandes petates, se tuesta al sol buena cantidad del preciadísimo grano; los majadores trabajan tan bien, que es una gloria el verlos, y en el portalón, en varios grupos, las limpiadoras separan el caracolillo de la planchuela.

Antonio vigila celoso las labores; Merced, su esposa, trajina adentro. El humo sube en espiral del pajiso techo de la casa, y el palmear de las tortilleras anuncia que ha llegado, o no tardará en llegar, la hora del almuerzo. El humo de la leña húmeda que arde con el tecuitle, inunda la casa y portalón, sale por entre los muros de caña, y asciende lento y azulado hacia las regiones despejadas del cielo. Delante de la casa, en el espacio libre, bajo los naranjos cargados de fruto, cerca del vallado de carrizos que circunda el huertecillo, cacarean las ponedoras, cloquean las cluecas, pían tímidamente los polluelos de la última nidada invernal, y el gallo, un gallo giro, de espolones recios y cresta amoratada, orgulloso y envanecido de sus odaliscas, se pasea con aire triunfador, hace la rueda a la más linda, y, de tiempo en tiempo lanza a los vientos su imperiosa voz: ¡quiquiriqui!

Charlan de muchas cosas los del portalón. Pancho, el más garrido mozo, habla de cacerías con los menores; tía Chepa de sus achaques y dolamas; tío Juan, de su vida de soldado, de sus hazañas contra los yanquis; y las mozas, todas de ojos negros y vivarachos, mientras sus dedos apartan los granos, no dan paz a la lengua, y hablan de cierto mancebo charreador, gala y orgullo de la comarca, ganacioso en las últimas carreras de Cuichapan, cosechero pesudo, y un tipo de lo más reguapo cuando pasa en el Tordo, terciado el zarape multicolor, al desgaire el galoneado sombrero, y firme y apuesto en la encarcedora caballería. Sonríen maliciosas, y bromean, y lanzan amables indirectas a Nieves, la hija de Antonio, que según dice, es la preferida del doncel.

- Oye, Clara -dice una riendo y mostrando la blanca dentadura- ¡dice Nieves que no! ¡Figúrate! Si yo la vi embobada, con la boca abierta, contemplando a Daniel. Y el otro, tan descaradote, que no le quitaba los ojos...

- Los ojos aquellos, que parecen bracitas -murmuró otra.

Nieves baja la vista avergonzada y finge que no oye lo que sus amigas están diciendo.

Salta tía Chepa, y dice en tono dejoso:

- ¡Ah muchachas! ¡Ustedes sólo piensan en que se han de casar!

Y volviéndose a sus compañeras:

- ¡Pa las ruinas, nadita como la tripa de Judas! ... En injusión de aguardiente, tibiecita por la noche, y donde duele, talla y talla, y frota que frota, hasta que se embeba! Y de veras: ¡como con la mano! Las ruinas vienen del aire, y por eso se quitan con yerbas de olor!

Pancho muy seriote y grave, satisfecho de su auditorio, sigue contando sus aventuras de caza:

- Los perros comenzaron a latir y yo dije: ¡allá voy! Y pa allá me jui. Le metí espuelas al cuaco... ¡y arriba! De que yo vi la cuernamenta, cargué la escopeta, y me aguardé por entre los acahuales. El venado que pasa y yo que le tiendo el fusil, y que le aflojo un tiro, ¡y otro! Saltó el animal, cayó, volvió a saltar, se alzó, siguió corriendo y yo tras él. Ya le iba yo a apuntar de nuevo, cuando lo vi que tambaleaba. Se arrastró entre los huizaches y fue a caer entre las yerbas del arroyo. Los perros venían latiendo. Yo llegué antes que ellos, agarré al cachicuerno, y ¡zas! ¡lo degollé! ¡De verás que mi escopeta es buena! ¡Los dos tiros juntos! ¡Mira si es buena!

Todos charlan y trabajan alegremente, cuando de pronto una exclamación de Marcelino, el majador que está más cerca del portalón, interrumpe la charla.

- ¡El chitero!

- ¡El chitero! -contestan a una, corriendo hacia afuera, para ver el gavilán que anda cerca.

Ciérnese en el espacio, o en rapidísimo giro va y viene, buscando con mirada fascinadora, al través del follaje, a los tímidos polluelos.

El gallo dio la voz de alerta; huyeron las gallinas hacia lo más espeso del cafetal, en busca de refugio, y los polluelos se agrupan en torno de la clueca y se esconden medrosos bajo las alas maternales. Sólo una, la más bella, una de copete rizado, y nívea pluma, madre joven e inexperta, parece indiferente y cloquea tranquila mientras los hijos, asustados, la buscan presurosos.

El gavilán va y viene. Ya la vio, ya la acecha. En rápido descenso cae como saeta, y rozando el suelo con la punta de las alas, recorre el corral, y se va, llevándose mísero polluelo, el más lindo, el más blanco, el más vivo. En vano ha querido defenderle la madre. De nada le sirvieron a la infeliz el afilado pico las alas robustas. El chitero se remontó con su presa, y huye, para devorarla en un picacho de la serranía.

El gallo tiembla; las odaliscas han desaparecido, y sólo se oye, allá en la espesura, un grito débil, con el cual avisan que el enemigo está cerca, que es preciso huir y esconderse en lo más tupido de los matorrales.

De pronto exclama Pancho:

- ¡Ya volverá!

Y corre apresurado hacia la casa. No tarda en salir. Trae la escopeta. Al cargarla, murmura entre dientes un terno amenazador. Nadie habla. El mancebo sale al llano. Los chicos que pescaban en el arroyuelo le siguen, mientras la tía Chepa corre hasta lo más recóndito del bosque.

De allí vuelve a poco persiguiendo a las gallinas. Éstas, azoradas, corren hacia el portalón. Tranquilas y descuidadas, al abrigo del viejo techo, se creen seguras, y el gallo torna a sus requiebros y paliques y las gallinas a su cacareo, y las cluecas al cloquear y los polluelos vagan alegres y descuidados del peligro que les amenaza. Sólo la copetona blanca está triste y apenada. ¡Ha perdido un hijo!

- !Ahí viene! -gritan de pronto las mujeres- ¡Silencio!

El gavilán torna en busca de otra presa. Seguro de arrebatarla vuelve victorioso. Se aproxima lentamente como si fuera a ranchos lejanos... Pero repentinamente acelera el vuelo, duplica la fuerza de sus remos, sube y baja, trazando en el espacio curvas caprichosas, y de pronto cae en el corral. Suena un tiro, y el rapaz carnívoro, herido en una ala, viene a tierra, voltejeando y vencido. El tiro del mozo fue certero. Resuena en el portalón un grito de júbilo. La chiquillería corre en tropel y se agrupa en torno del ave moribunda.

Pancho, con la escopeta al hombro, muy orgulloso de su puntería, acude también.

Las mujeres comentan y celebran calurosamente la muerte del chitero. Los chicos quisieran hacerle pedazos. El ave, moribunda, casi exangüe, aletea y se agita con las últimas convulsiones de la agonía.

El mozo mira un rato a su víctima y llama la atención de los niños acerca de las pujantes garras del animal.

- ¡Ahora, muchachos, a colgarlo! ¡En el jobo del camino!

Momentos después entre los gritos de los muchachos y saludado por mil silbidos, el gavilán queda pendiente de la rama más vigorosa del copado jobo. Aún está vivo el rapaz; pasea en torno suyo los feroces e inyectados ojos, aletea de cuando en cuando, y por fin expira en uno u otro balanceo. Las poderosas y anchas alas quedan laxas; las corvas garras quedan crispadas, y del abierto y amarillento pico se desprenden, lentas y pausadas, gruesas gotas de sangre negra, espesa y humeante.

- ¡Viva Pancho! ¡Viva! -gritan los chicos y se retiran del patíbulo tarareando un toque militar... ¡tan, tan, tarrán, tan... tan tarrán tan! ¡Rataplán!

Rafael Delgado

Dagon

Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la mísera calle de abajo. Que mi adicción a la morfina no les lleve a considerarme un débil o un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas apresuradamente garabateadas, podrán comprender, aunque no completamente, por qué debo olvidar o morir.

Fue en una de las zonas más abiertas y desoladas del gran Pacífico donde el buque del que yo era sobrecargo fue alcanzado por el cazador de barcos alemán. Entonces la gran guerra se hallaba en sus comienzos y las fuerzas oceánicas del Huno aún no habían llegado a su posterior decadencia; así que nuestra nave fue presa según las convenciones, y su tripulación tratada con el respeto y consideración debida a prisioneros de guerra. De hecho, la disciplina de nuestros captores era tan relajada que cinco días más tarde logré huir en un botecillo con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando finalmente me encontré con las amarras cortadas y libre, tenía muy poca idea de mi posición. No siendo navegante avezado tan sólo podía suponer vagamente, por el sol y las estrellas, que me encontraba al sur del ecuador. Desconocía mi longitud, y no había a la vista ni islas ni costas. El tiempo permanecía bonancible y durante un número indeterminado de días navegué sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando el paso de un barco o la arribada a las playas de alguna tierra habitable. Pero ni barcos ni tierra hacían su aparición, y yo comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella oscilante inmensidad de azul ilimitado.

El cambio tuvo lugar mientras dormía. Jamás conocí los detalles, ya que mi sueño, aunque problemático y repleto de visiones, fue ininterrumpido. Cuando desperté, lo hice para encontrarme medio hundido en una cenagosa extensión de infernal fango negro que me rodeaba en monótonas ondulaciones hasta tan lejos como llegaba la vista, y en el que mi bote se encontraba embarrancado a cierta distancia.

Aunque podría suponerse que mi primera sensación ante esa prodigiosa e inesperada transformación del paisaje fuese la del asombro, en realidad me encontraba más espantado que perplejo; ya que había en la atmósfera y en el suelo putrefacto una cualidad siniestra que me helaba hasta la médula. La zona era un pudridero de cadáveres de peces descompuestos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver insinuándose entre el asqueroso légamo de aquella interminable llanura. Quizás no debiera intentar el transcribir con simples palabras la indecible abominación que parecía asentarse en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. No había nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una inmensidad de negro limo; y, sin embargo, la absoluta quietud y la monotonía del paisaje me agobiaban con un terror nauseabundo.

El sol llameaba en un cielo que me pareció casi negro en su cruel ausencia de nubes, como reflejando las ciénagas de tinta que había bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote atorado, comprendí que tan sólo había una teoría que pudiera explicar mi situación. Debido a algún cataclismo volcánico sin precedentes, parte del lecho marino debía haber emergido, revelando áreas que parecían haberse mantenido ocultas durante millones de años en las insondables profundidades oceánicas. Tan grande era la extensión de esa nueva tierra alzada bajo mis pies que, por más que aguzase el oído, no se captaba el menor rumor de oleaje. Tampoco había allí ninguna ave marina que se alimentase de los seres muertos.

Durante algunas horas permanecí pensando o cavilando en el bote, que yacía de costado y prestaba una ligera sombra según el sol corría el cielo. Al avanzar el día, el suelo fue perdiendo algo de fluidez, pareciendo en poco tiempo lo bastante seco como para permitir viajar a su través. Esa noche dormí, aunque poco, y al día siguiente preparé un paquete con comida y agua, necesarios para una marcha en busca del mar desaparecido, así como de un posible rescate.

A la tercera mañana descubrí que el suelo se encontraba lo bastante seco como para caminar con facilidad. La peste a pescado era exasperante, pero me hallaba demasiado absorto en asuntos de más importancia como para preocuparme por eso, y, resuelto, me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día avancé siempre hacia el oeste, guiado por un lejano montículo que descollaba sobre las demás elevaciones de aquel desierto ondulado. Acampé aquella noche, y al día siguiente aún estaba en camino hacia el montículo, aunque parecía apenas más próximo que cuando le había avistado por primera vez. El cuarto atardecer alcancé el pie del promontorio, que resultó ser mucho más alto de lo que parecía a distancia; un valle interpuesto hacía aún más pronunciado su relieve sobre la superficie. Demasiado cansado para ascenderlo, me dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué mis sueños resultaron tan estrafalarios esa noche; pero antes de que la menguante luna, fantásticamente gibosa, se hubiese elevado mucho sobre la llanura oriental, me encontraba despierto, bañado en sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones habidas resultaban demasiado como para atreverse a arrostrarlas de nuevo. Y al resplandor de la luna comprendí cuán necio había sido al viajar de día. Sin el brillo del sol abrasador, mi viaje hubiera resultado menos fatigoso; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que había descartado al ocaso. Recogiendo mi hatillo, empecé a subir hacia la cumbre de la elevación.

Ya he comentado que la interminable monotonía de la ondulante llanura era fuente de vago horror para mí, pero creo que mi espanto se vio acrecentado cuando alcancé la cima del montículo y miré al otro lado de un inconmensurable barranco o cañón cuyas negras profundidades la luna, aún no lo bastante alta, no llegaba a iluminas. Me sentí como en el fin del mundo, atisbando al borde de un caos insondable de noche eterna. En mi terror me venían curiosas reminiscencias del Paraíso perdido y del odioso ascenso de Satán a través de remotos territorios de oscuridad. Al ascender más la luna, comencé a distinguir que las cuestas del valle no resultaban tan perpendiculares como había supuesto. Salientes y afloramientos de piedra proporcionaban apoyos fáciles y seguros para el descenso, además de que a partir de unos pocos cientos de metros la pendiente se hacía más gradual. Acuciado por un impulso que me resulta difícil de analizar por completo, descendí dificultosamente las rocas y alcancé la más suave ladera de abajo, ojeando aquellas profundidades estigias que la luz aún no había penetrado.

Sobre todo, mi atención se vio prendida por un objeto grande y singular de la ladera opuesta, que se alzaba a pico un ciento de metros más adelante; un objeto que relucía blanquecino a los recién llegados rayos de la luna en ascenso. Era tan sólo una gigantesca pieza de roca, como pronto pude cerciorarme; pero yo había tenido una clara idea de que su contorno y ubicación no eran completamente obra de la naturaleza. Un examen más detenido me colmó de indescriptibles sensaciones; ya que a pesar de su enorme tamaño y de que se encontraba situado en un abismo abierto en el fondo de los mares desde la juventud de la tierra, vi más allá de cualquier duda razonable que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya inmensa mole había conocido el trabajo y quizás la adoración de criaturas vivas y racionales.  

Aturdido y espantado, aunque no sin cierto escalofrío de placer propio de un científico o arqueólogo, examiné los alrededores con mayor detenimiento. La luna, ahora próxima al cenit, brillaba de forma extraña y vivida sobre los colosales peldaños que circundaban el abismo, revelando el hecho de que un regato de agua fluía al fondo, perdiéndose de vista en ambos sentidos y casi llegando a lamer mis pies cuando fui a detenerme al pie de la ladera. A1 otro lado del barranco, las pequeñas olas golpeteaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie puede ver entonces cinceladas inscripciones y toscos relieves. La escritura estaba formada por un sistema de jeroglíficos desconocidos para mí, distinto a cuanto hubiera visto en los libros; consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos convencionales, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y cosas así. Algunos caracteres, obviamente, representaban seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición yo había observado en la llanura surgida del océano.

De entre todo, no obstante, fueron los relieves pictóricos los que más me subyugaron. Visibles con claridad al otro lado del agua interpuesta, gracias a su enorme tamaño, formaban un cúmulo de bajorrelieves cuyos motivos hubieran podido despertar la envidia de un Doré. Creo que podría suponerse que aquellos seres representaban hombres... o al menos, cierta clase de hombres; aunque se mostraba a las criaturas retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo pleitesía en algún santuario monolítico, al parecer también sumergido. No osaré entrar en detalles acerca de sus formas y rostros, ya que el siempre recuerdo me provoca vértigos. Grotescos más allá de la imaginación de un Poe o un Bulwer, resultaban en líneas generales condenadamente humanos a pesar de sus manos y pies palmeados; labios espantosamente gruesos y fofos, vidriosos ojos saltones, así como otros rasgos aún menos agradables de recordar. Cosa bastante curiosa, parecían cincelados sin guardar proporción con su escenario oceánico, ya que una de las criaturas era representada en el acto de matar a una ballena retratada como apenas un poco más grande. Reparé, como digo, en su deformidad y extraña estatura, pero enseguida decidí que se trataba sencillamente de los imaginarios dioses de alguna primitiva tribu de pescadores o marineros; una tribu cuyo último descendiente había muerto antes de que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o el del Neanderthal. Espantado por este inesperado vistazo a un pasado más allá de la imaginación del más aventurado de los antropólogos, estuve meditando mientras la luna vertía extraños reflejos en el silencioso canal que había ante mí.

Entonces, bruscamente, lo vi. Con tan sólo un ligero chapoteo indicando su llegada a la superficie, el ser apareció sobre las oscuras aguas. Inmenso, semejante a un Polifemo, espantoso, se lanzó como un tremendo monstruo de pesadilla hacia el monolito, al que rodeo con sus gigantescos brazos escamosos al tiempo que abatía su monstruosa cabeza para prorrumpir en algunos sonidos pausados. Creo que enloquecí entonces.

De mi frenético remonte de la ladera y el risco, así como de mi delirante regreso al bote embarrancado, poco es lo que recuerdo. Creo que canté durante largo trecho, y que reía de forma extraña cuando ya no fui capaz de seguir cantando. Guardo confusos recuerdos de una gran tormenta desencadenada algún tiempo después de llegar al bote; y de alguna manera sé que oí retumbar de truenos, así como otros sonidos que la naturaleza profiere tan sólo en sus más desbocados momentos.

Cuando volví de entre las sombras me hallaba en un hospital de San Francisco, llevado allí por el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en mitad del océano. Había hablado mucho durante mi delirio, pero descubrí que habían prestado escasa atención a mis palabras. Mis salvadores nada sabían de tierras afloradas en el Pacífico, y no vi la necesidad de insistir sobre cosas que sabía no creerían. En cierta ocasión acudí a un famoso etnólogo y lo entretuve con curiosas preguntas acerca de la vieja leyenda filistea de Dagón, el dios-pez; pero advirtiendo enseguida que era irremisiblemente convencional, desistí en mi interrogatorio.

Es durante la noche, sobre todo, cuando la luna es gibosa y menguante, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado ser tan sólo una solución pasajera y me ha atrapado entre sus garras como esclavo sin esperanza de remisión. Así que voy a acabar con todo, habiendo escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión de mis semejantes. A menudo me pregunto si no habrá sido todo una fantasía... un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de la insolación y enloquecido en el bote descubierto, tras mi huida del buque de guerra alemán. Eso me digo, pero siempre me viene una espantosa y vívida imagen a modo de respuesta. No puedo pensar en el profundo mar sin estremecerme ante los indescriptibles seres que puede que en este mismo instante estén reptando y removiéndose en sus fondos cenagosos, adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito. Sueño con el día en que puedan emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra... el día en que la tierra se hunda y el oscuro lecho marino se alce entre el pandemónium universal. El fin está próximo. Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

H.P. Lovecraft

La discapacidad en la literatura

"-Quiero encontrar a alguno de estos chicos que demuestre al menos lo contrario -siguió él-, que por retrasados que puedan parecer para la vida normal, poseen una mente musical más que práctica. Mozart fue un genio, pero...yo creo que fue un genio entre ellos, entre los Williams.(......) Mi padre se equivocaba, no era Mozart quien tenía el síndrome de Williams, sino ellos los que tienen el síndrome de Mozart." ( El síndrome de Mozart. Gonzalo Moure).

En una buena parte de la producción literaria en la que se aborda una característica de la condición humana como es la discapacidad, suele encontrarse el mismo tipo de contradicciones que percibimos y sentimos cuando, de manera habitual o fortuita, nos relacionamos con aquellas personas cuyas diferencias se deben a las consecuencias socioculturales que se generan de un déficit sensorial, motriz, psíquico y o mental. Estas contradicciones son de orden ideológico y contribuyen, en cierta medida, a construir una identidad ambigua de la discapacidad, tanto desde el mundo real como desde el mundo ficticio de la literatura. Las creencias dominantes que se han mantenido en nuestro entorno cultural, sobre las personas con discapacidad, han sido aquellas en las que el déficit se ha enfatizado subrayando las carencias, lo que les "falta". Este modo de concebir la discapacidad lleva parejo un elenco de actitudes ambivalentes que van desde el rechazo y el aislamiento y, en el otro extremo, a la protección y provisión de unos medios especiales, siendo el punto común que comparten ambas actitudes la valoración negativa de las diferencias.

En la literatura, estas creencias y actitudes se encuentran dramatizadas en diferentes personajes y, debido a la mayor consistencia que adquieren mediante la palabra escrita u oral y la imagen, han llegado a crear verdaderos arquetipos formando parte del imaginario de nuestra sociedad. Así, nos encontramos con que las distintas discapacidades han sido representadas unas veces por personas que simbolizan la maldad, el horror, la fealdad o, contrariamente, la bondad, la nobleza, y la belleza espiritual, provocando el rechazo y la burla, o bien, la sobreprotección y la piedad o un rancio sentimentalismo. Este modo de acercarnos a la discapacidad, desde la literatura, refuerza los prejuicios que tenemos sobre las diferencias y entorpece el que podamos ampliar lo que acostumbramos a entender por normalidad.

Un artículo del escritor Vargas Llosa, publicado recientemente en un periódico nacional, puede servir de ejemplo o reflexión sobre el modo en que solemos percibir y describir la discapacidad. En este artículo se disculpaba ante las personas tartamudas que se habían sentido ofendidas por haber utilizado, en una conferencia, una metáfora en la que hacia referencia a sus anomalías en la capacidad expresiva. La metáfora en cuestión era esta: " Una humanidad sin novelas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje". No cabe duda alguna que estas personas debieron sentirse más que ofendidas al verse calificadas exclusivamente por las características de su habla y de manera tan peyorativa; e incluso erróneamente, pues sin negar las dificultades que tienen para emplear con fluidez el habla, ni mucho menos su lenguaje, por su disfunción expresiva, es "basto y rudimentario" y si lo fuera sería otra la razón. Además, las personas tartamudas no forman una "comunidad" y, en el supuesto que así fuera, muy posiblemente no tendrían "tremendos problemas de comunicación" porque crearían los instrumentos culturales más adecuados a sus particularidades para lograr una buena comunicación, como ocurre con la comunidad sorda que ha creado la Lengua signada.

Es cierto que estamos viviendo un tiempo en el que la solidaridad y el respeto hacia las personas diferentes, así como el reconocimiento de sus derechos son valores que están presentes en las políticas educativas y sociales, por lo que es de esperar se produzcan algunos cambios en la ideología acerca de la discapacidad. Estos cambios, aunque lentos, se están dando en nuestra vida cotidiana y en la literatura desde una nueva sensibilidad: tratar y representar la discapacidad teniendo en cuenta los contextos culturales en los que vive la persona discapacitada. La discapacidad, percibida desde ese ángulo, pasa a ser una cuestión social que nos incumbe a todos. Actualmente, en la literatura, la discapacidad está muy presente y a veces da la impresión de que la razón es porque "vende"; el cine es un ejemplo. Sin embargo su presencia es importante, si las historias en las que se narran cómo son y viven las personas sordas, ciegas, paralíticos cerebrales, deficientes mentales, autistas, y otras disfunciones o enfermedades que conllevan una discapacidad, son contadas teniendo en cuenta cómo estas personas compensan las singularidades de su personalidad y el modo de estar en el mundo es considerado, no como una desviación de la "norma" sino como una manera diferente tan válida como aquella perteneciente a la " norma" aunque ésta sea más general. Es esta concepción de la discapacidad la que puede tener el poder que se le otorga a la literatura de provocar cambios en nuestro imaginario. Pero desde esta perspectiva no hay tanta literatura que trate la discapacidad y es que, tal vez, el escritor debería de salir de su mundo y documentarse sobre la discapacidad para que la dosis de ficción, creatividad, imaginación y utopía que pone en la historia no reproduzca los estereotipos ambivalentes que se tienen sobre estas personas.

De entre algunas fuentes documentales que contienen las herramientas imprescindibles para hacer esta literatura sobre la discapacidad, una de ellas es la que puede encontrarse en las obras de Oliver Sacks. Neurólogo y "contador de historias" como él se define, es en sus neurorrelatos, en los que cuenta historias apasionantes de sus pacientes, donde encontramos que la discapacidad es considerada como una diferencia en sentido positivo: "se trata de lanzar una mirada hacia lo humano, no hacia lo inhumano". Efectivamente, para hablar de las personas que padecen un déficit, no se limita a hacer una descripción clínica sino que tiene en cuenta las condiciones en las que viven para comprender cómo son estas personas y de los recursos disponibles con los que han construido una personalidad singular.

Para conocer la singularidad de algunas de estas personas, Sacks estudió su cultura desde un enfoque multidisciplinar riguroso y visitó algunas de estas comunidades, como en el caso de las personas sordas y el de cierta forma de ceguera, la acromatópsia; en los casos en los que las personas no forman una comunidad nos relata la historia de cada caso, como el de la doctora Temple Grandin, autista, o el de Jimmi G., amnésico, entre otros. Además, es importante señalar que cada uno de estos relatos está impregnado de una filosofía humanista y vitalista cuya lectura nos hace percibir y sentir la diversidad de la condición humana como menos "diferente" o, como lo expresa Sacks al referirse a lo que le aportó el contacto con el mundo de los sordos: "...me hizo considerar extraño lo familiar y familiar lo extraño". Sentimiento éste que nos recuerda que cuanto más conocemos lo diferente más llegamos a conocernos.

La literatura de Oliver Sacks pertenece a aquella literatura en la que, desde personajes aparentemente tan diferentes de nosotros, la lectura de sus historias nos desvela nuestras discapacidades y nos permite reconocer que son más las semejanzas que las diferencias lo que compartimos como seres humanos. Es esta filosofía la que tendría que incorporarse en la literatura sobre la discapacidad. Un buen ejemplo de ello son los dos autores de las citas con las que he introducido esta breve reflexión. 

Consuelo Taurá Reverter

Poema

Quien dice que la ausencia causa olvido
merece ser de todos olvidado.
El verdadero y firme enamorado
está, cuando está ausente, más perdido.

Aviva la memoria su sentido;
la soledad levanta su cuidado;
hallarse de su bien tan apartado
hace su desear más encendido.

No sanan las heridas en él dadas,
aunque cese el mirar que las causó,
si quedan en el alma confirmadas.

Que si uno está con muchas cuchilladas,
porque huya de quien lo acuchilló,
no por eso serán mejor curadas.

Juan Boscán

Leonardo Padura o el desencanto

Leonardo Padura (1955) inaugura en Cuba el subgénero narrativo bautizado por la crítica francesa como novela negra. Con anterioridad, durante los años 70 y 80, proliferó en la Isla la variante menos prestigiosa de este tipo de relato, la novela policíaca. Es importante trazar las fronteras entre ambas categorías para poder apreciar mejor los riesgos y los logros de la tetralogía, “Las Cuatro Estaciones”, de Padura.

Con más de 120 títulos publicados, la novela policíaca se convirtió en el periodo apuntado en la forma literaria más favorecida por el régimen cubano, hasta el punto de ponerse en circulación una revista especializada (Enigma, 1986-1988) en una época en que se escamoteaba el papel para la publicación de otras obras de mayor fundamento literario. No fue una casualidad que el impulso primero, y sostenedor siempre, de esta avalancha proviniese del Ministerio del Interior con la convocatoria a su premio anual de novela policíaca, donde se advertía que estas obras serán un estímulo a la prevención y vigilancia de todas las actividades antisociales o contra el poder del pueblo. El carácter ancilar de estas obras quedaba nítidamente subrayado en los claros preceptos que el poder político establecía en su caracterización. Si la novela policíaca quedaba demeritada en la sociedad capitalista por su servidumbre al mercado, por su propósito de entretenimiento o por su limitación a sucesivos ejercicios de agudeza de ingenio; la versión cubana se devaluaba por su adscripción a un didactismo partidista, su versión maniquea de los conflictos humanos y por una escritura simplificada, ajena a plantear cualquier inquietud al lector. Pecaba de uno de los mayores enemigos del arte: el cultivo de las buenas intenciones.

Más cerca se encontraban los autores cubanos de la prédica tendenciosa de José A. Portuondo, cuando afirmaba: La novela policial nacida con la Revolución cubana aporta una nota nueva al género y es la que significa la defensa de la justicia y de la legalidad revolucionarias, identificadas, realizadas, no sólo por un individuo normal, sin genialidades, sino, además, con la colaboración colectiva del aparato policial y legal del estado socialista y la muy eficaz y constante ayuda de los organismos de masa, principalmente los Comités de Defensa de la Revolución, que de la sabia advertencia de Alejo Carpentier: Creo que muy pocos maestros de la literatura contemporánea serían capaces de escribir una buena novela policíaca, y que este género es uno de los más difíciles de cultivar que existen en el mundo. Sólo dos nombres sobresalen durante el periodo, ambos dotados de rasgos excepcionales, Daniel Chavarría, uruguayo con residencia en Cuba, y Luis Rogelio Nogueras, sobresaliente poeta y eficaz narrador, aun cuando el último no pudiera librarse del tono apologético imperante y de cierta tendencia al lirismo más complaciente. El resto es olvidable.

La novela negra, por su parte, surge en Estados Unidos en los años veinte desde una conciencia crítica. Son siempre textos incómodos para el establishment. Su propósito no está dirigido únicamente a la solución de un delito, sino, más bien, a la presentación de un escenario de conflictos humanos y de relaciones sociopolíticas perversas, a los que se une el estudio en profundidad de caracteres emblemáticos. Todo ello según la norma de Raymond Chandler: Los personajes, el ambiente y la atmósfera deben ser realistas. Hay que referirse a personas reales en un mundo real, aunque exista, evidentemente, una parte de imaginación. Pesa sobre estas obras una atmósfera de desencanto y de grisura generalizada. El detective, de vida económica inestable, linda la marginalidad, al tiempo que se provee de una máscara aparentemente cínica pero que esconde una naturaleza de una rara sensibilidad. Cuidadas en su estilo, vigiladas en su verosimilitud y con una intriga de peso en cuanto argumento, estas novelas alcanzaron un indudable prestigio literario gracias a la escritura de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Ch. Himes, entre otros pocos.

Las novelas de Leonardo Padura que constituyen su tetralogía Las Cuatro Estaciones se inscriben de manera notable en el ámbito de la novela negra y nada tienen que ver con la novela policíaca al uso cubano. La colección se desarrolla a lo largo de doce meses -un título por cada estación-, durante 1989, precisamente uno de los años más difíciles del llamado periodo especial. Y parecen estar dirigidas a mostrar la contrafaz del imaginario oficial.

En un contexto muy diferente al norteamericano, la obra de Padura se levanta como una metáfora del desencanto frente al hiperbólico discurso triunfalista del régimen. En una entrevista con el escritor italiano Gaetano Longo, Padura afirma: La realidad cubana exigía una nueva novela policial, más aguda, más crítica, más realista, mejor escrita. El eje de esta reflexión crítica pasará por el singular policía Mario Conde. El propio Padura precisa la singularidad de su protagonista: Mario Conde es una metáfora, no un policía, y su vida, simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura (Nota del autor en Máscaras).

El ciclo, integrado por Pasado perfecto (2000), Vientos de Cuaresma (2001), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998) 5 mereció de inmediato la atención unánime de la crítica internacional, que reconocía en estas obras la superación de los estrechos límites de la novela policíaca, la auscultación de un desengaño vital de la espuria representación oficial, la madurez de un discurso crítico que omitía un explícito y epidérmico anticastrismo, la indagación irónica a veces, desgarrada otras, de una realidad enturbiada por la impostura, el disimulo, el enmascaramiento y el miedo. No es de extrañar la sucesión de premios que han merecido estas obras: el Café Gijón (1995), el Premio Hammett (1997 y 1998), el Premio de la Semana Negra de Gijón (1998) o el francés Premio de las Islas (2000).

Mario Conde, el protagonista del ciclo, es, según el autor, el representante típico de una generación escondida, caracterizada por ser una generación sin cara, sin lugar y sin cojones. Una generación cuyos sueños han quedado frustrados y que cobra vida, no sólo en Conde, sino en el desamparado grupo de compañeros de instituto que reaparecen en todo el ciclo, y cuyo más trágico representante es el Flaco Carlos, paralizado en una silla de ruedas como secuela de un balazo recibido en Angola, una guerra lejana y absurda.

Padura protege a su investigador de los trazos fuertes del género, subrayando zonas falibles y blandas de su carácter. Sabemos que Mario Conde no sólo cultiva en solitario el vicio de la narrativa, sino que ha escrito poemas en su juventud. Le confiere así una humanidad frágil que rompe los esquemas del héroe machista. El autor ha sabido conciliar en Mario Conde una personalidad aparentemente áspera y solitaria -consolado por su pez peleador Rufino-, pero capaz de sostener un entrañable sentido de la lealtad a la amistad y de sufrir una tierna incapacidad para resistirse al amor. Padura no teme depositar en cada entrega una aventura amorosa de su protagonista, condenada al fracaso en cada ocasión. Trazado con las líneas gruesas del antihéroe -un derrotado, no un perdedor, le confiesa Padura a Gaetano Longo-, este paradójico policía, por otra parte, asume en su habla y en su conducta una auténtica cubanidad elaborada de múltiples contradicciones.

En cada novela Conde enfrenta una zona oscura de la sociedad cubana. Cada caso, cada personaje corrupto parece escaparse de la contingencia casuística para instalarse en una representación metonímica de mayor alcance. No en balde Mario Conde puede rumiar: En los últimos tiempos, pensó, los robos y los asaltos se mantenían en línea ascendente, la malversación de la propiedad estatal parecía indetenible y el tráfico de dólares y de obras de arte era mucho más que una moda pasajera. Si Pasado perfecto pone al descubierto el engranaje del oportunismo y de la doble moral en las altas esferas de la administración estatal, Máscaras es una denuncia de la represión cultural de los setenta y de las persecuciones desatadas contra los homosexuales, ³un homenaje a los que, como Virgilio (Piñera), fueron condenados por algo tan personal e íntimo como las preferencias sexuales, en palabras de Padura (entrevista de Gaetano Longo); si Paisaje de otoño pone al descubierto una trama de corrupciones y complicidades en el tráfico de obras de arte, Vientos de Cuaresma expone un escenario donde las falsas apariencias ocultan el tráfico de influencias y el consumo de drogas.

El espacio abierto por Padura, presente en otras obras, como El libro de la realidad (2001) de Arturo Arango, sobre todo en sus aspectos desacralizadores del discurso épico, nos advierte de que algo comienza a cambiar desde abajo. Lo que no significa que el territorio minado por la represión haya sido clausurado ni que los escritores hayan dejado de estar en la mirilla de los comisarios políticos de la cultura. Circunstancia que, aunque extraliteraria, añade un excedente de reconocimiento en su escritura. Todavía en 1999, Padura, al tiempo que reconocía una benevolente actitud del ministro de cultura, Abel Prieto, declaraba imprudente desde su raigal Mantilla: Ahora, al estar tan demarcados los límites políticos, cualquier cosa que vaya más allá de lo correcto puede provocar miedo. Esta misma entrevista -las respuestas que te estoy dando- podría provocarme mucho miedo, porque sé que existe la posibilidad de que un funcionario piense que estoy diciendo cosas que son políticamente incorrectas y venga a pedirme explicaciones. No estoy exento ni a salvaguarda del miedo que sienten muchas personas en Cuba.

No es difícil concluir que salvo el magisterio canónico de Guillermo Cabrera Infante, no existe en el panorama de la narrativa cubana actual un conjunto de obras que aporte una escritura más lúcida y eficaz que el ciclo Las Cuatro Estaciones de Leonardo Padura. Quizá ello sea debido a un fenómeno lúcidamente descrito por Nabokov: A veces, en el curso de los acontecimientos, cuando el flujo del tiempo se convierte en un torrente fangoso y la historia inunda nuestros sótanos, las personas serias tienden a reconocer una correlación entre el escritor y la comunidad nacional o universal; y los mismos escritores empiezan a preocuparse por sus obligaciones.

Pío E. Serrano

La telaraña

I

La primera vez que tomó ese fierro en sus manos le pareció frío e indiferente, pero ahora Mario había pasado tanto tiempo esperando a su víctima junto al poste de la esquina, que el fierro, largo y oxidado, ya no le parecía ajeno a su organismo, sino que ahora se había convertido en un brazo más de su cuerpo. Esta nueva extremidad era inmune al calor, al amor, al dolor, a los impuestos, al frío y a otros males de los que se es imposible escapar.

El fierro era inflexible y duro justo como a Mario le hubiera gustado ser por completo.

Mientras esperaba sin moverse de aquel lugar, cerró sus ojos y su imaginación salió a jugar libre por el cosmos, escapó sin pedir permiso para conocer nuevas galaxias rodeada de muchos espejos.

"Los espejos siempre están aquí mirando la fealdad y la belleza. Nada les importa."

Él se miró en tantos de aquellos espejos que llegó a pensar la posibilidad de cambiar su vida por la de uno de aquellos reflejos que solo sabían imitarlo sin pensar. Tal vez de esa manera ya nadie lo podría culpar y de nuevo sería por siempre tan inocente como cuando niño.

"¿Inocente? ¿Acaso soy culpable? ¿De qué?"

Y justo cuando se hacía estas preguntas en su sueño se percató de que estaba en una trampa, donde una enorme araña se le acercaba despacio y en silencio, hasta que pudo sentirla encima como un vaho frío que bañaba todos sus miembros. Entonces Mario levantó su nueva extremidad de hierro con la que hirió al monstruo y rompió sus ataduras, pero cuando estuvo libre empezó a hundirse en un agujero negro sin luz ni final.

Hubiera seguido en ese trance, pero un sonido agudo y metálico, que venía del exterior y lo sacó de aquella pesadilla estremeciendo su cuerpo. Abrió sus ojos y se dio cuenta de que mientras dormía el fierro se le había zafado de sus manos y estaba en el suelo frío e indiferente, como cuando lo había encontrado.

Miró el reloj. Ya ella estaba por llegar. Se limpió el sudor con una

mano.

"¡Malditas arañas siempre me hacen lo mismo!"

Levantó el fierro y asumió la posición inicial.

Un sonido rítmico hace eco en las calles cercanas al parque. Son los pasos cortos y rápidos de Tania que cada vez se escuchan más cerca y Mario sujeta con fuerza el fierro, inhala lento y hondo siguiendo su ritual. Ella pasa por su lado sin mirarlo.

"Uno, dos y nadie es inocente."

El fierro se agita y silba cuando corta el viento. El primer golpe no es certero. Ella cae al suelo confundida y desde abajo voltea su rostro buscando respuesta, y sus ojos van a dar inevitablemente con los de Mario sin darse cuenta de que su mirada tiene el poder para desarmarlo, regalándole un cielo con todas sus estrellas. Él lo sabe bien, pero siente miedo y se empeña en cerrar cuanto pueda sus párpados y deja que una avalancha de recuerdos y pesadillas ahoguen de nuevo su conciencia mientras continua golpeándola con todas sus fuerzas.

Mario la hirió una y otra vez, desesperadamente para defenderse de la araña que está vez solo gime y llora como un mujer a la que nadie escucha en un cosmos lleno de espejos, pues los reflejos no tienen voluntad propia, solo son espectadores anónimos y silenciosos.

"¡Maldita araña! ¡Jamás me engañará!"

Y siguió golpeando a Tania hasta que dejó de escuchar sus lamentos y después de un rato Mario se detuvo para mirarle el rostro que ahora estaba morado, cubierto de sangre y sintió una extraña mezcla de ternura y horror.

"¡Malditas arañas! ¿Cuándo me dejarán en paz?"

Se fue caminando muy asustado por el cosmos de las calles de la Capital. Siguió cayendo en un agujero negro donde no importa la realidad y se perdió en los laberintos urbanos siempre llenos de espejos que lo miran y le abren paso sin oponerse, sin hacer preguntas y lo dejan caer, caer...

 

II

 

"Desgraciada mocosa. Se cagó de nuevo. María, hacete cargo de la niña.

Deja ya de llorar que vas a despertar a tu tata.

Muy bien, báñate. Sí, así restrégate bien.

No, no en esa parte: por encima.

Ya, cochina deja de tocarte. ¡Perra!

Te voy a poner las manos en el fuego si lo seguís haciendo.

Güila idiota.

Come de una vez por todas, que para eso trabajo en la fábrica.

¡Malagradecida!

¿Qué? Pero ¿quién te enseño esas palabras? ¡Desgraciada!

Llega temprano.

¿Con quién andabas?

Eso es pecado.

¿Querés irte al infierno?

Escriba 100 veces en el cuaderno: 'No vuelvo a... '

¡Maldita! ¿Ese es el ejemplo que te doy?

Espérate a que lo sepa tu tata."

Eran las seis de la tarde cuando Tania despertó con dolor de cabeza. Había soñado otra vez que sus padres, la maestra de su antigua escuela y el sacerdote del barrio le gritaban sentencias como cuando era niña, mientras ella, ya hecha mujer se desnudaba frente a ellos muy callada sin dejar de mirarles a la cara.

Aunque su soledad no había cambiado con los años, sus clientes sí y eran cada vez más difíciles. La noche anterior había sido muy floja, por lo que esperó en el Parque Morazán y caminó por la cuadra del Hotel hasta el cansancio.

Lo curioso para ella es que desde hace varias noches está un hombre en el poste de la esquina mirándola inmóvil como estatua sin hacerle ninguna oferta.

"Todos estos locos cargando fierros y las pancartas tiradas en el parque son por culpa de la huelga."

Tania tomó impulso para levantarse de su camón de tablas, cogió el vestido negro y los zapatos, se metió al baño y en una palangana se lavó la cara, tomó un trapo húmedo para limpiarse mientras una brisa fría entraba por las rendijas del baño erizándole la piel, se vistió frente al espejo del botiquín, cepilló su cabello. Antes de salir se sentó en el sanitario, abrió una bolsita secreta que siempre esconde de los demás.

Exhaló despacio, muy despacio, contó hasta diez y jaló cuanto pudo con sus pulmones calentando su nariz de tal forma que algunas lágrimas le salieron de los ojos como si hubieran estado esperando durante tanto tiempo una excusa para salir sin tener que llorar. Inmediatamente olvidó que tenía frío, y todo se puso muy borroso como si estuviera rodea de nubes, sintió que flotaba y las cosas a su alrededor empezaron a dar vueltas fuera de control.

" ¿De qué sirven

los atajos al Cielo

si nos cortan las alas?

¿Y de qué me sirven

a mí las alas si nadie

me enseñó a volar?

La, lalala, la la..."

Y se sitió levitar mientras recordaba aquella canción y se dejó llevar por la inercia hasta la puerta.

Ya eran casi las ocho cuando ella salió de su apartamento; de nuevo a la calle, caminando sobre la línea imaginaria con un andado pretencioso: moviendo sus caderas, agitando su bolso, sin mirar a los lados. No le importó lo que decían las vecinas, el claxon en la calle, los silbidos en la acera, las letras de neón ni las monjas que se persignaban al verla. Ella solo estaba levitando. Levitando entre las nubes de su cielo sin sentir que sentía.

Anibal G. Vindas

Traiciones

El traductor que soy 
de tus desvelos,
te traiciona, lector,
y no te nombra; 
plagia tus sentimientos 
más enfermos; 
copia tu situación,
arde en tu llama.

Juan Domingo Argüelles

Plagio y reescritura

El viernes 7 marzo, en una entrevista telefónica hecha por la periodista Angélica Leal y publicada por el suplemento La Guía del diario La Tercera, el poeta Sergio Parra expresa como propia la siguiente frase: "En la actualidad hay dos tipos de poesía y narrativa que se están escribiendo, la Cocida y la Cruda. La primera magníficamente experta, parece a veces que haya sido concebida para su consumo y digestión en un seminario de doctorado. La segunda, enormes pedazos sangrantes de experiencias sin condimentar, que se preparan y sirven a los lectores de media noche".

Hace más de cuarenta años, tras recibir el National Book Award por su libro Life Studies, Robert Lowell describe el panorama poético norteamericano declarando: "En la actualidad dos tipos de poesía están compitiendo, la "cocida" y la "cruda". La primera, magníficamente experta, parece a veces que haya sido concebida para su consumo y digestión en un seminario de doctorado. La segunda, enormes pedazos sangrantes de experiencia sin condimentar, que se preparan y sirven a oyentes de media noche". Esta frase -debo su pesquisa al poeta Guillermo Valenzuela- está tomada de la página 15 del libro Por los muertos de la Unión y otros poemas de Lowell, publicado por Cátedra en 1990.

El plagio es un tema que por estos días (después del caso de Paulina Wendt) bate lenguas en nuestro pequeño mundillo literario. Y cómo no. La sospecha de plagio es siempre un territorio en disputa, en el cual la frontera que sanciona el delito es desplazada y ubicada según del lado en que se milite. Rara vez hay conclusiones tajantes, y nunca es esperable ni siquiera un asomo de reconocimiento por parte del acusado.

Según la RAE, plagiar significa "copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias". Por su parte, la palabra obra tiene aquí el sentido que le da su segunda acepción, esto es "cualquier producción del entendimiento". Puede ser objeto de plagio, entonces, no sólo un libro o un poema, sino también un texto breve o incluso una idea. Eso dice la RAE, pero otra cosa es la literatura, y ese es el problema.

Que la historia de la literatura es en verdad una constante reescritura de sí misma, es un viejo cliché que se trae a colación como si tuviera el poder de iluminar por sí solo el cuarto oscuro de la polémica ("sin reescritura no hubiera habido Hamlet", escribió recientemente Nicanor Parra en defensa de Paulina Wendt). Bueno, ese cliché lo que tiene de cierto, también lo tiene de confuso. Plagiar no es reescribir. Lo primero supone un acto de viveza y vileza y un ocultamiento alevoso de la fuente. Lo segundo es un acto creativo legítimo, cuyo producto debería soportar (incluso exigir) una lectura con el original en perspectiva. Por otra parte, reescribir no es clonar. El resultado de una reescritura creativa son dos obras distintas que, aunque emparentadas, cada una debería inscribirse con toda propiedad en el universo estético particular de sus respectivos autores. Lo dijo Wilde alguna vez mejor que yo: "en el arte el robo está permitido, siempre y cuando vaya acompañado de asesinato".

El texto El Cazador de Paulina Wendt, premiado en primera instancia por el jurado del Concurso de Cuentos Paula, es hasta con las luces apagadas un plagio. Está "emparentado" sin duda con el relato El fin del viaje de Piglia, pero nadie podría legitimar una lectura seria del primer cuento teniendo el segundo como antecedente. Es imposible lisa y llanamente porque son ambos el mismo cuento.


El caso de Sergio Parra, apuntado al comienzo de esta nota, tendrá para algunos una lectura simple: una omisión involuntaria de la cita de autoridad que, en el contexto de una entrevista, tampoco es imprescindible consignar. Lo primero lo puedo creer, lo segundo es un absurdo que nos daría carta blanca a todos para posar de inteligentes.

Afirmo lo que me parece evidente: Parra primero expresa como propia una idea que no es de él (la poesía cruda versus la poesía cocida), que muy probablemente comparte, pero que por alguna razón omite acompañarla de los créditos al autor original; y segundo, en un acto de pereza intelectual (o de mala digestión) copia textual la formulación que de esa idea hizo Lowell hace más de cuarenta años. A la luz de lo discutido más arriba, eso es un plagio. Claro, no hay una intención de lucro como cuando se clona una obra para un premio o un concurso. Pero sí existe la ganancia de la apariencia que da -permítaseme la cursilería- poner en el ojal una flor que no se tiene.

Como en otros ámbitos de la vida -cuál puede eximirse- la deshonestidad en la actividad literaria existe. Probablemente una acusación de plagio ventilada en la prensa sea apenas una punta de lanza: siempre late sorda la sospecha detrás de las bambalinas de los premios y los concursos. Vaya a saber uno. 

M. A. Coloma 

El vampiro

Tú que, como una cuchillada;
entraste en mi dolorido corazón.
Tú que, como un repugnante tropel
de demonios, viniste loca y adornada,

para hacer de mi espíritu humillado
tu lecho y tu dominio.
¡Infame!, a quien estoy ligado
como el forzado a su cadena,

como al juego el jugador empedernido,
como el borracho a la botella,
como a la carroña los gusanos.
-¡Maldita, maldita seas tú!

Supliqué a la rápida espada
que conquistara mi libertad
y supliqué al pérfido veneno
que sacudiera mi ruindad.

¡Ay! el veneno y la espada.
me desdeñaron diciéndome:.
-No eres digno de que se te libere
de tu esclavitud maldita.

-¡Imbécil! -Si de su dominio
te libraron nuestros esfuerzos,
tus besos resucitarían
el cadáver de tu vampiro.

Charles Baudelaire

El expulsado

No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta. Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que en contar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.

Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?

La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.

En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.

¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.

Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.

Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.

Sin embargo no les había hecho nada.

Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.

Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.

Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.

Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forma que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.

Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no, no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.

Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.

Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.

Samuel Beckett

Elefantes

Pasó el circo: armaron su carpa en los terrenos del ferrocarril, a un costado de la estación. Tardaron tres días enteros en armar la carpa. Enseguida trazaron un gran círculo sobre la tierra y alisaron el piso: ésa sería la pista. Esto en el primer día. Después acomodaron las casillas y los carromatos y las jaulas con los leones y los tigres alrededor de ese círculo. Bastante alejados. El segundo día clavaron estacas durante toda la mañana; sólo hubo ruido a martillazos. En la tarde levantaron los mástiles. Muchos hombres asieron una soga gruesa y tiraron, gritando acompasados. Un viejo barrigón, en camiseta de tiras, los dirigía. El poste central se fue alzando oblicuo desde el suelo hasta ser una vela.

 

El último día cubrieron los mástiles con las lonas y la carpa estuvo armada.Mientras tanto, las mujeres escuálidas que en la función volarían por los aires leían revistas junto a sus casas rodantes y tendían ropa sobre las ramas de los árboles desnudos. Desde lejos podía verse al hombre de goma tomando sol con un diminuto slip, tirado sobre el techo de su casilla, y al mago puliendo una caja de cristal inmensa.La gente del pueblo encerró a los perros y los gatos, ya que se decía que los del circo eran capaces de robarlos para alimentar a sus animales. Las madres tampoco dejaban a sus hijos acercarse al baldío: podrían raptarlos o llevárselos a la partida, convertidos en saltimbanquis o en malabaristas. Igual, muchos escapaban de la escuela para ver cómo daban de comer a los leones. Había monos atados con largas cadenas que se rascaban buscando pulgas. Había perros saltarines que corrían desesperados tras un señor que les tiraba galletas. Había dos caballos blancos, uno con una cola larga hasta el piso. Y había un elefante. Gris. Perfecto. Alto. Un poco triste.

La primera función fue lleno total. En el pueblo sólo se hablaba de las maravillas que se habían podido ver: el hombre bala, la pirámide humana, la mujer que galopaba sobre los caballos y tiraba fuego por la boca, el domador y los leones, un tigrecito al que le habían puesto un sombrero y actuaba con los payasos. Los que no habían asistido esperaban ansiosos el próximo fin de semana. Los que sí habían ido caminaban inflados de orgullo.El dueño del circo tenía un hijo y durante esos quince días lo mandó a la escuela. Iba a sexto grado. Sus compañeros lo rodearon esperando que contara miles de aventuras: creían que la vida en el circo debía ser extraordinaria. Pero el chico se negó a hablar de eso. Era un chico huraño y de ojos duros, impiadosos. Odiaba que lo vieran como a un fenómeno. No salía a los recreos y se quedaba sentado sobre el banco, mirando por la ventana alta hacia afuera, a la calle. A la salida lo venían a buscar en el auto del circo, con los parlantes conectados anunciando las próximas funciones. Al escuchar la voz estentórea del payaso acercarse cada vez más, toda la escuela sabía que terminaba la jornada escolar: sólo quedaba formar y arriar la bandera.

Una tarde, una de las compañeras del chico del circo entró corriendo al aula antes de que sonara la campana y le dio un beso en los labios. La chica, después de besarlo, intentó escapar, pero el chico del circo la sostuvo por el pelo y la obligó a darle otro beso. Abrió grande la boca, como si se la fuera a tragar y empujó con la lengua hasta que los labios apretados de la chica cedieron. El chico del circo metió entonces la lengua dentro y dejó allí depositado, en la concavidad rosa, un chicle de menta ya desabrido y sin color. Cuando el resto del curso volvió al aula, la chica lloraba sentada en su banco, con las dos piernas muy juntas y el delantal estirado sobre las rodillas. El chico seguía mirando por la ventana. Al poco tiempo corrió un rumor entre los cursos más bajos: el chico del circo había arrastrado a una de sus compañeritas hacia el hueco que se formaba debajo de las enredaderas del patio y la había obligado a desnudarse. Aseguraban que habían hecho caca juntos. La directora desestimó los cuchicheos, pero igual llamó al chico del circo a la dirección y mantuvieron una larga entrevista en la que lo interrogó acerca de cómo se sentía en su nueva escuela y de si creía que se estaba integrando bien al resto del grupo. El chico del circo habló poco y nada.

Un día, sin previo aviso, y después de dos exitosos fines de semana, el circo se fue y el chico no volvió a la escuela. El baldío en que se había asentado la carpa amaneció liso y vacío. Sólo quedaba, en una esquina, el elefante, parado, alto y triste, con su grillete en la pierna y una gruesa cadena atándolo a una estaca. La policía hizo averiguaciones. Dijeron que seguramente los del circo no tenían los papeles del animal en regla y que por eso optaron por dejarlo. Vino el veterinario y revisó al elefante: este animal está muy enfermo, dijo. Está a un pie de la muerte, dijo. Y todos se pusieron muy tristes.

–¿No se puede hacer nada? –preguntaron.–Nada –respondió el veterinario.–¿No hay modo de salvarlo? –preguntaron.–No hay –respondió el veterinario.

–¿Qué vamos a hacer con un elefante muerto? –preguntaron.

–No sé –respondió el veterinario.Los chicos, mientras tanto, rodeaban al elefante y corrían veloces entre sus piernas. El desafío era pasar bajo la panza del animal sin que éste lo advirtiera. Más tarde se colgaron de su cola y también uno, intrépido, se le subió al lomo: después de un rato de saludar desde allí, bajó sin pena ni gloria. El elefante, parado en medio de los terrenos del ferrocarril, sólo movía las orejas para espantarse las moscas. No comía. La trompa le caía derecha y arrastraba por el suelo. Los ojos lagañosos estaban todo el tiempo entrecerrados.
Dos días más tarde, se murió.–¿Qué hacemos ahora con un elefante muerto? –volvieron a preguntar.Pero nadie tenía una buena respuesta. Cortaron el candado que ataba el grillete a la pata delantera del elefante muerto y el elefante quedó libre. Con una pala excavadora y la ayuda de muchos hombres lo subieron al camión volcador de la municipalidad y con el camión volcador lo llevaron al basural. Allí lo dejaron.Algunos chicos todavía fueron un tiempo más a jugar sobre el elefante. Un día dejaron de ir. Había olor.Cuando ya era una montaña reseca e informe, el intendente recordó el elefante muerto y comenzó a hacer gestiones. Logró venderle el esqueleto a un Museo de Ciencias Naturales de Formosa. Fue un buen ingreso para las arcas municipales. Vinieron tres técnicos y se pasaron dos días blanqueando huesos y embalándolos en cajas de cartón. Al terminar la tarea, cargaron todo en una furgoneta destartalada y partieron. El museo tenía un gran hall de ingreso, un poco oscuro pero majestuoso, y el elefante sería toda una atracción puesto allí, en el centro. Tardaron un año y medio en armarlo. Día tras día engarzaban huesos en un firme y secreto soporte de hierro. Consultaban, para hacerlo, una vieja enciclopedia de zoología y observaban en detalle cada articulación, cada engarce, cada pequeñez. El elefante lentamente iba tomando forma. Ya estaba casi completo cuando advirtieron que faltaba una diminuta vértebra de la cola. Según el libro debía haber diecinueve, pero había dieciocho. Pensaron que el huesito habría quedado olvidado entre la basura, mas no era así. Lo tenía, en realidad, la chica aquella que había besado al hijo del dueño del circo. Caminó entre sombras una noche de verano para robar la vértebra, en medio del basural crujiente y tembloroso, sin que nadie lo advirtiera.La escondió en un cajón secreto, en el fondo de su cómoda, junto al diario íntimo y al lado del chicle reseco y desvaído, envuelta con una cinta rosa.

Era su souvenir.

Federico Falco

La salvación por la escritura

INTRODUCCIÓN

Jean Paul Sartre entre los 49 y los 58 años se dedica a escribir Las palabras, libro que aparece en su cuarta fase creadora, denominada "analítica o autobiográfica". En el misma época - a partir de los 50 hasta el 70 - es cuando aparece la llamada "novela nueva". Es aquí donde ubicamos La Modificación de Michel Butor. Este movimiento fue muy criticado, los nuevos novelistas negaban constituir una escuela o imponer una teoría específica, por el contrario creían que cada novela debía inventar su propia forma, sin recetas.

Frente al compromiso político, ideológico o filosófico de los existencialistas, los escritores de la "nueva novela", se centran en los problemas planteados por el lenguaje en el acto de escritura. La semilla de este nuevo compromiso ya estaba germinando en Proust, Joyce, Beckett y Faulkner.

Ahora bien, mientras que Las Palabras es un texto autobiográfico, En busca del tiempo perdido, no es ni novela, ni ensayo, tampoco es su autobiografía. Según Barthes (El susurro del lenguaje), "las profundidades del inconsciente" de las que habla Proust fundan otra lógica, una "tercera forma". En el famoso episodio de la magdalena, Proust abre las compuertas del tiempo y es así como su obra surge del sueño que puede escribirse. Por el contrario, en La Modificación, inscripta en la tradición del relato itinerante, los tiempos están perfectamente organizados.

Si bien las diferencias entre estas tres formas de escritura son grandes y obvias, he encontrado algunos denominadores comunes que son los que voy a desarrollar: la angustia y el vacío, el tiempo y sus efectos destructores, la lectura como refugio y el rol del escritor, el viaje iniciático, la transformación, el arte y el mito como signos de lo trascendente.

EMPEZAMOS CON PROUST: "POR EL CAMINO DE SWANN"(1913)

La historia que es contada por el narrador tiene todos los caracteres dramáticos de una iniciación – dirá Barthes (Proust y los nombres) -, tres momentos dialécticos: deseo (revelación), fracaso (asume los peligros, la noche, la nada) y asunción (en la plenitud del fracaso encuentra la victoria.) Es la narración de un aprendizaje y de este aprendizaje nace la verdad, es decir, la escritura. En el segundo capítulo dice así: "Desde aquel día, en mis paseos por Guermantes sentí con mayor pena que nunca carecer de disposiciones para escribir..." Un poco más adelante, cuando describe los campanarios de Martinville: "No he vuelto a pensar en esta página, pero recuerdo aquel momento (...) me sentí tan feliz..." Vemos desde las primeras páginas la intención de escribir, el deseo de ser "un escritor famoso". Sin embargo, este proyecto se enfrentará con el tiempo.

Cuando llega al palacio de Guermantes, (El Tiempo reencontrado,1927) el narrador percibe que los invitados han envejecido. La única manera de trascender en el tiempo es a través de la obra de arte. En relación con esto, George Painter, (Marcel Proust 1871-1922) dice que Proust creía que su vida tenía la forma y significación de una obra de arte. Se preguntaba cómo pasar de la vida al arte.

Ahora bien, el conocido "extasis de la magdalena", sería el punto de partida. Pues esta experiencia se presenta ante un hombre triste y postrado que en un instante, en el instante en que las migas tocan su paladar, "algo extraordinario ocurre en su interior". Dice: "Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal" y ahora no sólo se trataba de buscar, debía crear.

Lo que cuenta Proust, explica Barthes (El susurro del lenguaje), lo que pone en forma de relato no es su vida, sino su deseo de escribir. Cuando el narrador llega al palacio de los Guermantes descubre lo que debe escribir: "Si por lo menos me quedaba el tiempo suficiente para llevar a cabo mi obra, no dejaría de señalarla con el sello de ese Tiempo, cuya idea se me imponía con tanta fuerza en este día..." ( El Tiempo reencontrado). Obtiene la seguridad de que va a escribir En Busca del Tiempo perdido, que sin embargo ya está escrita. Comprobamos así la idea de unidad, comienzo y final están reencontrados. Proust va a encontrar la creación en un "yo" unificado y creador que debe descender dentro de sí mismo y cuando se da cuenta que puede superar el tiempo destructor, el héroe pasa a ser escritor.

El libro está lleno de analogías con retratos y personas. La comparación de Odette y el fresco de Botticelli es quizás el ejemplo más significativo: " La miraba en su rostro, en su cuerpo, se aparecía un fragmento del fresco de Boticelli (...) este parecido la revestía a ella de mayor y más valiosa belleza." La cantidad de comparaciones y analogías con la pintura y el arte, funcionan precisamente como signo de lo trascendente, lo que perdura, que es en definitiva lo que Proust pretende escribir, el arte que descubre el significado interno de lo que ya existe, y no el arte que inventa lo que jamás existió.

PASAMOS A "LA MODIFICACIÓN" (1957) DE MICHEL BUTOR

En esta novela se relata un viaje material y espiritual de transformación, que como ya señalamos anteriormente, se inscribe en una amplia tradición: el relato de viajes. Dice Lourdes Carriedo, que encontramos tres niveles perfectamente conectados. En primer lugar, el nivel anecdótico del texto, esto es espacio y tiempo: el viaje en tren de París a Roma y las 21 horas y 35 minutos, tiempo estimado que tarda en llegar. Ahora bien, el viaje adquiere un nuevo significado desde el momento en que se descubre una nueva dimensión existencial, esto es la transformación que el personaje sufrirá a lo largo del trayecto. Y el tercer nivel es el sueño que funcionará como microrrelato o puesta en abismo: la referencia al canto VI de la Eneida.

En esta novela domina una perspectiva de narración desde el interior del personaje, el mundo nos es dado a través de su propia experiencia. Aquí hay un parecido interesante con la obra de Proust, si pensamos que también leemos la novela desde la introspección de Marcel. El narrador nos describe imágenes de su infancia o de Combray, tal como él las recuerda. Aquí también el narrador confiesa una angustia que lo atormenta: "Este viaje debería ser una liberación, un rejuvenecimiento, una gran limpieza (...)¿De dónde viene ese cansancio, diríase casi malestar?"

En la tercera parte del libro desaparecen las precisiones de lugar y tiempo, el delirio, la pesadilla y el sueño lo invaden. Es aquí donde el autor inserta el canto VI de la Eneida. León sueña con el descenso a los infiernos, la barca de Caronte y la loba, representación simbólica de Roma. León, a partir de este sueño revelador, descubre que su viaje ha cambiado de rumbo y su proyecto será otro. Dice Carriedo que la novela se estructura entonces como un relato iniciático: preparación, descenso a los infiernos y renacimiento, momento en el que la metamorfosis se ha operado y el iniciado es un "hombre nuevo." Esta es otra semejanza interesante con Proust, ya que como hemos dicho, la novela de Proust es una narración de aprendizaje, en donde tenemos el deseo, la frustración y la asunción. Lo que descubre León es que en realidad "ama a Cecile, porque en realidad ama a Roma". Dice así: " su amor por Cecile ya no le parece el mismo y se le presenta ahora bajo otro sentido, lo que ahora tendría que examinar es (...) el mito de Roma..." El héroe comprende que su fisura personal, "está en comunicación con una inmensa fisura histórica". La búsqueda entonces cambia de signo, ahora su pretensión consistirá en vivir como un hombre libre y sincero dedicado a la escritura de un libro: "tengo que escribir un libro, sería el medio de colmar el vacío que se ha producido en mí" (p.310). Siguiendo la tradición proustiana, el libro que se ha de escribir es el que mentalmente acaba de leer el lector, por lo tanto, ya está escrito. El libro se acaba justo cuando va a comenzar la escritura. En relación con esto, dice Janvier Ludovic (Una palabra exigente) que la obra queda como modelo de un camino recorrido que va de la oscuridad a la luz, del sueño a la atención. Y agrega que después de haber informado al novelista, la novela informa al lector. Como lugar de encuentro o instrumento de conciencia, el libro es algo así como un objeto viviente que transforma, nutre y le comunica experiencia a quien lo toca.

Y AHORA TERMINAMOS CON "LAS PALABRAS" (1964) DE JEAN PAUL SARTRE

Esta es una obra biográfica de confesión, en donde el autor va a hablar de su apego a la literatura diciendo que él busca una salvación a través de la literatura, incluso algunas veces habla de una inclinación casi mística, religiosa: "yo había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro. En la biblioteca encontré un templo." Recordemos que también Marcel (En busca del tiempo perdido), en el segundo capítulo se refugia en la lectura, cuando cuenta que se iba debajo del castaño a leer; o también en La Modificación el libro es un tema redundante que adquiere un significado simbólico. Recordemos que todos los pasajeros llevaban algo para leer.

En Las palabras hay como una suerte de supervaloración de la escritura, pero a la vez un rechazo a esa vocación, es un permanente vaivén. Dice Sartre: "Yo viví en un estado de malestar", "Yo era un florecimiento insípido en perpetua abolición." Y por otro lado, dice así: "me preparaba la soledad burguesa más irremediable: la del creador." Nuevamente, semejanzas con la novela de aprendizaje de Proust o el viaje iniciático en La modificación, me refiero al vaivén entre el deseo y la decepción.

Por otro lado, notemos la siguiente diferencia, mientras Marcel dice: "dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal", Sartre menciona de manera recurrente "que se sentía de más, que tenía que desaparecer", la idea de ligereza, de no existir más, lo opuesto a la necesidad, una de las obsesiones fundamentales en la obra de Sartre.

Después de este continuo vaivén que por un lado intenta sacralizar al escritor y por otro lado a desacralizarlo, finalmente dice que sigue siendo el mismo: "todos los rasgos del niño, desgastados, humillados, arrinconados, dejados en silencio..." Dice que ahora conoce la impotencia del escritor, que la cultura no salva a nadie, pero por otro lado no puede dejar de escribir: "no importa, hago, haré libros, hacen falta, aún sirven." Y afirma que la escritura es el único espejo crítico del hombre: "Lo que me gusta de mi locura es que me ha protegido, desde el primer día, contra las seducciones de la elite, nunca he creído ser feliz propietario de un talento, lo único que se trataba era de salvarme."

Sartre se va transformando en un mitógrafo de su infancia. Hay mitos greco-latinos y contemporáneos, todo le sirve para ir dibujando el Sartre que él quiere. El tema del mito tiene que ver con la muerte y la salvación a través de la escritura. El mito explica el origen de un fenómeno y también las conductas de salvación. En este caso, es el origen de una vocación - el tema de la literatura - a través de la literatura, se explica él mismo. La literatura es una forma de conocimiento y también de salvación, por eso es una forma de perdurar más allá de la muerte. Pollamn (De Sartre a Camus) afirma que "la literatura no tiene otro interés, sino el de ser una indagación de sentidos, un intento de salvación, eso que sólo por error, e incluso contra su voluntad ha sido para Sartre."

CONCLUSIÓN

Como dije en un principio, si bien nos encontramos antre tres estructuras distintas, en donde Proust estaría instaurando una "tercera forma", Butor un relato itinerante en tres dimensiones, y Sartre por su parte, la confesión de una impotencia, me parece que los tres coinciden plenamente en la importancia del acto de escritura como algo trascendente, que al igual que el mito o el arte, no mueren ni caducan. En palabras de Ludovic "transforman, nutren y le comunican experiencia a quien lo toca."

Clara Mengolini

Haikús

Toma este ramo

que te ofrezco de rojas

tiernas caricias.

 

       

 

En solitario

sale a cazar el tigre.

Huye la luna.

 

       

 

Al pie del ara

sobre un lecho de pétalos

vierto tu sangre.

 

       

 

Página en blanco

donde tú te deslizas

desnuda y sola.

 

       

 

Cierra los ojos.

Se suelta el pelo. Ríe.

Quiere matarme.

 

       

 

 Ahora, en silencio,

mira bien esa noche

que yo te invento.

 

 Víctor Botas

Diane, corazón de tuna

¿Dónde estarás, Diane? ¿Qué será de tu vida, pajarito?

Pajarito hermoso, de ojitos achinados, manecillas largas, nariz respingada, globitos en los cachetes, frente ancha, pelito suave. Sabes, anoche soñé contigo. Soñé que cumplías ocho años de nuevo, que casi llorabas apagando las velitas, que metías los dedos en la torta y se encendía tu cara con tu típica sonrisa pilla, sin temor de mostrar tus dientes cariados, las paletas que faltaban arriba, los incisos ausentes abajo. Que reventabas los globos a  propósito, que te burlabas de mi acento en inglés, de la nariz recién operada de Willy.

Pequeño tulipán, ya ves, no me es fácil olvidarte, los fantasmas nocturnos nos juegan malas pasadas; mira que acordarse de ti así no más, de sopetón, sin advertencia previa, después de tantos años.

No me acuerdo como llegaste la primera vez, como entraron las dos a nuestro  departamento, pero sí recuerdo las caras sonrientes, apenas temerosas, de tu hermana Debbie y tú, mirándolo todo con evidente curiosidad.

"¿Quieren una galleta?", pregunté.

"Eh, bueno, sí".

"¿Tal vez un pan con queso?"

"Eh, bueno, claro".

Juan las miraba con ironía. "¿Tal vez un pollo entero con papas?" Les dijo, muerto de la risa.

"Este... sí, por qué no, ¡sí sí!" Contestaron las dos a coro, saltando de alegría. Juan y yo nos miramos. "Bueno, por mí, si quieren cenar, les servimos, ¿no te parece?" Le dije, en castellano. "¿Se enojarán los padres?" "Qué sé yo; por último, que se enojen".

Las dos se miran, y a nosotros con temor.

"No se asusten, es sólo otro idioma".

"Un poco raro, ¿no?"

"Bah, eso no es nada", contesté, "también podemos hablar como los perros", y ladro; "y como las vacas", dijo Juan, dando un mugido; "y las gallinas", insistí yo, cacareando. Por fin soltaron la risa.

Willy, te acuerdas, entró cansado ese día, de regreso del trabajo. Se paseó del baño a su cuarto en silencio, con su introversión de siempre. Entró al comedor frunciendo el ceño.

"¿Y estos niños?" dijo, con una seriedad capaz de asustar a un adulto. Tú lo miraste con tu sonrisa ancha, mágica, esplendorosamente inocente, iluminándolo como un lucero gigante ilumina una noche oscura, ganándote para siempre su corazón.

La Nicki llegó con algunas compras, también cansada, cuando ustedes ya estaban terminando y se repetían por tercera vez el vaso de jugo de manzanas. "¡Hola!" las saludó.

Luego a nosotros, "las niñas del vecino". "¿De cuál?" "El segundo piso, aquí al lado" (apuntando a la derecha, hacia el norte). "No, no me digas.." "Sí, del mismo. Del borracho.

Y tiene más, he visto por lo menos dos niños más entrar a esa casa".

II

Pasaron unos días. Volvieron una tarde. Pasaron más días. Siguieron regresando. Primero distanciadas, uno o dos días a la semana, tímidamente. Pronto día por medio. Finalmente todos los días. Tarde tras tarde, a la salida de la escuela. Casi todos los fines de semana. De ser una curiosidad, poco a poco pasaron a ser parte de nuestra vida diaria. Una vez tú, pillaza, llegaste un lunes por la mañana.

"Diane, ¿qué haces por aquí, no tienes clases?" Silencio. "¿Dónde está Debbie?"

"En la escuela".

"No es bueno faltar a clases. Tú lo sabes".

"¿Y tú, tú estás aquí, no?"

"Mis clases comienzan más tarde los lunes. En la universidad es distinto, las clases comienzan más tarde a veces, otras veces más temprano. Algunos días hay clases en la mañana, algunos en la tarde, otros hasta en la noche".

"¿Puedo ir a la universidad contigo? "George, please".

Caminamos a tu escuela, tú feliz con tu cimarra, muerta de la risa, yo tratando de explicarte.

"Diane es muy inteligente y sabe hacer sus cosas", anotaba tu profesora en un boletín (que aún guardo), "mas suele ser muy agresiva a veces".

Agresiva, mi palomita agresiva. Palomita que abría los ojos con admiración cuando la Nicki colocaba las cortinas en la sala. Que se burlaba descaradamente de Juan cuando intentaba hablar inglés, y lo imitaba con picardía cuando hablaba castellano. Que nos dejó sin habla una tarde en el baño, chapoteando en el agua: "En mi casa no nos bañamos nunca, porque la tina está siempre llena de vómitos".

Un Sábado que no llegabas, paloma, le preguntamos a tu madre, que nos respondió brevemente, con una cerveza en la mano. "Están durmiendo", nos explicó. "Quiero dejarlas dormir hasta tarde, así no necesitan desayuno".

De cuántas cosas me acuerdo, qué atolladero de rabias, penas y alegría se apretuja en mi memoria. Si no sé ni siquiera como expresarlas, como darles un orden. De tu hermana Debbie, por ejemplo, queriendo adoptar a Juan como papá, con el cariño de una enamorada de nueve años. "Juan, quiero vivir contigo.. ¿Me dejas?" Él, con una sonrisa en la boca y un nudo en la garganta, trataba de disuadirla: "Pero yo no estoy casi nunca en la casa, porque tengo que irme a trabajar. Estarías casi siempre sola". Debbie sonreía también, encontrando la solución: "No importa, yo podría tenerte listo un emparedado para cuando volvieras del trabajo".

De todos preocupados, y Willy casi llorando de rabia, una noche como a las once en que tú no llegabas, ni a tu casa ni a la nuestra. La policía impaciente trataba de sacarle algún párrafo coherente a tu madre, que hasta hacía poco ni se había percatado de tu ausencia.

Final feliz esa noche, estabas en casa de una amiga. Los padres de tu amiga habían intentado infructuosamente de contactar a los tuyos. Sonaba y sonaba el teléfono... nadie contestaba.

De vuestra contagiosa alegría cuando las dejábamos ayudar en la cocina. "¿Te toca cocinar a ti?" ¡Qué bueno, yo pongo la mesa!" Procedían con entusiasmo y cuidado, ordenándolo todo con la meticulosidad de dos expertas.

De la noche en que el alojado en tu casa, probablemente un tío o quizás un amigo de tus padres, impartía órdenes a la esclava de la casa, tu hermana Wanda, de doce años, que diariamente del colegio pasaba a la cocina. Wanda, su paciencia de niña ya agotada, se resistía. Yo miraba por la ventana. Cuando comenzaron las bofetadas no aguanté más y llamé a la policía. Llegaron cinco patrulleros. Todos ustedes se asustaron. Qué iba a hacer yo, pajarito.

De tu hermano Eddie, de diez años, robando en la vecindad. ¡Qué feliz estaba el día que lo inscribí en la YMCA! (Con qué poco se conforman los niños a veces). De tu hermano chico, de cinco, tirando piedras en la calle. De las incontables ocasiones en que se detuvo la ambulancia frente a la puerta de tu casa, para llevarse a tu padre, cuyo hígado imploraba.

(Y aparecían Debbie y tú, como dos pajaritos temerosos, en nuestra puerta, con sus caritas de susto).

De las dos en nuestro auto, en aquellos paseos al hermoso campo canadiense, cantando a toda voz "La Gatita Carlota", en español, idioma que les era totalmente ajeno, disputándose las estrofas, arrebatándose los finales: "Dime miau, miau miaaaau, mi gatito micifuz, ¡fufú!"

Gatita Carlota, cabecita en punta, mostrando tu lengua al que osara contradecirte, ¿te acordarás (cómo puedes olvidarte) del viaje a Washington, D.C., a ver un tío de la Nicki? Tú, que no habías salido nunca de Montreal, que alguna vez excepcional habrías cruzado Park Avenue, que vaciabas tus dolores y esperanzas en dos o tres calles de tu barrio. Qué importancia podían tener los viajes de los astronautas a la luna comparado con el tuyo, viaje a los confines del mundo, en tren y todo, con parques, museos, gatitas Carlotas y pijama de pollito, de duendecito amarillo, abrazada a la Nicki. Entre mis más rabiosos tesoros guardo el pedazo de papel lleno de faltas de ortografía donde tu madre, con lápiz a mina, da la autorización correspondiente.

Palomita, corazón de tuna, ¡cómo te conquistaste a Willy! Willy el serio, el meticuloso, el que aparentemente no se inmutaba con nada. El que a menudo establecía el orden en las tareas caseras de cuatro inmigrantes adultos compartiendo techo. Tú, gorrión, le saltabas, lo besabas, le hacías cosquillas, le sacabas la lengua desafiante, le fingías profunda seriedad cuando él se enojaba. Él, claro, se moría por ti. ¿Qué impresión, verdad, cuando lo operaron de la nariz? Esas vendas horribles (¿tendrá todavía nariz detrás de esas gasas?). A los pocos días, qué alegría, "¡Willy, te quedó tan bonita!"

(Verano del setenta y ocho. Por fin graduado, por fin un buen trabajo. Verano caluroso como habrá pocos. Después de una hora en la carretera, llegar a casa. Mientras estacionaba, mi palomita me miraba del balcón, me mostraba sus dientes, se le achinaban sus ojos, se le inflaban sus globitos. Corría a buscarme los shorts, las pantuflas, un vaso de agua. Su cartón redondo, donde le enseñé a ver la hora).

Diane, ¿a qué no sabes que eres estrella de cine? Sí, sí, te juro, yo te vi, y en una linda película. Mostraba, la película, los niños de Montreal. En una escena, en la calle Jeanne Mance, tu calle, jugaban los niños afuera, alegremente. De pronto la cámara sube, lentamente, y se detiene unos segundos frente a una ventana. Allí, mirando a los otros niños con una gran sonrisa, apareces tú. Qué aparición mágica, cómo dio de saltos mi corazón al verte. No es broma, la Nicki también te vio. Te vieron miles de espectadores. Habrán pensado, "qué chica tan bonita, qué lindos los niños, qué ganas de volver a esa edad. En la niñez ha de estar la felicidad..."

III

Qué más te cuento. ¿Secretos, tal vez?

De la Nicki llamando a la Asistencia Social, y tus padres, sospechando, tratando de limitar tus visitas a nuestra casa. De Willy, averiguando trámites de adopción, y yo en la mismas, celoso. De los papeles, las exigencias, los formularios, la circunspección con que se mira a los inmigrantes, los trámites de nunca acabar.

Que una semana en que la ambulancia se había llevado a tu padre al hospital, pasaban los días y él no regresaba. Que se rumoreaba en el barrio que tu padre había muerto.

Que cuando los repartieron, de un día para otro, a ti y a tus hermanos entre familiares ubicados probablemente en partes remotas de la ciudad, Willy y yo pasamos varios días indagando como detectives, tratando de averiguar que había pasado, donde estabas, en que barrio, con quien, algún teléfono. Manejamos toda la isla tratando de encontrarte, con la esperanza de verte otra vez, de celebrarte otro cumpleaños, de invitarte una vez más al campo. Te llevaron así no más, después de casi dos años de iluminarnos con tu sonrisa.

Diane, zapallito, ¿me perdonas por no haberte enviado un regalo de cumpleaños cuando cumpliste nueve (y diez, y once...)? ¿Podrás un día perdonarnos a todos por nuestra pasividad e indiferencia, por nuestro fracaso en resolver las situaciones que envenenan el alma infantil, por creer que nuestra responsabilidad hacia los niños se resume a aquellos que concebimos o parimos nosotros mismos?

Quiero soñar de nuevo contigo. Soñar que algún día te encuentro, que caminando doy vuelta una esquina y estás ahí. Que has estudiado en alguna universidad, que no has quedado embarazada a los quince, que no eres prostituta ni alcohólica, que tu hermano no está en la cárcel por robo o asalto. Que por arte de alguna hada bienhechora conservas la misma sonrisa, mezcla de ironía e inocencia, que inflaba tus pómulos y achinaba tus ojitos.

Que me reconoces, y a pesar de todo, me abrazas.

Jorge Braña

Lenore

Amaneció Lenore al par del alba carmesí,
surgiendo de temibles visiones,
"¿Eres infiel, William, o estás muerto?
Hace tanto que te fuiste."
Porque él, con los guerreros de Federico,
a la lejana Praga fue a luchar;
nunca escribió, en el fragor del combate,
y triste estaba el corazón sincero que lo añoraba.

La emperatriz y el rey,
cansados de una lucha sin cuartel,
al fin terminaron con el odio pertinaz,
que inspiraba la rivalidad:
y la multitud marcial, con risas y canciones,
hablaba de su hogar mientras marchaba,
y ¡clanc, clanc, clanc! venían los rangos,
al sonido de las trompetas que crecía.

Y aquí y allá y en todas partes,
a lo largo del camino lleno de gente,
venían viejos y jóvenes, con música alegre,
a unirse a las bandas;
y los niños saltaban y gritaban para espiar a la multitud,
y temblando y estremecida la novia empujaba:
Pero ¡oh! para los labios suaves de Lenore
se habían terminado los besos y agradecimientos.

Corría rápidamente mirando hombre por hombre
con ojos anhelantes;
pero se sentía sola en la multitud poderosa,
como si la presionara y aplastara,
Mientras pasaba de la tropa -un grupo agradable-
orgullosas las plumas oleaban y caían,
Ella se arrancaba los pelos y daba vueltas,
y como loca se tiraba contra el piso.

Su madre la acariciaba con dulzura,
con suaves palabras de aliento:
"Hija mía, que Dios te contemple
y te tranquilice, niña mía".
"¡Oh, madre, madre! ¡Lo que se fue, se fue!
No comprendo cómo el mundo sigue rodando:
¿Qué piedad tiene Dios conmigo?
¡Pena, pena y aflicción, para mi pesado corazón!”

"¡Ayuda, Cielos, ayúdenla!
¡Niña, reza un Ave María!
Grandes y sabios son los actos de Dios;
Él te ama y se compadece de ti."
"¡Fuera, madre, fuera con esas mentiras!
¿Acaso Él ve mi desesperación, o escucha mi llanto?
¿Qué importa ahora esperar o rezar?
La noche ha llegado, ya acabó el día.

"¡Ayuda, Cielos, ayuda! Quien conoce al Padre
sabe por cierto que ama a su niña:
El pan y el vino de su mano divina
suavizarán su ira temperamental".
"¡Oh, madre, querida madre! el vino y el pan
no aliviarán la angustia que tortura mi mente;
porque será tarde para el pan y el vino
para este frío cadáver que aúlla desde la tumba".

"¿Qué pasaría si la falsa fe del traidor falló,
acuciada por dulces tentaciones?
¿Qué pasaría si en la lejana Hungría
el tomó otra novia?
Rechaza al frágil tonto, mujer,
que acepta piedras y rechaza las perlas:
mientras que el alma y el cuerpo estén juntos
en su corazón traicionero siempre habrá tormentas".

"¡Oh madre, oh madre! ¡Lo ido, ido está,
y perdido quedará!
La muerte, la muerte es el destino de mi alma,
aplastada, quebrada y desolada.
¡La chispa de mi vida! ¡Abajo, abajo a la tumba:
muere sola en la noche, muere lejos en la oscuridad!
¿Qué piedad tiene Dios de mí?
¡Lamentos, ay, por mi pesado corazón!"

"Ayuda, Cielos, ayuda, y no la abandonen
porque sus penas son muy agudas,
no sabe lo que dice,
¡Oh, no consideren pecado sus palabras!
Abandona, hija mía, tu desdicha,
y piensa en las felicidades prometidas,
para que tenga paz tu mente
y sé una esperanza y hogar y novia para él".

"¿Madre mía, qué es la felicidad?
¿Madre mía, qué es el infierno?
¡Mi felicidad es estar con Guillermo,
Sin él, es mi infierno!
Muero sola en la noche, lejos en la oscuridad!
Tierra y Cielo, Cielo y tierra,
nada peor que estar sin Guillermo".

Esta pena quebraba el pecho de Lenore,
y apesadumbraba su cerebro;
Así surgía su lamento al Poder en lo alto,
para cuestionar y quejarse:
Sacudiendo sus manos y golpeando su seno,
Gritando y aullando sin descanso,
hasta que su suave velo la luna desplegó,
y las estrellas brillaron en el azul oscuro.

¡Pero se escuchan unos ruidos y el trote
de un pesado caballo!
¡Cómo retumba el acero mientras surge el jinete!
¡Cómo grita el eco!
Mientras silenciosa y claramente la campana gentil
repiquetea y tintinea dulcemente;
y claro y muy bajo a través del tablón de la puerta
llega una voz a los oídos:

"¡Hola, hola! Destraben la puerta;
¿Estás despierta, novia mía, o dormida?
¿Tu corazón aún está libre y fiel al mío?
¿Estás riendo, novia mía, o llorando?"
"¡Oh, cansada estoy, Guillermo, he esperado por ti,
Lamentándome mientras aguardaba todo el día,
llorando con una gran pena,
por la crueldad de tu demora".

"Hasta la mortal medianoche no descansamos,
he viajado rápido desde muy lejos,
y aquí estoy de vuelta con ellos
ahora ya pasó la oscuridad".
"Ah! Descansa con ellos hasta que la noche esté tranquila,
suave debes ser, y blando, y cálido:
Escucha al viento, cómo susurra y golpea
a través de las zarzas espinosas".

"A través de las zarzas de espinos déjalos suspirar,
Déjalos suspirar, niña, déjalos.
Calma la fiereza del ojo brillante de mi cabalgadura,
y su orgulloso y salvaje penacho.
Arriba, arriba y lejos. No pararé,
Carguen rápido detrás mío, arriba, arriba y lejos!
Cientos de millas serán cabalgadas
hasta que pueda reposar en la cama nupcial".

"¡Qué! cabalgar cien millas esta noche,
llevado por esas locas fantasías!
¿No escuchas la campana con su lamento,
mientras tocan las once?"
"Mira, mira. Mira, la luna brilla:
Nosotros y los muertos cabalgamos rápido en la noche.
Es por una apuesta que te llevaré
al recinto nupcial cada vez que nazca el día".

"¡Oh! ¿Dónde está el cuarto, querido Guillermo,
y dónde la cama, Guillermo?
"Lejos, lejos de aquí: quieto, estrecho y frío:
tablón y fondo y tapa".
"¿Hay lugar para mí?" - "¡Para mí y para ti,
Sube, sube a la montura rápidamente!
Los invitados a la boda están listos,
y la puerta de la cámara está abierta".

Aquí a la derecha y allá a la izquierda,
pasaban los sembrados de maíz y tréboles,
y los puentes apenas vistos por los ojos asombrados,
mientras los sobrevolaban traqueteando.
"¿Qué pretende mi amado? La luna brilla,
Los muertos viajan rápido a través de la noche.
¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?"
"¡Oh, no, déjalos dormir en su lecho polvoriento!"

En la fresca y suave brisa que flotaba alrededor
mientras los cuervos volaban sobre sus cabezas,
¡Din don! ¡Din don! Es el sonido, es la canción,
"Lugar, hagan lugar para los muertos que pasan!"
Lentamente el tren funerario se acerca,
llevando el ataúd, llevando el féretro;
y el lamento de su canto era crudo y sibilante,
como el croar de las ranas en las marismas.

"Desenterraste tu cadáver en la medianoche oscura,
con himnos y tañidos y gemidos,
Pero yo te devuelvo al hogar, mi joven esposa,
para una fiesta nupcial más hermosa.
Ven, corista, ven con tu gentío coral,
y canten solemnemente una canción de bodas,
Ven, hermano, ven - deja escapar la bendición
que no se interrumpa el descanso del novio y la novia".

¡Pasan a la derecha, pasan a la izquierda,
los árboles y montañas en la carrera!
¡A la izquierda, y a la derecha y la izquierda,
vuelan sobre el pueblo y el mercado!
"¿Qué pretende mi amado? La luna brilla,
Los muertos viajan rápido a través de la noche.
¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?"
"¡Oh! déjalos solos en su lecho polvoriento!"

¡Mira, mira, mira! en el árbol del patíbulo, mientras bailan rodando alocadamente, arriba y abajo, al resplandor lunar, un grupo volátil, semiperdidos: "¡Jo, jo! loca multitud, vengan aquí, y únanse al comienzo de mi veloz carrera; Vengan, báilenme una danza, oh bailarines, mientras nos encerramos en los tablones del lecho nupcial".

¡Cómo corre la luna allá en lo alto,
en la salvaje carrera alocada!
¡Afuera y adentro, moviéndose como las estrellas
y giran sobre el cielo resplandeciente!
"¿Qué pretende mi amado? La luna brilla,
Rápidamente los muertos cabalgan a través de la noche.
¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?"
"¡Ay! Déjalos solos en su lecho polvoriento!"

"¡Corcel, corcel! apura la marcha,
que la arena del tiempo está bien gastada;
¡Corcel, corcel, rápido! comienza el día,
El aroma matutino se siente.
Termina nuestra cabalgata, termina:
¡Hagan lugar, espacio para el novio y la novia!
¡Finalmente, al fin hemos llegado al sitio,
porque la velocidad del muerto no ha aminorado!

Y rápidamente hacia una puerta de hierro,
llegaron con las riendas sueltas;
Al toque del jinete los cerrojos cedieron,
y las trabas se quebraron y cayeron;
las puertas se abrieron ante el toque de difuntos,
y sobre las blancas tumbas se lanzaron sin orden ni concierto:
las tumbas parecían arbustos sombríos,
mientras brillaban por la débil luz de la luna.

¡Pero mira, mira! en un parpadear,
una maravilla fantasmal,
la chaqueta del jinete, pedazo a pedazo,
se cae como ceniza brillante,
Sin sangre y sin pelo, una calavera desnuda,
la visión de esa macabra cabeza fue horrible,
ya no estaba allí la máscara de la vida,
y el esqueleto llevaba un reloj de arena y una guadaña.

Fuerte relinchó el caballo mientras se hundía,
y las chispas caían desparramadas:
¿Qué hombre podría decir si hubiera huido,
o se hubiera desmayado en terreno abierto?
¡Lamentos desde la tierra y aullidos en el aire!
¡Gritos y gemidos por todas partes!
Semimuerta, medio viva, el alma de Lenore
luchó como nunca antes había luchado.

La tropa del cementerio -un grupo fantasmagórico-
rodeó a la mujer agonizante;
Adentro y afuera en sus volteretas
a través del giro de los danzarines:
"Paciencia, paciencia, cuando el corazón se está quebrando;
A tu Dios no se le hacen preguntas:
¡Fuera de tu cuerpo y liberada:
El Cielo conservará tu alma eternamente!"

Gottfried August Bürger

Leer juntos

La lectura es un acto uterino, que no se ubica en la visión, ni en la mano, ni en los impulsos nerviosos; tampoco en el cerebro, ni en el corazón. ¿Dónde entonces se encuentra y se centra?

Leer es una actividad de la entraña humana, del manantial de donde venimos, allí donde la vida nace. Se vincula, entonces, al regazo, a las faldas maternas, a los dolores y retorcijones de parto y a la casa, a la morada del ser. Se une con todo aquello ligado al dormir y al despertar, al permanecer o cambiar, al pasar de un reino a otro reino.

Como todo aquello que nace entonces la lectura está asociada a capricho, arbitrio y libertad, pero no externa sino íntima. De allí que un preso puede ser más libre, incluso, que cualquier persona que camina por la calle, siempre y cuando sea consumado lector.

De allí que leer tenga también su natural ubicación en la familia, en la habitación bajo una ventana, donde estamos aparentemente recluidos pero en viaje astral, tocándonos maravillados para saber si es cierto que estamos vivos, con los ojos llorosos por el milagro de sabernos presentes, bendiciendo el hecho de sobrevolar por todos los tejados del mundo.

De allí que un hogar sin libros y sin lectura es una casa vacía, sin sentido y sin alma. Será como un cuerpo inerte, sin corazón, mente ni espíritu; en suma yerto aunque se mueva, sin aliento aunque respire.; será un lugar hueco y precario así haya lujo y ostentación exterior en sus aposentos, porque carecerá del arrobamiento del enigma que nos brinda la lectura. Una casa donde no se lee es desolada; porque en ella no aletean las luminosidades bienhechoras de los seres alados. Porque no es matriz y en ella nada ha nacido de a verdad.

Una casa donde no se habla de libros, donde no hay varios rincones de lectura, donde no se recrean pasajes hermosos de la literatura ni se rememora y extasía con la evocación el arte de todos los tiempos, ¿de qué sirve? No tendrá esa casa presencias defensoras de la vida verdadera. Y, siendo así, no estará ungida.

En una casa hay que leer juntos, toda la familia reunida. Leer juntos es oír nuestras voces asociadas al afecto, a la confidencia y al arcano de nuestro ser, que es bueno que esté cerca para no arrepentirnos al momento del morir de no saber siquiera dónde y cómo aparecen y se posan los ángeles en los aleros, coronando nuestras sienes; porque cada evocación que surge de un libro es un ángel.

Leer es convocar a los manes, a los espíritus protectores. Leer todos juntos es una actitud que nos consagra cara a la eternidad, como si lleváramos hasta las desoladas orillas de la finitud un escudo cifrado, que es una muestra de comunión suprema, porque es acoplar las mentes en un crisol de esperanza e ilusión.

Leer juntos en casa es hacernos confidentes; lo cual es, quizá, la mejor entrega que podríamos hacer, estando en esta vida y en este mundo, porque es leer nuestra intimidad y compartir algo del misterio que nos habita.

Leer juntos ha de ser una consigna, porque se ha vinculado mucho leer a soledad, extrañamiento y misantropía. Por eso, frente a la lectura solitaria, silenciosa y apartada, reivindicar la lectura colectiva y de comunión con los demás, es decir el leer juntos los seres que nos amamos y también los que aparentemente no nos amamos para que esa luz alumbre, se avive y fulgure; porque leer es amar y para siempre.

Danilo Sánchez Lihón

Origen de los incas

Enfrentar este último capítulo de la evolución autónoma del Mundo Andino requiere de temerarias presunciones, por cuanto no hay registros escritos y hubo dos instancias en que el mito de los orígenes de los incas sufrió bruscas y profundas modificaciones. La primera fue durante el gobierno de Pachacuti, IX jerarca y supuesto vencedor de los chancas, sus más amenazantes enemigos, quien parece haber reorganizado la mitología, obligado a rehacer los tablones con pinturas que relataban la historia y reordenado toda la conceptualización de la identidad incaica para adaptarla al rol imperial expansivo que comenzaba a tener y de paso tal vez, para quedar él como el gran héroe incaico. La otra instancia fue la tristemente expandida tendencia de los cronistas españoles por homologar las creencias religiosas andinas a una jerarquización propia de los católicos, la cual ellos creían que debía establecerse aunque fuere a través de la flagrante tergiversación de la información disponible, además de que la información que conseguían provenía de la élite incaica, obviamente sospechosa de "adaptar" la historia para favorecer a su panaca o linaje. El pueblo, puric cuna, no tuvo oportunidad de expresarse cuando los españoles escribieron la historia de los incas.

Ocuparía mucho espacio para fundamentar mi desconfianza en el legado de los cronistas, pero en pocas palabras se puede desenmascarar a Betanzos por su afán por favorecer el linaje de su esposa indígena Angelina, hermanastra de Atahualpa y anterior concubina de Francisco Pizarro; al cartógrafo y aventurero Sarmiento en su intento por hacer aparecer a los incas como usurpadores abusivos de una tierra que no les pertenecía; a Cabello Valboa y a Murúa como meros repetidores del texto perdido de Cristóbal de Molina; al jesuíta Cobo como un tardío investigador que dispone de información prejuiciada o con sesgos religiosos; a los mestizos Guamán Poma de Ayala, Garcilazo de la Vega y Juan de Santa Cruz Pachacuti que trataron de mostrarnos una versión idealizada de los incas, diseñada para complacer a los europeos. Otros cronistas, Cieza de León, Polo de Ondegardo y Santillán, aportan información de limitados alcances en cuanto a la descripción de eventos históricos.

IDENTIDAD INCAICA

Trataremos entonces de exponer el tema siguiendo una mitología que reconocemos poco fiable, pero que es la menos controvertida.

Como era la costumbre en el Mundo Andino, la base social, familiar y política de los ayllus y asentamientos urbanos mayores estaba dividida en una fracción alta (araj en aymara, hanan en quechua) y otra baja (manqha y hurin respectivamente), desde donde se iniciaban los linajes de poder (panacas) siguiendo la línea masculina. Escapando de la destrucción del Tiwanaku, un grupo de élite pukina de la fracción hurin, encargada de los cultos religiosos, logró huir al lago Titicaca con algunos ayllus (unidad socioeconómica formada por familias que organizadamente exploraban una extensión de tierra) de ambas fracciones, mientras los jerarcas de los panacas hanan, encargados de las gestiones bélicas, fueron eliminados por los aymaras. Se refugiaron en la actual Isla del Sol, ya por entonces considerada tierra sagrada por los tiwanakotas. Años después, el Reino aymara Lupaca inició avances de conquista hacia esa zona y los pukina huyeron hacia Puno, en el actual lado peruano del lago. Dirigidos por Apo Tambo, el jerarca religioso hurin, a falta de un jefe hanan, a fines del siglo XII iniciaron un lento peregrinaje al norte, formando en el camino el origen de la identidad incaica.

Se detuvieron por muchos años en Tambotoco (o Parictambu, hoy en la provincia de Paruro), donde parece haber nacido el hijo de Apo Tambo, Manco Capac, el mítico iniciador de la etnia incaica. El lugar se empezó a hacer estrecho y se prepararon para seguir al norte. Un grupillo de tres ayllus se escindió de la comunidad y terminó en el actual Ollantaytambo, mientras que Manco Capac se dirigió, con 5 ayllus de cada fracción y tras varias interrupciones, al Cuzco, distante sólo 50km, en una aventura que le tomaría 20 años. Para que no se confundan quienes conozcan la ulterior versión incaica del mito (diseñada para eludir la descripción de la bochornosa huída desde Tiwanaku), Manco Capac es el mismo personaje que Ayar Manco.

Aunque siendo de panaca hurin, Manco debió asumir la jerarquía militar a falta de un líder hanan. En el transcurso de la peregrinación con ribetes de conquista, esposó a la mítica Mama Ocllo y años después, ya más al norte y cuando su primer hijo, Sinchi Rocha hubo pasado por la ceremonia iniciática del primer corte de pelo, esposó (parece) a Mama Huaco, una fiera mujer de espíritu guerrero.

EN EL CUZCO

Y así, guerreando y conquistando, llegó al Cuzco, ocupado por minúsculos reinos, algunos de los cuales (huallas) derrotó con la ayuda de su feroz esposa Mama Huaco y con otros estableció alianzas (matrimonio de su hijo Sinchi Rocha con la hija de un jefe local). Siguen luchas con otras etnias vecinas (ayaruchos, sahuesaras, poques, etc) y la eterna rivalidad con un reino más poderoso, el de los ayarmarca.

A su muerte, su hijo Sinchi Rocha, soberbio combatiente, no consiguió doblegar a los ayarmarca y hasta perdió los dos incisivos superiores de un golpe que le propinó el rey enemigo. Le suceden su hijo Lloqu Yupanqui y su nieto Maita Capac, protagonistas de escaramuzas que no llegaron a ninguna parte, hasta que su tatara-sobrino Capac Yupanqui asumió el poder tras un golpe de estado. Aquí empieza el episodio que marcaría el paso de las primitivas escaramuzas de los incas con sus vecinos hacia la organizada expansión imperial.

Llegan los vecinos quechuas a pedir ayuda contra la amenaza chanca, un organizado reino mucho más poderoso que el minúsculo señorío incaico. Los ayarmarca tratan de ponerse en la buena con los incas casando a Capac Yupanqui con la hija de su jerarca, pero otra de sus esposas, Cusi Chimbo, celosa, lo envenena y crea una crisis política de proporciones que pone término al gobierno de los hurin, quienes en principio debían limitarse al liderazgo religioso. La fracción hanan, que carecía de líderes consagrados desde la huída del Tiwanaku pero a la cual en principio le correspondía el mando político y militar, se toma las dependencias de los hurin, mientras fuera del Cuzco los chancas invaden a los quechuas.

Cusi Chimbo parece haber sido instigada por Roca, de panaca hanan y quien llega a ser nominado jerarca y lo primero que hace es casarse con Cusi. Así, el poder político y guerrero vuelve a la parcialidad hanan a la que pertenecía en el Tiwanaku y los hurin vuelven al sacerdocio. Tal vez sea en este evento donde deba establecerse el real inicio del rol de Sapa Inca.

PACHACUTI

Los ayarmarcas siguieron haciéndole difícil la vida a los incas. El inca siguiente, Yahuar Huacac, muere con su heredero en un ataque de los cuntis al Cuzco, demostrando cuán fragil era aún el reino en comparación con sus vecinos. Le sucede un hijo "inventado" para que nadie reclamara, pero de la fracción hanan por cierto, quien luego adoptaría el nombre de Viracocha. Viracocha, su controvertido hijo Pachacuti y su nieto Tupac Yupanqui (el Alejandro Magno andino) y el hijo de éste, Huayna Capac, consolidarían el imperio incaico hasta que el sarampión que esparció el segundo desembarco de Pizarro en el Perú cobró la vida de Huayna Capac y generó la lucha entre Huáscar y Atahualpa, ya con los españoles insertos en su territorio. El resto de la trama figura en forma poco atractiva en los textos escolares de historia, por lo que no describiremos detalles del Período Tardío. Resta aclarar que si yo tuviera que elegir al más formidable hombre que ha producido el continente americano en toda su extensión geográfica e histórica, incluyendo tiempos modernos, nominaría a Tupac Yupanqui...

Sin embargo, aclararemos que, con o sin méritos, Pachacuti consiguió trascender en la forma que sugiere su nombre, transformando profundamente el destino incaico.

Si su padre Viracocha fue un viejo decrépito cegado por un irracional apego a su supuestamente cobarde, licencioso e inútil hijo Urco y si acaso sólo el cinematográfico coraje de Pachacuti salvó al pequeño reino incaico de la terrible amenaza chanca, es materia de discusión y en la cual me pongo en el lado de los escépticos pues las "maravillas" protagonizadas por los "héroes" de leyenda suelen tener una decepcionante y hasta doméstica explicación, aquí, en Europa, entre los fundamentalistas y en todas partes.

Betanzos le otorga a Pachacuti tal virtuosismo ético, que su historia llega a parecerse a un cuento de hadas (¿Angelina mediante?). Sarmiento es menos enfático, pero no contó con fuentes fidedignas y él mismo no está libre de sospechosas modificaciones de la evidencia.

Lo cierto es que, éticamente virtuoso, fanfarrón o lo que sea, Pachacuti termina recreando la historia de los jerarcas que lo precedieron, eliminando así no más y para siempre la gestión y posición genealógica de dos de ellos, redefiniendo el plano urbano del Cuzco y marcando el inicio de la expansión imperial incaica, aunque sigamos teniendo dudas en cuanto a que si fue él quien gestó algunas de las hazañas que ciertamente tuvieron lugar.

El resto, la expansión del imperio desde Quito hasta el límite que le impusieron los araucanos en el Maule, pasando por la conquista del altiplano y sus señoríos aymaras, hasta la muerte de Huayna Capac, el nieto de Pachacuti y la asombrosa osadía y "suertuda" y cruel gestión de Francisco Pizarro para conquistar el imperio, es materia supuestamente conocida, deficientemente tratada en nuestras escuelas, pero que se impone como materia estrictamente definida más allá de lo que realmente se sabe en las preguntas de la Prueba de Aptitud Académica, lo que no asombra a nadie porque ya sabemos que en Chile la historia se escribe de manera peculiar...

Dr. Renato Aguirre Bianchi

¿Qué clase de amor era el suyo?

Quisiera olvidar sus palabras, acostumbrarme a que no eran más que eso: palabras, juegos del aire. Pero no puedo dejar de pensar en lo que María Elena solía decirme cuando estábamos a solas, luego de hacer el amor, ella descansando entre mis brazos, tibia y húmeda como un mar de flores amarillas:

-Te amo. Te amo de una manera transparente, como si nosotros hubiéramos inventado el amor. Mientras tú me ames yo haré de la vida un lugar para amarte y estaré junto a ti. Y aún si no me amas, te amaría igual. Este amor que siento por ti me hace capaz de vencer cualquier cosa, porque no deseo sino estar viva para amarte. Algún día Dios sentirá envidia de cómo te amo.

El día que le dije a mi madre, entre tazas de té y rodajas de pan casero con manteca y mermelada de higo, que estaba decidido a casarme con María Elena, se puso muy mal. El corazón pareció acelerársele hasta lo imposible. Respiraba mal, se ahogaba. Nunca la había visto así. Temí que se muriera. Me dijo que no le parecía justo que después de cuarenta años de haberme educado, de haberme dado todo, de haberme cuidado como a un ángel, yo decidiera darle mi amor a una desconocida que quien sabe si me amaba lo suficiente. Le respondí que hacía ya tres años que conocía a María Elena y traté de mostrarle que ella realmente me amaba. Mi madre argumentó que tres años no eran nada contra todo el tiempo que ella había estado al lado mío, haciendo siempre de madre y de padre para mí.

Supongo que tenía razón. Llegué a pensar que era un traidor, un mal hijo. Pero no podía dejar de sentir que mi destino estaba junto a María Elena. Lo había sentido así desde la primera vez que entré a una tienda para comprar un hilo azul y ella me atendió con esos ojos brillantes e inquietos y esa sonrisa deliciosa que siempre tuvo. Así fue como después -hasta que luego de meses de juntar valor y desesperación la esperé a la salida del trabajo para invitarla a tomar un café- volví una y otra vez a comprar cosas innecesarias que escondía debajo de las tablas del piso de mi cama. No me atrevía a dárselas a mi madre porque me regañaría por malgastar el dinero. Tampoco me atrevía a tirarlas porque eran cosas que habían sido tocadas por sus manos. A veces sacaba un alfiler o un elástico y me los pegaba con cinta adhesiva debajo de la ropa, para sentir que la tenía cerca de mí. El día que le hice a mi madre la confesión de que uniría mi vida a la de María Elena, llevaba un botón naranja pegado sobre uno de mis brazos.

Mi madre no quería entender razones. Al final, ya convencida de lo irreversible de mi decisión, me pidió que invitara a cenar a María Elena y si ella comprobaba que el amor de esa muchacha era tan fuerte como decía, entonces ella no se opondría. Acepté. En primer lugar porque a María Elena le encantaba cómo cocinaba mi madre. En segundo lugar, porque para quien observara a María Elena, para quien la escuchara, era imposible no darse cuenta que realmente me amaba con un amor a toda prueba.

Esa noche, tras un breve aperitivo, mi madre sirvió una sopa de queso roquefort y cebolla, que era mi preferida. El plato principal era uno a base de papa, queso, nueces y damascos, que era el preferido de María Elena. La sopa estaba deliciosa. A María Elena también le pareció lo mismo. Pero a la tercer cucharada su cabeza cayó sobre el plato, salpicando todo a su alrededor. Me asusté. Miré a mi madre y se sonreía con esa sonrisa que solía usar para decir, sin hablar, que ella tenía la razón. Levanté la cabeza de María Elena y me di cuenta que pesaba mucho. Miré nuevamente a mi madre y continuaba sonriendo. Dejé caer la cara de María Elena entre la sopa. Le toqué el cuello buscándole algún latido, pero era obvio que estaba muerta.

Me molesta tener que admitirlo, pero mi madre tenía razón. El amor que María Elena tenía por mí no era tan fuerte como decía. Ni siquiera le sirvió para soportar un poco de veneno en la sopa.

Gonzalo Hernández Sanjorge

Ajedrez del Tercer Mundo

en memoria de Roque Dalton, poeta salvadoreño

La ventana en el rostro.
Peón confiado en campo verde
y...¡de súbito!
vasallo negro, esbirro negro, general
lóbrego.
Tenebroso avance de intereses rubios
con armas negras: entre alevosía
y odio,
¡enroque!
y perseguidos somos por rojas carreteras
y por montañas.

El país tajado
Algunos peones desaparecen.
Caballos negros fusilan a torre
roja
durante el año 75 del siglo veinte después de cristo:
¡Desolación en la Taberna
y en otros lugares!
Pero,
nuestro juego seguirá sin pausa.
Hasta que todo el tablero cante,
el turno, triunfal,
del ofendido.

Guillermo Ross Murray